lunes, 22 de junio de 2009

EL ASUNTO DE LA TAPA EL VÁTER



I

    No tenía que haberme dado la vuelta. Debí de haber continuado mi camino como hago siempre, dejándome llevar por mi intuición. Pero no, y cuando volví, ya no había ni rastro de aquella bolsa de basura. Tan solo habían transcurrido diez minutos y la bolsa que pendía del lateral del contenedor, ya no estaba. Miré por todos lados y fue inútil: se había esfumado. Se me puso mala sangre y no paraba de reprochármelo una y otra vez, sobre todo, porque si hubiese seguido mi camino ahora no me sentiría como un gilipollas.
    Ya que había interrumpido mi ruta, miré con desgana dentro de la cuba y palpé algunas bolsas de encima. Me detuve en una, especialmente, que era pesada y dura al tacto; la rasgué con mis dedos y descubrí que se trataba de una mangurrina tapa del váter que había agotado el cupo de culos sedentes que tenia encomendado por el fabricante. De repente, algo me rozó la oreja derecha y fue a parar al fondo de la tapa del váter. Metí la mano con asco, como si todavía pudiera haber mierda en el fondo y saque un manojo de llaves que habían caído del cielo. Me di la vuelta y miré hacia arriba, siguiendo la trayectoria, y vi asomado a un balcón, un hombre forrado con una bata que me hacia señas que en un principio no comprendía. Le enseñé el manojo de llaves deduciendo que era esto a lo que se refería (creyendo que se les habían caído por accidente) y acerté. Me hizo ademán de que se las subiera y até mi bicicleta a una farola para que no me fuera infiel y se marchara con algún desaprensivo, y me dirigí hacia el portal que me había indicado. Franquee una tremenda y esbelta puerta de nogal, de estilo art nouveau, y subí al primer piso donde me aguardaba el dueño de las llaves con la puerta entreabierta. Me invitó a pasar y acepte: por si me caía una propina. Le seguí a través de un largo y angosto pasillo, flanqueado por montones de libros apilados de cualquier manera, hasta llegar a una habitación tan grande como toda mi casa. Estaba tan repleta de objetos sobre el suelo y los  muebles que, apenas le quedaba un resquicio para sentarse en un confortable sillón art decó. Me hizo un hueco apartando un montón de libros que había sobre un sofá isabelino y me invito a sentarme. A todo esto, yo no podía salir de mi asombro. Me dedico desde casi toda mi vida a vender antigüedades en el Rastro, y en mi vida había visto tantas y a cual más exquisita. Desde las paredes forradas de pinturas, salidas de las manos de algún que otro maestro, hasta los objetos más delicados producidos por artesanos de casi todas las épocas.
    Se dirigió con una enfermiza pachorra  hacia un magnetófono de bobina, le dio al play, y comenzaron a sonar los primeros acordes de la quinta sinfonía de Beethoven. Se dejó caer en su sillón favorito y se mantuvo en silencio, con los ojos cerrados e intentando controlar su agitada respiración. Tras los primeros compases del primer Allegro, bajó el volumen del aparato; estaba claro que el payo quería impresionarme y me sobrecogió una duda, (que no tenía nada que ver con el ínclito Beethoven): -¿Te has cambiado de gallunbos?- me dije a mi mismo. Abrió el pico con  solemnidad y se dirigió a mí pronunciando mi mote:  
    -¿Cómo te va la vida, enKanTado?
    -¡Cojones!- exclamé sorprendido- como a Quevedo: “hasta por el culo me conocen”- pensé.
    -¿No te acuerdas de mi?,  las charlas que manteníamos en el Rastro, entre vuelta y vuelta- Lo miré mas detenidamente bajo aquella luz macilenta que provenía de la única lámpara situada en una esquina de aquel inmenso y trasnochado salón, y comencé a ver en él rasgos que me eran familiares, cuando los recompuse en mi mente, no pude por menos que volver a exclamar:
    -¡Coño, Pichadulce! ¡pero si todos te dábamos por muerto después de que aquel gitano te ensartara con aquella espada de cortar las tartas de boda!.
