viernes, 13 de noviembre de 2015

CUMULONIMBOS: historias garbanceras

   

    El pronóstico del tiempo era demoledor. Durante toda la semana y en todos los medios de comunicación, no hicieron otra cosa que amenazarnos con tormentas y lluvias torrenciales para el fin de semana. Lo peor que nos podría suceder, y acabamos como siempre: tomándonoslo como algo personal.    Cuando las pesadas nubes se abrieron para enseñarnos algunas estrellas, entre las que se encontraba Venus, le dije a Jorge: mira, aquella estrella que resalta sobre las demás, resulta que es el planeta Venus. Si nosotros estuviéramos en Marte, veríamos a la Tierra brillar de la misma manera.
    No es que estuviéramos contemplando el cielo desde la terraza de un bar en la bien entrada madrugada de un domingo, no. Estábamos en el Rastro, escudriñando paradas, desde muy temprano, para buscarnos la vida (ya saben, comprar barato para intentar vender algo más caro a lo largo de toda la mañana) y de cuando en cuando, mirábamos al cielo como implorándole una tregua. Mientras, el Rastro se iba poblando poco a poco, sin prisas.
    Aún faltan unas horas para que amanezca y la luz de las farolas no es suficiente para descubrir tesoros. Por este motivo usamos linternas. Son fundamentales, como también lo es, un buen cuenta hilos o una discreta lupa. Sin estos complementos, la caza podría resultar un desastre. Imagínense un buitre tuerto o constipado, o con el pico doblado, ¡no sobreviviría!. Pues a nosotros nos ocurre lo mismo. Menos mal, que con el tiempo y el conocimiento acumulado, se podría decir, que desarrollamos un sexto sentido: la intuición. Pero nuestras habilidades intuitivas comerciales, disminuyen considerablemente ante la poderosa naturaleza.
    Si lloverá o no, durante las horas de mercado, nos preocupa, pero es algo que nos supera. Frente a esto, solo sabemos actuar de dos maneras: si llueve a la hora de montar, no montamos y esperamos hasta que escampe y, si no llueve, montamos; aunque, como en esta ocasión, las probabilidades de que lloviera fueran cercanas al cien por cien; pero, para nosotros, no existe el término medio, así de simple, lo cual resulta poco sensato cuando se pone a llover. ¡Para un día a la semana que nos manifestamos cruzando la frontera de lo invisible, va y llueve!. Es lo único que se nos ocurre decir, cuando ya, si cuanto apenas, nos da tiempo a nada. Pero qué le vamos a hacer, si nos gusta apostar frente a las previsiones del tiempo que, al parecer, nos resultan pedantes. Esto es lo que se podría deducir de nuestro obstinado comportamiento; pero no es así, o ¿si?. ¿Por qué arriesgamos nuestro esfuerzo acumulado durante toda la semana, como si estuviéramos en tiempos de los fenicios, cuando, de antemano, el hombre o la mujer del tiempo, dicen, que con casi toda probabilidad, lloverá?. Porque somos arrogantes y por necedad. Sí, en este caso no me he equivocado, he querido decir necedad y no necesidad, ya que el ser pobres solo nos exime de hacer la declaración a Hacienda. Por eso, por ser como somos, un tanto presuntuosos, la lluvia no sería otra cosa que nuestra Némesis: la que acaba poniéndonos en nuestro sitio y, frente a esto, no tenemos escapatoria: es nuestro sino.
    Pero ese domingo no llovió y, si no lo hizo, pese a que estuvimos toda la mañana en vilo viendo como transitaban los poderosos cumulonimbos por el cielo, fue porque todavía resulta imposible conocer con exactitud la velocidad de las moléculas del viento, que si no... Siento no poder ser más explícito con lo de las moléculas del aire, pues ni yo mismo lo entiendo; pero si lo dicen los sabios, por algo será.
    Permanecimos instalados dejando el género únicamente protegido por conjuros y plegarias, como de costumbre. Y no pasó nada (hay quien cree que fueron escuchadas nuestras rogativas)  En esto que vino Jony Guitar a saludarme que, como su mote indica, es guiri de Inglaterra, se llama Jonatan y vende guitarras en el Rastro. Le pregunté que cómo estaba y todo eso, y él me respondió con la misma retórica. Cuando le dije, retóricamente también, que si se había atrevido a montar, me respondió que no. Cuando ya se iba, volvió la cabeza hacia mí, y dijo: "no hay cosa más triste que un día de lluvia en el Rastro". Y de ahí vino todo esto que les cuento. 

