martes, 21 de junio de 2016

EL NIÑO Y EL ARTERO CAZADOR: conversando con fulano.

EL NIÑO

    El Rastro ¿Es un pecio hundido en alta mar con las bodegas repletas de monedas de oro y plata?. ¡Qué más quisiéramos! La verdad es que no; pero nos gustaría que fuera así de romántico. Y si no es así ¿Por qué entonces acudimos todos los domingos con tanta devoción y entrega, a pesar de las críticas de amigos y familiares, que creen, con razón o sin ella, que El Rastro, si algo tiene que ver con el mar, es porque es un piélago de inmundicia y cochambre? Esto, dicho así de rotundo y lapidario, no podemos aceptarlo de ninguna de las maneras. Es demasiado cruel e injusto, porque ¿Cómo transmitirles la emoción que experimentamos en el encuentro con nuestro primer tesoro, cuyo valor, más bien fue inmaterial? Decirles que es indescriptible, es como no decir nada. Invitarles a participar si ya de entrada tienen su mente cerrada, sería como agasajarles con una cena en un Burguer King. Entonces, poco más podemos hacer, que no sea otra cosa que, como aquel que dice, esconder nuestro hábito entre una mezcla de sentimientos de pudor y ternura.
    Un niño se ha despertado dentro. Lo intuimos porque nos reconocemos en él. Pero tiene que quedar en secreto, porque, llamarle tesoro a algo que no esté homologado, socialmente, como objeto codiciado, nos hace dudar hasta de nuestro propio equilibrio mental y, si encima, tenemos familia, a ellos, lo que más les preocupará todavía, será, sobre todo, el que pudiera ser hereditario.
¡Eso es lo que yo quiero explicarle a mi mujer! ¡me lo has quitado de la boca!. Me dijo, fulano, entusiasmado. Tranquilo, nano, le dije, que no todo es bondad e inocencia.

 EL CAZADOR

     Mientras que el niño acude al Rastro, solo; de la mano del adulto que lo contiene; con la mente abierta.; ilusionado y expectante ante una nueva quimera, a su vez, transita asechoso el artero cazador con aire de suficiencia. Camina con las manos en los bolsillos, como escondiendo su frustración y malas artes. El miedo a la insatisfacción constante le sobrecoge y recurre a la soberbia. Todo El Rastro es de él, como si de un feudo se tratara. Desvirgar es su obsesión y pagar con limosnas su criterio. Si no cree en Dios, cree en Lenin, o viceversa. Si no sucumbe a ciertos pecados capitales, lo hace a contradicciones pequeño burguesas. ¡Qué más da, si su ambición es un embeleco!.
    El cazador no juega. Tiene serias fantasías, como por ejemplo, la de ver su nombre en el frontispicio de la sala de una institución en el que diga: COLECCIÓN DONADA POR MENGANO. Excusas, nada más, ante la debilidad de querer alcanzar la inmortalidad sin rigor ni esfuerzo. En realidad, lo único que hace es, acumular presas débiles, inocentes o moribundas: aisladas en la orilla, con sed de reconocimiento. 
    Lo cierto es, que unos tienen lo que otros quieren y así es como empiezan las guerras. Por eso te digo, fulano, “que no hay tío páseme usted el río”: escogemos cuando la mar nos devuelve los sueños en medio de una tormenta de pasiones.

lunes, 13 de junio de 2016

EL RASTRO COMO UN ECOSISTEMA: apuntes para iluminados

¿Para qué sirve El Rastro? Es una buena pregunta que no sé si voy a poder contestarla. Es muy difícil, porque no es lo mismo que preguntarse ¿Qué es El Rastro? Ésta si que es fácil: un lugar cosmopolita y barato. Pero la otra, confieso que es una conjetura irresoluble para mí, por más que soy de los más viejos del lugar y de los que se preocupan de no enmerdarlo, raro, pero cierto; pero aún así, veo difícil resolverla sin ayuda.