    -Así fue y no palmé de milagro. Aquella puñalada me perforó el intestino grueso y ahora me toca cagar en una bolsa que llevo siempre pegada a la cintura-.
    Entonces até cabos y me dije que aquella tapa del váter seria la de él, puesto que ya no la iba a necesitar más.
    -Te preguntarás por qué te he hecho subir, es más, creerás que ha sido casualidad el que te pararas a mirar el contenedor de abajo, pero lo cierto es, que ya llevo algunos meses dejando una bolsa, colgando en un lateral del contenedor, a la hora que calculo que pasarás por esta zona haciendo tu ruta, con la intención de que cuando te detengas a mirar, poder llamarte para contarte lo que a continuación quiero que hagas por mi; pero siempre se te adelantaba otro que acababa llevándose el cebo-
    En ese momento se desvaneció el mal sabor de boca que se me puso cuando volví y vi que la bolsa ya no estaba; conocía de sobra lo mezquino y cicatero que había sido siempre Pichadulce y, por lo tanto, en aquella bolsa no podía haber otra cosa sino mierda, como diría mi amigo Cachocable, que en paz descanse.
    Se acabó el tostón de la 5ª sinfonía y empalmó con la 9ª para continuar impresionándome con su mediocre pedantería, extraída de cuando aprobó la revalida de sexto de bachiller. Se puso de pie, abrió la bata, se subió hacia arriba la chaqueta del pijama y me enseñó una asquerosa cicatriz que le ocupaba toda el abdomen de norte a sur y de este a oeste:
    -Quiero vengarme del gitano que me hizo esto- se despachó,  apretando los dientes con ira.
    -Yo creo, que más que del gitano, de quien debes de vengarte es del cirujano, porque parece ser que te cosió con una aguja de guarnicionero- le respondí, sin ánimo de ofenderlo.    -Sabrás, que no lo denuncie por temor a que la venganza pudiera extenderse al resto de mi familia, así, que le dije a todo el mundo, incluyendo a médicos y policías, que fui yo quien tropezó y cayó con mala fortuna sobre la punta de la espada. He perdido el trabajo y la familia porque tengo miedo y a la vez siento tanto odio, que me carcome las pocas entrañas que me dejó;  desde entonces, que no he pisado la calle-.
    Mientras escuchaba en silencio, no dejaba de pensar  en lo cínico que estaba siendo; éramos muchos los que al igual que el gitano, hubiéramos disfrutado pegándole aquella estocada. Había sido un toca huevos asqueroso y prepotente y un chorizo miserable que no dudaba en robarte al más mínimo descuido, lo más probable es que algo así debió de sucederle con el gitano. No había vendedor del Rastro que no figurara entre sus victimas; y ahora, ahí estaba, solo fané y descangayado, como dice el tango y a punto de que se le clarearan las orejas.
    -He tenido mucho tiempo para fraguar una astuta venganza- proseguía mientras la boca se le hacia agua y se limpiaba la baba con una toalla.
    -Verás, tengo una caseta de campo, en un pueblo cerca de aquí que heredé de mis abuelos paternos, que está abandonada y llena de trastos. Se trata de ponérsela de cebo al gitano para que acuda a saquearla.
    -O sea- le dije -tu quieres que yo le de el santo-.
    -Más o menos- me contestó.
    -¿Y esto qué, lo voy a hacer por la cara?- le pregunté.
    -No, ¿ves todo lo que hay en esta habitación? Pues es solo una parte, el resto de la casa está repleta de lo mismo, o mejor. A cambio del trabajito, te autorizaré para que lo limpies y puedas disponer libremente de todo- Me dejé llevar por la codicia y acepté. Nunca debí de hacerlo, porque los miserables se creen que son inmortales.
    No fue nada difícil convencer al gitano. Le semé el lugar y me prometió que me daría una astilla; ¡pero se las quedó todas para él, clavadas en su cuerpo!. Me quedé pasmao cuando leí en el periódico: “Una persona entra a robar en una caseta pirotécnica y le explotan a bocajarro más de cien kilos de petardos, se desconoce la identidad del asaltante, ya que al parecer, el único resto biológico que ha quedado de la victima, es un grumus merdae que la policía científica esta analizando”.
