miércoles, 28 de septiembre de 2016

DE LOS NUEVOS TRAPEROS Y LAS VIEJAS QUIMERAS, DESPUÉS DE LO DEL ASTEROIDE

                        Plaza del arzobispado años 80´s
                         Vendedor acarreando material año 1972
                        Escalones de La Lonja año 1972
                     Mercado de la Congregación año 1972
                     Plaza de Nápoles y Sicilia año 1990 o 91


Si alguien piensa que la historia de la humanidad se reduce a unas cuantas generaciones atrás  nada más, está equivocado. Pero es comprensible, porque cualquiera puede caer en la misma simplificación, ya que tendemos a sentirnos protagonistas sin pensar ni en los que nos precedieron ni en los que vendrán después. Por eso, lo que mis acais vieron, mis oídos oyeron y mi memoria retuvo es lo que a continuación os cuento, con un poco de imaginación como relleno de mis propias lagunas, para que, por si acaso, quede constancia de nuestro transito.

    El Rastro ya existía, que no es que lo inventáramos nosotros. Se originó y consolidó en la plaza del El Mercado, desde por lo menos, 250 años atrás, y a diario compartían sahumerios de carnes, frutas y pescado, con la eventual atracción espeluznante del penchat, sus enseres, muebles, ropa, zapatos, cerámicas, libros, legajos, hierros y quincallas. Desde el amanecer hasta el anochecer; día tras día; una y mil veces, transportaban y exhibían los mismos artículos que no eran otra cosa sino el remanente acumulado e invendible, después de una criba feroz y sistemática por parte de gente necesitada, sagaces comerciantes e intelectuales inquietos y preocupados por el maltrato a la historia y la cultura. Sin embargo, hasta cierto punto, atrayente para catetos forasteros que, de ser estafados, queriendo o sin querer, nunca reclamarían.     

    Se robaba comprando y se vendía estafando, todo cuanto se podía, a quien su propia codicia le absorbía el sentido común. Una nube negra envolvía este submundo completamente al margen del resto de la sociedad. Una sociedad donde, El Rastro, se puede decir, que quedaba en la orilla, a posta, como ejemplo de lo que te podía pasar si no aceptabas las reglas de su juego, a la vez, y sobre todo, que constituía una vía de escape frente a las míseras condiciones de quienes no tuvieran otra salida, con el propósito, en la medida de lo posible, de que la desesperación no fuera canalizada hacia el putrefacto poder que representaban los privilegiados.     


    En los años de la posguerra, la escasez y la necesidad potenciaron un mercado más negro, si cabe, todavía. Del Rastro primigenio solo quedaban algunos puestos ambulantes en la Calle de los Escalones de La Lonja (antigua Calle de Los Hierros) y corros, muchos corros o corrillos en la Plaza del Doctor Collado, en donde, lo último que verías, sería a la mujer de J.P. Morgan intentando vender sus sábanas de Holanda, colchas de seda o mantelerías de Damasco para atender el puchero. Del  Rastro solo quedaba el nombre y los referentes, nada éticos, que ya he reseñado antes, en cuanto a la compraventa.  


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    Traperos y chatarreros, gente que transitaba por la ciudad, con carros artesanales, (cuyo diseño podía estar personalizado, ahora bien, sus fundamentos de construcción partían todos de los mismos elementos maritales, es decir, la cama y el armario) buscando en contenedores de basura, cartón y metales, con bastante entusiasmo, por cierto, cosa que desde el punto de vista del ciudadano medio, aquello aumentaba las sospechas sobre el equilibrio mental de estos hombres y mujeres en tanto que no fueran gitanos, ya que para los de esta etnia, había constituido, desde mucho tiempo atrás, su única fuente de ingresos; cosa que todos veíamos como natural. Pero ¡ah amigo! Cuando uno se queda sin faena y en el paro agota todas las prestaciones sociales, que en las fechas a las que me voy a remontar, a partir de 1984 (hasta el día de hoy en que permanezco activo) se reducían al subsidio de desempleo únicamente, y a la caridad cristiana (y quizá en esto, hoy en día no estemos tan alejados de las circunstancias que nos precedieron) el trabajador por cuenta ajena (o por la cuenta que le tiene) no encontraba más recurso si quería volver a ver el color del dinero, que el de vender sus pertenencias, a las cuales estaría, por una parte, muy apegado a unas, y a otras, no tanto. ¿Y donde podía hacerlo? Pues en El Rastro de toda la vida, donde entramos en contacto con un mundo que ni siquiera sospechábamos de su existencia.
   
    En la vida que quedó atrás, se podría decir, que pertenecíamos al mundo de la uniformidad y previsible recompensa; pero, sobre todo, éramos prescindibles. La frontera con el lumpenproletariado estaba tan cerca que, cuando cruzamos, cuanto apenas nos dimos cuenta ni pasó nada de lo que uno no fuera, en última instancia, responsable. Digo esto porque, todavía prevalecía, como un valor de referencia, en un porcentaje considerable, lo de vender gato por liebre. Lo de ser un listo más que inteligente porque, hablando de liebres, ninguna vuelve al sitio en donde se libró por los pelos.              

