sábado, 27 de octubre de 2012

¿POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS?

¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?   

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

JOHN DONNE,  Londres (1572-1631)
Poeta metafísico inglés  

jueves, 25 de octubre de 2012

LA SIESTA EN VELA

La persiana está echada y la luz del sol
se derrama por la pared y el suelo.
En un adagio con sabor a chelo
avanza lenta como un caracol.

Tumbado en la cama, mirando al techo
las oblicuas siluetas que proyecta
la sombra de la lámpara, (perfecta
geometría que con la vista acecho

y que con el corazón desentraño
la inquietante melodía de los versos
del incesante instante  impermanente)

medito, para no llevarme a engaño,
por si acaso hubiera otros universos
en los que echarse una siesta decente.

domingo, 21 de octubre de 2012

El Vendedor


El vendedor extendió su mercancía sobre el duro asfalto
Voceó sin parar para que acudieran los necrófilos
Pero ese día solo acudió El Viejo Panderola
que vestía sus mejores prendas para la ocasión:
Levita negra y chistera
Los cipreses sempervirens desparraman al aire
un olor penetrante a resina
que lo corteja y le da la bienvenida a su estado natural    

domingo, 14 de octubre de 2012

¿Mama, donde está la sustancia?

Hundo la mirada
En lo hondo de mi pensamiento
Como cuando de niño
Hundía la cuchara
En lo hondo del plato:
Por ver si venzo el hastío
De no ver más que agua chirri:
¿Mama, dónde está la sustancia?

viernes, 12 de octubre de 2012

Todo llega, todo pasa

Cuando el trigo está maduro
es el momento sereno
de la siega.
Como el segador, procuro,
esperar porque sin freno
todo llega.
La envidia, el dolor, el miedo
como ascua se consumen
en la brasa
del mundo en el cual me hospedo
y espero que al fin se esfumen:
todo pasa.

Si la vida es el camino
y la mitad me la paso en
la bodega,
solo espero al asesino
sentado en postura de zen:
todo llega.
¿Qué otro remedio me queda
sino esperar a la parca,
con la guasa,
de que llevarme no pueda
o que me tire a una charca?
Todo pasa.

Todo llega, todo pasa.
El deleite, la tristeza,
el amor
que cuando germina abrasa
y se pierde la cabeza.
¡Qué dolor!
cuando es el goce el que escuece
cuando se transforma en pena,
en omega
cuando ya desaparece
cuando se cumple condena:
todo llega.

martes, 18 de septiembre de 2012

EL COLECCIONISTA


De palabras deshonestas  
De palabras asquerosas
De estúpidas palabras
De palabras con sonoras sacudidas 
De palabras sinfónicas
De palabras de loables preceptos
De amables palabras
De palabras con causa
De palabras con efecto
De afinadas palabras
De palabras que laceran
De huecas palabras
Las puso en venta
y no las quiso nadie
Hizo un poema
y le sobraron palabras
Las  envolvió con ternura y esmero
en papel de aluminio
y las puso en la nevera
para que se conservaran
hasta que surja el próximo poema.

lunes, 17 de septiembre de 2012

LOS OJOS DE UN NIÑO

Cuando niños solo tenemos ojos
que miran a través del corazón.
De mayores vemos, con la razón,
que éramos minúsculos como piojos

y lejos de mirar con humildad
lo grande que es el mundo pa uno solo,
inflo el ego con avaricia  y dolo
por puro miedo a la caducidad.

La mirada de una mente madura,
con los ojos y el corazón de un niño,
me abrió la puerta que quedó atrancada,

mientras permanece uno en  la impostura,
hasta que con un inocente guiño,
di a la jodida deuda por zanjada

sábado, 8 de septiembre de 2012

UN POEMA CAPAZ DE CONMOVERLE

      
     (ESCRITO A DOS MANOS)              

    Estoy sentado en la terraza de un bar.
    Es temprano y hago lo único que sé hacer a esas horas de la mañana: tomarme un café, fumar y contemplar la calle.
    Gente atrafagada transita por la acera
    Miro, sin mirar, el horizonte.
    Una figura lo atraviesa. 
    Se parece a un amigo de la infancia.
    Mientras doy un sorbo al café y enciendo otro cigarrillo, lo recuerdo todo:
    Una vida descaminada, buscando en el fondo del contenedor de basura, un poema capaz de conmoverle.
    Un inútil, no más que un cura diciendo misa todos los días.
    Un golfo petulante que retira a manos llenas, de su memoria, los escombros del pasado.
    Un inadaptado dejándose la piel para no aburrirse.
    Lo llamé y no quiso sentarse y dejar que le invitara.
    Él tiene presente que nadie da nada a cambio de nada.
    Otro día será. 

    PERE TAMBIÉN LO VIO


    Sí, yo también lo vi y lo olí: un chico huidizo que apestaba.
    Convivimos en la infancia entre un parque y unas mesas de pupitre;
    en la adolescencia, entre otro parque y unas mesas de billar;
    en la la madurez, entre contenedores y mesas de bares.
    Tal vez nos debamos reunir por fin,
    sin hablar, sin mesas que estorben, sólo oliéndonos,
    dentro de un oscuro contenedor.

viernes, 1 de junio de 2012

A CERCA DE LA VIDA


Me siento vivo cuando recuerdo a los que aprecio:
vivos o muertos, transitan conmigo.
Me siento vivo cuando elijo y observo lo fácil que es equivocarse.
Me siento vivo cuando el azar me regala un instante mágico.
Me siento vivo momento a momento.
Me siento vivo cuando estoy solo y no necesito nada.
Me siento solo cuando no puedo compartir.
Me siento solo cuando pierdo el tiempo.
Me siento solo cuando tengo miedo.
Me siento solo esperando a la muerte.

sábado, 19 de mayo de 2012

Se me paró el reloj




Se me paró el reloj 
y cuando fui a la cita con mi chica
la encontré en el parque
jugando con sus nietos.

Se me paró el reloj
y cuando me dispuse
a ir al tajo
ya no tenía patrón

Se me paró el reloj
en la melancólica noche
y cuando abrí los ojos
cerré los puños

Se me paró el reloj
mientras el cenicero se llenaba,
cuando fui a vaciarlo,
mi vida estaba en la papelera

Se me paró el reloj
componiendo una canción, 
me fui de compás,
y mi gato se comió el estribillo

Se me paró e reloj
en pleno invierno
y yo quise parar el frío
pero no había mantas

Se me paró el reloj
y cuando entré en el cine
el malo de la película 
estaba a punto de arrepentirse

Se me paró el reloj 
en medio de un túnel,
me entró el pánico,
y se me hicieron las tantas

Se me paró el reloj
mientras estaba en el retrete
y como no pienso arreglarlo
llegaré tarde a mi funeral












viernes, 11 de mayo de 2012

El Hombre Hueco


Camina a contrapelo
y fue asiduo de noches
de jarana,
no cejó en el anhelo
y a base de derroches
se avellana.
Uno tras otro pasan
los días, las semanas
y los meses,
mas si los años cansan,
pronto verán sus canas
los cipreses.