    ¡Hijo de puta, se ha cargao al gitano y encima va a cobrar del seguro!.Se me prendió la indignación y me fui con vehemencia a casa de Pichadulce. Pero no me abrió la puerta; ni ese día; ni al siguiente; ni al otro… y me quede con cara de gilipollas una vez más. Me había dejado con un muerto sobre mi conciencia; pero no se iba a salir con la suya. Ahora él empezaría a dormir tranquilo e, incluso, se atrevería a salir de casa y puede que apareciera más tarde o más temprano por el Rastro, así, que reuní a unos cuantos compañeros, les conté lo que me había sucedido y quedamos en repartirnos el mismo sustancioso botín que me prometió Pichadulce.
    
II
    
    A Rosendo Elías todo el mundo le llamaba el Gordo. Rechoncho y más bien bajito, era experto en vaciar pisos: con consentimiento. El Perilla era un solitario ex-yonki que había cambiado la aguja por la pipa de cristal. Su alias tenia que ver con que lo mismo andaba por el suelo que por los techos.  Pacifico a la vez que ávido de aventuras de tesoros sin dragones ni princesas, vaciaba  pisos también: pero sin consentimiento. Los porDuplicado dicen que son besones; pero mariconadas a parte, yo diría que son gemelos monocigóticos, como su propio mote indica. Rústicos y tercos, hasta la fecha, nadie había tenido los santos cojones, en el Rastro, de comprarles algo interesante: al menos al primer intento. Y yo, que tengo que enmendarme un día de estos. Entre los cinco, no es que sumáramos mucho seso y cordura; nos habíamos criado entre témpanos de afecto, la escuela nacional y la cadena perpetua de la televisión del Régimen y, en el Rastro, nos licenciamos con alabanzas en materia de astucia y picardía: suficiente enjundia para resistir en el mercado y para dar un escarmiento a Pichadulce. 
    No pasó mucho tiempo cuando, estando almorzando en el Rastro unas exquisitas costillas escabechadas con las que nos deleitó Pepe ese domingo, lo vi pasar por delante de mi paraeta; pretendía esconderse debajo de una gorra y detrás de unas gafas de sol, como el malo de una película de serie B. En ese momento, me invadió una mala leche que me nubló mi corto entendimiento y me entraron ganas de lanzarme a su yugular; pero estaban tan buenas las costillas, que preferí continuar disfrutando del  momento. A la siguiente vez que ocurrió lo mismo, no me pude resistir, entre otras cosas, porque el almuerzo lo había preparado un compañero roñoso. Me abrí paso entre la muchedumbre y me lancé como un indio cuando sale de su escondite. Aquello le sobrecogió; aunque debería de habérselo esperado. En un principio quiso esquivarme, pero le cerré el paso y me puse frente a él mirándole a la cara fijamente y le dije:
    -¿Cómo te va tu puñetera vida, Pichadulce? Te creías muy listo porque te comías tus mocos ¿no?- Él quería mantener el tipo a toda costa para aparentar que estaba siendo increpado por un desconocido y permaneció en silencio; pero yo insistí:
    -Aquel día en el que te fuiste de la lengua, ocurrió, que cuando llegué a casa y me dispuse a cargar el móvil, me di cuenta de que este estaba en el modo de grabación; no tenía desconectado el teclado y por azar se inició dentro del bolsillo del pantalón y ¿a que no adivinas lo que se grabó?- Saqué el móvil del bolsillo y se lo puse en la oreja para que escuchara su voz moñona pronunciando las palabras: “Quiero vengarme del gitano que me hizo esto”.