    No éramos ningún relevo generacional, sino más bien, una especie invasora que en seguida entró en conflicto en la disputa por el espacio vital, en este caso, de venta, y el alimento, llamémosle, el reciclaje. “Payos mangantes” nos llamaban y aún hoy lo siguen haciendo por hacer lo que ellos hacen: reciclar. Si eres gitano y rebuscas en la basura y vertederos, chatarra o trastos que otros desechan: te estas buscando la vida. Pero si eres payo y haces lo mismo, eres un mangante. Para que quede esto más claro todavía, os diré que, “mangante” es el participio del verbo mangar que procede del caló y quiere decir: pedir, mendigar y con este sentido y saña nos lo aplicaban aquellos que, del Rastro, se sienten dueños y no quieren ni oír hablar de competencia sino de enfrentamiento.

    La rapidez con la que aprendíamos desquiciaba, por igual, tanto a éstos elementos como a sus patrocinadores de clases altas y bajas pasiones, cuya única aspiración era repartirse el mercado esclavizándonos, y no lo digo en sentido metafórico, sino real. La democracia nos salvó y, la ira reprimida, los fue consumiendo uno a uno, cuando no enfermándolos o matándolos directamente de infartos o metástasis fulminantes. Los que sobrevivimos a sus ataques sistemáticos, payos y gitanos, nos enganchamos al asombro y consiguiente emoción que nos producía cada nuevo descubrimiento que abría la puerta a más conocimiento y una vez que entrabas en la dinámica de aprender, era difícil salir. Nos quedamos; pero bajo esa boira de mala reputación nos criamos, preocupados no solo por el interés material sino también por las relaciones sociales o humanas, como quieran llamarlas. Y en esto, más que en otra cosa, radica la diferencia entre el viejo y el nuevo trapero. Esto y descubrir que en El Rastro, sin tener conocimiento previo, se hallaban los estímulos que podían servir de catalizador para que cada cual optara por reconstruirse a si mismo, a partir de lo poco que nos quedaba en forma de talento personal, para una u otra cosa. Y eso hicimos. O esto, o una condena sin posibilidad de reinserción dentro de los ocultos muros de un gueto. Dos visiones del mundo y de la vida, del espacio y el tiempo, antes y después de la nada.
   

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La venta ambulante y periódica de antigüedades con cierto nivel en El Rastro de Valencia, es una quimera que parte con el recuerdo manipulado, convertido en leyenda, tal como si de las minas del Rey Salomón se tratara, y se remonta a cuando El Rastro se trasladó, en 1960, a la plaza de Nápoles y Sicilia, donde sucumbía a la desidia el Mercado de la Congregación, uno de los más antiguos de Valencia, con el que compartimos, hasta su total desaparición, domingos y festivos.

    El hecho de que el Rastro se celebrara en la plaza de Nápoles y Sicilia, solo los domingos y festivos, tuvo como consecuencia, de un modo casual, que de ninguna manera fue premeditado, puesto que El Ayuntamiento de aquella época, la única intención que tuvo fue la de esconder al Rastro en la decadente plaza, fue, sobre todo, que estaba a pocos metros de la Catedral de Valencia, donde los domingos y fiestas de guardar, acudían a misa de 12, las fuerzas vivas del Nacionalcatolicismo que, al termino de ésta, los que bajaban por la calle del Palau, descubrieron El Rastro en la plaza donde desembocaba la calle.

    Nobleza, militares de alto rango, alta burguesía, magistrados etcétera, entraron en contacto con El Rastro que repudiaban; pero en su terreno. Para evitar el roce con las clases bajas de la ciudad, prohibieron la venta de ropa y zapatos, con lo que pretendían inventar un Rastro para ellos solos. Cuando digo ellos solos, me estoy refiriendo a un vendedor en particular, que organizó el traslado; a unos cuantos tratantes de etnia gitana y, por supuesto, a las fuerzas vivas a las que me he referido antes (altamente nocivas para la salud democrática) que durante sus primeros inicios, en la década de los 60, no cabían de contentos, besándose el culo los unos a los otros, como si de una noche de borrachera en un tablao flamenco se tratara. En un principio, lo que los tratantes compraban a unos nobles arruinados se lo vendían a otros de su misma calaña, pero en mejor situación económica. Esto no es nada nuevo como tampoco lo es el por qué se arruina un señorito: en la mayoría de los casos por su indolencia y golfería. Ahora bien, si esto supuso un punto de inflexión, lo del cambio de escenario y su periodicidad, en esencia, seguía manteniendo, para su mal, la tradición secular de, en primer lugar y en el plano humano, recoger a los individuos que no tenían cabida (o eran expulsados) dentro de una sociedad con pocas oportunidades, clasista y fundamentalista. Así pues, en el nuevo organigrama de su caprichoso e insostenible Rastro, ellos estarían en la cúspide, como máximos depredadores, frente a un rebaño de presas abundantes y fáciles (Ja)
 