¡Hombre Hueco, Hombre Hueco! gritan
los insolentes críos
al menguado.
Con mucha saña imitan
sus claros desvaríos
de amargado.
Redobla en su oído el eco
del simple sonsonete
sostenido:
¡Hombre Hueco, yiuju, Hombre Hueco!
¡no contamines y vete!
¿al olvido?


Hueco todo él por dentro
como un viejo tarugo
carcomido.
Sin albur en el centro
ha  estrujado todo el jugo
y no se ha ido.
Qué importa la memoria
si el Hombre Hueco se irá
por derecho
pues no hay escapatoria
pero de aquí partirá
satisfecho.



sábado, 5 de mayo de 2012

CAZA Y DESFLORACION EN EL RASTRO

  
   I


    Sobre un contenedor de escombros, alguien dejó una bolsa con algunos trastos de los que por algún motivo quiso desprenderse. Seguramente, esto lo hizo poco tiempo antes de que llegara el camión para retirarlos, puesto que el contenedor había llegado con la bolsa intacta a su destino: la escombrera. Un muy concurrido lugar con una única ley: la del más fuerte. La astucia y la fuerza bruta son los únicos requisitos que necesita todo aquel que pretenda buscarse la vida en ella. Errando por el entorno, viejo y solo entre tanto clan, resistía Chachocable, pescando en aquel piélago de escombros la chatarra, el más codiciado ingrediente de este desapacible paraje. Dinero seguro que obtenía soportando calor, frío, viento, polvo y barro en una jornada completa de la mañana a la noche, todos los días del año menos los domingos en que acudía al Rastro. Tanto en invierno como en verano, asistía embalado en capas y capas de ropa. Por duplicado y triplicado llevaba los pantalones, camisas, suéteres y chaquetas; una gorra enmarcaba su diminuto rostro y, la poca piel del pescuezo que asomaba por entre el caparazón, más que piel era cuero endurecido por tantos lustros soportando las embestidas de los elementos. Sus manos eran ásperas manoplas, y los dedos acababan en unas eficaces uñas de gallinacea, ribeteadas de negro como la pez, para poder desenterrar hasta el más remoto cacho de cable.
    Era inmune a casi todas las enfermedades menos a las venéreas, que nunca dejaron de perseguirle porque nunca dejó de meterla, en dios sabe donde. Su padre solo le dejó como herencia un consejo a modo de sentencia: “Hijo mío, te tienes que hacer con una miaja borrico pa buscarte la vida”. Y así lo hizo. Y tuvo (según contaba) un hoyo en una escombrera para él solo donde a capazos le vertían relojes de oro, saxofones, abanicos de marfil, lencios y todo tipo de antigüedades antiguas según su peculiar catálogo de vocablos. Y fue prosperando, y gozó de un camión, y luego de una furgoneta con la que ganaron mucho dinero los taberneros y las putas. De su numerosa familia solo echaba de menos a su mujer, y maldecía la droga. Y ahora, solo le quedaba una bicicleta, y el Rastro donde contaba historias de tesoros que nadie se creía, pero que eran casi verdaderas. Nunca traspasó las lindes del Rastro y la escombrera donde se sentía neciamente libre, encubriendo su timidez, tras el recelo y la picardía. El Rastro era el único lugar donde se manifestaba extrovertido y, sobre todo, donde se reía.
    Era ya media tarde cuando decidió que tenía que marcharse del vertedero. Cargó en la bicicleta la poca chatarra que había podido recoger, y también una bolsa con un almirez y algunos trastos más que les había comprado a los que hurgaron primero en uno de los tantos contenedores que a lo largo del día se descargaron en el vertedero. Pero antes de hacerlo, quería aprovisionarse de algunas hortalizas y naranjas que le proporcionaban las huertas que circundaban la escombrera, ya que las tenia a su entera disposición durante todo el año, aunque no fueran suyas. Entró en el campo de naranjos y se fue suministrando de cítricos hasta que se quedó atónito al ver cómo por entre las ramas de un naranjo, colgaba un cuadro. Y más atónito se quedó, cuando a continuación en el siguiente árbol, pendía de una rama un mini car para niños con motor de gasolina: un juguete muy sofisticado. Lo primero que le vino a la cabeza fue: ¿Cómo me llevo yo esto? Y como pudo (pues casi se desnuca) descolgó ambos regalos y los volvió a esconder entre la maleza que bordeaba una acequia que por allí transcurría, aguardando encontrar alguna solución para poder sacarle provecho al asunto.
    Al caer la tarde, un labrador se disponía a regar su campo cuando tropezó con algo que casi le hace caer a la acequia. Despejó la broza que lo cubría, y enseguida identificó el coche que él mismo le había comprado a su hijo cuando este era pequeño. El huertano no dejaba de hacerse cruces cavilando cómo había podido ir a parar allí el cochecito, si acababa de estar en la caseta de campo (donde guardaba los aparejos y cachivaches que le estorbaban en casa) y no advirtió ni la puerta forzada ni desorden aparente que le indujera a pensar nada malo. Acabó echándole la culpa al gobierno y cuando se disponía a acarrear el trasto, se dio cuenta de que también había un vetusto retrato, con un personaje enmarcado en un elegante marco modernista,  del que no tenía ni la más remota idea. Le dio una patada al que podía ser su abuelo, para apartarlo de su camino, y prosiguió con el traslado.    
   
