martes, 8 de noviembre de 2011

EL VIAJE

Desde la soledad de un viajero,
huraño y tímido 
como un gato callejero 
que intenta sobrevivir 
en un mundo que le es hostil
y a la vez hospitalario, 
veo pasar los años y no me harto de vivir. 
No me harto de sentir,
abrazado a la codicia 
en pos de un embeleco: la vida. 
A pesar de todo,
contarla me anestesia 
ante la inexorable muerte, 
pudrimiento y olvido.

miércoles, 5 de octubre de 2011

La Sección de Perfumería



En el Rastro, según se entra a mano izquierda,
por donde césares, cónsules y guardia
pretoriana,  adictos a la taquicardia,
berrean, brindan y gozan manque pierda

la inefable camarilla de Mestalla,
se encuentra la Sección de Perfumería.
 Adonde se bebe, ya que es bar cafeteria,
y el que se perfuma con exceso, calla.

Mas no para siempre; aunque de tal exceso
se infiera que beben para matarse
y no como pa refrescarse el gañote.

Y, si por una de aquellas, sale ileso
   el mercachifle de tanto perfumarse,
repite otro domingo, porque es cipote.
                                           


  
     Entré en la Sección de Perfumería para comprar una botella de agua de gran tamaño. Es el sitio más barato y, como es verano, consumo varias de ellas. Los parroquianos que se encontraban en ese momento en su interior, eran casi todos correligionarios míos, y suspiraban, adormecidos, debido a la escasez de liquidez y a la poca voluntad de la entidad en concederles crédito. No había brindis ni carcajadas. La cosa no estaba como para tirar cohetes, no. Según una circular interna del gremio de los  pelafustanes,  se decía, “que el índice de La bolsa de pan duro estaba atravesando por angustiosos momentos de incertidumbre. Que el gráfico de la situación presentaba unos afilados dientes de tiburón con rumbo opuesto a la dirección buena, y que estaba cayendo, de forma natural, buscando el centro de gravedad del asunto, que no era otro, sino la propia  indolencia”. Más adelante, y refiriéndose al Azar (al que todos nos habíamos entregado en cuerpo y alma desde hacía un puñado de lustros, y al que rendimos culto desde nuestra más estimada flojera) decía, “que nos había abandonado, dejándonos en manos de nuestros más siniestros enemigos: la responsabilidad, el amor propio y el sentido común”.
    Mientras recogía vasos, tazas y demás menaje de las mesas y mostrador para asegurarse el perfumeo y la estima del gañan, a la sazón gerente, encargado, barman y único accionista de esta franquicia, cuya Matriz era la UCA (Unidad de Conductas Adictivas)  Blas, medio perfumado y harto contrariado (aunque él, en honor a la verdad, dijo que estaba hasta los cojones) por la situación a la cual se había llegado como consecuencia de la invasión de mangantes*  procedentes “directamente del coño de su madre”; palabras textuales suyas, buscaba la manera de llamar la atención del cabo de la policía municipal, quien en un momento de escaqueo, disfrutaba de un carajillo sin alcohol. Al recibir la venia de la autoridad, dijo:
     -La culpa de todo, sinceramente, la tiene la Bollera- al referirse al gremio de los pasteleros, hacía hincapié en que el horno no estaba para bollos. Y continuó diciendo:
    -Toda esta chusma que viene directamente del coño de su madre a vender sin permiso- volvió a repetir, y en esto, que se acercó a la barra una gitana paisana de Blat el Empalador, rumana por más señas, quien rascándose la base de la teta izquierda con todos los dedos de la mano derecha, pidió una copa de coñac que le fue servida al momento. De un trago la engulló despertando el asombro del único ser abstemio que había por allí, y que era una joven barrendera condenada a trabajos sociales por pegarle una paliza a la mamona de su vecina, la cual exclamó: ¡jo, sin anestesia ni na! 
    No sé si lo he dicho ya antes en algún sitio, esto de que a Blas le llamamos porDuplicado porque está repetido: tiene un hermano que es dos minutos mayor que él ¿o al revés? Da igual, la cosa es, que ni entre los dos suman seis minutos de catón, pero muchas horas de  dieta cuaresmal de la de posguerra. La mezcla de ignorancia y pobreza les ha envuelto en un caparazón de rencor, tan duro y espeso, que no se fían de ningún representante del genero humano, y por ende, ni de ellos mismos. Sin embargo, a Blas le hubiera gustado ser poeta, o político Y continuó, más que nada, porque le faltaba intercalar un adverbio acabado en mente de los tres que consta su repertorio, ya que no pierde nunca la esperanza de poder rimarlos algún día en una trova improvisada: “Que vienen a quitarnos el pan a los trabajadores que correctamente cumplimos con nuestro trabajo… Se le notó que cuando pronunció la palabra pan, ésta tenía un tufillo algo demagógico, como si hubiera preferido decir vino.
    -¡Pero que trabajo ni que mierda, si tú no has trabajado en tu puta vida!- Lo dejó con la palabra en la boca El Formigueta, que a la sazón (y discúlpenme la finura, pero es que me suena bien esta palabrita) estaba de espaldas y de cara a la máquina tragaperras, como si estuviera fornicándola.
    -¿A escarbar como las gallinas dentro de los contenedores lo llamas tú trabajar?- Insistía el ludópata mientras agotaba los últimos pavos de un peculio que seguro debería.
    -Si señor de vosté- Blas se puso a la defensiva y lo llamaba de usted en su lengua vernácula. Y continuó en lengua autóctona:
    -Jo porte més de quaranta anys treballant  en la basura. En lugar de decir fem en su germanía, dijo basura como si le sonara ésta palabra de forma más melodiosa y menos despectiva en este otro idioma. Sinceramente es el único que correctamente utiliza la palabra trabajo para nombrar directamente su profesión, sin tapujos. Los demás, acudimos a cualquier eufemismo o metáfora para designar lo mismo, porque la palabra trabajo nos produce dentera.
    El Gemebundo es otro de los que hay que echarle de comer aparte. Tropecé con él y le saludé al desgaire. Hermético y receloso nadie sabe su pasado, excepto que de niño era más feo que de mayor. Gemebundo quiere decir llorón, y esto tiene algo que ver con que de pequeñito, parecía que siempre estaba llorando, y resultó ser que era así de feo. Tiene algo de chepa sin llegar a ser Cuasimodo a consecuencia de una malformación congénita. Es tan ludópata que se jugó y perdió su biografía la cual no valía nada y la tiraron a la basura y vino a parar al Rastro por el conducto reglamentario. Dice así:    
    “Su triste vida comienza con mal pie en un pueblo naranjero en los tiempos del hambre. Sus padres, al ver los claros síntomas de anormalidad y como solo podían alimentarlo a base de zumo de naranjas espigoladas, optaron (con la intención de que lo criaran, más que de que lo curaran) por endiñárselo a unos Hermanos devotos de los niños, cuyo hospital-asilo para el tratamiento de los huesos, se encontraba ubicado en primera línea de playa de esta misma ciudad desde la que, con el ánimo un tanto  mohíno por el recuerdo de aquella rendida estampa, escribo este panegírico del desdichado. Allí estuvo postrado en una cama que carecía de colchón. En lugar de jergón, reposaban las tiernas osamentas de los niños sobre una tabla de madera con el fin de enderezar cualquier hueso que estuviera torcido, según los avances de la osteología de la época. Así estuvo durante más de diez años, junto con más niños, en una sala espaciosa con grandes ventanales desde los que únicamente se divisaba el mar y algún que otro barco de vez en cuando. Este era todo su mundo: camas, monjas, médicos y mar, mucho mar… de manera que cuando su madre fue a recogerlo para llevarlo de vuelta al pueblo, el niño se llevó una gran decepción pues no había visto nunca ni calles ni casas. Cuando su progenitora le señalo una humilde casa en medio de una calle y le dijo: “mira, ahí vivimos”, al niño le pareció poco la morada familiar ya que creía, en su tierna fantasía, que toda la calle era suya. Si lo que quería era una casa grande, pronto tuvo otra con habitaciones palaciegas, solo que tenía que compartirla con centenares de niños (cada uno de su padre y de su madre) y más curas. Malos tiempos para los pobres fueron los años 40, 50 y 60 del siglo pasado, cuyas circunstancias obligaron a las familias menesterosas a desprenderse de los hijos que sobraban o estorbaban, dejándolos en manos ajenas. Y allí, en el orfanato, no aprendió ni el oficio de sastre ni el de zapatero ni el de carpintero (como San José), sino que más bien, y trayendo a colación al ínclito Quevedo que también era minusválido, se licenció, tras veinte años de perpetuo abandono afectivo, como maestro de la picardía. Y más tarde amplió estudios en los meublés de los barrios chinos de diversas ciudades, como rufián de bocadillo o, dicho de otra manera, como palanganero. También practicó la fullería en todos los ámbitos del juego; así que con tanto master, nadie hasta la fecha le reconoce el menor atisbo de generosidad”. Esto es más o menos lo que pude reconstruir a instancias de mi maltrecha memoria.  
     Al Gemebundo se le notaba que estaba ansioso porque terminara de arruinarse el Formigueta para hacerlo él, porque le ocurre lo contrario que a las demás personas. Cuando tiene el rostro tirante, como si tuviera un susto en su cuerpo o la mayor de las preocupaciones,  es porque tiene dinero, y el dinero le quema en el bolsillo. Por el contrario, cuando palma y se queda tieso, se muestra relajado, dicharachero y generoso; con ganas de compartir su indigencia con todo el mundo.
    
