sábado, 5 de mayo de 2012

CAZA Y DESFLORACION EN EL RASTRO

  
   I


    Sobre un contenedor de escombros, alguien dejó una bolsa con algunos trastos de los que por algún motivo quiso desprenderse. Seguramente, esto lo hizo poco tiempo antes de que llegara el camión para retirarlos, puesto que el contenedor había llegado con la bolsa intacta a su destino: la escombrera. Un muy concurrido lugar con una única ley: la del más fuerte. La astucia y la fuerza bruta son los únicos requisitos que necesita todo aquel que pretenda buscarse la vida en ella. Errando por el entorno, viejo y solo entre tanto clan, resistía Chachocable, pescando en aquel piélago de escombros la chatarra, el más codiciado ingrediente de este desapacible paraje. Dinero seguro que obtenía soportando calor, frío, viento, polvo y barro en una jornada completa de la mañana a la noche, todos los días del año menos los domingos en que acudía al Rastro. Tanto en invierno como en verano, asistía embalado en capas y capas de ropa. Por duplicado y triplicado llevaba los pantalones, camisas, suéteres y chaquetas; una gorra enmarcaba su diminuto rostro y, la poca piel del pescuezo que asomaba por entre el caparazón, más que piel era cuero endurecido por tantos lustros soportando las embestidas de los elementos. Sus manos eran ásperas manoplas, y los dedos acababan en unas eficaces uñas de gallinacea, ribeteadas de negro como la pez, para poder desenterrar hasta el más remoto cacho de cable.
    Era inmune a casi todas las enfermedades menos a las venéreas, que nunca dejaron de perseguirle porque nunca dejó de meterla, en dios sabe donde. Su padre solo le dejó como herencia un consejo a modo de sentencia: “Hijo mío, te tienes que hacer con una miaja borrico pa buscarte la vida”. Y así lo hizo. Y tuvo (según contaba) un hoyo en una escombrera para él solo donde a capazos le vertían relojes de oro, saxofones, abanicos de marfil, lencios y todo tipo de antigüedades antiguas según su peculiar catálogo de vocablos. Y fue prosperando, y gozó de un camión, y luego de una furgoneta con la que ganaron mucho dinero los taberneros y las putas. De su numerosa familia solo echaba de menos a su mujer, y maldecía la droga. Y ahora, solo le quedaba una bicicleta, y el Rastro donde contaba historias de tesoros que nadie se creía, pero que eran casi verdaderas. Nunca traspasó las lindes del Rastro y la escombrera donde se sentía neciamente libre, encubriendo su timidez, tras el recelo y la picardía. El Rastro era el único lugar donde se manifestaba extrovertido y, sobre todo, donde se reía.
    Era ya media tarde cuando decidió que tenía que marcharse del vertedero. Cargó en la bicicleta la poca chatarra que había podido recoger, y también una bolsa con un almirez y algunos trastos más que les había comprado a los que hurgaron primero en uno de los tantos contenedores que a lo largo del día se descargaron en el vertedero. Pero antes de hacerlo, quería aprovisionarse de algunas hortalizas y naranjas que le proporcionaban las huertas que circundaban la escombrera, ya que las tenia a su entera disposición durante todo el año, aunque no fueran suyas. Entró en el campo de naranjos y se fue suministrando de cítricos hasta que se quedó atónito al ver cómo por entre las ramas de un naranjo, colgaba un cuadro. Y más atónito se quedó, cuando a continuación en el siguiente árbol, pendía de una rama un mini car para niños con motor de gasolina: un juguete muy sofisticado. Lo primero que le vino a la cabeza fue: ¿Cómo me llevo yo esto? Y como pudo (pues casi se desnuca) descolgó ambos regalos y los volvió a esconder entre la maleza que bordeaba una acequia que por allí transcurría, aguardando encontrar alguna solución para poder sacarle provecho al asunto.
    Al caer la tarde, un labrador se disponía a regar su campo cuando tropezó con algo que casi le hace caer a la acequia. Despejó la broza que lo cubría, y enseguida identificó el coche que él mismo le había comprado a su hijo cuando este era pequeño. El huertano no dejaba de hacerse cruces cavilando cómo había podido ir a parar allí el cochecito, si acababa de estar en la caseta de campo (donde guardaba los aparejos y cachivaches que le estorbaban en casa) y no advirtió ni la puerta forzada ni desorden aparente que le indujera a pensar nada malo. Acabó echándole la culpa al gobierno y cuando se disponía a acarrear el trasto, se dio cuenta de que también había un vetusto retrato, con un personaje enmarcado en un elegante marco modernista,  del que no tenía ni la más remota idea. Le dio una patada al que podía ser su abuelo, para apartarlo de su camino, y prosiguió con el traslado.    
   