 II

    Inmigrantes de diferentes puntos de la península, vivían vidas paralelas hasta que convergieron en el horizonte del Rastro: el punto más alto que alcanzaron en su búsqueda del paraíso en cartulina de las postales deslumbrantes con las que en su adolescencia se tropezaron. Tocaron fondo bien pronto y aprendieron a sobrevivir en las Orillas de la Arcadia, con trabajos mal pagados y hurtos. Guareciéndose de la intemperie en pensiones de mala muerte entre delincuentes, sicópatas y chinches. Aburriéndose entre haraganes en bares donde cualquier persona solo entraría una vez  en la vida... y por equivocación.
    Tomando un café en uno de estos sitios, estaban los tres colegas, como de costumbre, matando el tiempo hasta la hora de la comida, momento en el cual desaparecían para no volverse a ver hasta la noche (quien sabe si con el estomago lleno o vació) para continuar aburriéndose hasta la hora de dormir o de trabajar... Sin quererlo, captaron la conversación de la mesa contigua en la que un viejo conocido, mangante y buscavidas, al que llamaban el Lejía, no porque fuera o hubiese sido legionario, sino porque de pequeño confundió la lejía con el mollate que su madre se afanaba en esconderle al alcohólico de su padre, y se chuscarró el gaznate. Le contaba el tal Lejía a otra persona, la cual  con deleite escuchaba, cómo la noche anterior en la que no tenía donde dormir, trepó hasta alcanzar un balcón que se encontraba semiabierto en una finca vieja y abandonada. La curiosidad le hizo deambular por todo el recinto bajo la luz de su linterna hasta que dio con una buhardilla que apareció ante sus ojos repleta de trastos. La recorrió de arriba bajo y seleccionó todo lo que de metal encontró para venderlo en la chatarrería. Luego, buscó un lugar donde tumbarse y se echó a dormir complacido y saboreando de antemano el primer carajillo y el paquete de tabaco del día siguiente. Se dirigía de camino a la chatarrería, cargado con una lámpara Isabelina, que en realidad esto era lo que él llamaba chatarra, y que además, milagrosamente, mantenía las tulipas de color púrpua intactas, cuando se topó con un anticuario al que, según decía, se le salieron los ojos de las orbitas cuando vio la delicada pieza. El anticuario le abordó preguntándole si estaba en venta la lámpara, a lo que él le dijo que sí ¿Cuánto quieres? Continuó el anticuario ¿Cuánto te gastas tú? Le replicó el Lejía cautivado por el interés que demostraba. Yo me gasto mil duros. Y al oír semejante cifra y haciendo un ademán con las manos como de encender un cohete de feria, porque casi sale disparado hacia arriba de la emoción, ya que en la chatarrería no le habrían dado más de trescientas pesetas, dijo ¡Tuya es!. Rápidamente, el anticuario echó mano de la cartera y antes de acabar de pagarle, le sonsacó si tenía alguna pieza más.  El lejía le relató a su manera lo que había visto en aquella buhardilla: lámparas, candelabros, juguetes, fotos, libros, documentos, cuadros… envuelto todo en un polvo negruzco. Cuando acabó la lista, observó cómo el anticuario hacia uso de su pañuelo para limpiarse las babas que le caían. embelesado el anticuario le dio una tarjeta y lo emplazó para que le suministrara el material cuanto antes. Volvió al chupano y entró por la puerta que había dejado entreabierta. Cargó hasta los topes un carro que le dejaron y acudió a la cita. El anticuario le dio cinco mil duros y le dijo que no dudara en volver cuando tuviera más de lo mismo. 
    Los tres colegas se quedaron boquiabiertos con la novela del Lejía y no hizo falta reflexionar mucho para concluir que, hasta la fecha, habían estado haciendo los primaveras porque cuando ellos entraban en alguna finca abandonada, solo se les ocurría llevarse el plomo, y la ultima vez, estuvieron tres días en comisaría porque la policía les sorprendió acarreando de madrugada unos bultos sospechosos que contenían más de cien kilos de este pesado mineral, y no pudieron justificar su procedencia. Pero lo que más se reprocharon, fue que en el último chupano que acababan de saquear, se habían dejado abundante material como el que describía el Lejía en su relato, sin darles la menor importancia.
     Eligieron una finca de tres pisos con más de cien años que iban a derribar en el casco antiguo. Apalancaron la puerta con la pata de cabra y entraron. Comenzaron a fisgonear, pero no veían ningún tesoro por ningún lado y estando a punto de desistir, después de haber estado más de una hora cacheando la finca entera de arriba abajo sin encontrar nada, pues el chupano se encontraba limpio hasta las buhardillas,  cuando por casualidad, y en medio de la penumbra de la luz de sus mecheros, vieron una sospechosa ranura en la pared de una de las habitaciones. Pensando en que sería la puerta de una alacena y de que ésta pudiera contener algo, buscaron la manera de forzarla; pero ni eso tuvieron que hacer porque, aunque camuflado, dieron con el pestillo que la abría. Se quedaron atónitos cuando vieron lo que detrás de la puerta había: un autentico tesoro. Muebles y baúles repletos de antigüedades de todo tipo. Ajuares intactos, documentos, fotos, objetos de escritorio, todo lo que cada generación precedente en más de 150 años creyó en su momento que valía la pena conservar, reposaban ahora como en una tumba del antiguo Egipto, aguardando, de la manera que fuera, cerrar el inexorable ciclo de vida, muerte y resurrección.       
    A partir de ese momento se pusieron manos a la obra y se dedicaron, casi de una manera profesional, durante los fines de semana, a saquear cuantas fincas veían pendientes de derribos para, a continuación, llevarlo calentito al Rastro como el panadero hace con las primeras hornadas. Por este motivo se hicieron muy apreciados por todos los buitres a los que suministraban, incautamente y a raudales, de antigüedades de las cuales seguían sin saber su valor real. Ganaban dinero fácil. A uno de ellos se le ocurrió comprarse una furgoneta para transportar los muebles y enseres grandes que tenían que abandonar en el derribo por no tener medios para poder transportarlos. 
     Los Traperos de la noche, que de esta manera eran conocidos en el Rastro, esperaban ansiosos el momento oportuno para salir del chupano. La carga se encontraba ya dispuesta en el portal para ser trasladarla a la furgoneta que deambulaba por los alrededores, conducida por uno de los Traperos,  que aguardaba la señal correspondiente de los compañeros. La finca iba a ser derribada en poco tiempo y aprovechando este, para ellos, meritorio acontecimiento, habían entrado a consumar el último saqueo con el código penal en el bolsillo, para que no se les olvidase ningún articulo que incumplir: butrón, escalo, nocturnidad, la pata de cabra y banda para delinquir eran los delitos que cometían si no fuera porque… la victima era ya una ruina. Cada cual reprimía su miedo como podía en el insufrible momento de sacar el botín a la calle. Pero la jindama no se dejaba dominar fácilmente y la sublimaban a base de eructos y pedos que desgarraban el silencio de la noche, hasta acabar cagandose como a modo de firma.
    A oscuras y a tientas acabaron, porque los mecheros, el que no les explotó en la manos, acabó sin gas ni para encender el cigarrillo de después del orgasmo, que seguro iban a experimentar si cuando salieran a la calle no se encontraban con ninguna sorpresa desagradable… Con el motor en marcha y en una rápida maniobra, cargaron todo cuanto pudieron y creyeron que podrían vender en el Rastro, dirigiéndose primero, hacia el lugar en el que la noche anterior uno de los traperos se hizo un trabajito por su cuenta. Había  saqueado una caseta de campo y escondido el marrón en un campo de naranjos. Se presentaron en el lugar y cuando vieron que de los árboles no había nada que colgara, maldijeron y atropelladamente  se najelaron, no fuera cosa de que el dueño anduviera por los alrededores acechando escopeta en mano, y pusieron dirección al Rastro, a donde llegarían con los primeros buitres revoloteando
   
