viernes, 26 de junio de 2020

EN UN PISO MÁS ABAJO



En un piso más abajo,

hay un nido y un polluelo,

que por equis, bocabajo,

a la de tres cae de cuajo:

sobre su cabeza, el cielo.


De donde baja la madre.

Un pajarillo con pena.

La misma que tiene el padre.

Sin salirse del encuadre

los tres caben en la escena:


dos pajarillos que pían

y uno que yace silente.

Con el pico lo movían.

Ver como lo repetían

resultaba deprimente.


En su ciclo natural,

la tierra es su sepultura

porque nadie es inmortal;

pero aquí, en la capital,

fue a parar a la basura

sábado, 20 de junio de 2020

SUEÑO RECURRENTE

      

    Mi vida, en retrospectiva, no ha sido como la de la mayoría de la gente: no he cumplido con ninguno de los mandamientos que la sociedad demanda, (a cambio de obtener, seguridad material... y miseria afectiva en la vejez tardía). Acabo de cumplir sesenta y cinco años, y me dispongo a solicitar la prestación no contributiva, a la que todo ciudadano tiene derecho en una sociedad desarrollada, a la que llaman: “Estado de Bienestar”.

    Observo que, al disminuir la energía mental que hasta ahora derrochaba en atender los deseos que me estacaban, veo las cosas con más tolerancia, hacia mi mismo y hacia los demás; con más plasticidad, se podría decir. Por este motivo, llego a la conclusión de que, no me puedo quejar ni adjuntar ningún reproche a nadie ni a nada, porque he vivido disfrutando de libertad, en mayor grado, que cualquier otro ciudadano en igualdad de condiciones y, sin anteponer mi egoísmo, más allá de lo que los demás me hayan podido dejar hacerlo, tal vez, porque los estigmas de la pobreza, siempre me han acompañado: visto mal; no voy a la peluquería y soy retraído al contacto con otros que no formen parte de mi círculo de inadaptados. Así, pues, a pocos puedo engañar, manipular, etcétera.

    Apenas, a lo largo de toda mi vida, he salido de esta ciudad, en la que vivo junto a ochocientos mil habitantes más, donde por la noche, nadie ve las estrellas en el cielo. Yo, solo veo la luna, algún planeta y las luces de los aviones, que vuelan bajo, rumbo al aeropuerto, porque me fijo desde mi ventana. Pero puedo ir a ver el mar, si quisiera, donde hay estrellas que nacen desde el horizonte.

    No echo de menos la naturaleza que rodeaba el pueblo del cual emigramos toda la familia, ni nada de aquel pasado remoto: en cada instante del presente, está concentrado todo mi pasado y futuro.

    No he sacrificado mi dignidad, (o por lo menos, no tanto), en el sentido que se nos exige como consumidores, como tampoco he recibido ninguna compensación material, que no fuera otra, que aquella que me ofrecían los contenedores de basura y los estercoleros, (que son como minas de exquisito pan duro) y su posterior venta en El Rastro de Valencia, al que considero, “Mi Alma Mater”, porque me ha estimulado lo suficiente, como para despertar en mi, el adecuado interés por explorar la realidad y, porque es un punto de encuentro cosmopolita y barato. No por haberme dedicado a esta actividad marginal, (la cual no es delito ni falta) me considero ni menos ni más inteligente que la media, o más o menos indigno, en el concepto más amplio de la palabra, o como lo prefieran.

    A lo largo de los últimos treinta y cinco años de mi vida, quizá porque los he vivido día a día, y no como si el mundo se fuera a acabar en un día, creo que, por ese motivo, tengo miles de horas acumuladas de vida plena; aprovechada; consciente. Puede que, el que yo diga esto, resulte paradójico; difícil de entender, por decir algo, viniendo de quien viene; pero, dar más explicaciones, podría parecer que me estoy yendo por las ramas, cuando en realidad, (ustedes pueden pensar) lo que soy, es un golfo. No pasa nada. Yo también llegaría a la misma conclusión; siempre sospecharía (si  tuviera instalado en mi cabeza, un programa predeterminado de prejuicios). 

    ¿Por qué digo todo esto? Porque estoy cansado de vivir. Tres mil quinientos millones de años, son muchos años, y en los últimos, tanta obscenidad me supera y confieso haber pensado en el suicidio. Incluso, creía que este era mi destino (si antes no se adelantaba el cáncer, o la catástrofe nuclear y/o ambiental) y en esos intervalos de mi vida, era cuando se reproducían los sueños recurrentes y el mensaje y, he de añadir también, que la enseñanza, entre paréntesis.

    Aparentemente, los sueños no tenían nada de particular, excepto que, los personajes con los que soñaba, me han querido y nos hemos reído juntos muchas veces. En el sueño se mostraban satisfechos y felices. En ámbitos diferentes, pero siempre había algo en común con los momentos que compartimos. Cuanto apenas, podía identificar el entorno distorsionado por la ausencia de conciencia. Sus caras y cuerpos, idealizados, eran como recién esculpidos en la cantera del tiempo, y una sensación de plenitud, envolvía las secuencias. Pero no podía tocarles y siempre había un lugar al que no me dejaban que les acompañara. Cuando despertaba, con el recuerdo vívido y todavía somnoliento, permanecía perplejo durante un rato, hasta que caía en la cuenta de que, todos están muertos. No obstante, una sensación de paz y lo contrario, al recordarlos, perduraba hasta después de cuando me calentaba la leche en el microondas.