    Cuando me he referido antes a lo de crear o inventar, un Rastro intimo entre tratantes de toda la vida y la alta burguesía, lo digo por lo siguiente. Extrapolando los datos, hacia atrás o hacia delante en el tiempo y en proporción, de la situación que yo mismo cotejé, al acercarme por allí, después de lo de mi accidente con el asteroide1984, al que yo mismo lo he bautizado así en honor al año en que me inicié en este universo; aunque, si bien, el asteroide me cayó encima unos años antes, este tiempo lo considero, como si dijéramos, de transición de un mundo a otro. Como digo, lo que yo vi era, ni más ni menos, lo que podía ver cualquier visitante que transitara por el mercado a partir de las 12 del medio día.  El panorama era el siguiente. La plaza del Arzobispado, que se la habían adjudicado, por su cuenta y riesgo, advenedizos mercaderes y otros traperos, se encuentra tan solo a unos metros de la puerta Románica de La Catedral y allí era donde se concentraba la venta de artículos más seleccionados (que no es lo mismo que selectos) y expuestos en mesas improvisadas sobre caballetes y adornados con telas pretendiendo dar cierta apariencia de calidad y seriedad. A continuación, bajando en dirección hacia la plaza de Nápoles y Sicilia, se podía llegar a ella, bien por la calle del Palau o por Mosén Milá donde el barullo se iba extendiendo cada vez más hasta llegar a la plaza que era el núcleo principal del mercado, donde se concentraban los más antiguos vendedores inmersos en el más puro caos. A primera vista, se podría llegar a la conclusión de que, unos cuantos honrados comerciantes, se encontraban asfixiados, acorralados en medio de hordas bárbaras o indios borrachos al estilo de las viejas películas del oeste. Pero, para ser honestos y no dejarnos llevar por una primera impresión en un horario de máxima afluencia de público, rebobinemos la cinta y retrocedamos unas 6 horas atrás cuando daba comienzo el festival.

    En primer lugar, abriré un paréntesis para deciros que, de los cientos de vendedores que montaban sus puestos en cualquier sitio de los que me he referido antes, todos, excepto 4 o 5 (que ya hacia años, habían dejado de pagar la tasa correspondiente al Ayuntamiento) éramos ilegales. Esto quiere decir que, desde el primero hasta el último, no teníamos ningún derecho a ocupar la vía pública para ejercer la venta ambulante sin el correspondiente permiso. Las rancias autoridades lo sabían y, por los motivos que he mencionado antes, hicieron la vista gorda, hasta que, en 1988, la alcaldía, que ya estaba en manos socialistas, intentó normalizarlo. Digo que intentaron porque no lo consiguieron: les faltó tiempo que no voluntad política. En este sentido, no me extiendo más porque ya lo he hecho en la dirección que os adjunto más abajo y en otros sitios.

    Volviendo al inicio de la película, todo empezaba de madrugada, cuando paulatinamente, íbamos ocupando el espacio que cada cual nos habíamos adjudicado con el consentimiento, o no, de los más antiguos, ya que si había alguna ley, ésta era la del más fuerte. Por eso, los más vulnerables, por diversos motivos, dormían la noche del sábado en el mismo lugar que luego ocuparían porque, de no hacerlo así, no les daría tiempo a vender y, de esta manera, por lo menos, lo hacían durante un par de horas o tres antes de que comenzara el desbarajuste. Cuando el sitio de venta ya estaba marcado, generalmente, con el trapo sobre el que luego se extenderían las mercancías, el siguiente paso era el de esperar, como agua de mayo, la entrada de los traperos con sus mágicos carros, que eran recibidos como generales romanos después de una campaña victoriosa; esquilmados como se hizo con los indígenas de Sudamérica y luego repudiados como leprosos. Estas tres fases se sucedían, periódicamente, cada domingo y por el orden que he enunciado. Los mejores artículos pasaban a manos de los mercaderes más avispados y constituían el 90% de sus exquisitos artículos (según su propio criterio) y al trapero lo dejaban con un amasijo de trastos a los que intentaría dar salida a lo largo de toda la mañana, para de esta manera y con suerte, poder pagar alguna deuda acumulada durante la semana anterior. Visualicen esta operación, multiplicada por decenas de traperos, y en los mejores años en los que no se respetaba, ni en lo más mínimo, el patrimonio histórico y cultural de la ciudad y todo acababa en contenedores de obra, basura y, por último, el vertedero: centros de trabajo, por excelencia, del trapero. Pues bien, éste era todo el esfuerzo con el que el honrado comerciante intentaba deslumbrar a su clientela de alta alcurnia que, cuando acudía al mediodía, cuanto apenas podía circular con soltura por entre tanta bulla y desorden.

    Éramos todos traperos, configurados por todos aquellos a los que le hubiese caído su propio asteroide, incluyendo a aquellos comerciantes que no quisieron retirarse a tiempo, como sí lo hicieron otros que más tarde se convirtieron en la élite de los libreros de viejo de Valencia y algún que otro anticuario que también prosperó. La diferencia que había entre unos y otros consistía en que, unos montaban en el suelo y otros lo hacían en mesas y, al parecer, esto les hizo atribuirse una categoría superior justificada, tal vez, por el roce que, con más frecuencia, mantenían con los más reaccionarios de los otrora componentes de las fuerzas vivas, ya por entonces, muertas.

    Dentro del repertorio de clases que he mencionado antes, también existían fuerzas de progreso, cuya diferencia estribaba en que, mientras que a los primeros solo les interesaba el detalle externo para alardear y otros artículos de moda para decorar; a los segundos, más cultos, profundizaban en el por qué, y no encontrando ningún motivo que justificara ninguna clase de prejuicios, hoy en día continúan visitando El rastro y nadie conoce, o deja de conocer, su estatus social, ni rango militar o jurisprudente.      