    Entre tanto, a mi me habían saludado ya tres o cuatro  fervientes admiradores de la mangancia, que me costaron otros tantos cigarrillos. Vengo a este sitio porque la botella de agua es más barata y casi siempre palmo. A la que me iba, se me acercó un gitanito que, más que “moreno de verde luna”, era negro del todo. Tenía el pelo y los morros de más abajo del ecuador de África; con más dientes que una fábrica de peines y si no llevaba el pelo teñido de henna, es que era pelirrojo. Una cosa rara. Era un muchacho mulato de porte astroso y totalmente asilvestrado. Esto me recordó las películas del oeste en las que los pieles rojas secuestran a niños blancos, que luego se convierten en indios, más indios que los propios indios. Deduje que era gitano cuando abrió la boca para decirme: 
    -¿Tú crompas guitarras?- Le dije que depende, que es como poner puntos suspensivos a la oración, o pasar cuando se va de mano en una partida de cartas, pues no veía que portara ninguna guitarra ni nada que se le pareciera. Por mi parte, he comprado en el Rastro, autenticas joyas de los mejores luthiers del país, de los siglos XIX y XX, que eran una delicia sostenerla entre las manos, cuanto más ¡qué sería el sonarlas!. Cautivado por el recuerdo del penetrante olor del ciprés y el palosanto que permanece casi inalterable con el paso del tiempo, y que son maderas leves como plumas y duras como el acero. Bien templadas con las tapas armónicas del mejor pinabeto de centroeuropa, junto con la elegante robustez de los mástiles (o mangos) de cedro y ébano y los acabados de las bocas y tapas en taracea o en marquetería, para regalar la vista, se me hizo la boca agua cuando me dijo que tenia una guitarrica en su casa, que era de aciprés con el mango de arébano.
    -Y ¿como hacemos para verla?- le pregunté.
    -El domingo que viene te la traguio, me maten. Y remató:
    -¿Tienes un cigarrico, su primo?”.
  

    El yonki estaba en una mesa compartiendo su tristeza con los libros que había comprado y un vaso de vino tinto para entonarse: él nunca se perfuma en público. Me acerqué para saludarle, antes de marcharme, ya que tengo buen rollo con él, y le pregunté como le iba la mañana y si había encontrado algún tesoro de tapa dura o blanda para metérselo por la vena.
    -¡Que va, es todo mierda lo que hay!- pronunció estas palabras estirándolas todo lo que pudo. Se que es mentira, lo que pasa es que ya queda muy atrás la experiencia del primer subidón, que ocurrió una madrugada de Rastro, y que yo recuerde, fue así más o menos. Iba el tal Yonki, en compañía de otro yonki, pero que en ese momento todavía no eran yonkis, desflorando paraetas en busca de primeras ediciones, cuando el olfato, más que la vista, los dirigió hacia el puesto de Pepito Cuatroquesos que estaba descargando miscelánea del interior de su coche-casa. Fueron los primeros en desvirgar el material de celulosa y tinta extraído de las minas de pan duro, o sea, del contenedor. Lo que compraron nadie lo sabe. Solo pudimos observar el repentino y familiar cambio de su comportamiento. Un cambio elocuente que consiste en aislarse del resto del mundo. Desde entonces, trasiega por el mercado sin parar, domingo tras domingo, madrugada tras madrugada, atrafegat en la urgente tarea de, por lo menos, quitarse el mono acumulado durante la semana. 
    -Me han dicho que andas recopilando datos para hacer una semblanza de El Encante- Le pregunté, porque sentía la curiosidad de saber, de primera mano, lo que se estaba rumoreando desde hacía algún tiempo: que Nicanor, el Yonki, iba ha escribir un libro a cuatro manos sobre El Rastro y la madre que nos parió y, por si le faltaban manos, le quería presentar a mi amigo Caldodepollo Writer, escritor de agudo ingenio que, como le sobran manos, porque hace los poemas con la punta del nabo… Y saqué de mi cartera una hoja din A4 doblada en cuatro pliegues, cuyos bordes estaban más sobados que las barandillas del metro, para que leyera unas coplas de pie quebrado que se le ocurrieron al rimador en honor del Tio de los Mil Duros, y que dicen así:

Cuentan los que precedieron
a estos que no abandonan
las fatigas
y abstinencias, pues perdieron,
y su derrota pregonan
sus barrigas
aferradas a la espalda.
Como digo, que dicen estos,
los asfixiaos,
veían el verde esmeralda
de los billetes dispuestos
y bien liaos,
asomar por la pelleja
de ese Tío de los Mil Duros
(treinta pavos)
que soltaba a tocateja
(en aquel Rastro intramuros
sin lavabos)
al gentil y al campechano
para gastarlos en chollos
y quincallas.
Era un Marshall el fulano
y cual cándidos pimpollos
¿o cobayas?
o más bien buitres, yo diría,
según me seguían contando
los desnucaos;
ya que era una carnicería,
más que un próvido aguilando;
pues, aferraos
a la miseria quedaban
los sandios, mientras las aves
leonadas,
aquel Rastro jalonaban,
desde antenas y arquitrabes:
de cagadas.

    -La copla no es que esté mal pero… le falta un poquitin de ritmo… no sé, no sé… Continuó, desganado. El no encontrar nada que despertara en él una mínima emoción, le hacía sentirse desgraciado y la realidad tomaba el control de sus pensamientos. Una realidad que aderezaba a base de vino y carajillos. Por quedar bien conmigo, se puso a declamarla en voz alta y cuando acabó de recitar la copla escayolada, el gerente de la Sección de Perfumería se acercó a la mesa en la que estábamos compartiendo la tertulia literaria, y me dijo en tono suplicante: 
    -Colega, mira a ver si ha venido el Tio de los Mil Duros y me lo mandas para acá.
    -Me voy- le dije al Yonki y me levanté de la mesa con el ánimo de atender la súplica del único accionista de la susodicha franquicia (el lector habrá observado que me estoy yendo desde hace ya un buen rato).
    Al llegar a la puerta me tropecé con El Gordo, mi preferido proveedor y compañero. Es este hombre, rechoncho, de cabeza rala y redonda como su rostro. En ese momento hacia una de sus apariciones  histriónicas, con el móvil pegado a la oreja. El Formigueta nada más verlo le preguntó:
    - Eh, Gordo ¿Te han dao eso?
    -¿El qué?- respondió el otro, haciendo un inciso en la imaginaria plática que mantenia con un interlocutor mudo en la que se refería a un presunto piso para vaciar (con consentimiento, se entiende) rebosante de todo cuanto pudieran desear cualquier cazador de chollos.
    -El bocao en la polla- Le respondió el Formigueta. Y el primero que soltó la carcajada fue  El Gordo. Esta vez le dio por reirse.
     Siempre hace lo mismo cuando divisa cerca acreedores y clientes defraudados, esto de echar mano al teléfono; mas no con el ánimo de calmarles, ni mucho menos, sino para provocarles envidia o… ¿Cómo diría yo…? Como diciendo: ¡os vais a comer una ful! Y yo, como esa semana me encontraba entre sus victimas, por unos cuantos pavos que me dejó a deber, entonces me acordé de un recado que me dio, para que se lo trasladara en cuanto lo viera, una de tantas que lo adoran y admiran  
    -Hola, Gordo, que me ha dicho la Chumi, que te diga, que cuando te pones en cueros, pareces un despertador encima de una mesita de noche. Ah, y que cuando le comiste el coño, tenía las purgaciones culeras. Al oír esto último, se puso la palma de la mano sobre la boca procurando esconder el reguero de verrugas que le delimitaban el hocico.
    -Pero no te preocupes- continué yo por mi cuenta:
    -siempre te quedará algún castillo que vaciar. Se pidió una copa de chinchón y le dijo al barman que se la pagaría luego.