    Y así, una y otra vez. Hasta que un día, meditando, practicando sinceridad interna, visualicé las alternativas que tenía a mi alcance, para llevar a cabo el disparate, con relativo éxito (siempre hay que contar con el azar). Las repasé una por una: defenestrarme; arrojarme a las vías del tren; envenenarme con relajantes musculares; ahorcamiento, etcétera, y me di cuenta de que, llegado el momento, no tendría la valentía suficiente para desapegarme de la vida. Entonces, llegué a la conclusión de que, aquellos arrebatos, no eran otra cosa que, manifestaciones de mi arrogancia moral e intelectual, cosas de las que uno, tampoco se desapega, así como así: siempre hay que estar atentos, observarla.

    Fue entonces, cuando tomé la determinación de que, ya que estoy aquí, voy a quedarme a ver lo que pasa. Y comprendí, que la próxima vez, no seré yo quien los evoque. Vendrán ellos a buscarme, estoy seguro porque así son las cosas; me tomarán de la mano y me enseñarán ese lugar que, hasta este momento, me tienen prohibido transitar. Mientras que, en mi cama, solo quedará: una baja en El Ocaso; otra en Vodafone; y otra, en el estanco. 

jueves, 11 de junio de 2020

LAS DOS LIBRETAS



     Por aquel entonces, tomaba café a diario en un bar al oeste del polígono de viviendas sociales, en el cual vivo desde tiempos “desmemoriables”. Lo que pasó aquel día, se me olvidó, pero ahora que me estoy recuperando de mi amnesia, me viene a la cabeza. 

Yo estaba sentado frente a la barra, tomándome el café que, el camarero e hijo del dueño, servía, moliéndolo en el punto óptimo y poniendo la carga justa en la cazoleta. Además, salaba la cafetera, por lo menos, una vez cada quince días. En resumen, era pulcro y diligente, con lo cual, ganábamos los dos: él, el reconocimiento, por mi parte, de su maestría como barman; y yo... no me iba de vareta. Por eso se convirtió en mi bar favorito. Ah, y también, porque leía el periódico de gorra.

En la máquina tragaperras, estaba jugando, o más bien, peleándose, puesto que no paraba de arrearle mandobles a los pulsadores, un hombrecillo, menudo, con barba de quince días, que pasaba de los sesenta y con graves problemas respiratorios desde que lo conocía. Era parroquiano, y de los buenos. Religiosamente, el veinticinco de cada mes, donaba la paguilla, integra, a LA FUNDACIÓN CODERE, para contribuir en la construcción de una catedral, en la que pretenden enterrar, un su cripta, a los santos inocentes que nacen para palmar. Y de paso, con sus donativos, cooperaba en los gastos de mantenimiento del local. No sé por qué, pero aquel día, me llamó la atención, el hecho de que aquel hombre, en una de sus muñecas, tenía el precinto que te ponen en los hospitales cuando ingresas, y aún conservaba la vía sujeta con esparadrapo en el dorso de la mano izquierda.  

Serían las doce de la mañana, más o menos, porque en la mesa donde se jugaba la partida de dominó, estaba completa y las dos parejas que se enfrentaban (la mayoría de las veces, eran los mismos que desperdiciaban su tiempo de adultos con responsabilidades) todavía estaban en fase de precalentamiento; golpeando las fichas contra la mesa, con relativa animosidad y sus voces eran murmullos, hasta que entró el padre del camarero, se sentó donde siempre lo hacía, junto a la ventana, y, con un tono cauto pero contundente, le dijo a su hijo (mientras éste le preparaba un cortado): a ver, Tonín, enséñame las dos libretas: la de los “caballeros” y la de los “piruleros”, subrayando con mucha socarronería, lo de caballeros y piruleros. 

A partir de ese momento, las voces de los jugadores de dominó, se convirtió en una algarabía subida de tono, y empezaron a aporrear las fichas sobre la mesa. El hombrecillo de la tragaperras, comenzó a golpear los pulsadores como si estuviera interpretando una sonata de Beethoven. Yo, que me encontraba a escasos dos metros del “papa”, tenía el periódico extendido sobre la barra, pero de pronto, (no sé por qué)  lo cogí con ambas manos y me lo llevé a la cara, como si fuera un miope sin gafas. Con el rabillo del ojo izquierdo, vi, como Tonín, le ponía sobre el mostrador, las dos libretas. Éstas, eran pequeñas; formato estándar. Una era más delgada que la otra. La más gruesa, pese a que eran iguales, se debía al intenso sobeteo a la que era sometida, por los diferentes recursos que le interponían, a la hora de hacer frente a la deuda, los inscritos en ella. El padre les echó un vistazo y no dijo nada. 