 II

    Inmigrantes de diferentes puntos de la península, vivían vidas paralelas hasta que convergieron en el horizonte del Rastro: el punto más alto que alcanzaron en su búsqueda del paraíso en cartulina de las postales deslumbrantes con las que en su adolescencia se tropezaron. Tocaron fondo bien pronto y aprendieron a sobrevivir en las Orillas de la Arcadia, con trabajos mal pagados y hurtos. Guareciéndose de la intemperie en pensiones de mala muerte entre delincuentes, sicópatas y chinches. Aburriéndose entre haraganes en bares donde cualquier persona solo entraría una vez  en la vida... y por equivocación.
    Tomando un café en uno de estos sitios, estaban los tres colegas, como de costumbre, matando el tiempo hasta la hora de la comida, momento en el cual desaparecían para no volverse a ver hasta la noche (quien sabe si con el estomago lleno o vació) para continuar aburriéndose hasta la hora de dormir o de trabajar... Sin quererlo, captaron la conversación de la mesa contigua en la que un viejo conocido, mangante y buscavidas, al que llamaban el Lejía, no porque fuera o hubiese sido legionario, sino porque de pequeño confundió la lejía con el mollate que su madre se afanaba en esconderle al alcohólico de su padre, y se chuscarró el gaznate. Le contaba el tal Lejía a otra persona, la cual  con deleite escuchaba, cómo la noche anterior en la que no tenía donde dormir, trepó hasta alcanzar un balcón que se encontraba semiabierto en una finca vieja y abandonada. La curiosidad le hizo deambular por todo el recinto bajo la luz de su linterna hasta que dio con una buhardilla que apareció ante sus ojos repleta de trastos. La recorrió de arriba bajo y seleccionó todo lo que de metal encontró para venderlo en la chatarrería. Luego, buscó un lugar donde tumbarse y se echó a dormir complacido y saboreando de antemano el primer carajillo y el paquete de tabaco del día siguiente. Se dirigía de camino a la chatarrería, cargado con una lámpara Isabelina, que en realidad esto era lo que él llamaba chatarra, y que además, milagrosamente, mantenía las tulipas de color púrpua intactas, cuando se topó con un anticuario al que, según decía, se le salieron los ojos de las orbitas cuando vio la delicada pieza. El anticuario le abordó preguntándole si estaba en venta la lámpara, a lo que él le dijo que sí ¿Cuánto quieres? Continuó el anticuario ¿Cuánto te gastas tú? Le replicó el Lejía cautivado por el interés que demostraba. Yo me gasto mil duros. Y al oír semejante cifra y haciendo un ademán con las manos como de encender un cohete de feria, porque casi sale disparado hacia arriba de la emoción, ya que en la chatarrería no le habrían dado más de trescientas pesetas, dijo ¡Tuya es!. Rápidamente, el anticuario echó mano de la cartera y antes de acabar de pagarle, le sonsacó si tenía alguna pieza más.  El lejía le relató a su manera lo que había visto en aquella buhardilla: lámparas, candelabros, juguetes, fotos, libros, documentos, cuadros… envuelto todo en un polvo negruzco. Cuando acabó la lista, observó cómo el anticuario hacia uso de su pañuelo para limpiarse las babas que le caían. embelesado el anticuario le dio una tarjeta y lo emplazó para que le suministrara el material cuanto antes. Volvió al chupano y entró por la puerta que había dejado entreabierta. Cargó hasta los topes un carro que le dejaron y acudió a la cita. El anticuario le dio cinco mil duros y le dijo que no dudara en volver cuando tuviera más de lo mismo. 
    Los tres colegas se quedaron boquiabiertos con la novela del Lejía y no hizo falta reflexionar mucho para concluir que, hasta la fecha, habían estado haciendo los primaveras porque cuando ellos entraban en alguna finca abandonada, solo se les ocurría llevarse el plomo, y la ultima vez, estuvieron tres días en comisaría porque la policía les sorprendió acarreando de madrugada unos bultos sospechosos que contenían más de cien kilos de este pesado mineral, y no pudieron justificar su procedencia. Pero lo que más se reprocharon, fue que en el último chupano que acababan de saquear, se habían dejado abundante material como el que describía el Lejía en su relato, sin darles la menor importancia.