   III
   
    El novato dejó de serlo a partir del momento en el que llegó a la conclusión (después de patearse durante años la ciudad y sus cuatro puntos cardinales) de que en los bombos de la basura no había nada más que eso: inmundicia. ¿Entonces, porqué seguía fascinándole tanto este quehacer?.Todos los días del año se recorría una ruta determinada, a la que llamaba, ruta del pan duro. Miraba en el interior de cada contenedor, en una ruta predeterminada por la suerte, observando, palpando y sopesando las bolsas de basura, que por su apariencia, le requerían más atención que otras. Tenía tanta confianza en sus sentidos, que por pura intuición, solo abría la bolsa cuando acertaba de lleno en el tesoro; aunque más de una vez que otra se equivocaba y metía la mano, de lleno también, entre los desperdicios. Sus básicos conocimientos de matemáticas le sirvieron para desarrollar una ecuación a medio camino entre cateta y brillante. Decía que, la intensidad o calidad del material, y la frecuencia con la que recogía pequeños o grandes tesoros, guardaba una estrecha relación con la densidad del barrio y la holgura económica de sus vecinos. Que los  nuevos barrios, eran poco fértiles comparados con otros barrios de construcción mas tardía en los que sus vecinos, por lo menos, ya habían encontrado la manera de sobrellevar la carga de sus hipotecas y consumían con menos miedo. Que por estos sitios, generosamente, iban reponiendo cada noche y con bastante intensidad y frecuencia, los contenedores de basura, con artículos que en el Rastro se vendían como de segunda mano. Que en los barrios viejos, cualquier cosa que emergiera de la limpieza de una buhardilla o de algún piso a consecuencia del fallecimiento del más viejo morador, era un valor seguro, en mayor o menor medida, que iba  siempre acompañado con el distintivo sello de garantía que suponía para todos, vendedores y compradores, ese polvo denso y negro que cubría la superficie de los objetos.
    Una vez hecho este análisis, solo faltaba multiplicar el número de contenedores que solía escudriñar en una noche, por los trescientos sesenta y cinco días del año, y dividirlo por el dinero que en este periodo conseguía. De esta manera obtendría lo que cada contenedor le reportaba cada día solo por visitarlo. Y con cierta amargura se preguntaba: ¿Por qué a los dueños de las empresas de recogida de basura le llaman Magnates y a mi, que en definitiva hago lo mismo, me llaman Mangante?. Y concluyó, que aunque no tuviera respuesta, prefería desempeñar éste quehacer cotidiano, pues, a pesar de todo, le salía a cuenta; pero solo como para llevar una aperrada vida. Y fue por ésta peregrina reflexión, por lo que sus colegas empezaron a llamarle enKANTado.
    Inteligente y sensible pero pobre de nacimiento, enKANTado no había encontrado hasta la fecha una mejor oportunidad para cultivar sus propios recursos naturales, así que se sentía en deuda con sus benefactores: el Rastro, sus gentes y los contenedores de basura.
    Se vestía con la ropa que reciclaba de los contenedores. Cuando el muerto era de la misma talla que él, pasaba más desapercibido ante la policía, que cuando no lo era, pues por la pinta era a menudo invitado a identificarse por los agentes de la ley. Un día, le sobrevino una tormenta estando de ruta por el palmo de oro: lugar éste, donde se concentran los establecimientos dedicados a engordar la vanidad de aquellos que no saben que hacer con el dinero que les sobra. Caía pañí a cantaros y se refugió debajo de un balcón en donde justo quedaba el escaparate de una tienda de ropa para hombres. Como no tenía otra cosa mejor que hacer, se entretuvo mirando la moda que lucían los maniquíes. Arrimó las narices al cristal, guiñando los ojos para poder enfocar los diminutos números del precio de cada prenda; abrigo, 1200 euros; traje, 1500 euros; camisa, 150 euros; zapatos, 250 euros. ¡La madre que me parió! Soltó de golpe, pasmao por lo que veía. ¡Si con lo que cuestan unos zapatos y una camisa se puede uno vestir, de arriba abajo, en el Carrefur, y aún te queda dinero para comprarte una bicicleta!. Por más que releía de qué materiales estaban confeccionadas las prendas, no sacaba en claro nada más que lana y algodón. De qué lugar provenían estos materiales o de qué parte del animal los habían elegido, le sonaba a chino. Ahora bien, dedujo con brillante criterio, que hasta a él que es de hombros cargado, patizambo y sin apenas culo, aquellas prendas le caerían fetén.
    En un carrillo de Mercadona, enKANTado colocó los bártulos para transportarlos al Rastro. Durante la semana había ido seleccionando y almacenando lo que a su razonar podría vender. Unos cuantos libros, algunas revistas y un par de ollas Express, componían las novedades que portaría este domingo, el resto, lo completaban las zurrapas del domingo anterior y dos estilográficas, dos relojes de bolsillo y uno de pulsera, tres hermosos abanicos de hueso, marfil y nácar, y un rosario  pertenecientes a los sobrantes de una generosa limpieza que, los herederos de un soldado de la campaña de Marruecos, al fin, dieron por muerto. Recuerdos que permanecían ocultos en un baúl donde el tiempo se detuvo en los comienzos del siglo veinte. Fotografías, uniformes, cartas, condecoraciones y todo lo que el difunto iba almacenando en una caja que, tal vez, en vida le produciría vértigo desvelar su incógnito y dramático contenido. Todo esto fue a parar a un contenedor de basura. Pero enKANTado no lograba venderlos en su puesto del Rastro, desde hacia algún tiempo, porque les estipuló un precio que nadie estaba dispuesto a pagar. El orgullo le nublaba el razonamiento y se decía para sus adentros: No me lo explico yo, traigo cosas buenas y no las vendo, traigo mierda y la vendo             