   
  

martes, 27 de octubre de 2015

CAGADORES FURTIVOS

      Unos salían compungidos, como el que acaba de dar el pésame. Otros, ni siquiera se atrevían a entrar y, así, así, hasta que me tocó a mí. Me estaba meando vivo y entré sin reparar en la ofrenda (perdón, quiero decir, en la afrenta).
    Resulta que, ancladas en la marisma de orines, tres gandingas formaban un triángulo a babor y, a estribor, suponiendo que yo fuera una barca, la cuarta descendía en cascada desde el porta rollos de papel higiénico, de la ambulante cabina, hasta el suelo, en línea recta, como predijo Newton. 
    Si señores, así son las cosas en medio de la bulla del Rastro. Yo no es que sea, ni poco ni mucho, un blandengue que, de serlo, se me hubiera borrado la sonrisa de la cara para todo el día; pero no fue así. Regresé a mi puesto de venta como si nada, ahora bien, no hacia nada más que darle vueltas en la cabeza, al enigma de la gandinga nº 4. Además, que el que menos, la ha dejado caer en un rincón de un solar y luego se a limpiado el bullate con el canto de una piedra. Cuando era nano, por ejemplo, recuerdo disfrutar de esos momentos, en compañía de mis más entrañables amigos, descubriendo el mundo, cagando y fumando.
    Aquello era todo un acontecimiento iniciático que fortalecía nuestros lazos. Los domingos, “peinaos y mudaos”, tranquilamente, saboreábamos un Camel cada uno o, en su defecto, un Bisonte o, con más defecto todavía, un Celtas corto o un Peninsular, en tanto que cada cual apretaba para no ser menos.
      Es verdad, nos regocijábamos con nuestros defectos, cuya causa, no era otra que la de haber nacido en el seno de una familia defectuosa. Por lo tanto, era lo único que poseíamos, así que nuestra máxima satisfacción consistía en eso, en cagar y fumar mientras otros iban al cine, por ejemplo, o a misa y, para lo cual, teníamos un solar, ad hoc, donde las ortigas y las malas hierbas era lo único que crecía, puesto que, sobre nosotros, recaía la maldición de quedarnos enanos por entregarnos al vicio. Pero, a pesar de todo, crecimos; aunque estuvimos a punto de no hacerlo, no tanto por la maldición como por la falta de proteínas. Al menor descuido, nuestros pálidos culos enrojecían de prurito incandescente; pero daba igual, la experiencia lo merecía y reincidíamos. Quizá, fuera éste el peaje que tuvimos que pagarle, a las ortigas recaudadoras, por ser cagadores furtivos ¿Quién sabe?.
    Como estábamos siempre en la calle y, en la calle nos manteníamos invisibles, no nos importaba mear sobre cualquier muro municipal. O dibujar meandros, con nuestras aguas menores, sobre la calzada y aceras, también municipales. Aquello, para nosotros, no era nada personal, más bien, era algo existencial. Pero, ¿Y el que dejó aquella milhoja colgando? ¿Salió ileso de tan arriesgada maniobra? Pude constatar que si. Que aquel procedimiento ha acabado convirtiéndose en un modus operandi y, por consiguiente, no seré yo quien vaya más allá de esto: que con su pan se las coma.