     Eligieron una finca de tres pisos con más de cien años que iban a derribar en el casco antiguo. Apalancaron la puerta con la pata de cabra y entraron. Comenzaron a fisgonear, pero no veían ningún tesoro por ningún lado y estando a punto de desistir, después de haber estado más de una hora cacheando la finca entera de arriba abajo sin encontrar nada, pues el chupano se encontraba limpio hasta las buhardillas,  cuando por casualidad, y en medio de la penumbra de la luz de sus mecheros, vieron una sospechosa ranura en la pared de una de las habitaciones. Pensando en que sería la puerta de una alacena y de que ésta pudiera contener algo, buscaron la manera de forzarla; pero ni eso tuvieron que hacer porque, aunque camuflado, dieron con el pestillo que la abría. Se quedaron atónitos cuando vieron lo que detrás de la puerta había: un autentico tesoro. Muebles y baúles repletos de antigüedades de todo tipo. Ajuares intactos, documentos, fotos, objetos de escritorio, todo lo que cada generación precedente en más de 150 años creyó en su momento que valía la pena conservar, reposaban ahora como en una tumba del antiguo Egipto, aguardando, de la manera que fuera, cerrar el inexorable ciclo de vida, muerte y resurrección.       
    A partir de ese momento se pusieron manos a la obra y se dedicaron, casi de una manera profesional, durante los fines de semana, a saquear cuantas fincas veían pendientes de derribos para, a continuación, llevarlo calentito al Rastro como el panadero hace con las primeras hornadas. Por este motivo se hicieron muy apreciados por todos los buitres a los que suministraban, incautamente y a raudales, de antigüedades de las cuales seguían sin saber su valor real. Ganaban dinero fácil. A uno de ellos se le ocurrió comprarse una furgoneta para transportar los muebles y enseres grandes que tenían que abandonar en el derribo por no tener medios para poder transportarlos. 
     Los Traperos de la noche, que de esta manera eran conocidos en el Rastro, esperaban ansiosos el momento oportuno para salir del chupano. La carga se encontraba ya dispuesta en el portal para ser trasladarla a la furgoneta que deambulaba por los alrededores, conducida por uno de los Traperos,  que aguardaba la señal correspondiente de los compañeros. La finca iba a ser derribada en poco tiempo y aprovechando este, para ellos, meritorio acontecimiento, habían entrado a consumar el último saqueo con el código penal en el bolsillo, para que no se les olvidase ningún articulo que incumplir: butrón, escalo, nocturnidad, la pata de cabra y banda para delinquir eran los delitos que cometían si no fuera porque… la victima era ya una ruina. Cada cual reprimía su miedo como podía en el insufrible momento de sacar el botín a la calle. Pero la jindama no se dejaba dominar fácilmente y la sublimaban a base de eructos y pedos que desgarraban el silencio de la noche, hasta acabar cagandose como a modo de firma.
    A oscuras y a tientas acabaron, porque los mecheros, el que no les explotó en la manos, acabó sin gas ni para encender el cigarrillo de después del orgasmo, que seguro iban a experimentar si cuando salieran a la calle no se encontraban con ninguna sorpresa desagradable… Con el motor en marcha y en una rápida maniobra, cargaron todo cuanto pudieron y creyeron que podrían vender en el Rastro, dirigiéndose primero, hacia el lugar en el que la noche anterior uno de los traperos se hizo un trabajito por su cuenta. Había  saqueado una caseta de campo y escondido el marrón en un campo de naranjos. Se presentaron en el lugar y cuando vieron que de los árboles no había nada que colgara, maldijeron y atropelladamente  se najelaron, no fuera cosa de que el dueño anduviera por los alrededores acechando escopeta en mano, y pusieron dirección al Rastro, a donde llegarían con los primeros buitres revoloteando
   