    Por fin ya estaba de regreso en mi puesto. Era media mañana y El Rastro estaba en calma. Los buitres habían levantado el vuelo con viento favorable hacia sus respectivos escondrijos, y el gentío paseaba y contemplaba las paradas desmayadas como si fueran observadores de la ONU ponderando la magnitud de algún desastre. Pensarán que estoy exagerando. O que la metáfora resulta un poco rebuscada y sensiblera; pero créanme, después de que estas aves rapaces sacian su apetito compulsivo  (siguiendo con la metáfora del bardo) dejan El Rastro con menos chicha que el brazo de San Vicente.
    Me estaba comiendo el bocadillo (acompañándolo con grandes cantidades del agua de marras) que me había preparado la noche anterior y que consistía en una elaborada creación mía a base de fiambre. Por si acaso, aquí les dejo la receta de la celebre creación:  Una vez abierta en dos mitades perfectamente simétricas, la barra de pan comprada en un supermercado, se retira la miga y el lector observará como ésta se convierte, al instante, en una bola de plastilina. No la tiren, se puede reciclar para los trabajos manuales del niño o para enmasillar el sifón de la taza del váter. A continuación, se  extiende una base de mortadela con aceitunas y se superpone una capa de chorizo pamplonés. Se pueden ir añadiendo capas, cuantas se quiera, pero han de ser de marcas blancas, que cuanto más blancas son, más sed te entra. Lo envolví con esmero y papel de aluminio y lo deposite en el frigorífico para mantener la frescura de dicha ambrosía hasta el día siguiente, o sea, el día en que ocurrieron los hechos, que a mi peregrino juicio, merecen ser relatados para entretenimiento de un público ávido de sucesos… ¿cosmopolitas?.
    Como iba diciendo, me quedaba un cuscurro del citado bocadillo, cuando se acerco a saludarme El Perilla. Le estreché la mano y la noté floja. No hizo el menor esfuerzo por devolverme el apretón de cortesía, lo cual  quería decir, que venia con la intención de recibir algo a cambio de nada. He de decir, que por mi parte, también me alegraba solo un poco de volver a verlo. Más bien estaba sorprendido de que siguiera con vida dado el poco aprecio que sentía por ella.
    -Veo que estas pelechando- le comenté al ver el cambio tan radical que había experimentado. Tenía el cuerpo modelado en tres dimensiones y antes parecía un bajorrelieve. Se alegró de mi  tierna valoración a simple vista y estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas. La última vez que lo vi, llevaba sin hablarse con el agua y el peine, por lo menos dos años, el tiempo que anduvo libre, y era recomendable mantener cierta distancia para protegerse del asalto de los chuais, para los cuales, él era una ONG que le suministraba generosas transfusiones. Pensé que no sobreviviría más allá de dos lunas
     -¿Cuánto tiempo has estado comiendo garibolos?- le pregunté, aunque en el fondo me daba igual.   
    -Un año y seis meses. Estoy de permiso. Mañana lunes tengo que ingresar.
    -¿En Picasent?
    -No, en Daroca.
    -¿Cómo que en Daroca, es que te has hecho internacional?
    -¿Te acuerdas de lo del palacio Arzobispal? Pues, después de tanto tiempo, me pillaron por el modus operandi. Si que me acuerdo, le dije, sobre todo de aquella caja de madera de nogal, repleta de sobres en los que se podía leer: “CORRESPONDENCIA CON ONÁN” y que contenía la más lúbrica colección de postales pornográficas de principios del siglo XX que he visto en mi vida.     
    Me pidió un trago de agua el convicto y le dije: ahí la tienes, señalándole la botella; pero le advertí: ¡no la chupes!
    -Oiga, que yo no la chupo- dijo una señora que estaba enfrascada revisando una ropa de cama antigua que yo tenía a la venta en el interior de una maleta, también antigua.
    -Ya, ya lo sé, señora; pero no me la menee tanto que luego me toca plegar las piezas una a una para que quepan en la maleta.
    -¿Sabes lo que me ha venido a la mente al ver la plata? Me dijo, chasqueando la lengua varias veces, como si quisiera traerse a la memoria el sabor placentero de algo. Se refería al papel de aluminio que yo acababa de tirar al suelo, junto a mis pies.
    -Ahora que estoy limpio, no quiero volver a consumir.
    -Tú mismo- Se me ocurrió decirle, por decirle algo.
    -Hazme un favor, tráeme un paquete de tabaco y fumaremos. Y le di un billete de a diez euros.
  