    Pronto emergieron los verdaderos propósitos con los que cada parte entendía la función que El Rastro desempeñaba dentro de la sociedad. Por un lado, la que representaban los que se habían atribuido a sí mismos la profesión de anticuarios (en competencia desleal con las tiendas de antigüedades, puesto que sus precios eran por un estilo y ganaban mucho dinero cada semana o, por lo menos, presumían de hacerlo y nunca pagaron impuestos más allá de las tasas municipales, y hubo a quien, hasta incluso esto, “le sabía mal” hacerlo) venía a querer decirles a los traperos, que su función terminaba a partir de cuando acabaran de ser saqueados de madrugada. Esto daba a entender que, más que regular el caos o el asilvestramiento, lo que pretendían era borrar la huella de la procedencia de casi el 90 % de sus selectos artículos (según su valoración personal, vuelvo a repetir) a sus distinguidos señoritos de misa de 12, y, por otra parte, así alejar a su fuente de enriquecimiento, los traperos, de cualquier información que pudieran recopilar sobre los artículos que les malvendían. Por nuestra parte, los Nuevos Traperos, frente a esta discriminación del todo injusta, puesto que a partir de 1988, todos adquirimos nuestro permiso de venta, cumpliendo con todos los requisitos que El Ayuntamiento nos solicitó y, por lo tanto, teníamos los mismos derechos y obligaciones, tanto unos como otros, desde el más andrajoso al más come mierdas,  con lo que nuestra postura fue y sigue siendo, la de que el asilvestramiento debiera de regularse, por supuesto, pero de ninguna manera suprimirse, entendiendo por esto, la desaparición de los traperos, ya que equivaldría a extirparle el corazón al Rastro.

     He hecho este inciso, con el fin de  dar a conocer el origen de ese pasado esplendor del que muchos hablan, en el que, poco menos, que la realeza local, acudía al Rastro solo atraída por el cautivador entorno y la promesa de encontrar el nuevo Dorado. Pero no fue así, y para que os hagáis una idea de esto que os digo, no tenéis nada más que echarle un vistazo a las fotos que Jarque hizo entre los años 1965 y 1984, y dejó plasmadas (y pasmados a más de uno) en un libro (Mercados de Valencia) en colaboración con Maria Ángeles Arazo, que el Ayuntamiento de Valencia editó en 1984, y que podéis ver en este enlace: http://rastro.es.tl/Documentos-y-fotos.htm                  

    Y en este nuevo escenario, fuera de su oscuro y confuso enclave tradicional, seguían acudiendo, en parte, la flor y nata de la sociedad valenciana, los domingos, después de misa de 12. Pero, a estas alturas, ya encontraban más santificante el ir al Rastro que a misa y en el caso de que fueran sorprendidos por sus amistades, en el “culo del mundo”, siempre les quedaba la excusa de hacerlo para ayudar a la pobre gente con sus limosnas. Y con respecto a dichos anticuarios, barra, quincalleros, victimas de su mala fe e incompetencia, nunca prosperaron más allá de conseguir algún dinero para gastarlo en bingos, apuestas, burle y casinos donde, aún hoy, quieren hacer realidad su fantasía de alcanzar El Dorado, empleando unos y otros, los mismos escrúpulos que, como en nuestra memoria histórica, hicieron constar, el amplio elenco de conquistadores.


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    Un profesional, tal y como lo entendemos, es aquel que conoce a fondo los entresijos de su profesión y mantiene una dedicación exclusiva en su desempeño, que es con lo que obtiene los medios para ganarse la vida ¿Pero qué ocurre cuando el tiempo es limitado e insuficiente como lo es nuestro horario de venta? ¿dejamos de ser profesionales? ¿o habrá que buscar otra definición que se ajuste más a la realidad?. Por lo tanto, en El Rastro, no es más profesional el más ordenado en la presentación del material. Un material que puede ser el mismo indefinidamente, sin ocuparse mucho de su renovación, en tanto que su propietario obtenga las ingresos necesarios para su sustento por otros conductos, ajenos incluso a este oficio.    

   
    La mayor parte de la venta en El Rastro es de artículos reciclados y oportunidades como lo ha sido siempre desde sus comienzos en el siglo XVIII, época de la que se conservan testimonios escritos. Este era su cometido y no otro: atender las necesidades de los más desfavorecidos; pero no como un acto de solidaridad de clase o caridad cristiana, sino como único espacio a donde acudir, los unos, para adquirir artículos necesarios frente a los productos nuevos de precios superiores y, con toda seguridad inaccesibles; y los otros, como la única alternativa que les quedaba para buscarse la vida. Tanto unos como otros, tenían en común, dentro de una sociedad clasista, con pocas oportunidades y fundamentalista: el ser “primos hermanos de la ignorancia y la necesidad”  

    La única finalidad era, encontrar en El Rastro, el artículo que se necesitaba en las mejores condiciones de uso y con el menor coste. Encontrar antigüedades a la venta era, tanto ayer como hoy, algo así, como si se tratara de un producto residual con el que cuanto apenas se contaba como material de venta rápida y provechosa. La mayoría de clientes eran de clase baja y carecían de la más mínima preparación como para gastar dinero en algo que no sirviera para nada.

     El trapero ponía toda su atención en reciclar metales, trapos, papel y cartón porque era y sigue siendo un valor seguro: tantos kilos de esto o de lo otro, tanto dinero según el precio del mercado al por mayor. Un trabajo manual que no requería de más esfuerzo mental, después de haber aprendido a identificar el hierro, el latón, el bronce, cobre y aluminio. Zapatos, ropa y los enseres que pudieran ser reciclados para su inmediata venta y uso, también se contaba con su aportación económica segura vendiéndolos en El Rastro y hasta ahí llegaba su interés, por el momento. Pero las cosas cambiaron cuando pasamos de ser un país en vías de desarrollo a uno desarrollado de pleno derecho y el consumo se convierte en la principal medida del éxito: quien no consume no es nadie. 