    -Como sabrás, ya han podido identificar al gitano gracias a la gandinga que se dejó en la caseta; pero, lo que no saben, y tu y yo sabemos, es que no fue allí por casualidad ¿verdad?- Se le puso la cara como el mármol. Empezó a sudar y a temblarle el labio superior y una pasta viscosa y putrefacta comenzó a emanarle de la cintura hacía bajo. Aquello no lo pude soportar y me najé dando un traspiés, abrumao por el olor, dejándole con el marrón encima y a expensas de los mirones… que comprar no compran, pero lo que es goler 
    
III

    Durante una semana, los porDuplicado estuvieron merodeando y dejándose ver por los alrededores de su casa, día y noche, en turnos de doce horas, para que pareciera que era una sola persona la que obsesivamente le acechaba. Era mi intención que Pichadulce se sintiera incomodo y moviera ficha. El Gordo se coló en los portales de toda la calle para buzonearlos con una octavilla en la que se podía leer: TRAPEROS A DOMICILIO-NO TIREN NADA-NO PAGAMOS NI COBRAMOS y remataba con un teléfono de contacto.     No pasó ni una semana y Pichadulce ya se había dado cuenta de que algo se estaba cociendo y le volvió a entrar la jinda; pero no podía recurrir a nadie porque tendría que dar muchas explicaciones y, optó por lo que con paciencia estuvimos esperando: quitarse de en medio por una temporada y trasladar sus tesoros a un guarda muebles. En que mala hora se le ocurrió tomar esta decisión, deberá estar pensando donde quiera que se encuentre.
    Como consecuencia de la propaganda que el Gordo distribuyó por la zona, le llamaron para vaciar un piso en la misma finca donde vivía Pichadulce, justo, una planta por encima del suyo (que por cierto, no había nada más que mierda y nos tiramos dos días trabajando por la cara) y coincidió con que Pichadulce estaba procediendo a la mudanza. Él se encontraba en paradero desconocido y le había dejado las llaves a los operarios de las mudanzas, que a la sazón, estaban procediendo a empaquetar todos sus tesoros en cajas. Mientras, nosotros subíamos y bajábamos por las escaleras las inmundicias que nos habían regalado.
    Cuanto más subíamos y bajábamos más sudábamos. Era un día de Julio con viento de levante y el Gordo se había currao con el agua y el jabón y llevaba más de un mes sin hablarse con ellos: el rebufo que dejaba era insufrible. La humedad del ambiente nos agobiaba y no parábamos de beber agua. Fue entonces, cuando se me ocurrió que si esto nos sucedía a nosotros, tres cuartos de lo mismo les ocurriría a los de las mudanzas y, cambie los planes. Mandé a porDuplicado a que visitara en las cañas al doctor Roche y le comprara Rohipnoles (de haber mandado al Perilla, todavía le estaríamos esperando) y le dije al Perilla que mirara la forma de entrar al piso de abajo.
    En poco tiempo, todo estaba preparado. Aprovechando que los de las mudanzas se marcharon a almorzar, el Perilla (que no era más grande que un macaco y tan ágil como el simio) se descolgó por los desagües del deslunado y entró por la ventana de la cocina; llevaba encima dos cajas de Rohipnoles del calibre más gordo: 2 mg. No tardó mucho en encontrar una pequeña nevera portátil donde mantenían fresca el agua que estaban consumiendo los  proletarios. Disolvió no sé cuantas Rohipnoles en varias botellas de agua y se escondió en el fondo de un armario de la cocina a esperar pacientemente.
    Después del almuerzo, los operarios reanudaron su trabajo acarreando muebles y cuadros que iban apilando en el camión y, como nosotros, no paraban de beber agua. Llegó el mediodía y se fueron a comer a un bar cercano; se inflaron de sangría fresquita y remataron con un carajillo. Los tres (dos rumanos y un ecuatoriano de medianas envergaduras) nada más subir al piso, se desplomaron como sacos de patatas sobre lo primero que pillaron. Cuando el Perilla se cercioró de que estaban bien fritos, nos abrió la puerta y sigilosamente comenzamos a hacer la mudanza por nuestra cuenta. Cargamos solo las cajas que ya estaban preparadas y algunos cuadros y un valioso reloj de pared del siglo XVIII. El resto no nos lo llevamos porque no cabía más en la Ford Transit. Nunca supe cuantas pastillas les suministró el Perilla, pero estuvieron durmiendo hasta el día siguiente en el que los despertó su capataz.