    Estaba discutiendo el precio con un cliente que me quería vender media docena de cubiertos  porque no podía atenderlos, cuando por la megafonía del Rastro escuche:
    “Señores clientes: hoy gran rifa benéfica para conseguir fondos destinados a financiar el rescate del Tio de los Mil Duros que se halla secuestrado en el cuerno de África. No olviden pasar por la Sección de Perfumería, donde se encuentran a su disposición, las  papeletas”.
    ¡Que me aspen! Exclamé, que desde que me junto con intelectuales me he vuelto muy fino. ¿Qué coño hace el Tio de los Mil Duros, empitonao, y tan lejos? Me interrogué por un momento; pero enseguida caí en la cuenta de que estaría repartiendo dinero. ¿Pero a quien?. Bueno, tampoco me interesaba mucho, que digamos. La cuestión es, que movido por la curiosidad que me provoco la voz cazallera de la spiker, volví a la Sección de Perfumería por segunda vez, aún a costa de perder dinero por desatender mi puesto: aquello me olía a gatuperio.
    El gañán se encontraba rifándole el agua al vedriao del fregadero, condición indispensable para mantener esa mezcla de sabores en las consumiciones por la que es famoso en todo el mercado (la más popular es la caña de cerveza con sabor a Pacharán) y directamente le pregunté:
    -¿Oye, has visto al Perilla? Hace ya una hora que lo mandé a por tabaco y todavía no ha aparecido.
    -Estuvo aquí- me dijo el gitanito pelirrojo- me pidió mi brecicletica, y se najó pedraleando como si le fueran metió por culo un cobete. Adiós a mis diez pavos, me dije a mi mismo e intenté no dejarme llevar por la melancolía en la que se iba transformando poco a poco mi ira.
    -Ponme un agua con gas- le dije al barman- y tú, tomate lo que quieras- refiriéndome al gitanito, al que se le fosforeció la cara. Dijo:
    -Para mi un carajillico, sin gas, eh!.
    Bueno, a lo que iba. Cuando volví en si del tremendo mazazo, recalé la mirada en una caja grande de cartón que perteneció al embalaje de una lavadora (a juzgar por la impresión de la marca registrada) que estaba encima de una mesa, ajustada a la pared, en la que había un cartel con dos dedos de pátina a base de nicotina, y un romano con minifalda verde y túnica granate. A los pies de la figura se podía leer: SAN PANCRACIO y más abajo una lacónica sentencia que decía así: Trabajo y salud. Enseguida supuse que éste era el objeto del sorteo… El San Pancracio, no, la caja.  
    -Bernardo- que así se llamaba el gañan- ¿A como son los boletos de la rifa?- le pregunté.
    -A dos euros.
    -Y ¿Qué es lo que se rifa?
    -Es una sorpresa    
    La caja estaba precintada y decorada de manera minimalista, o sea, sin nada, excepto un graffiti en la cara delantera en el que se podía leer: De parte de Valero: que le den por culo al clero. Y firmaba el grafitero adjuntando el DNI y solicitando apostasía. ¿Sería esto un mensaje que hubiera que descifrar, para averiguar el contenido de la caja sorpresa? No podía saberlo, puesto que no contaba con datos suficientes.
    Alrededor de la obra conceptual se encontraban enfrascados, en asamblea de base, casi todos los parroquianos, presididos por El Gemebundo y, como único punto del orden del día, apostar por cual sería el contenido de la dichosa caja. 
    -Dame dos- Le dije al tal Bernardo, y le di un billete de a diez pavos para que se cobrara.
    -No cobres lo que se han tomado, que lo pago yo. Escuché desde el fondo del local. ¿De quien podía provenir aquel alarde de generosidad? De algún cliente defraudado no podría ser, si no, no me hubiera invitado, y mucho menos de ningún presente. Fue lo primero que pensé, y mirando en la dirección de donde provenía la voz, la cual no me era familiar, vi a una persona que estaba sentada en la mesa por la que nunca nadie reñía por ocuparla: la que está situada justo a la entrada de los lavabos. Me dirigí a él para expresarle mi agradecimiento por la invitación, y le dije:
    -Hola, ¿Nos conocemos de algo? y le extendí la mano, no para pedirle nada, sino para estrechar la suya, y al momento ambas se fundieron en un cordial saludo.
    -Enkantado. Le dije.
    -Gracias, igualmente- me dijo. Pero yo no le quise aclarar, que lo de Enkantado era mi mote. En ese momento no sabía sus intenciones.
    -Yo soy el sobrino…
    -De Pichadulce- le interrumpí, precipitándome en la conclusión. La cosa es que no sé porque motivo me vino a la mente el nombre de este personaje… ¡Ah, sí! ahora lo recuerdo. Fue que cuando le estreché la mano, observé que llevaba un reloj de pulsera de la marca Cuervo & Sobrinos, entonces me vino a la mente, Pichadulce: una joya de Buitres & Hijos… de Puta.
    - No, soy el sobrino Del Tío de los Mil Duros.
    Era este hombre, joven y menudo. Moreno, con los ojos saltones y de aspecto rubicundo. Vestía de sport con ropa de marca; pero habían unos detalles que lo delataban: llevaba las zapatillas deportivas blancas, con churretes, calcetines marengos, otrora blancos, y como tenía el pelo recién cortado, olía a barbería paquistaní.
    Después de intercambiar modales de buena crianza, por ambas partes, me senté frente a él en la misma mesa de cara al estrecho pasillo que conducía a los establos, y le pregunté:
    -¿Cómo está tu tío, bueno, nuestro tío? Aunque nosotros seamos adoptados.
    Fue ésta una pregunta retórica, sin apenas sustancia; pero él enseguida se vino abajo y confesó. Dijo:
    -Yo también soy adoptado- bajó la mirada y se puso colorado, aunque este último detalle no sé si fue del todo cierto… como era rubicundo.
    -No pasa nada, estás entre hermanos- le dije, por quitarle hierro al asunto.
    -No te he visto nunca por El Rastro; sin embargo, por lo que me dices y por lo que veo, eres uno de los nuestros. ¿En que contenedor te encuentras la ropa? Con esta pregunta fui directo al grano.
    -Por la zona del ensanche- me soltó sin ningún doblez. Y pude apreciar cómo sus ojos se iluminaban a la vez que el resto de su rostro, como si se liberara de una pesada carga.
    -Es una pena, que con las buenas prendas que llevas puestas, el muerto fuera, por lo menos, dos tallas más grande que tú- le dije; pero esta observación mía en ningún momento  socavó su vanidad, sino más bien lo contrario.
    -Estas zapatillas me están matando- exclamó a continuación, enarcando las cejas en un visible gesto de dolor y exhalando el aire de los pulmones por la boca lentamente y acompañándolo de una prolongada interjección ¡aahhsss! (que no sé si se escribe así, por cierto; pero ustedes ya me entienden)
    -Voy a quitármelas para aliviar el maltrato. Entonces yo le dije: ¡para, para, no extiendas la carnicería!.
    -Parece ser que el muerto que llevaba esos zapatos era más pequeño que tú, ¿no? Le interpelé
    -Creo que sí.
    -Esto es lo que pasa cuando nos vestimos de contenedor: que nos puede más nuestro peculiar sentido del glamour. Pero que le vamos a hacer, al fin y al cabo, somos invisibles.     