    Fue esto lo que revolucionó El Rastro junto con los cambios políticos y económicos que comenzaron, seriamente, a partir del intento de Golpe de Estado de 1981. A raíz de esto, la situación política y económica se estabilizó y poco a poco se fue viendo cómo las oportunidades se multiplicaron y el consumo creció exponencialmente. Los barrios del centro histórico, rancios y ajados, comenzaron a actualizarse mediante planes de rehabilitación (y el dinero que pudiese haber debajo de las baldosas) lo cual supuso la limpieza, a mansalva, de buhardillas, pisos, almacenes, tiendas etcétera, y a partir de aquí es donde entramos nosotros después de que a cada uno, como digo, le cayera encima su asteroide correspondiente.

    ¿Cuando se produjo el punto de inflexión en el que el trapero y chatarrero pasa a tener casi tanto o más en cuenta la cotización de las antigüedades frente al valor seguro del reciclaje metalúrgico? Se tiene que remontar al momento en el que el trapero descubre que la venta de un solo papel, le puede suponer tantos ingresos como los que obtendría vendiendo una o varias toneladas a granel del mismo material. Que de un lienzo, se podía obtener el valor equivalente a una tonelada de cobre y que de muchos otros artículos fabricados en metales, se podía conseguir el equivalente al precio por tonelada de hierro, latón, aluminio etcétera, y así, así ir extendiéndose a todo artículo sobre el que podía recaerle la sospecha de ser antiguo. Como digo, la época en que se produce dicho descubrimiento, no se puede saber con exactitud, como tampoco digo que esto sea un enigma, como el del invento de la rueda; pero lo que es incuestionable es que, más tarde o más temprano, el trapero se percata de la rentabilidad del negocio y aplica la ley del mínimo esfuerzo frente al deslome.

    Pero ocurre que está solo y nadie le va a enseñar a distinguir lo que realmente tiene valor de lo que es chatarra pura, sea cual sea su antigüedad. La razón es comprensible: el beneficio que obtiene el coleccionista-comprador o el comerciante es, directamente, proporcional al tiempo que el trapero se mantiene en la inopia. Lo curioso es que, en este lapso de tiempo, ambas partes son felices porque el uno, asombrado, dice: ¡me da equis dinero por esta mierda! Refiriéndose a cualquier artículo reciclado de la basura tras la limpieza de una buhardilla, por ejemplo, mientras que el otro, verá el cielo abierto y correrá bajo una excitación, cuasi orgásmica, a despertar los celos del amigo y competidor; y el comerciante, a rentabilizarlo con el mayor beneficio en el menor tiempo posible. Pero esta situación no dura eternamente, y el tiempo de permanencia en ella, está íntimamente ligado al grado de formación académica con la que el trapero haya contado antes del suceso cósmico. Ahora bien, de una manera u otra, esto se sigue reproduciendo con cada trapero-chatarrero que se inicia en este oficio. Así pues, se podría decir que, el aprendiz, paga con creces su adiestramiento. Lo que ocurre después, cuando el trapero ya es consciente del dinero que ha dejado de ganar, por su estupidez y la astucia de otros, es que le invade una irreprimible ansia de venganza y, en su afán ilusorio por recuperar el tiempo y dinero perdido, permanecerá durante un tiempo a la defensiva, hasta que sin darse apenas cuenta, se verá inmerso en la dinámica contraria y un nuevo desvirgador habrá nacido en la virginal madrugada de un domingo.

    Está claro que la relación, mientras se mantiene en estas condiciones, está desequilibrada, lo cual traerá, como consecuencia, el divorcio, si antes no se alcanza un convenio a la hora de repartir los beneficios. Me explico, pese a que el trapero tiene que ir, poco a poco, cribando entre cientos, miles de artículos que por sus manos pasan, o han pasado o pasarán e ir tasándolos de forma razonable como para darle salida en El Rastro, mediante este proceso, es cuando por fin alcanza cierta seguridad en si mismo, después de muchos años y fija un umbral, por debajo del cual, ya no es que pierda dinero o deje de ganarlo sino que, lo que está en juego es, ni más ni menos, que el menoscabo de su independencia y autoestima al que no tiene más remedio que enfrentarse de una manera radical, porque siempre queda un psicópata residual que nunca aceptará un no por respuesta, y buscará el martirizarle por considéralo una presa fácil dadas sus condiciones sociales y materiales. Ante el dilema que se le plantea al vendedor: ceder y que el psicópata se salga con la suya o destruir o malvender el artículo a cualquier otro que no sea tan abusador, acabará optando por una de estas dos cosas y, lo que pueda perder por una parte, lo ganará por otra con el respeto a sí mismo y así poder continuar mirándose al espejo.              

   
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    El regateo es la manera ancestral y vigente de establecer el precio de algo que uno pone en venta y otro desea comprar. Se puede decir que es, si no lo fundamental, sí lo sustancial, que es lo mismo y además, en El Rastro, no hay manera de prescindir de él, como arte o como artimaña

    Ejemplo de artimaña es, cuando un vendedor, equis, pide por un articulo, traduciéndolo a la moneda actual, por ejemplo, 200 euros a sabiendas de que su valor es, en el mejor de los casos, de 5 euros, con la mala intención de que el comprador le ofrezca la mitad o un tercio de lo que le pide, si se produce el acuerdo, el vendedor estará estafando al comprador. Y al contrario, cuando el vendedor pide 5 euros por una pieza que vale 200, y el comprador es consciente del enorme beneficio y, aún así, le ofrece la mitad, un tercio o quizá menos y el comprador acepta porque ignora su valor real, el comprador está estafando al vendedor. Esta manera de vender en El Rastro siempre ha existido. Cuanto más nos remontemos atrás en el tiempo, el porcentaje de quienes empleaban este tipo de argucias será mayor. Todavía no ha desaparecido ni desaparecerá del todo en tanto persista la avaricia como un valor social. 