   III
   
    El novato dejó de serlo a partir del momento en el que llegó a la conclusión (después de patearse durante años la ciudad y sus cuatro puntos cardinales) de que en los bombos de la basura no había nada más que eso: inmundicia. ¿Entonces, porqué seguía fascinándole tanto este quehacer?.Todos los días del año se recorría una ruta determinada, a la que llamaba, ruta del pan duro. Miraba en el interior de cada contenedor, en una ruta predeterminada por la suerte, observando, palpando y sopesando las bolsas de basura, que por su apariencia, le requerían más atención que otras. Tenía tanta confianza en sus sentidos, que por pura intuición, solo abría la bolsa cuando acertaba de lleno en el tesoro; aunque más de una vez que otra se equivocaba y metía la mano, de lleno también, entre los desperdicios. Sus básicos conocimientos de matemáticas le sirvieron para desarrollar una ecuación a medio camino entre cateta y brillante. Decía que, la intensidad o calidad del material, y la frecuencia con la que recogía pequeños o grandes tesoros, guardaba una estrecha relación con la densidad del barrio y la holgura económica de sus vecinos. Que los  nuevos barrios, eran poco fértiles comparados con otros barrios de construcción mas tardía en los que sus vecinos, por lo menos, ya habían encontrado la manera de sobrellevar la carga de sus hipotecas y consumían con menos miedo. Que por estos sitios, generosamente, iban reponiendo cada noche y con bastante intensidad y frecuencia, los contenedores de basura, con artículos que en el Rastro se vendían como de segunda mano. Que en los barrios viejos, cualquier cosa que emergiera de la limpieza de una buhardilla o de algún piso a consecuencia del fallecimiento del más viejo morador, era un valor seguro, en mayor o menor medida, que iba  siempre acompañado con el distintivo sello de garantía que suponía para todos, vendedores y compradores, ese polvo denso y negro que cubría la superficie de los objetos.
    Una vez hecho este análisis, solo faltaba multiplicar el número de contenedores que solía escudriñar en una noche, por los trescientos sesenta y cinco días del año, y dividirlo por el dinero que en este periodo conseguía. De esta manera obtendría lo que cada contenedor le reportaba cada día solo por visitarlo. Y con cierta amargura se preguntaba: ¿Por qué a los dueños de las empresas de recogida de basura le llaman Magnates y a mi, que en definitiva hago lo mismo, me llaman Mangante?. Y concluyó, que aunque no tuviera respuesta, prefería desempeñar éste quehacer cotidiano, pues, a pesar de todo, le salía a cuenta; pero solo como para llevar una aperrada vida. Y fue por ésta peregrina reflexión, por lo que sus colegas empezaron a llamarle enKANTado.
    Inteligente y sensible pero pobre de nacimiento, enKANTado no había encontrado hasta la fecha una mejor oportunidad para cultivar sus propios recursos naturales, así que se sentía en deuda con sus benefactores: el Rastro, sus gentes y los contenedores de basura.