    IV

    Son las 6:00h de la mañana, es de noche y el Rastro comienza a germinar de las cenizas del domingo anterior. Los vendedores van acudiendo como en una sinfonía: adagio, andante y allegro vivace son los tiempos que se interpretarán conforme vaya apuntando el día, y lo mismo harán los compradores-cazdores-desvirgadores. Con su atuendo de la buena suerte con el que un día encontró su primer tesoro, Pichadulce acaba de entrar en la plaza y se dirige raudo hacia el puesto en el que más gente hay reunida. Desde la distancia,  distingue a varios de sus competidores (a los que también llama amigos) entre las personas reunidas. Los va saludando, mientras, con la mirada va recorriendo el puesto en todas direcciones buscando algo que le despierte su interés. No ha visto nada y se dispone a visitar los cuatro o cinco puestos que están desplegando sus mercancias. ¿Has traído algo bueno? pregunta a cada uno de los vendedores, pero no obtiene la respuesta que desea escuchar ni ve nada interesante en ellos.
    Con sus sentidos alerta, oye a lo lejos el sonido de unos pistones jadeantes: es  la furgoneta de los Traperos de la Noche y se dirige rápido a su encuentro para ser el primero en preguntar. Los Traperos conocen de sobra su cicatero modo de cazar que tiene. A ellos, todo les a salido mas o menos bien; no han tenido ningún percance, salvo, el de no haber podido rematar la faena de la caseta de campo. Se sienten como en una partida de cartas donde los ases solo los pueden llevar la policía o el dueño del chupano, y al mismo tiempo, van de mano en la partida del regateo. Cuando Pichadulce pregunta, le lanzan el primer envite dejándole entrever que la pesca les fue bien. Nada más oír esto, Pichadulce percibe cómo la adrenalina comienza a cabalgar por sus venas y se arma de su repertorio caza-desvirgador. La impaciencia con la que se muestra, solivianta a los Traperos que se juran para sus adentros, que van a ser implacables con él. Pero Pichadulce ya no está solo y antes de se abrieran las puertas de la furgoneta, se añadieron a la fiesta unos cuantos cazadores más, provistos con lupas y linternas que pretendían lo mismo que él. Comenzó a impacientarse conforme iba aflorando la carga ante sus avizores  ojos, y más y más se emocionaba a la vez que se aproximaba al ansiado clímax: la compra humillante.
    Pichadulce no es coleccionista de nada en particular; es cazador de incautos, jugador de ventaja con una doble vida. Entre semana, lleva una cómoda, plana y predecible vida  burguesa; sin embargo, en el Rastro, es un depredador que se satisface de presas vulnerables y los Traperos de la Noche constituyen uno de sus trofeos favoritos. Utiliza el regateo sin la más mínima consideración hacia el esfuerzo del vendedor. No le preocupa el pagar un precio justo y razonable por los artículos que adquiere, porque lo que en realidad siente es envidia de la buena suerte del que los posee. 
     Pichadulce comenzó la caza seleccionando aquellos objetos que en realidad le interesaban mientras iba rumiando de qué manera arrimaría el ascua a su sardina. Pero ante las sabuesas miradas de los buitres de alrededor, acechando su oportunidad, apenas tuvo tiempo de profundizar en la selección; sabia que tenía que tomar una decisión rápida y se dejo llevar  por la codicia más que por su intuición. Quería acabar cuanto antes ¿Cuánto quieres por todo esto? Preguntó, refiriéndose a la selección de artículos que acababa de hacer, e intentando despejar la angustia de la incertidumbre. En ese momento, el Trapero con el que trataba, encontró la manera de vengarse, por su zafia mezquindad, y le lanzó un segundo envite que consistió en multiplicar por tres la cifra que en conciencia esperaba obtener. Pichadulce, al escuchar el precio, se vino abajo por un momento y emprendió el regateo poniéndole pegas y defectos al material; pero no encontraba la manera de ablandarlos por este registro. En tono lastimero le hace la primera oferta por un tercio de lo que le habían pedido en un principio, a lo que el Trapero solo tuvo que mantenerse en negativa por unos instantes hasta oír la frase que de un momento a otro saldría por su boca. Pichadulce se siente a merced de su contrincante y solo puede hacer dos cosas; retirarse y siempre le quedaría la duda, o seguir adelante. Y optó por esto ultimo. ¿Partimos la diferencia? Masculló y en ese santiamén, el Trapero aceptó, dibujándosele en su rostro una solapada sonrisa  que no pudo reprimir. Y fue esta sonrisa la que a Pichadulce le alejó de disfrutar plenamente de la compra que acababa de hacer, porque en el fondo y aunque hizo una buena compra; sin embargo, sabía que había perdido la partida frente a un adversario, al que él consideraba inferior.
    Después de esto, tuvo que hacer un considerable esfuerzo para recomponer la cara de jilipollas que se le había quedado, y prosiguió con la caza. Todavía quedaban muchos vendedores por instalarse y hasta que decidiera marcharse, tendría posibilidades de satisfacer su instinto depredador. Con el tiempo, se ha dado cuenta de que los objetos en sí, son lo de menos. En realidad lo que él busca, es satisfacer el deseo de sentirse como un poderoso señor feudal, envidiado, y por unos momentos, único, al gozar de los favores de una incauta doncella al término de una desigual batalla contra un enemigo diezmado por la ignorancia y la necesidad; al fin y al cabo, para eso madrugaba.
      
    Cachocable se encontraba en el interior del bar de la plaza y ya llevaba engullidas, de un trago, tres copas de Soberano; con la cuarta copa empezaría a balbucear, y con la quinta se echaría a dormir. Pichadulce sabe sus debilidades principales, entre las que no se encuentra el alcohol precisamente, sino la ignorancia y la soledad, y a hurtadillas le escudriña el material que se encontraba tapado con una improvisada lona, en busca de la pieza.¡Eh,eh ¿Pa que tocas si no es tuyo? Le recriminó Cachocable, que en ese momento salía del bar. Pichadulce se sintió ofendido y quiso disimularlo con una sonrisa forzada porque había visto un añoso almirez de bronce mientras ojeaba. Con el almirez en la mano, le preguntó: ¿Cachocable, qué quieres por esto? Ni siquiera pronunció el nombre de almirez, para no levantarle la liebre. Dame diez euros, le respondió Cachocable con la intención de venderlo rápido antes de que acabaran por robárselo. Te doy cinco euros… no ves que es moderno, le dijo Pichadulce. ¡Entonces vosotros que queréis, antigüedades antiguas na más! gástate hasta siete euros,  le respondió Cachocable, resentido, y Pichadulce, en ese momento, utilizó la vieja táctica de mostrar indiferencia y, lentamente, fue  aproximando el almirez al suelo como queriendo desentenderse de comprarlo, cuando escuchó las palabras que esperaba oír de boca de Cachocable: dame los cinco euros. Pichadulce le pagó y alzó el vuelo.
    Cachocable está a punto de cumplir ochenta años, se siente cansado de vivir; hace ya algún tiempo que perdió lo más importante: la motivación. Acude al Rastro porque no sabe hacer otra cosa. Sigue viendo en el dinero a su único amor verdadero, pero como siempre, acaba por perderlo como perdió a su familia:  porque no le tuvo ningún apego. Cuando ya no se tenga en pie, se enroscará hasta confundirse como un guiñapo entre los fardos de ropa y trastos de su abigarrada paraeta.
    Pichadulce, no puede soportar la suerte de otros; la envidia se le apodera, cuando ve que cualquier insignificante vendedor porta algo que le despierta su codicia e  inconscientemente, se siente impelido a arrebatárselo por la fuerza, en este caso, la fuerza de unos cuantos euros. Sutil y engañabobos, es un experto cazador emboscando a las presas más aisladas a las que dispara con la única arma reglamentaria: el dinero, y donde más les duele, que es en su tosquedad mental.
    En su casa atesora lo que para él es un botín de incalculable valor y para el resto de su familia, un vertedero. Lo que más teme, es que todo acabe como le contó una vez enKANTado,  que le dijo, que se encontró un tesoro procedente de alguien que como él, se pasó gran parte de su vida comprando en el Rastro y acumulando miles de objetos de pequeño tamaño y de gran valor historico-artístico y monetario, y que fueron a parar irremediablemente y con saña, al bombo de la basura, y con suerte, al Rastro, donde él se benefició.           
   