    Pero mirándolo desde una perspectiva más creativa, diré que el regateo es, algo así, como el juego preliminar antes de alcanzar el clímax en una relación sexual. Y no hay mayor imán, cuando el goce es mutuo. Después, y por un tiempo, ya que esto no supone el surgimiento de un amor incondicional, sino más bien, un “aquí te pillo aquí te mato”, le sigue una atracción gravitacional en torno al punto de encuentro, la paraeta, lo cual propicia, en cierta manera, mientras entre ambos perdure el recuerdo satisfactorio de un buen trato, la sociabilidad encarnada en un saludo y una sonrisa cada domingo, que es siempre de agradecer. Tal vez me he excedido en ésta descripción del arte del regateo y me temo que le he puesto demasiada azúcar al potingue. No sé. No estoy seguro, al fin y al cabo, no he descubierto nada ¿Verdad?

    Bueno. Hablemos de otra cosa. Buscamos el placer porque nos ayuda a soportar el dolor ante la ineludible cita con la muerte y, El Rastro, en este sentido, es una droga. Cientos de tesoros, en manos vulgares y toscas, resulta muy tentador, demasiado tentador para quienes tienen la mente bajo el control de sus emociones. Otros en cambio, ya pueden ser de clase alta o baja, abren el grifo de la empatía dejándola que fluya, independientemente, de que por unos vendedores sientan simpatía y por otros antipatía.           

     El Rastro actual, se presenta cada domingo, ante los cientos de ojos de personas inquietas y con suficientes recursos intelectuales (que no siempre coinciden con los materiales) como si de una nueva excavación arqueológica se tratara y no como si acudieran a un museo compartimentado y catalogado, que también, esto último, no deja de ser otra opción para paseantes contemplativos. Ahora bien, y no es mi intención descorazonar a nadie, ni es un yacimiento arqueológico ni un museo, es como si dijéramos, una performance que muestra el resultado del esfuerzo de muchas personas por expresar, a falta de mejor gramática, su mundo interior, del que se extraen, gota a gota, tan solo, aquello que pueda representar un provecho; un valor de cambio. Ahora bien, muchas gotas, sin embargo, si son constantes, son las que alimentan a un arroyo o una fuente que, por pequeñas que estas sean, mientras que el líquido circule y no se estanque, este prodigio no dejará que el cieno se acumule.
     
   
    Las buenas antigüedades son exclusivas y con el tiempo se revalorizan, las mediocres, en cambio, o mejor dicho, las que no guardan cierto equilibrio entre calidad y precio, oferta y demanda, sino que tienen como punto de referencia, la tasación subjetiva del vendedor, pasan a formar parte del grueso y escaparate de la paraeta en tanto perdure el apego personal que pueda existir entre el vendedor y sus artículos. Tan solo se salva lo que en un momento dado pueda estar de moda porque, generalmente, la demanda supera a la oferta.

    Hablando de antigüedades, una antigüedad es todo aquello que tenga más de 100 años. Pero para que se convierta en objeto codiciado, tiene que despertar el interés y el deseo de poseerlo entre aquellos que gocen de cierto prestigio, por su conocimiento y experiencia o posición social y, a su vez, la envidia en quienes van por detrás de éstos. Así que, en El Rastro, donde solo se puede vender barato, de lo que más abunda, son coleccionistas de gangas a la caza y desvirgue del más inexperto vendedor y quincalleros avispados que, hacen lo mismo, pero con el deslumbrado comprador, sin que tenga esto mucho que ver con el rigor de la historia en general. No todos; pero sé de muchos casos cuyas colecciones de gangas han vuelto a su lugar de origen, intactas, y por el conducto tradicional, es decir, del contenedor al consumidor. ¿No sé si me he explicado bien?. Con esto quiero decir que, El Rastro, es el último filtro por donde puede escaparse y desaparecer la historia. Y quienes recuperan la historia, aunque embrollada, eso sí, son los traperos y su modus vivendi, que forman el primer peldaño, el de más abajo del mercado y pocos serán los que suban más arriba donde se reparten medallas y reconocimientos. Su obsesión es vender y reiniciar cuanto antes el ciclo que lo mantiene con esperanzas entre el barullo consumista. Para mí, como trapero que siente cierta preocupación por el deterioro del planeta, esto supone una contradicción insalvable, lo del “homo consumer”; pero, aunque me cueste, tengo que reconocer que, por otra parte, el ciclo de consumir y tirar, nos mantiene a todos, compradores y vendedores, en alerta permanente.
   


    El Rastro es un lugar de encuentro cosmopolita y barato, donde debe de prevalecer, por encima de todo, el respeto a la libertad individual sea cual sea su ubicación. Más que un espacio o continente, es una abstracción que representa la búsqueda constante y viva de uno mismo ¿A qué si no obedece tanto empeño y devoción? ¿Puede haber tesoro más hermoso por descubrir, que el de encontrarle sentido a la vida? Si es por esto por lo que la pobreza nos persigue hasta el final de nuestros días, nos la merecemos, por habernos divertido tanto disfrutando, únicamente, de nuestra independencia. A fin de cuentas, y por otra parte, vivir y soñar El Rastro nos enriqueció.
   