    Se vestía con la ropa que reciclaba de los contenedores. Cuando el muerto era de la misma talla que él, pasaba más desapercibido ante la policía, que cuando no lo era, pues por la pinta era a menudo invitado a identificarse por los agentes de la ley. Un día, le sobrevino una tormenta estando de ruta por el palmo de oro: lugar éste, donde se concentran los establecimientos dedicados a engordar la vanidad de aquellos que no saben que hacer con el dinero que les sobra. Caía pañí a cantaros y se refugió debajo de un balcón en donde justo quedaba el escaparate de una tienda de ropa para hombres. Como no tenía otra cosa mejor que hacer, se entretuvo mirando la moda que lucían los maniquíes. Arrimó las narices al cristal, guiñando los ojos para poder enfocar los diminutos números del precio de cada prenda; abrigo, 1200 euros; traje, 1500 euros; camisa, 150 euros; zapatos, 250 euros. ¡La madre que me parió! Soltó de golpe, pasmao por lo que veía. ¡Si con lo que cuestan unos zapatos y una camisa se puede uno vestir, de arriba abajo, en el Carrefur, y aún te queda dinero para comprarte una bicicleta!. Por más que releía de qué materiales estaban confeccionadas las prendas, no sacaba en claro nada más que lana y algodón. De qué lugar provenían estos materiales o de qué parte del animal los habían elegido, le sonaba a chino. Ahora bien, dedujo con brillante criterio, que hasta a él que es de hombros cargado, patizambo y sin apenas culo, aquellas prendas le caerían fetén.
    En un carrillo de Mercadona, enKANTado colocó los bártulos para transportarlos al Rastro. Durante la semana había ido seleccionando y almacenando lo que a su razonar podría vender. Unos cuantos libros, algunas revistas y un par de ollas Express, componían las novedades que portaría este domingo, el resto, lo completaban las zurrapas del domingo anterior y dos estilográficas, dos relojes de bolsillo y uno de pulsera, tres hermosos abanicos de hueso, marfil y nácar, y un rosario  pertenecientes a los sobrantes de una generosa limpieza que, los herederos de un soldado de la campaña de Marruecos, al fin, dieron por muerto. Recuerdos que permanecían ocultos en un baúl donde el tiempo se detuvo en los comienzos del siglo veinte. Fotografías, uniformes, cartas, condecoraciones y todo lo que el difunto iba almacenando en una caja que, tal vez, en vida le produciría vértigo desvelar su incógnito y dramático contenido. Todo esto fue a parar a un contenedor de basura. Pero enKANTado no lograba venderlos en su puesto del Rastro, desde hacia algún tiempo, porque les estipuló un precio que nadie estaba dispuesto a pagar. El orgullo le nublaba el razonamiento y se decía para sus adentros: No me lo explico yo, traigo cosas buenas y no las vendo, traigo mierda y la vendo             