    Voy a aparcar por un momento el final del encuentro con el hombrecillo de los ojos saltones, para ponerles al corriente de lo que estaba sucediendo en el otro extremo del local. Por una parte, el Gemebundo estaba fomentando y dirigiendo una apuesta paralela al sorteo y que consistía en adivinar lo que había en el interior de la citada caja. Los rumores que circulaban, en este sentido, se decantaban abrumadoramente por un solo objeto y las apuestas estaban como sigue: 9 a 1 a que en su interior había una mierda; sugerencia, que como se puede suponer, provenía de El Formigueta: que no hay frase que pronuncie que no contenga este concepto. No sé en otros mundos, pero en el nuestro, éste vocablo es el que con más fruición se excreta por la boca de todos. En fin, todos menos uno habían apostado a que en el interior de la caja sólo podía haber una gandinga. Yo pasé mucho de incorporarme al juego, ya había comprado una papeleta, más que nada, por vincularme a la causa.
    De repente, fue una tremenda sorpresa, para todos, cuando la caja comenzó a tomar vida propia emanando unos susurros francamente desgarradores y moviéndose en todas direcciones:
    -Socorro, que m`aufegue…
    Esto produjo estupor en los presentes y puso a prueba los rápidos reflejos del cabo de la policía local, que había vuelto a hacerse un enjuague, y ni corto ni perezoso desenfundó el revolver y apuntó al corazón de la caja… por si acaso. Con más miedo que otra cosa, se abalanzaron sobre la caja sorpresa, el Gemebundo y media docena de pelafustanes, que eran los que estaban más próximos, y lograron serenar los estertores del ente, lanzando la caja contra el suelo. Al abrirse ésta por un lateral a consecuencia del topetazo, asomo una zapatilla deportiva de un pulcro color rosa del número 37, y enseguida recompuse en mi mente el resto del organismo multicelular que acompañaba a aquellas zapatillas tan moñonas: pertenecían a Blas porDuplicado. Esa misma mañana, cuando aún no había amanecido y me estaba ayudando a descargar los trastos de mi furgoneta, ya me sobrecogió la traza que portaba, de la que destacaban, en medio de la oscuridad, las mencionadas deportivas en contraste con aquel cuerpo menudo, enjuto y de rostro avellanado. Hay que resaltar, que las zapatillas se le ajustaban al pie como un guante, que todo hay que decirlo. Le ocurre a menudo esto de no fijarse en el corte ni en la hechura de las prendas que se encuentra y que luego luce sin ningún pudor en su cuerpo de escalopín. Así como tampoco tiene en cuenta la fragancia de la colonia (que también se encuentra) con la que el fabricante intenta seducir a uno o a otro sexo.
    Pues bien, hecho este inciso, que era imprescindible hacerlo para abundar en lo que dije anteriormente con respecto a nuestro peculiar sentido del glamour, prosigo con lo que aconteció entre tanto que Blas volvía en sí a causa de la insuficiencia respiratoria y del porrazo, a consecuencia del cual, por casi se desnuca.
    El incidente traspasó las lindes propias de la Sección de Perfumería e inundo El Rastro de un meritorio sentido de solidaridad y, al lugar del siniestro, acudió una numerosa delegación de goleores. Abriéndose paso por entre las piernas y resquicios de estos últimos, raudo y con claros síntomas de déficit de atención por hiperactividad, se apreció una figurilla de lo que a simple vista me pareció un muñeco de tómbola.
    -¡Pare, Pare!- gritaba entre sollozos el referido muñeco, que como se puede apreciar por el sustantivo que profería, tenía que guardar parentesco en línea directa con Blas. Efectivamente, así sería si no fuera porque Blas, al que el niño llamaba padre llenándolo de gozo y haciéndoles mucha ilusión a ambos, era en realidad, un padre ficticio. Blas ya tiene edad para que el niño de marras fuera su nieto. La realidad es que a Blas le entró en un mismo lote, una madre y un niño (no me pregunten cómo, pero así es). Una madre arrabalera y un niño que abrió los ojos entre gritos, hostias y miscelánea quincallera en la que fue creciendo hasta encontrarse inmerso, como cualquiera de nosotros, en este particular mundo de fantasía e inercia,  en el que a veces era fácil confundir al chiquet con algún polichinela, como me ocurrió a mi en ese momento en que lo vi aparecer entre la muchedumbre, pues llevaba embutido, con un calzador, un traje de primera comunión de marinerito, que al niño se le antojó ponerse ese día y que estaba a punto de estallar como una morcilla; pues el niño se encuentra ya en edad de tomar la confirmación. Como no podía ser de otra manera, el niño seguía esa misma línea estética a la que ya me he referido antes y, que algún día, quién sabe, si acabará marcando tendencia.
    He dejado al porDuplicado volviendo en si a base de carantoñas de parte del chavea y de unos primeros auxilios que le propinó Bernardo a raíz de los cuales perdió todos los dientes, que pese a ser postizos, no por eso dejaron de dolerle menos, ya  que les tenía verdadero aprecio. Como no hubo daños colaterales ni nada que despertara el instinto sádico de la chusma que se congregó alrededor de la victima, se fueron éstos a meter las narices y a seguir tocando las pelotas al interior de El Rastro, y nos quedamos los más allegados esperando a que Bernardo nos aclarase los motivos que le llevaron a urdir tal embeleco. Cuando ya todo se hubo serenado, Bernardo se acurrucó en un rincón de detrás de la barra con claros síntomas de depresión postraumática, pues aunque es de apariencia robusta, en su interior alberga una personalidad sensible y por Blas siente verdadero afecto, que le demuestra cada domingo, manteniéndole el vaso de vino siempre lleno.
    -¿Y ahora que hacemos? ¿Cuántos boletos has vendido?- Le dije en tono conciliador.
    -El tuyo, nada más.
    -Entonces no hay de qué preocuparse; pero ¿Cómo se te ha ocurrido rifar al poDuplicado?.
    -Me pareció buena idea, después de oír la historia de ese filántropo, organizar una rifa con el Tio de los Mil Duros como excusa, con el fin de atraer nuevos parroquianos, porque como verás, estos mangantes me van a buscar la ruina. Tengo la libreta llena deudas, y todos son suprime- y cogiendo carrerilla, continuó descargando su sentimiento de culpa:
    -A Blas, le dije, y es cierto, que lo estaban buscando unos negros Nigerianos a los que el domingo anterior les vendió un aparato de televisión y cuatro reproductores de DVD que no funcionaban y, que estos negros, portaban entre otras cosas, varios neumáticos de moto Vespa, que más o menos eran de su talla y, todos hemos visto en el telediario lo que son capaces de hacer estos indígenas de su tierra con unos cuantos neumáticos y una lata de gasolina. Así que él, ni corto ni perezoso, se introdujo, de motu propio, en el interior de la caja y me rogó encarecidamente que la precintara, y que si podía, la facturara para Albalat de la Rivera. El resto lo habéis presenciado en directo.
    Bueno, lo peor hubiese sido que me tocara el premio ¡A ver cómo lo mantengo, con lo que bebe!- le dije
    -Te lo hubiera canjeado por un polvo con la Elisarda, que me debe y me  quiere pagar en carne y hoy llevaba las bragas limpias.
    
    
    -Que triste es todo… es todo tan triste… y aburrido…- escuché a mis espaldas este sonsonete lastimero y apenas perceptible. Era la manera que tiene el Yonki de despedirse. Se marchó con su bolsa de libros y yo volví tras mis pasos hacia la mesa en la  que me encontraba momentos antes, en franco diálogo con el hombrecillo rubicundo de ojos saltones. Pero ya no estaba. Se había marchado y me dejó sobre la mesa una extensa nota junto a la botella de agua con gas que me estaba tomando. La tomé (a la nota me refiero) y me puse a leerla:
    “Querido Enkantado: (ya empezamos con mariconadas, me dije para mis adentros) disculpa mi despedida a la madrileña, pero es que de un tiempo a esta parte sufro el martirio de un forúnculo en la rabadilla y me he tenido que ir con urgencia a cambiarme el apósito o, de lo contrario, se hubiera desencadenado una innecesaria alarma en busca de un supuesto cadáver. Te sorprenderás que me dirija a ti por el mote que con tanto orgullo llevas, y te preguntarás cómo lo he podido averiguar; pero este no es el caso. Lo importante es que hallamos mantenido un primer contacto visual.
    Te diré que yo tampoco soy el sobrino del Tio de los Mil Duros, sino tu hermano. Y no un hermano a medias ni en sentido metafórico, sino autentico de padre y madre…” Llegados a este punto, se abrió la puerta de mi memoria y de repente se me vinieron encima los únicos recuerdos balsámicos de mi infancia que estaban apretujados en algún recoveco del cerebro. Los baños en un pequeño piélago de un río también diminuto; un poema que compuso y recitó en una clase de lengua un compañero de instituto; y cuando solo y contemplativo me sentaba a las afueras del pueblo a observar, las para mi infinitas extensiones de olivos, a la vez que me preguntaba, qué podría haber al otro lado del lejano confín por donde se ponía el sol. "…No supe que era adoptado hasta el día en que se despertó en mi cierta pulsión ¿coprofílica?  ¿necrofilica? ¿hemofilica?  por rebuscar entre la inmundicia allá donde la hubiera: contenedores de basura, lejios, vertederos, etcétera. Y esto ocurrió sin ser yo consciente del daño moral que pudiera causar mi actitud tan displicente hacia las normas sociales, a los que hasta ese momento me habían educado y mantenido, o sea, mis padres adoptivos. Al principio hicieron la vista gorda; pero no tardaron mucho en ponerme los puntos sobre las ies ingresándome en un centro de rehabilitación para mangantes recidivantes, donde fui sometido a una dura y cruel terapia de shok que consistía, en madrugar y quitarme las pelotillas del ojete a diario. Me escapé de aquel infierno y cuando volví a casa, me dijeron lo de la adopción y me dieron la  referencia de mis padres biológicos para que me acabaran de criar ellos. Puse todo mi empeño en encontrarlos; pero llegué tarde: la parca se los había llevado. No obstante, me dieron noticias de que tenía un hermano, pero nadie pudo darme más señas porque como me dijeron: era invisible. De pronto me encontré solo en el mundo y puse rumbo al otro lado de las fronteras que rodean esta tierra de la que soy indígena, y por donde fui, constaté que había tantos o más mangantes que yo y como no podía aportar nada nuevo en este sentido, jodido y un tanto frustrado, hace poco que regresé para seguir practicándola en este cálido y acogedor paisaje, semejante al útero materno. ¿Qué cómo di contigo, si eres invisible? No olvides que yo también soy invisible y, entre nosotros nos hacemos visibles”.
    Se despidió con un fuerte abrazo que no me importó recibirlo porque… como somos hermanos… bueno, eso es lo que cree él, pero en realidad es mi hijo. Pero ya no hay lugar para más explicaciones ni filiaciones. Lo que si le diré la próxima vez que lo vea es, que administre bien el placer hospitalario que nos proporciona el Azar desde el fondo del contenedor, que hace que nos sintamos, si bien sea de manera efímera y paradójica, todo lo contrario a desgraciados.