Por lo que a mí respecta, mi deuda acumulada, de lunes a sábado, ascendía siempre, al importe de un café con leche y uno solo, que, como un neurótico, tomaba a diario acompañados de altas dosis de nicotina (y al desgaste del periódico). Excepto, cuando Vicente me pillaba por banda (que era de vez en cuando) con gusto, accedía a su petición de invitarle a un café con leche, y, por supuesto, también quedaba reflejado en el debe de no sé qué libreta. Lo cierto es, que no podía negarme a su petición. Cuando Vicente entraba por la puerta, se acercaba hacía mí, y con apenas un susurro, decía: me invitas a un café con leche. Siempre le respondía que sí y entonces, se frotaba las manos y sonreía. Su sonrisa era como el piar de un gorrión agradecido. Tonín, ponle un café con leche a Vicente, que era lo que Tonín esperaba oírme decir, como siempre (en honor a la verdad, en ese momento, no le estaba invitando yo, sino Tonín). Nada más terminaba de ponérselo, en un santiamén, el café con leche desaparecía del vaso. Lo engullía con avidez canina y, emitiendo chasquidos de satisfacción con la lengua, decía: ¡Ahhh, qué bueno está!. Los únicos restos que quedaban del café con leche eran, un cerco sobre el labio superior, que lo limpiaba con la mano o, con una de las mangas del jersey, dependiendo de que fuera verano o invierno. Cuando veía a Vicente por la calle, caminaba con los brazos cruzados, apretados fuertemente sobre su pecho; el paso lento; encorvado y la mirada perdida al frente. Unas veces, en su conmovedor diálogo interior, se reía con ganas; y otras, con el rostro crispado y los puños cerrados, colérico, gritaba: ¡Hijos de putaaa! ¡Un cerro mierda! Como una fiera acorralada. 
Al día siguiente, entré como siempre al bar. El café ya lo tenía preparado sobre la barra junto al periódico. Noté que algo no iba bien y me dio un barrunto. Tonín ¿Qué ha pasado? Le pregunté. El padre de Vicentín (que era el hombre que estaba jugando en la máquina tragaperras el día anterior) se tiró ayer tarde por la ventana y ha fallecido, me dijo. Se escapó del hospital, por la mañana, y a última hora de la tarde, se interrumpió e hizo un gesto con la mano, como de zambullirse, y emitió un silbido. El día anterior ya lo había intentado, apostilló. 
Y así quedó la cosa, que yo recuerde. 
        
                                          EPÍLOGO

Vicentín, no es el diminutivo de Vicente, el hombre del que he hecho una reseña anteriormente. Vicentín era joven, pero sí como él, “una mina de ternura”, al que el aislamiento, como a Vicente, (un hombre maduro, casado y con familia) no tanto por mala fe como por ignorancia del entorno, también le hacían sentirse como un cachorro, en medio de un río, rodeado de cocodrilos. Ahora, viven los dos en una Arcadia de no sé en qué pueblo de la provincia.

Siempre nos quedará la duda (¿Razonable?) de en qué libreta podíamos estar todos los que nos dimos por aludidos aquel día, porque, al poco tiempo, el padre de Tonín, falleció de metástasis y aquello quedó como un secreto familiar (o de Estado, según se mire). Aunque, ahora que lo pienso, lo de caballeros y piruleros, no tiene el por qué tener mayor importancia, al fin y al cabo, son como el yin y el yan y todo es impermanente.  

Por mi parte, todos los lunes le decía a Tonín: ¿Qué te debo?. Él miraba la libreta en la que yo estaba apuntado, de espaldas a mí, arrancaba la hoja y me la presentaba diciéndome el importe; yo, pagaba y me iba a tomar el sol. Pero ahora, con el paso del tiempo, me viene a la cabeza el dicho aquel, que dice: “Las cadenas siempre se rompen por los eslabones más débiles”. Y me pregunto ¿Cuál es el umbral de sufrimiento, que cada uno puede soportar, antes de saltar por la ventana o volverse loco? No sé, ahí lo dejo. 

miércoles, 3 de junio de 2020

NO SE NADA DE ESE AMOR...


Puedo cantar como un grillo

una noche de calor;

no se nada de ese amor

de princesa en su castillo.


Mermelada de poetas;

suspiros de vanidad,

pues yo, en mi animalidad,

solo veo culo y tetas.


No por esto discrimino.

A ofenderles no me atrevo,

por lo mucho que le debo,

al género femenino.


Lo digo con reverencia.

Beso el suelo y acaricio

su histórico sacrificio

y su épica resistencia.


Como un faraón crecí

de mujeres rodeado.

Tutankamón a mi lado,

por poco, me gana a mí.


Bajo la capa de ozono

bondad, verdad y belleza

por no ser naturaleza

no se unen con el carbono.


Su presencia es per sécula...

Flotan en el universo:

¿Quiere el poeta, en el verso,

componer una molécula?


En su máxima expresión,

ese amor que se sublima

y que a ningún ser lastima,

se resume en compasión.