     El Rastro de Valencia, no digo yo que lo sea ahora, precisamente, con la crisis generalizada, pero sí que, en tiempo atrás, era de los mejores Rastros de Europa, si no, el mejor, porque la gente hasta venía con dinero para comprar. Eso es lo que me dice mi amigo Valero “La Leyenda” Cervera, el cual, ha recorrido tantos kilómetros, como desde aquí a la luna, haciendo tratos y al que aprovecho para decirle: ¡Bravo por sobrevivir!.

 
 EPILOGO


    Cuando vamos a Mercadona y vemos toda esa carne envasada, se puede llegar a pensar, para los más jóvenes, por supuesto, que siempre ha sido así de depurado el proceso de presentación al público del producto. No vemos sangre ni mondongos ni nada que pueda llevarnos a pensar que, lo que realmente hay en las pulcras bandejas, son partes de una vaca, un cerdo, un pollo etcétera. Los mayores sí que lo sabemos porque, para nosotros, aunque ya queda un tanto lejano en el tiempo, convivimos con estos animales y no es necesario que tengamos que acudir a una granja escuela para relacionar una cosa con la otra. En pocas palabras, dentro de pocas generaciones, será historia lo que hasta hace poco, de tan cotidiano que era, nos pasaba desapercibido. No voy a entrar en la crueldad con la que todos los animales que nos comemos son tratados en las granjas de explotación, transporte y sacrificio porque si no… más de la mitad de la población no comería proteínas ni minerales de las carnes. Y no por escrúpulos o sentimientos de culpabilidad, sino porque no podríamos costeárnoslo, lo cual no tiene el por qué justificar el cómo se obvia el sufrimiento de éstos.

    Bien ¿Qué tiene que ver esto con la trapería que es de lo que va el título? Nada, excepto en que lo pongo como ejemplo de cómo van desapareciendo, o transformando, sin darnos cuenta, tareas que existieron pero que para saber de su existencia tendríamos que echar mano de la memoria histórica de cada lugar y de la evolución humana en general. Porque, aunque tengo edad para haber visto cómo se desnucaba al conejo y al pollo se le retorcía el pescuezo y se les apuñalaba y destripaba para luego reaparecer en la exquisita paella de la abuela (que solía ser verduga y cocinera a la vez) no tengo la suficiente edad como para acordarme de que la recogida de basura no siempre ha estado centralizada y que, por lo tanto, el trapero tuvo su razón de ser desde la antigüedad, por más que, cuando empezamos una nueva etapa en esto de la trapería, nos creyéramos que acabábamos de inventarla. Y eso es porque ya habían desaparecido los carros tirados por bestias y el hombre del saco con sus pregones: ¡traperooo…! Y se habían sustituido por contenedores de basura. Pero, relativamente, poco tiempo atrás, allá por las décadas de los 50 y 60, todavía, La Sociedad de Agricultores de la Vega, con carros de tracción animal, se encargaban periódicamente de recoger la basura orgánica de las clases pudientes (por supuesto) para hacer abono para la huerta, ya que los pobres, con sus desperdicios, alimentaban a sus propios animales. Por otro lado, los traperos hacían lo mismo (con sus “miajas de carros y burros, pa buscarse la vida”) retirando enseres y comprando chatarra, vidrio, trapos y papel.

    Este sería el viejo trapero, resignado y resabiado y perfectamente integrado en una sociedad con estructuras casi medievales, donde las clases sociales estarían predeterminadas por mandato divino y no había escapatoria para quien se encontrara al borde del precipicio; tras él siempre había un pelotón de fusilamiento que le impediría dar marcha atrás.
   
    Cuando se empieza a vislumbrar la posibilidad de dar forma a un Estado de Bienestar, donde cabría el arrepentimiento y apoyo, aun dentro de la sociedad que a uno lo margina, es cuando aparecen los Nuevos Traperos; personas que son ajenas a este mundo pero que tienen la oportunidad de elegir entre, meter la mano y el hocico en el contenedor, en el bolso de una vieja o en la caja de la comunidad, por ejemplo.

    El viejo trapero se adapta a la mecanización y cambia el lento carro y el burro por diversos medios, bien triciclos o furgonetas para llegar antes que otros al contenedor de basura, y es desplazado hacia la periferia porque el centro antiguo y degradado va, poco a poco, siendo cautivado por la especulación.
  
    Todas las grandes ciudades del Estado Español, de Europa y del Mundo han pasado por este mismo proceso según se iban desarrollando y, en todas ellas, existen mercadillos como el nuestro, cuyos productos a la venta, provienen del mismo procedimiento de extracción, triaje etcétera.      

    Los cambios que conllevaba cualquier nuevo descubrimiento o invento y que luego han resultado beneficiosos para la humanidad en su conjunto, no siempre han sido recibidos como agua de mayo, sino que, casi siempre, encontraron fuertes resistencias porque, muchas veces, suponía la desaparición de formas y medios de vida muy arraigados.

    Mucho me temo que, sin apenas percatarnos, estamos inmersos en el 2.0: eso de lo que todo el mundo habla y no se sabe bien qué es. Para bien o para mal, interactuamos a nivel global casi a la velocidad de la luz, lo que conlleva cambios vertiginosos para los Nuevos Traperos que están a punto de ponerle fin a su corto ciclo, comparado con la cantidad de siglos que perduró la especie de la cual descendemos: Los Traperos.