    

viernes, 7 de agosto de 2015

GUIA PRÁCTICA PARA EXTRATERRESTRES

   Características de algunas especies y subespecies que surgieron a partir de género homo, cuyo instinto de supervivencia, les llevo a adaptarse y reproducirse con éxito en el hábitat del Rastro. Razonamiento éste, de poco interés científico y, menos aún, ecológico.
    En primer lugar, merece un sincero y cordial tanteo, el estimado homo enterator.  Figura esencial, de aspecto pulcro, unas veces, y otras, un tanto astroso. Inteligente y sensible es, además, de profunda y vasta sapiencia, como su nombre indica: el enterao. Pero a su vez, son estos atributos, inversamente proporcionales al volumen de su cartera o, dicho de otra manera, este hombre sabio, cuanto más sabe, menos dinero tiene para adquirir aquello que desea. Procede, en su mayor parte, del hemisferio sur del funcionariado, mayormente, maestros y profesores de primera, segunda, tercera, cuarta, etcétera enseñanza. Es pacifico y amable y casi nunca aprieta en los tratos, si no fuera por la influencia negativa que sobre él ejerce el “sueldo para toda la vida y su orgullo intelectual”.

    Después tenemos al homo ganguis, que es, con diferencia, la especie más desarrollada y de la que no se espera, ni a corto ni a medio plazo, ninguna merma significativa en el número de ejemplares. Es el homo ganguis, buscador de gangas. Carece de cualquier atisbo de rigor y, no digamos ya, del más mínimo criterio a la hora de comprar otra cosa que no sea una ganga.
    Por ejemplo, si en su día le hizo falta un martillo para clavar equis cosa, y fue al Rastro a comprarlo en vez de ir a una ferretería, con toda seguridad, lo más probable es que ya cuente con más de veinte o treinta martillos. Esto es extensible a cualquier otro artículo adquirido con este criterio: el de la ganga. Así pues, tiene su casa llena de gangas, unas rotas, con el propósito de que algún día, o en otras vidas, restaurarlas, y otras, sin otro uso que no sea el de formar parte de un macizo montañoso que se extiende desde el umbral, pasando por todas y cada una de las estancias de la casa, y a lo que eufemísticamente, llama colecciones.
   A este homo ganguis, lo podemos ver, cazando gangas, en compañía del homo enterator. Éste último, se aprovecha de su olfato oportunista para darse suculentos festines sin tener que hipotecar ni su sueldo ni la estabilidad familiar. Y a su vez, el homo ganguis amplia exponencialmente el rango de objetos, estimulando su instinto acumulador por medio de la envidia que despierta en él la erudición del otro. De esta simbiosis nace una subespecie denominada: homo plumbeus

    El homo plumbeus es un híbrido estéril; pero no como los mulos sino como los santos de madera. Deviene de la fusión entre el homo ganguis y el homo enterator. Sin capacidad reproductora, nace, como aquel que dice, por decantación. Es decir, que cuando el homo ganguis no caza gangas o el homo enterrador se encuentra seriamente amenazado por su pareja, con el divorcio o, con algo peor aún, cosa que no sé lo que será, pero que doy fe de que los deja acojonados, (digo yo, que tendrá que ver con el presupuesto y los deberes familiares, los cuales desatiende en beneficio nuestro), se decantan, ambos, por lo que todos entendemos por dar la paliza. Así, como suena: son unos plomos. Cuando se encuentran en esta situación, no se les ocurre otra cosa mejor que hacer que, allá donde puedan apalancarse, descargar su pesado discurso sobre las ya encorvadas espaldas de aquellos vendedores cuyo carácter les resulta algo introvertido, o más bien, discreto, diría yo. A base de dale que te pego en improductivas peroratas, transcurre el tiempo (gratis para ellos) mientras nosotros pensamos: si no compran, sobran  tramas, temas, etcétera. A veces resulta muy duro estar al otro lado de la frontera.