(*) Mangante: Persona sin oficio ni beneficio. Mangar: Pedir, mendigar.




jueves, 30 de junio de 2011

LAS BOMBAS ESTAN CAYENDO CERCA 2

"Las bombas están cayendo cerca" dice
el augur Valero entre bromas y veras,
para que por más que lloriquear, rieras,
cuando el mismo demonio te sodomice.

La guerra comenzó en el mismo momento
en que nacimos. Apenas si hubo treguas,
y  si las hubo, quedan ya a muchas leguas,
tantas, que por más que quiera no lamento,

con sinceridad; pues si a la edad le añades
las ansias, bregas y muchos desengaños;
y otros males que desgastan (que no niego

 y avellanan y quebrantan voluntades)
más que maduros, podridos con los años
estamos cuando fenecemos (agrego)

viernes, 17 de junio de 2011

LA LÍADA DEL GORDO Y LA CONSOLA ROCOCO


 
               Acababan de soltar al Gordo y fui a visitarlo a su trapería. Una planta baja cuyo contenido era extravagante y a la vez conceptual como una obra de Tápies; donde convivían en promiscua francachela, lo que unos desechan y otros anhelan. Aunque esto lo digo en sentido metafórico, no quita para que también hubiera lugar para las telarañas (que eran más grandes que las pechinas de la cúpula de San Pedro de Roma) y otros detalles referentes a olores capaces de tirarte de espaldas sin ninguna contemplación. Me dijo que todo había salido bien; que después de haber pasado 72 horas en comisaría declarando en las diligencias previas, le pusieron a disposición del juez, en este caso una jueza, que se equivocaba cada vez que se dirigía a él y que tuvo que aclararle unas cuantas veces que su nombre era Rosendo Elías y no, Rosendo alias el Gordo. Tanto en comisaría como ante la jueza se mantuvo en negativa; no sabia nada ni de unas cajas con antigüedades ni de Rohipnoles y que tampoco conocía a Don Federico del Valle del Somorrostro y Torreblascopedro, al que todos distinguíamos con el mote de Pichadulce. Ni siquiera torturándolo con la bazofia que le dieron de comer en comisaría, pudieron derrotarlo. Así, que la jueza lo puso en libertad sin cargos, entre otras cosas, porque no había quedado ningún rastro que poder seguir para dar con el paradero de las antigüedades que desaparecieron. Al Gordo no le resultaría difícil mentirles a las autoridades ya que, decir verdades, solo le he escuchado decir dos: una cuando afirma que él a veces miente y la otra, cuando jura por su madre que está bajo tierra, que resulta ser cierto porque trabaja en el metro de limpiadora.
Mientras me contaba todo esto, se iba desprendiendo de todo tipo de trastos descompuestos o sin funcionar arrojándolos a un bidón grande con la intención de tirarlos, alguna vez, a la basura. En esto, que entró un morito de los muchos que tiene como clientes y se puso a escudriñar por todos los rincones del local. Poco a poco iba escogiendo: una linterna por aquí, una olla por allá; zapatos, mochilas, cortinas y hasta una lavadora.
-¿Esta lavadora va?, le preguntó el morito
-Claro que va, le respondió el Gordo, la hemos traído de un piso y la mujer nos ha dicho que si que iba.
-Si, tu siempre dices que va y luego no va y me toca subir y luego bajar para tirar.
-Tu te la llevas, y si no va, me la traes y te devuelvo el dinero- le decía el Gordo que había interrumpido la limpieza y se dejó caer sobre un sofá mohoso al que de un momento a otro, le podría surgir cualquier tubérculo. Al poco rato, el morito empieza a meter la mano en el bidón de marras y a sacar trastos como si aquello fuera una chistera mágica: un radiocasete, un video, una televisión portátil y cada vez que el morito le preguntaba que si tal o cual aparato funcionaba, el Gordo le decía que si.
-¿Puedo probar si facciona?
-No, que me habéis jodido todos los enchufes; tu te lo llevas y si no va, te devuelvo el dinero- no paraba de repetirle el Gordo. El morito había llenado una bolsa de deporte con, por lo menos, más de la mitad de los trastos directamente del bidón que iba a ir a parar al contenedor de la basura y la otra mitad, probablemente, hubiera tenido la misma suerte si no hubiera sido porque en ese momento le interrumpió la tarea.
-A ver que te llevas- El Gordo hizo como que miraba el contenido de la bolsa con algún interés y le dijo:
-Sin regatearme, dame 40 euros-
-Eso es mucho, le contestó el morito; yo no sé si va o no va la trivisión ni radio ni dividi…
-Si, pero te llevas cuatro pares de zapatos, tres mochilas, una olla Express, cinco móviles… le iba enumerando el Gordo a ojo de buen cubero.
-Esto es mierda como cagando, se le ocurrió decir al morito para que se le entendiera que lo de mierda no lo decía en sentido metafórico, sino literal. Hasta aquí, el Gordo se mantenía en aparente calma.
-Pues déjalo, no te lo lleves que ya vendrá otro y se llevará la mierda como cagando, como dices tu.
-Diez euros te doy-
-¿Qué? ¡Fuera de mi casa! ¡vosotros no venís a comprarme, vosotros venís a robarme! Ya había montado en cólera el Gordo que no necesitaba nada más que un poco de frustración para avivar su furor, y gritaba y daba golpes con la palma de la mano sobre todo lo que fuera plano y el morito lejos de irse, aguantó todas las barbaridades que le salían de su boca (sobre todo con respecto a su procedencia) con tal de llevarse todo aquello. Estuvieron casi a punto de llegar a las manos, pero no lo hicieron porque ninguno de los dos tenía amor propio y si, mucho amor al dinero. Al final, el morito se llevó aquel lote de autentica chatarra por quince euros, sin derecho a devolución y apercibido de que no apareciera más por su local. Por poco dinero que le diera el morito, al final, resultaría ser mucho porque ninguno de los aparatos que se llevó iba, y de ir, irían hasta su casa, más no. Lo que no sabía el morito era, que había llegado tarde a la fiesta y en la planta baja solo le quedaba la “mierda como cagando”, como él mismo decía y, que resulta ser ni más ni menos, que todo aquello que se le iba acumulando después de cada compra-venta o vaciado de piso (con consentimiento se entiende) y como los negocios los hacía tan rápidos como se seca “un salivazo en una plancha”, si el Gordo no te invitaba al festín, era esto lo que te podías encontrar. A todos los vendedores del Rastro nos pasa lo mismo, acabamos reuniendo cierta cantidad de trastos que no tienen el más mínimo interés comercial y de cuando en cuando los abandonamos en la misma paraeta… solo que nosotros los apodamos muy cultamente, inmundicias, para regocijo de quienes se acercan al Rastro a ultima hora.
Cuando acabó de despachar al morito, le di las gracias por su silencio en nombre de todos los que participamos en el asunto de Pichadulce, incluyendo al Perilla, al que no veremos durante una temporada en la que se inflará de comer garibolos a costa del estado por una acumulación de causas pendientes con la justicia. A continuación, le pregunté si tenía algo pa buscase la vida y me dijo, que para el día siguiente, uno de una inmobiliaria que él conoce, le entregaría las llaves para vaciar un piso en el que ya había visto de antemano muchas cosas y muy buenas. Acudí a la cita; sin embargo, no pude evitar cierto recelo, supongo, que porque no hay manera de saber cuando miente o cuando dice la verdad, si es que alguna vez la dice. Como es un niño irresponsable e instintivo con cuerpo de adulto, fantasea para captar la atención de los demás y encuentra divertido, no solo el mentir, sino que encima se regodea cruelmente de sus victimas. Ni que decir tiene, que por si solo no va enmendar su conducta, pero hay un gitano que le tiene tomada la medida y a base de garrotazos se ha empeñado en practicarle una lobotomía.