   V   

     Son las 9:00h de la mañana y la sinfonía está a punto de concluir. Todas las paraetas están ya verificadas por  Pichadulcce y los cazadores . Poco queda que cazar, descubrir, desvirgar… pero aún le quedaba a Pichadulce el último tramo que recorrer hasta alcanzar su meta: contarlo. Y por la boca muere el pez. Antes de marcharse, le hizo una visita a enKANTado que en ese momento acababa de montar su paraeta. Mira lo que le he comprado a Cachocable esta mañana, y le mostró un almirez con unos exquisitos relieves en bronce fundido, desgastado por el uso y obscurecido por la pátina de más de doscientos años. ¿A que no sabes cuanto me ha costado? enKANTado miró y palpó el objeto, pero no podía responderle a lo que él le preguntaba. Échale un calculo, insistía Pichadulce con la cara iluminada por una amplia sonrisa. No sé… ¿Cuánto? Le respondió enKANTado abrumado por tanta intriga. Me pedía diez euros, pero yo le he regateado y se lo he sacado por cinco euros. Cuando terminó de escuchar esto, enKATado notó un retortijón en su estomago y se quedó sin palabras. Pichadulce se despidió hasta el próximo domingo. enKANTado no pudo por menos que sentirse abatido durante un rato al ver lo miserable que se puede llegar a ser cuando se nos despierta la codicia. Esto le recordó la ultima vez en la que compró dos cuadros de apariencia antigua y tamaño considerable, por un precio ridículo, comparado con lo que a su juicio podrían valer realmente. Solo tubo tiempo de mirarlos por encima y sentir el tacto del lienzo y la pintura sobre las yemas de sus dedos, preguntar el precio, ajustar el trato con el comprador (al que ya conocía de mucho tiempo atrás) y llegar a un acuerdo rápido, porque de lo contrario, con tanto buitre a su alrededor, habría perdido la oportunidad de ser el primero en desvirgar el hallazgo. Así, que enfiló con ellos (uno en cada mano) y con  paso acelerado se dirigía  hacia su casa, cuando de repente, se cruzó con un coche de la policía, y en ese momento, se sintió como un delincuente en plena huida. ¿Si le había pagado al vendedor, sin ningún tipo de regateo, lo que este le pidió, porqué al ver a la policía se sintió culpable, y lo primero que pensó fue mentirles, si por una de aquellas, le hubiesen parado?. Se preguntó en ese momento sin encontrar ninguna respuesta razonable. Cuando llegó a su casa y se dispuso a saborear el triunfo, se sintió humillado y despreciable por haberse dejado llevar por su avaricia, puesto que, al mirar los cuadros con mayor detenimiento, y si bien el precio que había pagado por el material, seguía siendo ridículo, la decepción de no haber dado con el tesoro que creía haber descubierto, fue mayor que el reconocimiento del buen negocio que acababa de hacer, y  le sobrecogió la congoja de la culpa, ya que conocía bien al pusilánime vendedor que rebuscaba entre la basura, tabaco, vino, conversación, y que al final siempre acabaría en un injusto y rastrero anonimato, mientras que él, ganaría prestigio y dinero con el producto de la humillación de otros.
    Cuando la tentación se alía en los vertiginosos riscos de la impunidad de la madrugada con las bajas pasiones, la ética, que es lo que nos impulsa a hacer lo correcto, es lo único que nos puede hacer dormir tranquilos, por eso enKANTado tomó la decisión, en su día, de meter la cabeza en los contenedores de basura, no tanto como para encontrar el tesoro cómo para encontrarse a si mismo. La vida es per se un viaje iniciático, y no importa el lugar desde donde se inicie la partida.        
                                                                                  
  VI
   
    Este domingo, fue el último que vieron a Cachocable. Nadie lo vio abandonar el Rastro ni tampoco llegó a su casa. Su hija, que estaba enganchada a la heroína, lo esperaba como siempre para desplumarle. Fue ella quien denunció su desaparición, con el único propósito de recuperar la cartilla del banco de su padre y el número secreto, que hasta ese momento, no había podido averiguar, aunque empeño no le faltó.
    El lunes apareció una noticia en la prensa que a todos los que conocían bien a Cachocable, les produzco dentera, decía así : “En el Rastro, se siguen vendiendo animales disecados de especies protegidas. Sin ir mas lejos, este domingo, los trabajadores que se encargan de realizar las tareas de limpieza, se quedaron sorprendidos al descargar el contenido de la máquina barredora y descubrir cómo emergían  de entre la inmundicia trozos de pelo, piel y uñas de algún animal al que por el momento, no se ha podido identificar”. 

   
   

   

                 

     


  