    El homo ganguis-ganguis es una joya. Ni sabe ni entiende de antigüedades y, lo mejor de todo es que le importa un pito el aprender; pero dispone de suficiente dinero gastador como para mantener su arrogante incultura hasta que se harta. Si tuviera que retratarlo con una metáfora diría, con un lenguaje llano, que es como aquel que en su vida ha llevado bragas y, ahora que las viste, las puntillas le hacen llagas. ¡Che, això ho pague jo! Es lo propio del nuevo rico, cuyo éxito en los negocios lo ratifica con una cohorte de aduladores en la que él es el príncipe heredero de un quimérico pasado noble y suntuoso. para darle contenido a sus fantasías, compra todo lo que le entra por la vista, que coincide con todo aquello que los entendidos rechazan. Por este motivo es de sumo interés para el vendedor, ya que su ignorancia es inversamente proporcional al cuadrado de su fortuna ¿o al revés? No sé, las matemáticas no son lo mío: apenas si sé contar con los dedos.
    Y ahora, digo yo que, la cultura se puede comprar, pero su fin es refinar la sensibilidad y desarrollar los talentos. Digo talentos, porque tenemos varios a la espera de ser atendidos. Pero el homo ganguis-ganguis pone toda su energía al servicio del dinero y, a fe mía que, su talento para este menester, puede resultar tan admirable como su paupérrimo gusto ornamental. En resumidas cuentas, el homo ganguis-ganguis cree que compra gangas; pero la ganga es él.


    El homo vultur, o sea, el buitre, para que nos entendamos, es, junto con el homo ganguis, la especie más extendida en el hábitat del Rastro donde abunda la caza. Digamos que, es un esclavo de la envidia. Carece de rigor pero no de fin. Su instinto necrófilo le lleva a orbitar, incesantemente, alrededor de la desgracia humana, no tanto para satisfacer un deseo como para reafirmarse en su siniestro reinado. Porque, todo hay que decirlo: él es el rey, o eso cree. Su táctica consiste en planear sobre el Rastro hasta que da con el más inexperto vendedor, a la vez que necesitado, lo acorrala con sus pomposas alas, de veladas intenciones, y lo aísla de la fuente del conocimiento, el mayor tiempo posible, para extraerle la mayor cantidad de jugo. Una vez que ha satisfecho su cometido, acaba el festín, relamiéndose, según el grado de envidia y celos que despierten sus capturas entre los de su misma especie, de la misma manera que, en sentido inverso, ha sido tentado, a su vez, por la codicia ante la simple contemplación de objetos en posesión de otros homos inferiores e indefensos, a los cuales desprecia o, por lo menos, no siente la más mínima empatía. 
    Cualquiera diría que me estoy cebando con el homo vultur, ¿No?; pero verán ustedes. Desde el punto de vista comercial y, hasta humano, diría yo que entra dentro de cierto margen ético, el regatear después incluso de que el precio de un artículo o lote, nos parezca justo y beneficioso. Si con el regateo obtenemos mayor margen de beneficios, mejor que mejor. Pero no solo eso, sino que cuando se invierten los papeles y nos encontramos en el lugar del vendedor, aceptamos, por imperativo categórico, como diría Kant, que nuestra acción se vuelva contra nosotros, es decir, que nos traten de la misma manera que nosotros lo hayamos hecho con los demás. Ahora bien, ocurre lo siguiente con respecto al homo vultur, que escapa, por su crueldad, a todo lo que anteriormente he comentado, y es lo siguiente. Cuando el homo vultur interviene en un trato, sabe de antemano ante quien se va a enfrentar. Planea su ataque despiadado contra quienes más indefensos se encuentren por su aislamiento, pues, su único fin, no es tanto el obtener una ganga, como el despojar a su victima de su voluntad y reducirla hasta convertirla en un fetiche con el que satisfacer sus bajos instintos. ¿A qué instintos me refiero? Sobre todo al instinto de poder.
    El instinto de poder, de someter a su victima a sus deseos, lo revive en una secuencia virtual, cuando, a solas en su casa, contempla los artículos, impregnados de humillación ajena y, es entonces cuando siente que el mundo comienza a girar alrededor de él y, el placer, se le escapa gota a gota por las comisuras de los labios.
    Hasta aquí, podría resultar todo esto comprensible por su cercanía a lo que a todos, en un momento dado, nos puede pasar por nuestra mente en iguales circunstancias. La diferencia consiste en que, mientras lo pensamos, no hacemos mal a nadie, excepto a nosotros mismos. Otra cosa es, materializarlo y, peor aún, obtener placer y repetirlo, con lo cual tenemos la premisa necesaria que puede convertir a un ser en un psicópata.  
    El homo vultur tuvo su época de mayor esplendor y desarrollo durante la etapa nacional-católica. Formaba parte del estamento superior de los vencedores y gozaba de la impunidad que de esto se derivaba. Ahora, una vez que quedó atrás el fundamentalismo, actúa sin protección; pero siguiendo su propio instinto y, al final, lo único que consigue es despertar la antipatía y la náusea en el vendedor. 