Se trataba de un piso en el centro de la ciudad al que su anciano dueño quería vender para marcharse a la Argentina, no sé si con alguna lumi de las muchas que le frecuentaban en el mismo domicilio (según me contó más tarde un amigo mío, que sabia de sus libertinajes y dispendios y de que las lumis soliviantaban a los vecinos cuando se equivocaban de timbre) o a buscar la Arcadia de Blasco Ibáñez. Tuve el privilegio (después de el Gordo) de ser el primero en franquear la entrada al tesoro del pastelero, que esa había sido su ocupación y la de varias generaciones de su familia hasta remontarse a los amaneceres del siglo XX. Al ver que era cierto lo de “mucho y muy bueno”, comenzó a movérseme la cabeza a latigazos como al Gordo cuando juega a las tragaperras, y entonces intuí, la fuerte emoción a la que podría estar enganchado él, porque a mi, la adrenalina me sublimaba y me hacía sentirme como un héroe de la antigüedad, tanto por la magnitud del tesoro, como porque tendría que defenderlo de la misma manera ante toda clase de lances, cantos de sirenas, malos augurios y atropellos a los que tendría que hacer frente cuando arribara al Rastro.
Al parecer, el pastelero quería partir ligero de equipaje y había dejado el piso intacto, o al menos, esta era la apariencia que tenía. El dormitorio había pertenecido a sus padres; era de estilo modernista en madera de cerezo, y el armario de una sola pieza, sobresalía por su elegancia. Conservaba los discos de piedra; rosarios y abanicos; una preciosa caja de música con bisutería y en una pequeña habitación, habilitada para planchar, un baúl de mimbre con el ajuar de su madre. Todo estaba limpio y en orden menos el comedor, que lo usaba como trastero y se parecía bastante a la trapería del Gordo. Era como si tiempo atrás, hubiera estado a punto de marcharse y se quedó con todo empaquetado, pero yo creo más bien, que todo aquello se salvó de un primer naufragio por los pelos, según revelaban aquellas abigarradas y empolvadas pertenencias. En algunas de las muchas fotos que guardaba en álbumes y cajones, se podían apreciar los muebles y la decoración versallesca con la que aquel soltero empedernido asombraba a sus amigos y ligues. De las paredes colgaban cornucopias y lienzos de mediano tamaño con contenido bucólico; y lo mejor, una aristocrática consola de estilo rococó que aunque pertenecía a la década de los 60 o 70 del siglo XX, como el edificio, se apreciaba que le tenía estima porque estaba enfundada en una sabana para preservarla de las secuelas del olvido. La cocina era espaciosa y no había ni grasa ni platos por fregar; probablemente no comía en casa, pero si que bebía, puesto que sobre la mesa quedaban algunas botellas con restos de licores espirituosos, tal vez allí, era donde alternaba con las prostiputas. En un armario del banco de la cocina habían dos garrafas de cinco litros: una de cazalla y otra de mistela para que no le faltara el barrachat del desayuno. Miré en la alacena que era tan grande como mi dormitorio y habían cuatro antiguos tarros de confituras y dos piezas de considerable tamaño de cristal tallado: eran una exquisita ponchera y todo un soberbio jarrón de color púrpura. Cinco grandes platos de cerámica con una inscripción sobre el fondo con amplias letras de molde donde se podía leer el nombre y la dirección de dos pastelerías diferentes, y que se utilizaban antiguamente como bandeja para servir a domicilio las delicias, milhojas y pasteles, eran las únicas huellas que le vinculaban a su dulce pasado; aunque el presente no era menos dulce.
Después de escudriñar cada rincón de la casa, comencé a seleccionar lo que quería y podía llevarme para vender en el Rastro. De los muchos libros que adornaban el mueble librería, escogí solo unos cuantos con las mejores ediciones y temas pensando más en el transporte y almacenamiento, que en el beneficio. De las cajas que languidecían en el comedor y contenían exquisitos juegos en cristal tallado para vino, agua y güisqui (nunca supe si estaban completos) y de cerámica: vajillas, juegos de café y cuberterías, preferí desentenderme para no tener que reprochármelo, pues no sobrevivirían ni a un domingo de Rastro, dada mi pertinaz indolencia. Como fui el primero que llegó a la fiesta, me dio tiempo de saborear todas las exquisiteces y me decanté por las dos cornucopias, varios cuadros de pintura al óleo; los discos de piedra, los rosarios, abanicos, menudencias y el ajuar; una máquina de escribir portátil de los años 40 con su estuche de madera; un busto de 5ox30 cm en madera de palosanto de un negro del Congo Belga (digo yo que sería de aquel país cuando se llamaba así, porque procedía de Bélgica y estaba fechado en 1960) los tarros de confituras y los platos de cerámica, y le dije al Gordo que cuanto me iba a cobrar por todo el lote: 300 euros me dijo, y no le rechiste. Yo cada vez que pasaba junto a la consola Luís XV, la miraba con aprecio pero no encontraba la manera de trajinármela, cuando me dijo lo que quería por ella (100 euros) me pareció un precio generoso y me arriesgué. Digo que me arriesgué porque a continuación quedaba la segunda parte, que no era otra, sino la de la custodia y transporte. Guardé todo lo que le había comprado en el cuarto de baño como me indicó y quedé en que pasaría el sábado por la tarde para supervisar mi carga que tendría que ir junto a la suya en la furgoneta que él utilizaba. Cuando me dijo quienes le ayudarían a limpiar el piso, una gitanita amiga suya y sus niños, ya no hubo manera de quedarme tranquilo porque acabarían liándola.