jueves, 26 de abril de 2012

EL TESORO DE LOS LILAS

 
Estaba almorzando, en mi puesto del Rastro, un bocadillo de fiambre Hacendado que, así se llama ésta exquisitez para perros en los supermercados Mercadona, y por el cual, con mi dinero pago, y no como otros, que prefieren que se lo regalen una vez al mes en las parroquias con la bendición de Cáritas. Como digo, estando de esta guisa, un domingo de primavera, soleado por más señas, con el viento en calma y el puñetero polen de los plátanos cayendo como napal por doquier, (y por ende, entre lágrimas y estornudos) daba cuenta del citado bocadillo para borrar de mi rostro cualquier signo de desmayo que, a poco que uno se salte una comida de las tres de obligado cumplimiento, ya te tildan de esmayao, así, que ponía todo mi empeño en el gaudeamus, con el ánimo de que si tuviera que despertar algún sentimiento entre la chusma, que fuera el de envidia y no el de lástima, en esto, que vi pasar a Vicente (que en realidad no se llama Vicente, pero que como quiero omitir su verdadera identidad, le nomino como al mártir patrón de esta ciudad) que ya se disponía a abandonar el mercadillo y le pregunté:
-¿Hay algo pa buscarse la vida?- Ya lo he vendido todo, me dijo, con la seguridad que proporciona el haber cumplido con sus propias expectativas. A continuación, se vino hacia mi y se sentó en una de mis sillas, por las cuales, y aprovechando la oportunidad que me brindo a mismo, suspiran más de uno como buitre buscando un risco desde donde otear.
-Me queda un frasco de colonia que, si no me dan veinte pavos por él, no lo vendo.
-Cojones! ¿veinte pavos por un frasco de colonia de segunda mano? ¡Ni que fuera de alhelí!- le dije, evocando a los bardos de antaño.
-Enséñame la colonia de marras. A ver como es, de todos modos tengo que comprar suministro. Últimamente me acicalo mucho más que antes para compensar la falta de atractivo comercial. Quiero decir que, cuando uno tiene material de primera, la gente no es que no vea ni huela la solera del descuido, sino que la avaricia, al adueñarse de los sentidos, los manipula a su antojo y parece que acaben viendolo a uno como al Joaquín Prat. Por ejemplo, Vicente, sin ir más lejos, no se esfuerza ni siquiera en peinarse; con eso lo digo todo. Sin embargo, pese a su “torpe aliño indumentario”, como decía Don Antonio, a mi por lo menos me despierta admiración y envidia. Es el número uno. No para de encontrarse tesoros en la basura. Y es por eso, porque no para en el empeño. Me conmueve su abnegación ¿O quizá, lo suyo sea obsesión? No lo sé. Habría que estar en su pellejo: el pellejo de una persona sola en el mundo que quiere salvar a toda costa su autonomía.
Los extranjeros, sobre todo los gipsys rumanos, se han apropiado de nuestras minas de pan duro, me dijo Vicente. Alguien tiene que meter la mano y escarbar como las gallinas hasta dar con el tesoro, que luego a todos nos gusta relamernos el hocico, le contesté. Yo, por mi parte, hace tiempo que me di por vencido. Me he rendido ante la evidencia. Para mi era un divertimento esto del oficio de trapero, hasta que un día casi llego a las manos por defender mi tesoro recien sacado de la basura. Entonces puse punto y final; no vale la pena. Sin embargo, no por divertirme, más o menos, pude quitarme de encima el estigma del trapero: ese presentimiento de estar purgando los pecados perpetrados en un tiempo remoto de mi trayectoria personal. ¿Pero cuales? Si de algo me acuso, es de dejarme llevar por la soberbia, porque siempre desemboca en estupidez. Aún así, y a pesar del aislamiento que conlleva la vocación de trapero, no me impidió reflexionar sobre el sentido de la vida, y me dejo llevar por la historia del hombre que no es más que la historia de un primate que, en su día, quedó abatido por la muerte de otros de su misma especie y cercanos él, al mismo tiempo que le venció la tristeza y se apegó al recuerdo. Después, arroja su cuerpo a una sima y, a continuación, una piedra a modo de homenaje. Cuando toma conciencia de que fatalmente morirá él también, se siente solo e indefenso y, el miedo a la soledad, no hará otra cosa sino que perpetuar su egoísmo. Así pues, no le queda otro remedio más que el de sentir compasión por su miedo, soledad, tristeza y egoísmo. Y así de civilizado estoy yo, que no me quito de encima esta jinda o canguelo, palabras que no las usan los que del miedo hablan en la lengua de Cervantes, sino más bien, los que lo hacen por boca de Quevedo, como tomándose la cosa a cachondeo después de que el susto se haya desvanecido. Sin embargo, la palabra miedo impone más porque es sinónimo de cobardía. Ya sé que tan solo es una emoción que nos acompañará durante todo nuestra existencia con el único fin de salvarnos el pescuezo; pero hay miedos y miedos. Son esos miedos, invisibles pero casi comestibles, los que siempre me quiero quitar de encima como al que se le escapa un pedo en un ascensor, pues confieso que ésta es la fecha en que todavía no le he plantado cara a ese miedo con la suficiente determinación como para que se olvide de mí. Decirle al miedo: ¡aquí estoy!. Pero intuyo que el miedo me dirá algo así como: ¿Y tú quien eres, no te conozco? Y yo, con mucho miedo, le diría: soy yo, no te acuerdas cuando nos presentaron en la piscina aquel día que por casi me desnuco por hacer el indio al saltar desde el trampolín?. Aunque, ahora que lo pienso, gracias al susto no volví a intentarlo nunca más, porque casi fenezco y, como no lo hice, me embargó la vergüenza y, con el tiempo, la pesadumbre al recordarlo.
No, eso no es serio. Sin darme cuenta he banalizado mi dialogo hipotético con el miedo, por eso mismo, porque me muero de miedo solo de pensarlo. Se me fue el santo al cielo. Disculpen este arrebato filosófico trapero, pero es que a veces me ciego.
-¡Me cago en los muertos del Faraón!
-¿Qué te pasa, Vicente?
-Que me ha cagao una tórtola. Lo miré y, efectivamente, una streptopelia decaocto, llamada también tórtola turca, haciéndose la sueca, le había condecorado con un cerro de gandinga sobre la pechera. Miré hacia la copa del plátano, que me da sombra y cobija, y vi al tórtolo, que supongo sería el marido de la tórtola defecadora, (como siempre van en parejas como la guardia civil) con la molleja sobre la vertical de mi bocadillo. Le quise hacer una finta amagando hacia la derecha y huyendo hacia la izquierda, pero me cazó y solo pude salvar dos quintas partes del bocadillo. A resultas de esto, se me quitaron las ganas.
-Creo que vamos a tener suerte con el gandingazo- le dije, al ver a Vicente francamente desolado.
-¿Tú también crees en esas tonterías? Me dijo
-La verdad es que yo ni creo ni dejo de creer, a lo sumo, me conformo. Míralo desde el lado positivo ¿Y si es un buitre el que nos caga? Como hay tantos por aquí…
-No te enrolles que me tengo que ir a merodear por el bache donde estoy triunfando. Quería decir que le consumían las ansias por visitar los contenedores con premio. No me fue del todo difícil sentir cierta empatía con los ludópatas. Al fin y al cabo, nos parecemos mucho en cuanto a la compulsión que sentimos por obtener un premio inmediato. Pero no siempre se está en el lugar indicado y en el momento preciso. Conseguir más o menos dinero con un mínimo de esfuerzo y, entendiendo solamente lo del mínimo esfuerzo, como la gratificación de andar por la vida sin ataduras, es a eso a lo que me refiero cuando hablo de encontrar el tesoro. Otra cosa es encontrar el tesoro de los lilas; aquellos para los que está reservada toda una eternidad con su tesoro aurífero en el reino de los cielos. Ahora que lo pienso… según las leyes de la economía, el tesoro se revalorizaría eternamente, de ahí el poderoso impulso de acumular riqueza como si ésta fuera eterna y con noúmeno. Claro, pero esto contradiría a Kant, ¿no?. ¿O quizá a Kent, el novio de la Barby?. No lo sé, esto me hace dudar, como cuando en su día quise comprarme una moto y no sabía si hacerlo o ponerle un manillar al váter ¿Lo pillan?