    IV

    Son las 6:00h de la mañana, es de noche y el Rastro comienza a germinar de las cenizas del domingo anterior. Los vendedores van acudiendo como en una sinfonía: adagio, andante y allegro vivace son los tiempos que se interpretarán conforme vaya apuntando el día, y lo mismo harán los compradores-cazdores-desvirgadores. Con su atuendo de la buena suerte con el que un día encontró su primer tesoro, Pichadulce acaba de entrar en la plaza y se dirige raudo hacia el puesto en el que más gente hay reunida. Desde la distancia,  distingue a varios de sus competidores (a los que también llama amigos) entre las personas reunidas. Los va saludando, mientras, con la mirada va recorriendo el puesto en todas direcciones buscando algo que le despierte su interés. No ha visto nada y se dispone a visitar los cuatro o cinco puestos que están desplegando sus mercancias. ¿Has traído algo bueno? pregunta a cada uno de los vendedores, pero no obtiene la respuesta que desea escuchar ni ve nada interesante en ellos.
    Con sus sentidos alerta, oye a lo lejos el sonido de unos pistones jadeantes: es  la furgoneta de los Traperos de la Noche y se dirige rápido a su encuentro para ser el primero en preguntar. Los Traperos conocen de sobra su cicatero modo de cazar que tiene. A ellos, todo les a salido mas o menos bien; no han tenido ningún percance, salvo, el de no haber podido rematar la faena de la caseta de campo. Se sienten como en una partida de cartas donde los ases solo los pueden llevar la policía o el dueño del chupano, y al mismo tiempo, van de mano en la partida del regateo. Cuando Pichadulce pregunta, le lanzan el primer envite dejándole entrever que la pesca les fue bien. Nada más oír esto, Pichadulce percibe cómo la adrenalina comienza a cabalgar por sus venas y se arma de su repertorio caza-desvirgador. La impaciencia con la que se muestra, solivianta a los Traperos que se juran para sus adentros, que van a ser implacables con él. Pero Pichadulce ya no está solo y antes de se abrieran las puertas de la furgoneta, se añadieron a la fiesta unos cuantos cazadores más, provistos con lupas y linternas que pretendían lo mismo que él. Comenzó a impacientarse conforme iba aflorando la carga ante sus avizores  ojos, y más y más se emocionaba a la vez que se aproximaba al ansiado clímax: la compra humillante.
    Pichadulce no es coleccionista de nada en particular; es cazador de incautos, jugador de ventaja con una doble vida. Entre semana, lleva una cómoda, plana y predecible vida  burguesa; sin embargo, en el Rastro, es un depredador que se satisface de presas vulnerables y los Traperos de la Noche constituyen uno de sus trofeos favoritos. Utiliza el regateo sin la más mínima consideración hacia el esfuerzo del vendedor. No le preocupa el pagar un precio justo y razonable por los artículos que adquiere, porque lo que en realidad siente es envidia de la buena suerte del que los posee. 
     Pichadulce comenzó la caza seleccionando aquellos objetos que en realidad le interesaban mientras iba rumiando de qué manera arrimaría el ascua a su sardina. Pero ante las sabuesas miradas de los buitres de alrededor, acechando su oportunidad, apenas tuvo tiempo de profundizar en la selección; sabia que tenía que tomar una decisión rápida y se dejo llevar  por la codicia más que por su intuición. Quería acabar cuanto antes ¿Cuánto quieres por todo esto? Preguntó, refiriéndose a la selección de artículos que acababa de hacer, e intentando despejar la angustia de la incertidumbre. En ese momento, el Trapero con el que trataba, encontró la manera de vengarse, por su zafia mezquindad, y le lanzó un segundo envite que consistió en multiplicar por tres la cifra que en conciencia esperaba obtener. Pichadulce, al escuchar el precio, se vino abajo por un momento y emprendió el regateo poniéndole pegas y defectos al material; pero no encontraba la manera de ablandarlos por este registro. En tono lastimero le hace la primera oferta por un tercio de lo que le habían pedido en un principio, a lo que el Trapero solo tuvo que mantenerse en negativa por unos instantes hasta oír la frase que de un momento a otro saldría por su boca. Pichadulce se siente a merced de su contrincante y solo puede hacer dos cosas; retirarse y siempre le quedaría la duda, o seguir adelante. Y optó por esto ultimo. ¿Partimos la diferencia? Masculló y en ese santiamén, el Trapero aceptó, dibujándosele en su rostro una solapada sonrisa  que no pudo reprimir. Y fue esta sonrisa la que a Pichadulce le alejó de disfrutar plenamente de la compra que acababa de hacer, porque en el fondo y aunque hizo una buena compra; sin embargo, sabía que había perdido la partida frente a un adversario, al que él consideraba inferior.
    Después de esto, tuvo que hacer un considerable esfuerzo para recomponer la cara de jilipollas que se le había quedado, y prosiguió con la caza. Todavía quedaban muchos vendedores por instalarse y hasta que decidiera marcharse, tendría posibilidades de satisfacer su instinto depredador. Con el tiempo, se ha dado cuenta de que los objetos en sí, son lo de menos. En realidad lo que él busca, es satisfacer el deseo de sentirse como un poderoso señor feudal, envidiado, y por unos momentos, único, al gozar de los favores de una incauta doncella al término de una desigual batalla contra un enemigo diezmado por la ignorancia y la necesidad; al fin y al cabo, para eso madrugaba.
      