    No hay vuelta atrás. Esto va rápido y algo habrá que hacer con lo que se considera basura, dándole el sentido que se quiera a este vocablo o, incluso, llamándole reciclaje para que parezca menos repugnante (como lo de retorcerle el pescuezo al pollo) pero, lo cierto es que algo habrá que hacer si el contenido de las limpiezas de casas que, actualmente, se vierte en los contenedores de basura orgánica, es de acceso restringido solo para los vecinos de las inmediaciones. Si esto se convierte en realidad, lo que por el momento está en fase de pruebas, los traperos no podrán meter la mano en el contenedor y reciclar todo aquello que consideren provechoso para la venta en chatarrerías o El Rastro; y esto es preocupante. Es preocupante, porque en un porcentaje que supera más de la mitad de los artículos que se venden en este mercado, tiene su arranque en el proceso que se inicia con una reacción en cadena que va del contenedor hasta llegar al consumidor, bien éste se encuentre en El Rastro, un Museo o Sotheby`s.

    Es precisamente, la espontaneidad con la que surge el fenómeno del encuentro con el “tesoro” lo que nos provoca el repetir la divertida y provechosa experiencia cada domingo. Ahora bien ¿Se puede mejorar el proceso de filtraje o destilación y, por último, decantación de la “joya” o “elixir”? Sí ¿Cómo? No lo sé (todavía) ¿Tal vez, prestándole atención? ¿Preocupándose? Todo se andará. Ahora bien, intuyo que no deben de ser las glorificadas Leyes del Mercado las que nos garanticen el divertimento, ya que si se hace efectivo el acceso restringido al contenedor, esto solo puede derivar en la monopolización, por lo que al respecto, me surge esta pregunta ¿Y quienes se ocuparan de triar la basura en la cinta transportadora? ¿Licenciados en Geografía e Historia? ¿Arqueólogos? ¿Licenciados en Historia del Arte? Es una incógnita. Llamémosle equis.   




viernes, 16 de septiembre de 2016

EL ASTEROIDE REDENTOR

    En mi caso particular, buscaba el éxito y la fama en los convulsos años de mi juventud como no podía ser de otra manera. Todos lo hacíamos. Nadie puede decir que no lo hiciera. El éxito había que alcanzarlo ¿Cómo? Yo no lo sabía. Pero lo que en todas partes se podía observar y medir, era el nivel de éxito alcanzado por otros mediante la ostentación material o intelectual. Elegí la segunda de las dos opciones sin saber que la ambición y el orgullo intelectual comprimiría mi masa neuronal a base de sucesivas frustraciones (podía haberme sucedido lo mismo en el caso de escoger la opción de la mayoría). La cosa fue creciendo y su exceso de gravedad atrajo a un asteroide, el cual, destruyó el mundo al que estaba circunscrito.

    Para mi, fue algo así, como si de repente, aquel asteroide que me cayó encima, borrase del mapa toda mi existencia anterior. Desaparecieron las amistades y las proyecciones, o sea, el apoyo y la dirección del rumbo a tomar. En pocas palabras, aquello me hizo tanto daño como solo podía hacerlo la verdad, y me volví invisible.

    Si, como lo oyen, invisible porque olía a fracaso. Es un olor que se percibe como amenazador, entonces, la vista se aparta del foco para no salir corriendo, así que nadie te ve. No me había acostumbrado del todo porque eso cuesta. El aislamiento es más duro de soportar que un martillazo en el dedo gordo. Con el martillazo, más tarde o más temprano, desaparece el dolor  (y la uña) y todo vuelve a la normalidad.

    Perdido, solo, desorientado y con ese olor pringoso rezumando de las glándulas de mi cartera, caminaba de acá para allá por calles y plazas sin rumbo ni beneficio. Cabizbajo. No me atrevía a levantar la mirada del suelo, y eso, en cierta manera, a veces me recompensaba: una vez me llegué a encontrar un billete de a mil duros. Pero como les iba contando, la soledad no le gusta a nadie. Te vuelves más raro, hasta el punto de no reconocerte en el reflejo de un escaparate ni en las ventanillas de un autobús. Tu cara no muestra emociones ni sentimientos porque está congelada en el tiempo como un retrato de cartón.

    Como un sonámbulo, en El rastro desperté. Perdido en un bosque me figuré que estaba. Los traperos me acogieron en su guarida como una manada de lobos. Al principio tuve miedo de su ferocidad de leyenda y, al poco tiempo, ya aullaba como ellos. Me enseñaron a cazar y cazaba como ellos: solo para sobrevivir.  

    Me deshice de los últimos pellejos de mi anterior frágil piel (de barquillo) y mi cuerpo se cubrió de otro cuero que pudiera soportar los golpes, patadas y escupitajos. Resistí porque no estaba solo. A mi lado había otros que, con el mismo derecho, se merecen una ovación por echarle huevos y ovarios a su respectiva calamidad cósmica, o lo que sea.
 
   






martes, 6 de septiembre de 2016

ODA A LA INMUNDICIA

Picotean como  pollos insaciables
en los estertores del Rastro.
Agonizan los artefactos
que fueron un propósito para otros en la sucesión del tiempo.

No alarguéis, pues, la despedida.
Su sombra os lo agradecerá.
Si en vez de llorarle, venís a  mitigar
vuestra soledad y miedo al día de mañana,

hoy, será una jornada malgastada.
Si han de ser útiles otra vez,
acogerlos en recíproca presencia
y, de cuando en cuando, 

abrazarlos con la mirada
de un ser agradecido:
renacerá la cómplice ternura
de un loco de remate.