miércoles, 25 de abril de 2012

El síndrome Bukowski


    Sito Bukowski es trapero y además le gusta picotear como los pollos en el Rastro. También es grande y feo. De esto último está orgulloso porque dice que los guapos son maricones. Abstemio y, aunque lector ¿embadurnado? o ¿empedernido?, no caigo ahora, pero uno de los dos vocablos tiene que ser, no ha escrito en su vida más allá de las cuatro letras de una postal cuando estuvo en la mili. Entonces ¿Por qué le llamamos Bukowski? Se preguntarán ustedes. Pues, porque como el escritor, en sus mejores tiempos, la mete en cualquier agujero (a la polla me refiero) pero eso si, que lleve faldas, no vayamos a confundirnos. La que no es alcohólica, es bipolar o ludópata o todo junto. Es una máquina de follar... de follar calamidades. Lo lleva en el carácter. Es un crédulo bonachón fornicador de vodevil. ¿Qué tía va a follar contigo o conmigo, por la cara, si no es igual o más golfa y guarra que tú y que yo? Le digo a veces cuando me cuenta que tiene problemas con la penúltima que metió en su casa. Porque… eso si, meterla es fácil, ¡pero a ver como la sacas!.   
    El Relojero sin Fronteras es otro que adolece del llamado síndrome de Bukowski. Este se parece más al Viejo Hank en lo de beber y follar. Aparte de esto, tiene una capacidad de mimetismo verdaderamente asombrosa. Si se junta con un albañil, a las dos semanas él se convierte en albañil oficial se primera. Si lo hace con un mecánico de automóviles, al poco tiempo acaba convertido en un perito experto tasador de siniestros, y así sucesivamente, hasta el día en que lo conocí, que a la sazón era relojero, psicoterapeuta y aporreador de guitarra, después de que se le ocurriera pasarse al bando contrario, es decir, al de los abstemios. Fue entonces, cuando le di asilo en mi puesto. Como relojero, tenia siempre a gente haciendo cola; una para que le reparase algún reloj; y otra cola más grande, para el departamento de quejas. Nunca compuso ni un solo reloj de los que pasaron por sus manos; pero la culpa no fue de él ni del mollate, porque no bebía, sino de sus abonados carroñeros. Con esto de participar en las reuniones de alcohólicos anónimos, se hizo psicoterapeuta, y quiso redimir a las putas yonkis, con las que mantenía comercio carnal, embelesándolas con el tañido ortopédico de su guitarra. Pero ellas iban a lo suyo y yo le decía: pero so lila, no ves que si las redimes, en vez de cobrarte cinco pavos por mamada, te van a cobrar diez o en el peor de los casos van a pasar de ti. Al no conseguir resultados placenteros, un buen día desapareció. Y me han dicho que volvió a beber y que sigue follando con guarras, pero que es el hombre más feliz del mundo… después de Matthieu Ricard, por descontado.
 
PD: Llamé al Sito Bukowski por ver si tenía algo pa buscarme la vida. Le dije: ¿Sito? Soy yo, Alberto ( mi verdadero nombre es Vicente, pero todos se empeñan en llamarme por este otro nombre) como era la primera vez que hablábamos por teléfono, se quedó un poco perplejo al oír mi voz aterciopelada: ¿Alberto? ¿qué Alberto? El del pijo muerto, le espeté. Me salió del alma esta rima al acordarme de los sitios donde él la mete.   

   
   


martes, 28 de febrero de 2012

UN DÍA DE ESOS…


    Era uno de esos días en el que predominan las emociones. Me explico. El miedo se disipaba a través de fantasías inconfesables que atizaban las ascuas de la ira, y, el sentimiento de culpa, me congelaba de miedo. Así de sencillo. Frío y calor, miedo e ira alternándose sin que sensatamente pudiera escaparme a través del más mínimo resquicio, de tal manera, que no encontraba ni un minuto de sosiego, de paz interior. Era consciente de mi mal estado emocional. El origen no importaba tanto como las consecuencias: tenía el sueño alterado y el apetito ausente y estaba inmerso en una fatiga vital a expensas de que se disipara la borrasca y el temporal amainase. No podía hacer otra cosa y caminaba en dirección al centro siguiendo mis propios pasos, cuando reparé en aquel insignificante hombre, sentado en una silla plegable, de espaldas a la pared de un chaflán de la Gran Vía, estrujando su acordeón. No era la primera vez que lo veía, solo que hoy era un día de esos... y el semáforo se encontraba cerrado para el cruce de peatones. Mientras aguardaba la luz verde, fijé mi atención en  las notas del instrumento que penetraban sin permiso en mi cuerpo a ritmo de vals haciendo que las piernas marcaran el compás de tres por cuatro de manera mecánica. Para eso se hizo este compás, para bailar. No era ningún músico talentoso arrojado a la mangancia movido por el pánico de tener que enfrentarse, a palo seco, a sus propias decisiones, sino llanamente, un viejo que ejecutaba una melodía sencilla y pegadiza dejándose llevar por el entusiasmo propio de un guateque de la tercera edad o, lo que es lo mismo, como si estuviera viajando en el tiempo desde la invisibilidad para volver a sentirse protagonista. Tal vez me esté enrollando demasiado para acabar diciendo que estaba jodido y que me encontré con un músico callejero, al que por cierto: le fallaba el si bemol.  

sábado, 4 de febrero de 2012

Oda al Anticiclón de las Azores

Hace  frío;
pero podría hacer aún más.
El frío, inherente a la climatología,
el que cae por su propio peso,
(en invierno hace frío y en verano hace calor)
no es tanto
como cuando el frío
se siente y se sufre
como una condena
sin que haya forma de escapar
saltando los muros de la  estrechez
(siento rubor de llamarlo pobreza)
y la ignorancia.
Porque están hechos a prueba de fugas.
No hay forma de redimir
ni ser indultado
por pasarte al otro bando,
el de los que tienen fe,
si eres un descreído,
y por no creer,
no crees ni en ti mismo. 
Hace frío;
pero aquí no es para tanto,
ni mucho menos.
Pero nos quejamos, si.
Por  ejemplo,
yo en particular,
me quejo
de que con estos fríos,
cuando voy a mear
no me la encuentro.
Lo  hago más que nada
por quejarme de algo.
Para que no digan
que ni siento ni padezco.
Por lo demás,
espero pacientemente
a que llegue
el anticiclón de las Azores.

martes, 31 de enero de 2012

CRISIS 2

Cuando la mente se fija
en el afán del provecho,
la ceguera
que la avaricia cobija
en un corazón maltrecho,
se acelera
procurando el beneficio
sin importar un pimiento
ni una bleda
mientras se dan al fornicio
a costa del sufrimiento
del que queda.
Huyendo como gusanos
y devorándolo todo
como hienas,
se quieren lavar las manos
no mirando a quien me jodo
ni condenas.
Si nadie tanto ha sudado
para añadirle ceritos
a una cuenta
¿no es del todo descarado
quien con tales finiquitos
no revienta?
   



jueves, 26 de enero de 2012

CRISIS

Cuando nací estaba todo creado
por mano que de la nada hizo todo
y que soplando una bola de lodo,
el mago dejó este mundo poblado

de monos y monas beligerantes.
En cuevas vivieron y solazaron,
y, a poco que al primero esclavizaron
(el más tonto de entre otros semejantes)

tal gustillo le cogieron que, es la hora,
 tras milenios después de aquel invento
 (de merecer provecho sin esfuerzo,

y de la letanía, ora et labora)
que acaso no se vea el sufrimiento
como no vemos el viento del cierzo