    Cachocable se encontraba en el interior del bar de la plaza y ya llevaba engullidas, de un trago, tres copas de Soberano; con la cuarta copa empezaría a balbucear, y con la quinta se echaría a dormir. Pichadulce sabe sus debilidades principales, entre las que no se encuentra el alcohol precisamente, sino la ignorancia y la soledad, y a hurtadillas le escudriña el material que se encontraba tapado con una improvisada lona, en busca de la pieza.¡Eh,eh ¿Pa que tocas si no es tuyo? Le recriminó Cachocable, que en ese momento salía del bar. Pichadulce se sintió ofendido y quiso disimularlo con una sonrisa forzada porque había visto un añoso almirez de bronce mientras ojeaba. Con el almirez en la mano, le preguntó: ¿Cachocable, qué quieres por esto? Ni siquiera pronunció el nombre de almirez, para no levantarle la liebre. Dame diez euros, le respondió Cachocable con la intención de venderlo rápido antes de que acabaran por robárselo. Te doy cinco euros… no ves que es moderno, le dijo Pichadulce. ¡Entonces vosotros que queréis, antigüedades antiguas na más! gástate hasta siete euros,  le respondió Cachocable, resentido, y Pichadulce, en ese momento, utilizó la vieja táctica de mostrar indiferencia y, lentamente, fue  aproximando el almirez al suelo como queriendo desentenderse de comprarlo, cuando escuchó las palabras que esperaba oír de boca de Cachocable: dame los cinco euros. Pichadulce le pagó y alzó el vuelo.
    Cachocable está a punto de cumplir ochenta años, se siente cansado de vivir; hace ya algún tiempo que perdió lo más importante: la motivación. Acude al Rastro porque no sabe hacer otra cosa. Sigue viendo en el dinero a su único amor verdadero, pero como siempre, acaba por perderlo como perdió a su familia:  porque no le tuvo ningún apego. Cuando ya no se tenga en pie, se enroscará hasta confundirse como un guiñapo entre los fardos de ropa y trastos de su abigarrada paraeta.
    Pichadulce, no puede soportar la suerte de otros; la envidia se le apodera, cuando ve que cualquier insignificante vendedor porta algo que le despierta su codicia e  inconscientemente, se siente impelido a arrebatárselo por la fuerza, en este caso, la fuerza de unos cuantos euros. Sutil y engañabobos, es un experto cazador emboscando a las presas más aisladas a las que dispara con la única arma reglamentaria: el dinero, y donde más les duele, que es en su tosquedad mental.
    En su casa atesora lo que para él es un botín de incalculable valor y para el resto de su familia, un vertedero. Lo que más teme, es que todo acabe como le contó una vez enKANTado,  que le dijo, que se encontró un tesoro procedente de alguien que como él, se pasó gran parte de su vida comprando en el Rastro y acumulando miles de objetos de pequeño tamaño y de gran valor historico-artístico y monetario, y que fueron a parar irremediablemente y con saña, al bombo de la basura, y con suerte, al Rastro, donde él se benefició.           
   