    Nos dirigimos a una nave abandonada, y en estado ruinoso, a las afueras de la ciudad, que el Perilla nos proporcionó después de haberla saqueado. Le había puesto una cadena y un candado y desde ese momento era su domicilio conocido. Empezamos a abrir las cajas para repartirnos el botín y en seguida nos llamó la atención la cantidad y calidad de la cerámica procedente de expolios; las tallas de madera policromadas y objetos religiosos que, a lo largo del tiempo, había recopilado a base de madrugones para ser de los primeros en acudir al Rastro ¿Con ansioso desinterés?
    -Esto es un marrón, colegas- les dije, contemplando todo el material que quedó extendido sobre el suelo.
    -Si lo ponemos a la venta, lo más probable es que vallamos tos palante- apuntó el Gordo.
    -Esto es un delito contra el Patrimonio y no prescribe- dijo el Perilla, que había comido garibolos en la Modelo y tenia un juicio pendiente por unos azulejos que se llevó, con escalo y nocturnidad, del balcón de un palacio.
    -Menudo perista, directamente, estaba hecho el cabrón de Pichadulce- sentenció porDuplicado. Y casi fueron estas nuestras ultimas palabras. Un fuerte crepitar nos hizo  mirar hacia todas direcciones cuando, de repente, cayó una cuchilla de madera carcomida del techo a escasos metros de donde nos encontrábamos. No nos dio tiempo a nada más que a salir corriendo en dirección a la calle y, a continuación, un estruendo y una nube de polvo se levantó del suelo al infinito. Creímos, en ese momento, que aparecería un Dios furibundo para mostrarnos el castigo; pero cuando la nube de polvo se disipó, solo quedaba un montón de escombros en el lugar que ocupaba la nave. Los bomberos y la policía acordonaron la zona y comenzaron a buscar supervivientes. La banda de emprendedores abandonamos el lugar enharinaos como boquerones, mirándonos los unos a los otros, a ver quien tenia más cara de gilipollas y, llegamos a la conclusión, de que lo justo sería un merecido empate.
    Sin reproches, disolvimos la asociación ilícita y cada cual volvió a sus quincallas y cachivaches; a buscar el tesoro; a la ruta del pan duro; en definitiva: a buscarnos la vida en el Rastro dominical.

sábado, 13 de junio de 2009

EL RASTRO DE VALENCIA: nuestra herencia y nuestra ciencia.

Hace 500 años, más o menos, que se tienen noticias escritas sobre almonedas (encantes) de bienes muebles que tenían lugar en la plaza de la Catedral, ¿germen?, entorno al cual gira el mayor atractivo del Rastro: el buitreo.
Por aquel entonces, enseres y ropa podían ir acompañados de algún mal contagioso del que pudiera haber fenecido su dueño o dueña y no fue hasta 1763, que se aprobó una providencia específicamente, contra esta contingencia. No obstante, hasta el descubrimiento de la penicilina y estreptomicina, solo ¿Dios? sabe cuantos fueron condenados a padecimiento y muerte. 
El substancioso negocio de las subastas, con el tiempo, derivó en dos ramas. Por una parte, el anticuario y la casa de empeños, ubicándose en establecimientos y, por la otra, el vendedor de Rastro, exponiendo los artículos directamente sobre el suelo en la plaza del Mercado Central y los alrededores de la Lonja. Mientras los primeros heredaban el negocio y el oficio encantados de la vida, los segundos, y dentro de estos, los más desprotegidos, se veían abocados a un relevo generacional impuesto, sobre todo, por sus propias condiciones medio ambientales, más, que por continuar en el oficio. Entre el barullo y la promiscuidad convivían, rústicos, zascandiles y volantineros en lo que para las autoridades no era mas que un coto de caza en donde desembocaba el rastro de sus fechorías. Al rebufo de la necesidad, el analfabetismo y la ausencia de escrúpulos de quienes les incitan, nace la mala reputación del Encante, Baratillo o Rastro: inseparable compañero de viaje en su vagabundear de un lugar a otro de la ciudad.