    El homo ludus no sabe hacer otra cosa que jugar. Al contrario  que el homo vultur o el homo ganguis, que lo único que pretenden es salirse con la suya, el homo ludus disfruta jugando. Y ¿A qué juega? No es ni al teto ni al tato, si es eso lo que piensan.
    Supongamos que el Rastro es como una mesa de juego o una cancha (de juego también) en la que se enfrentan dos bandos. Por un lado tenemos a los vendedores y, por el otro, a los compradores que se disputan un determinado premio, un suponer, que el premio fuera, por ejemplo, equis cosa. El jugador que siempre va de mano y, por lo tanto tiene el derecho a decir la última palabra, es el vendedor porque: es el dueño de la mercancía y no hay pedo que valga. Con esto tenemos la primera y única regla de juego: respetar al jugador que va de mano y no agobiarlo ni maltratarlo.
    El juego se basa en encontrar el tesoro y el tesoro se encuentra escondido entre miles y miles de chismes que brotan, con apariencia de maleza (o de rubio trigal, según se mire) del mismísimo suelo del Rastro. El tesoro consiste en cualquier cosa que se desee poseer y sea a la vez codiciada por más de uno, bien para transformarla en dinero, con un alto beneficio, teniendo en cuenta el mínimo esfuerzo empleado, o bien, para ¿contemplarla?.
    Al vendedor se la trae floja, como aquel que dice, incluso, hasta su apariencia, (¿para qué nos vamos a preocupar por la forma de las cosas si desaparecen de nuestra vista al instante mismo de cerrar un trato, más pronto que tarde, sin dar tiempo a preguntarnos ni siquiera si, la cosa en sí es fenómeno o noúmeno?) y no profundiza en un conocimiento más allá del beneficio económico que pueda proporcionarle su venta, porque si no, nos volveríamos locos entre tantos trastos, (¿más de lo que ya estáis? Sé que se preguntará más de uno).
    El juego se desarrolla en un margen de tiempo que va, desde que el primer vendedor se instala hasta que el último desmonta su paraeta. Este intervalo de tiempo aporta intensidad a las sensaciones que uno experimenta a través de los cinco sentidos, y culmina en un clímax, cuasi orgásmico, cuando el tesoro es desvelado y conquistado. Ahora bien, el homo ludus antepone la satisfacción y el reconocimiento, el éxito, por así decirlo, de ser el ganador, por encima de cualquier otra consideración, llegando incluso a pensar que, hasta debería de pagar por el simple hecho de pasárselo bien, mientras que otros sufren y hacen sufrir a los demás.

    El homo burocrator es de reciente aparición. No encontramos fósiles de ésta especie entre los estratos de hace más de cincuenta años, así, como por el contrario, con solo dar una patada a una piedra, aparecen restos de cualquier otra especie mencionada. Siguiendo las observaciones y los datos empíricos obtenidos en la última década, a priori, se deduce que es una especie de sangre fría puesto que, lo único que sabemos es que, durante la temporada de invierno, pasan la mayor parte del tiempo tomando el sol y durante el verano la sombra. En espera de mayores datos sobre su adaptación, esto es todo cuanto les puedo decir.