   V   

     Son las 9:00h de la mañana y la sinfonía está a punto de concluir. Todas las paraetas están ya verificadas por  Pichadulcce y los cazadores . Poco queda que cazar, descubrir, desvirgar… pero aún le quedaba a Pichadulce el último tramo que recorrer hasta alcanzar su meta: contarlo. Y por la boca muere el pez. Antes de marcharse, le hizo una visita a enKANTado que en ese momento acababa de montar su paraeta. Mira lo que le he comprado a Cachocable esta mañana, y le mostró un almirez con unos exquisitos relieves en bronce fundido, desgastado por el uso y obscurecido por la pátina de más de doscientos años. ¿A que no sabes cuanto me ha costado? enKANTado miró y palpó el objeto, pero no podía responderle a lo que él le preguntaba. Échale un calculo, insistía Pichadulce con la cara iluminada por una amplia sonrisa. No sé… ¿Cuánto? Le respondió enKANTado abrumado por tanta intriga. Me pedía diez euros, pero yo le he regateado y se lo he sacado por cinco euros. Cuando terminó de escuchar esto, enKATado notó un retortijón en su estomago y se quedó sin palabras. Pichadulce se despidió hasta el próximo domingo. enKANTado no pudo por menos que sentirse abatido durante un rato al ver lo miserable que se puede llegar a ser cuando se nos despierta la codicia. Esto le recordó la ultima vez en la que compró dos cuadros de apariencia antigua y tamaño considerable, por un precio ridículo, comparado con lo que a su juicio podrían valer realmente. Solo tubo tiempo de mirarlos por encima y sentir el tacto del lienzo y la pintura sobre las yemas de sus dedos, preguntar el precio, ajustar el trato con el comprador (al que ya conocía de mucho tiempo atrás) y llegar a un acuerdo rápido, porque de lo contrario, con tanto buitre a su alrededor, habría perdido la oportunidad de ser el primero en desvirgar el hallazgo. Así, que enfiló con ellos (uno en cada mano) y con  paso acelerado se dirigía  hacia su casa, cuando de repente, se cruzó con un coche de la policía, y en ese momento, se sintió como un delincuente en plena huida. ¿Si le había pagado al vendedor, sin ningún tipo de regateo, lo que este le pidió, porqué al ver a la policía se sintió culpable, y lo primero que pensó fue mentirles, si por una de aquellas, le hubiesen parado?. Se preguntó en ese momento sin encontrar ninguna respuesta razonable. Cuando llegó a su casa y se dispuso a saborear el triunfo, se sintió humillado y despreciable por haberse dejado llevar por su avaricia, puesto que, al mirar los cuadros con mayor detenimiento, y si bien el precio que había pagado por el material, seguía siendo ridículo, la decepción de no haber dado con el tesoro que creía haber descubierto, fue mayor que el reconocimiento del buen negocio que acababa de hacer, y  le sobrecogió la congoja de la culpa, ya que conocía bien al pusilánime vendedor que rebuscaba entre la basura, tabaco, vino, conversación, y que al final siempre acabaría en un injusto y rastrero anonimato, mientras que él, ganaría prestigio y dinero con el producto de la humillación de otros.
    Cuando la tentación se alía en los vertiginosos riscos de la impunidad de la madrugada con las bajas pasiones, la ética, que es lo que nos impulsa a hacer lo correcto, es lo único que nos puede hacer dormir tranquilos, por eso enKANTado tomó la decisión, en su día, de meter la cabeza en los contenedores de basura, no tanto como para encontrar el tesoro cómo para encontrarse a si mismo. La vida es per se un viaje iniciático, y no importa el lugar desde donde se inicie la partida.        
                                                                                  
  VI
   
    Este domingo, fue el último que vieron a Cachocable. Nadie lo vio abandonar el Rastro ni tampoco llegó a su casa. Su hija, que estaba enganchada a la heroína, lo esperaba como siempre para desplumarle. Fue ella quien denunció su desaparición, con el único propósito de recuperar la cartilla del banco de su padre y el número secreto, que hasta ese momento, no había podido averiguar, aunque empeño no le faltó.
    El lunes apareció una noticia en la prensa que a todos los que conocían bien a Cachocable, les produzco dentera, decía así : “En el Rastro, se siguen vendiendo animales disecados de especies protegidas. Sin ir mas lejos, este domingo, los trabajadores que se encargan de realizar las tareas de limpieza, se quedaron sorprendidos al descargar el contenido de la máquina barredora y descubrir cómo emergían  de entre la inmundicia trozos de pelo, piel y uñas de algún animal al que por el momento, no se ha podido identificar”. 

   
   

   

                 

     


  

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