¿Quién de pequeño quería ser trapero cuando fuera mayor?. Nadie; sin embargo, la vida da muchas vueltas, y todos aquellos prejuicios al respecto con los que hemos ido creciendo, se vuelven contra uno y la única manera de salir adelante es haciendo frente a la verdad. Y verdad no hay más que una, y en este caso, se traduce en sentirse uno útil: condimento indispensable para sentirte vivo cuando ya no te queda ni el más mínimo resquicio de amor propio.
¿En el Rastro hay anticuarios? No ¿en el Rastro se venden antigüedades? Si, muchas y a buen precio. ¿A que se debe esta generosidad inmanente? A la ignorancia, el desarraigo y la marginación. ¿Son los Reyes Magos quienes nos proveen de las codiciadas mercancías? Habrá quien lo pueda pensar, pero, la realidad es que provienen del fondo de las cubas de basura, vertederos y trueques de mano de obra por retirada de enseres. ¿Sirve cualquiera para este menester? Si, pero solo aquellos-as que con el tiempo concluyen para sus adentros, esto es lo mío, y se mantienen constantes y austeros, en compensación, heredaran el estigma de pocarropa: la indefensión. Indefensión, ¿más que de quién, de qué?: de la sordidez del desamparo. Los que en otro tiempo nos precedieron en este ir y venir tras el tesoro, (escarbando como las gallinas en los cubos de basura y montones de escombros), no dejaron ni la más mínima huella que pueda identificarlos como personas que en su día fueron y se sintieron vivas. Para todos, algún que otro nombre o mote, a lo sumo, nos evoca secuencias pícaras de relatos quevedescos y, de ningún modo, percibimos más allá de la anécdota o el chascarrillo. Perdedores natos; paradigmas del fracaso redimiendo sus pecados en el Rastro: purgatorio entre el paraíso y las calderas de Pedro Botero. Entre ángeles y demonios empeñados en inducirnos un estado democrático-vegetativo en el que ni se siente ni padece pero con el estomago lleno de bollería; recluidos en un gueto a merced de nuestras bajas pasiones y la ley del mas fuerte. Hasta aquí, nuestra herencia.
Consumimos a rienda suelta como en una bacanal romana y cuando ya estamos hartos, vomitamos a escondidas los desenfrenos de la orgía que otros reciclaran para volver a vestirse, calzarse, acicalarse, yacer, cocinar, presumir… en un circulo infinito en el que nos creemos inmortales hasta que vemos que no hay escapatoria: el tiempo todo lo devora, hasta los más íntimos recuerdos, que mas tarde o mas temprano y parafraseando a Gomez de la Serna, se convertirán en “los restos de un naufragio que irá a parar a la playa del Rastro”.
El Rastro abre de par en par sus virtuales puertas y la atracción por lo inefable y dramático se disuelve en un seductor murmullo como un virus pernicioso: la codicia es su cebo, y el resultado es la adicción. Todos buscan el tesoro que pueda emerger de entre los cientos de poemas fácticos que conforman cada paraeta, como niños jugando a ser piratas, y el tesoro, ha estado siempre en el corazón de ese niño al que con encono mantiene recluido el adulto.
Lúdico, cultural y cosmopolita es el Rastro del presente en el que todos participamos ingenuamente los domingos y días de fiesta, cuando el resto de ciudadanos disponen libremente de su tiempo y lo emplean en lo que quieren, y en el Rastro, entre paseos, intercambios, exhibicionismo y un módico precio, matan el tiempo y se despiden hasta la próxima semana en la que esperan tener mejor suerte. A mediodía, “cuando ya está to el pescao vendio”, el vendedor se deshace, con ira más que con resignación, de lo que por más que lo ha intentado una y otra vez, no logra vender; recoge con pereza los cachivaches que intentará vender al domingo siguiente y… un día más que a logrado sobrevivir desguarnecido a las puertas de la Gloria. A continuación, una marabunta deambula cabizbaja buscando el tesoro fondeado en un piélago de excesos, al compás de los basureros, impacientes por concluir su jornada. Y hasta aquí, nuestra ciencia.