    Para poner punto y final, he creído conveniente hacerlo con la especie que cierra el Rastro hasta el domingo siguiente: el homo pollus.
    El homo pollus, como ya he dicho antes, cierra El Rastro. El homo pollus abarca todas las edades y géneros, tanto el masculino como el femenino y todos los intermedios. Se constituye en especie, claramente diferenciada del homo ganguis, porque nunca compra nada y, si así lo hiciere, es porque ese día, lo más probable es que tenga fiebre y puede que esté enfermo. Acude al Rastro cuando éste ya ha echado las diez de últimas y, como es de mal agüero, con su llegada anuncia su declive.
    Lo de homo pollus deriva de su pasmosa similitud, en cuanto a comportamientos y tics, que pueden observarse sin necesidad de microscopio, entre los pollos caseros. Como éstos, caminan con la mirada fija en el suelo. Inclinando la cabeza y el torso, con ritmo, van describiendo figuras de ballet al compás de un tempo andante moderato, mientras van picoteando inmundicias (ora en fusas, ora en negras) del suelo al carro o a la bolsa: elementos éstos, imprescindibles, que les sirven de molleja. Esta acción, cuando se observa desde cierta distancia, o si lo hiciéramos desde las alturas, no se podría diferenciar tan fácilmente, como cabría esperar, de la que realizan los pollos en un corral. No quiero ofender a nadie con lo de corral, que esto solo lo digo, en sentido metafórico, para que me cuadre con lo del género gallus del cual deriva su clasificación.

    Y ahora sí que cierro este solemne dislate antropo… lo que sea, con la especie que resume, cuanto hasta aquí se ha dicho, y que es: el homo rastro.
    El homo rastro es figura primordial y omnisciente. Nace, digamos que, apardalao, y crece y se desarrolla practicando la intuición. Es el que cada domingo proporciona los elementos indispensables para el desarrollo verosímil de cada historia ¿o cuento?. Bueno, que ustedes lo cuenten bien. Enkantado.  





jueves, 2 de julio de 2015

Juani...


   Eran las siete de la mañana. La Juani acababa de llegar. Vestía unos tejanos de cintura baja, según la moda al uso, que modelaban sus muslos hasta convertirlos en dos columnas salomónicas donde descansaban, a modo de capiteles, ambos cachetes de su culo respingón.
   La Juani, para la edad que tiene, no solo está bien proporcionada en relación a su estatura, pues es más bien pequeña, sino que mantiene todos los atributos femeninos en buen estado de conservación. Sus pechos, por ejemplo, son abundantes sin llegar a ser vastos; sus caderas, ni anchas ni estrechas y sus labios gozadores.
   En cuclillas, de espaldas a mí, la Juani disponía uno a uno sus cachivaches sobre la sábana que había extendido en el suelo para exponerlos al público. Mientras, yo miraba embelesado la parte donde termina su espalda. Todo esto lo contemplo desde la posición de estar sentado en una de mis imploradas sillas, a unos cuantos metros, frente a su paraeta, como el que observa la ingravidez del colibrí, o cualquier otro prodigio de la naturaleza.
    ¡Blas, quita, quita, que no diquelo! Blas no se quitó de en medio, sino que giró su  menguado cuerpo, noventa grados, y se puso de canto, lo cual resultó ser lo mismo que si se hubiese ido, y mi campo de visión quedó expedito de nuevo.
   Gracias, Blas, le dije, y él continuó con su  sincera tarea de ayudarme, directamente, a extender el material sobre el riguroso suelo. Yo continué hurtando místicas miradas a la Juani ¿Qué otra cosa podría hacer que no fuera alegrarme la vista? Uno ya no está para galanteos, todo lo más que despierto en el género femenino es com-pasión, y lo sé.   
   La Juani permaneció un rato más con el culo sobre sus calcañares, y, cuando terminó de disponer el frente de su paraeta, no me quedó más remedio que ponerle punto y final a la periódica secuencia, (que ella sola se fue a negro), suspirando para mis adentros, la misma letanía de siempre: ¡Juani... no me canso de verte la raja el culo!. Da capo y Amén


martes, 23 de junio de 2015

Sintiendo el Rastro

Sobre su frágil piel, 
redoblan acordes del pasado.
A veces estridentes.
De sabor agridulce.
Bipolar, como la comedia y el drama.
Juntos, ecos y rostros
trasnochados y enclenques,
conducen al ánimo
por la vereda del estupor y la ternura.
Con fugaz intensidad,
reverbera su vocación cosmopolita