    Yendo al grano, si solo tenemos en cuenta el beneficio económico, poco hay que rascar. Entonces, se me ha ocurrido que: ¿Y si en vez de verlo desde el punto de vista del provecho, únicamente, lo mirásemos como un todo, como aquel que dice, como un ecosistema? Si esto hiciéramos, lo primero que veríamos sería vida. Y la vida, para desarrollarse, necesita alimento y espacio; un hábitat por decirlo en términos ecologistas.
   
    Siguiendo el aire de la narración, (que tiene más de fábula que de ensayo, para qué les voy a engañar) la vida en un ecosistema, bien sea grande o pequeño, es el objetivo a proteger, y, como El Rastro ya lo estamos mirando con ojos darvinianos, en esta suposición,  pasemos a ver ahora qué clase de vida existe, dentro de su medio ambiente, y si vale la pena o no conservarla. 
   
    Comencemos. El organismo primigenio de la cadena trófica, son unos profusos seres, tan pequeños e insignificantes, invisibles por así decirlo, que cuanto apenas se observa su aportación. Más bien, solo se aprecian sus desechos, que son los que dan notoriedad a su existencia de chicha y nabo; pero, no por ello, devorados en grandes cantidades, dejan de ser el alimento básico y, por consiguiente, son merecedores de cierto esmero en su conservación o, de lo contrario, el ecosistema se convertiría, en menos que canta un gallo, en un páramo estéril.
   
    El siguiente espécimen en la cadena, no tiene los recursos suficientes, por si mismo, como para subsistir de manera independiente. De hacerlo (cosa que dudo) lo hacen por otros medios o por parejas (como la guardia civil, por darle un aire antropomórfico al discurso). En este sentido, casi siempre son las hembras, o consortes, quienes se ocupan de lo importante, (ya me entienden), mientras que la otra parte solo ejerce de figurín. Cacarean y eructan todo el rato haciendo alarde y lucimiento de su plumaje multicolor, pero poco más. Es curioso lo de estos animalitos, porque no son presas de ningún depredador específico, porque no los hay, sino que, cuando alcanzan el máximo grado de atiborramiento, explotan en un orgasmo de concupiscencia onanista, y ahí se acaba todo.
   
    Veamos ahora el más importante de todos: el aucellus rastrorum. El aucellus rastrorum  o pardalet del rastro (traducido del latón) es una avecilla que cae (¿o es expulsada del nido? No lo sé bien a ciencia cierta todavia) y abre los ojos, por primera vez, en El Rastro, entre huérfanos congéneres. Alegres, expansivos, pródigos, fugaces les dan la bienvenida, mas, su instinto de supervivencia les lleva a no decir ni pío, por más que les resulte reconfortante su impronta, pues, en cuanto lo hacen, son devorados, mejor dicho, o peor todavía: incorporados, con elogiosas limosnas, a una reserva de espiritualidad medieval, donde no podían faltar los parásitos a recaudo de canes famélicos.

    De la broza se encargan los agregados, que son ¿O como el gato de schrödinger o como el perro del hortelano? No lo sé. Aquí sí que me pillan descolocado; pero existen. Emergen de las miasmas en silencio y se afanan, con devoción trapense, en la inútil  tarea de rellenar su soledad con los rastrojos.

    Esto sería lo más destacable, lo que se observa a simple vista; pero, sobre todo, al tratarse de personas o de animales personificados, éstos, seguro que tienen pensamientos que les llevan a sentir más allá de los primitivos instintos. Menos mal, que la naturaleza es sabia (como dicen los sabios) y acaba encontrando siempre su equilibrio en la lucha por el espacio vital y la supervivencia; pero tarda mucho tiempo: eones a veces. Por eso, si dejamos el curso natural de un Rastro asilvestrado, solo se beneficiará el cazador, que es el que se encuentra más a gusto, en un entorno en el que nadie repara ni en éticas ni en estéticas, disparando a diestro y siniestro, con el único fin de acumular presas. 

     Con todo esto, creo que me he quedado igual que estaba en un principio y, lo que es peor, con otra pregunta en el aire: ¿Es El Rastro un ente contaminante o parte de un continente?. ¡Qué lío! Me temo que es otra conjetura. Ésta, todavía más difícil de resolver. A ver si repasando este poema de John Donne (1572-1631) encuentro la pista. Mientras tanto, no me rindo.

 ¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?     
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.