jueves, 28 de mayo de 2015

Apología de Valero: la leyenda del Rastro


    Antes de que acierten y nos den de lleno alguna de las bombas que están cayendo en el Rastro, y sean nuestros deudos y acreedores, los que solo se acuerden de nosotros, ahí va este memento; pero ojo, un momento: sin mariconadas.
    Sentado o de pie, pero sobre todo, fumando, Valero es un prodigio de intuición y mantiene sus cinco sentidos activados como buen mercader endurecido por la experiencia. Con su olfato descubre lo que con la vista cúbica; con el tacto, averigua; con el gusto transmite para, finalmente, con el oído escuchar la música del dinero.
    Su valentía, en la arena de los tratos, compensa lo que la naturaleza le niega: unos pocos centímetros. Sin rencor mira hacia atrás y no los echa de menos: ha crecido lo suficiente como para mirar, sin desprecio, a cuantos dan la talla media, pero no están satisfechos, porque aún no le han encontrado sentido a la vida.
    Valero es al Rastro, lo que el garrafón a la paella: sencillo pero indispensable. Ah, y otra cosa, no se aburre ni se cansa, y confiesa que hasta debería de pagar por disfrutar de su trabajo: es  algo así, como una vocación lo suyo. Tampoco le he visto quejarse cuando palma en un trato o, por lo menos, no se le nota, cosa que no se puede decir lo mismo de otros.
    Yo diría que es un clásico, pues con su ejemplo transmite la esencia del Rastro, cuyo principio fundamental es: no detener el flujo de las mercancías; que vayan de mano en mano, y el necio que las apalanque, cuanto más perdure su avaricia, más tiempo y dinero perderá.
    Sin ser ávido lector, por más que por sus manos pasen y hayan pasado miles de libros; sin embargo, como ya he dicho antes respecto de su bizarría, tuvo un par de cojones para leerse el mío: gracias.
    Y a todo esto, perdona, Valero, si me he chivado demasiado; pero es que a mí, solo me queda la palabra, como dijo el poeta, a lo que yo añado, para terminar este reconocimiento a tu natural talento: y la esperanza, por mi parte, de cobrar la paguilla, si es que antes no me ha barrido una bomba (ya me entiendes).

 

miércoles, 20 de mayo de 2015

SIN RUTA

Sobre la mesa de autopsias, reposa
un condenado exangüe y putrefacto.
Fin del viaje, equis. De donde viniste,
también lo hicieron, como tú, muchos

otros. Poblar con su sino una estepa
desolada, es la opción perfecta, pero
no sencilla y elegante como un buen
matemático resuelve una ecuación.

El calor de la presencia se extingue.
Todo se vuelve de color violeta
y, Saturno, arrogante, eterno , sin pausa,

se filtra silencioso entre los dedos
de las manos, que, la una sobre la otra,
descansan en el pecho de un rebelde.

jueves, 14 de mayo de 2015

Reflexionando con Valero



Las bombas están cayendo muy cerca.
Hoy palma uno, mañana otro y, a donde
van, es al lugar que les corresponde
cuando, con crueldad nos llama la puerca.

Discúlpenme, quiero decir, la parca,
que al nacer nos da un número a cada uno,
hasta que llega el momento oportuno,
y, entonces, ¡hala! uno a uno nos embarca

silentes y yertos rumbo al Averno.
Porque es allí donde aterrizaremos,
¿no, Valero? en las fauces del  Botero,

con pensión completa como un interno,
y aquí, en secándose los crisantemos,
para quien me hubiese querido, muero

viernes, 8 de mayo de 2015

Las Damas del Polígono


A través de sus miles de ventanas,
El Polígono, desde el suroeste,
mira hacia el norte con ojos de rabia,
y lo primero que ve es la frontera.

No es un muro. No hay alambre espinoso
que sirva de remate a esta vergüenza.
La frontera es una avenida angosta
que corta el flujo a vientos favorables.

La Plata sustantiva a la frontera
como un eufemismo artero y cobarde
que esconde el horror a lo inaccesible.

Un reproche golpea la conciencia
del polígono: a sus damas les faltó
paciencia y ahora la velan tras el luto


miércoles, 15 de abril de 2015

METÁSTASIS



    De repente, se incorporó bruscamente, y dijo: ¡cáncer, tengo cáncer!. Tardó poco en deshacer el nudo que le ataba a lo inapelable. Quería negarlo, por eso su inconsciente se reveló en el sueño y le produjo la pesadilla que acabó por despertarlo con un sobresalto. No le importó que en casa no hubiera nadie, no; pero si le angustiaba el no tener con quien compartirlo.
    Cáncer, tengo cáncer!. Después de unos minutos, golpeándole esta frase en la cabeza, estrujó su ánimo para poder levantarse de la cama. Lo hizo más con voluntad que fuerza física. A lo largo de ese día, tomó plena conciencia de lo que se le venía encima; algo así, como decirse a uno mismo: fulano, has echado las diez de últimas.
    Se dio cuenta de que algo no iba bien cuando empezó a sentir un fuerte y pertinaz dolor abdominal. Para cuando acudió al médico, la partida había acabado con un desigual resultado a favor de la metástasis.
    Lo primero que le vino a la cabeza fue el saldar cuentas. En el haber y el debe quedó a la paz; pero hubo a quien no le perdonó los intereses de demora, pues ese dolor, era tan infame como el que físicamente le torturaba.
    “Si cesara este maldito dolor, podría comer, pasear, recuperar fuerzas”. Se aferraba a esta idea día tras día. Alguna lagrima brotó de sus ojos a escondidas, de rabia más que de dolor, que era, a fin de cuentas, lo que le hacía albergar algún signo de esperanza, si algún día cesara. Pero solo la morfina, cuando inundaba su cuerpo, lo engatusaba con un quebradizo nirvana con el que se sacudía el miedo a la inaplazable caducidad.
    El por qué a mí y el daría todo lo que tengo... no pasaron de ser meras preguntas retóricas como ¿Con qué se iba a encontrar? ¿haría frío?
       Alternando cobardía y valentía, los días y los meses pasaban. Su mente estaba intacta pero su cuerpo se consumía. Aquel animal necesitaba más y más energía: ¡con qué saña lo devoraba!
    El dolor iba en aumento y con él la dosis paliativa de soledad adherida al hueso y pellejo que dejó cuando expiró el último estertor: no quedó nada.
    Solo vino y solo se fue. Así es este viaje iniciático al que no le prestamos la más mínima atención.
  


viernes, 20 de marzo de 2015

SIN PREVIO AVISO

Lo de morirse va en serio
que lo de vivir es broma
¿o al revés?
Al comienzo del misterio
nos coge la comadrona
por los pies
nos pega cuatro azotazos
y, en tanto que berreamos
¿de placer?
vemos unos fogonazos,
o sea, que nos cagamos
al nacer.

Ya puestos en este mundo,
el éxito lo medimos
por la pasta.
Ni el primero ni el segundo,
ni el tercero compartimos
¡basta, basta!
Yo esto, yo aquello, yo lo otro
con qué arrebato acopiamos
¡calma, calma!
¿cuanto dan por este potro?:
solo se queda sin amos
el que palma.

martes, 10 de marzo de 2015

SONÓ EL SONETO






Sonó la chicharra de un volkswaguen
en la encrucijada crepuscular
de una ya larga avenida. Cansado,
muy cansado, reanudó la marcha

por la vereda de la contrariedad.
Siguió dando bandazos, esquivando
al miedo que, al instante canjeó
por rabia: vasalla de sus deseos.

Nadie quiso ver nada porque andaban
cabizbajos. Solo un niño, curioso,
se percató y se soltó de la mano

segura de su padre para echar
a correr. Saltando de cirro en cirro,
ingrávido, alcanzó la estratosfera