Acabó el Gordo el negocio conmigo y echó mano de su lista de clientes: variados y a cual más cicatero. No podía ser de otra manera, por que sus hábitos atraían al fullero y repelían al prudente. De entre todos, con quien mejor trapicheaba era con los moritos a los que procuraba engañar todo lo que podía antes de que lo engañaran a él. Con premeditación, les vendía aparatos eléctricos que no funcionaban y ellos con alevosía, le robaban impunemente. A menudo yo presenciaba este espectáculo hasta que dejó de parecerme pícaro y empecé a sentir repugnancia, entonces, procuré visitar al Gordo con menos frecuencia de lo que lo hacía antes, sobre todo, porque ya no sabía quien era más despreciable.
Por más que pasaban por sus manos miles y miles de antigüedades de más o menos enjundia, no se aplicaba ni poco ni mucho en defenderlas, a la vez que amparaba su amor propio, puesto que era ludópata. Solo había cambiado el premio de las máquinas tragaperras por la intriga de la caza del tesoro, y cuando conseguía alguno, este azar, le proporcionaba un ansia insuperable por conseguir más y más que, irremediablemente, le conducía a desprenderse de todo lo mejor de una manera rápida y barata. Era esto, su aparente necedad, lo que le proporcionaba encanto.
Fueron varios los que acudieron de compras. Los moritos le despejaron la cocina de electrodomésticos y menaje y un par de clientas de lo más avispadas: los libros, la cristalería, la cerámica, un buró y todo lo que quisieron, bueno… mejor dicho, todo lo que les dejé yo, y no porque sea ni más ni menos generoso, sino que entre otras cosas, también soy un poquito vago como ya he dicho antes. En poco tiempo se deshizo de todo lo que pudiera tener interés y llenó su pelleja con más de 800 euros; pero yo creo que fue mucho menos, claro que casi todo era beneficio. A quienes le ayudaban siempre les pagaba poco y a cachos, así que no podían ser otros que indigentes a los que les costaba mucho reunir unos cuantos euros al día. Su generosidad para con estas personas solo era comparable a su rencor por el agua y el jabón.
Llegó el sábado por la tarde y subí al piso para hacerme cargo de mi compra. La gitanita que era más floja que una cortina y misericordiosa con los niños (como tiene que ser) llevaba ya tres días apalancada en el piso con sus dos niños y un sobrino (el Gordo le dejó las llaves mientras él se quitaba de en medio, y los niños campaban por sus respetos correteando y subiendo y bajando en el ascensor como si aquello fuera una noria). Con un nudo en el estomago abrí la puerta del cuarto de baño y respire profundamente cuando lo único que eche en falta fue un juguete que consistía en una réplica de una máquina de expender bolas de chicle, por lo demás, todo estaba tal como lo dejé. Al preguntar por el paradero del juguete, me aplicaron la ley del silencio; y me di con un canto en los dientes.
Estaba empaquetando mis trastos cuando sonó un golpe seco y a continuación salió el más pequeño de los gitanitos del dormitorio corriendo y, entre cantando y gritando decía:
-¡Mi mama está borracha, sa caio, y se le ven las bragas! Acudimos todos y el espectáculo, aún dentro de la gravedad, no dejaba de resultar grotesco e hilarante. Se había caído de la cama al suelo desde casi un metro de altura y se le oía balbucear:
-¡Ay que malica estoy! ¡ay que malica estoy! Olía a bodega llena de albañiles a las seis de la mañana. Resultó, que desentrañando los cajones y armarios de la cocina vio la cazalla, pero no veía la manera de parar de meterle tientos y a solanas iba trasvasando el aguardiente de una garrafa a otra de carne y hueso, hasta el punto… y coma etílico, en el que cuando se sintió mareada se dejó caer con tanta fuerza sobre la cama, que rebotó y salió catapultada y como era redonda, dio varias vueltas de campana hasta que se quedó encajada con medio cuerpo debajo del armario y el culo al aire. Aunque a todos los presentes nos dio por reír, aquello no dejaba de ser solemne como el leñazo que se metió. Nuestro trabajo nos costó al Gordo y a mi devolverla a la cama ( desde donde alzó el vuelo aquel peso muerto de un metro y poco más de diámetro) y tuvimos que llamar a unas monjitas seglares de una ONG (cuyo cometido era bregar con los parias del Barrio Chino) para que se hicieran cargo de ella y de los niños. Al momento se presentaron dos de ellas y pusieron calma en todo el barullo que se había formado. Yo continué con lo mío y comencé a bajar mis trastos ya que los tenía dispuestos.
Hice un primer viaje y dejé la carga en el portal y cuando subí de nuevo, un fuerte olor a azufre me abofeteó la nariz. Creí que sería el rastro de Belcebú al salir huyendo del serrallo del pastelero, pero no, era aún peor. El hijo mayor de la gitanita que debería de tener ocho o diez años y, sin embargo, abultaba como un niño de cinco pero con la astucia de uno de veinte, se estaba entreteniendo con una caja de cerillas rascándolas y cuando prendían, las tiraba al suelo justo en el lugar donde más yesca había: el comedor. Se lo advertí al Gordo que cuando vio lo que estaba haciendo, creo que hizo el único acto responsable de su vida: le atizó con la mano abierta tal llamerá en la cara, que casi le prende fuego al niño. El chiquillo aguantó el tortazo (que al caso viene pintiparado) como parte de su entrenamiento espartano y lo miró fijamente, pero no derramó ni una lagrima.
Continué bajando trastos al portal y cuando terminé me dispuse a cargarlos. La calle estaba cortada por obras y la furgoneta se pudo aparcar en medio de la calzada a pocos metros del patio. Ya había cargado los cuadros cuando, desde el interior de un coche que minutos antes se detuvo detrás de la furgoneta, una mujer me preguntaba con cara de asombro que qué es lo que íbamos a hacer con todo eso (refiriéndose a todo cuanto había en el zaguán) le contesté que venderlos en el Rastro. Se bajó del coche y también lo hizo una aseada y relamida parejita de niño y niña. Mientras iba oteando el interior de la furgoneta, me decía, que unos gitanos habían ocupado un piso en su finca y se estaban llevando los grifos. Entonces le aclaré que eso no era cierto y le conté de principio a fin el cometido del Gordo, que no era otro, sino el de vaciar el piso para que una inmobiliaria se hiciera cargo de ponerlo a la venta y que la presencia de gitanos, moros y cristianos tenía que ver con que estaba vendiendo sobre el terreno todo lo que podía y que lo que estaba viendo ella en ese momento, me pertenecía. No sospeche nada en ese instante, pero más tarde me di cuenta de que sin quererlo, me había ido del pico. Como vivían en la misma finca, no habían parado de seguir nuestros movimientos, incluso, lo de aparcar el coche detrás de la furgoneta tenía que ver con sus infames propósitos y encima yo les puse al corriente de todo.
-Por esto ¿qué vais a pedir? Se refería a la consola.
-200 euros, le dije, y enseguida me ofreció 150 euros. Aunque no tenía ganas de venderla en ese momento, como vi que estaba ganando dinero, preferí dársela por ese precio puesto que el mármol de encima de la consola era una pieza muy delicada para el tosco manejo que le esperaba. Ya habíamos cerrado el trato y avisó a la madre para sorprenderla. Bajó una mujer con aspecto de guerrero griego a juzgar por el casco que le cubría la cabeza, que más que peinado, con tanta laca como llevaba puesta, parecía que en vez de fiesta iba a partir a la batalla de las Termópilas. La hija ya le había puesto al corriente de todo, en pocas palabras, que éramos una pandilla de necios e incautos; pero la madre era aún más envidiosa y astuta. Empezaron a ponerle pegas a la consola para rebajar el precio y cuanto más pegas le ponían, lo mismo hacia yo pero con su semblante y talante. A la vieja le olía la ropa a perfume rancio y las dos tenían voz de cazallera. Madre e hija tenían más nivel de testosterona que sus respectivos maridos, especialmente el de la joven, que cuando dijo esta boca es mía, lo hizo dos tonos por encima del tono de voz de su mujer. Era notorio que cuando acababan de comer, ambas, remataban la faena con carajillo y copa.
Al final dieron con una pega que yo no había visto hasta entonces: tenía carcoma por la parte trasera. Me rendí, porque la carcoma últimamente no se estila y la cosa se quedó en 120 euros; pero mejor hubiera sido que no lo hubiera hecho puesto que hirieron mi amor propio. En todo momento tuve la sensación de que más que comprar, lo que pretendían era robarme; según ellas, me lo merecía por necio y estúpido.
Subieron en el ascensor la consola y ya no les volví a ver el pelo más. Para cuando me quise dar cuenta de que me habían robado un pequeño mueble auxiliar que hacía juego con la consola, ya fue demasiado tarde. Aprovecharon que yo me encontraba en la calle cargando la furgoneta, y se metieron a fisgonear en el piso del pastelero que en esos momentos era lo más parecido al saqueo de Roma por los Vándalos: la gitanita bramando y delirando; el niño pequeño llorando; el otro haciendo de Nerón y el Gordo afanado con sus lotes a moritos y cristianos. En resumen, esta era la escena que se encontraron, así, que solo tuvieron que cojer la mesita y salir por la puerta diciendo que ya me la habian pagado y nadie lo puso en duda. Pero en su afán choricero, no cayeron en la cuenta de que le faltaba la pieza de mámol que estaba en el cuarto de baño, y solo se llevaron, como aquel que dice, cuatro palos… eso si, estilo Luís XV. Me dio tanto coraje aquel acto tan obsceno y mezquino, que trinqué el mármol, lo trituré y lo eché al bombo de la basura. Y eso fue todo lo que pude hacer. Otra vez más, me hubiera quedado con cara de gilipollas si no fuera porque el gitanito pirómano, acabó saliendose con la suya y le prendió fuego, por fin, a aquello que al parecer le tenía manía. Fue más el susto que el daño que causo el pequeño incendio; pero en el fragor del incidente, se quedó el grifo de la bañera sin cerrar y estuvo toda la noche arrojando agua a raudales con tan buena suerte, que los moradores del piso de abajo resultaron ser las chorizas, y mentiría, si les digo que lo lamenté en algún momento.


Llegué al Rastro antes que el Gordo. Era de noche aún y me di una vuelta por si encontraba algo pa buscarme la vida desvirgando las primeras paraetas. No encontré nada y el Gordo llegó en ese momento. Mientras descargaba mis trastos de su furgoneta, oía al Gordo decir, sin dirigirse a nadie en concreto, pero en voz alta, las primeras trolas del día. Decía que tenía cinco pisos para vaciar esta semana repletos de cosas buenas, y lo cierto era, que había tenido solo uno y ya era historía para él. Había quien se lo creía y otros que creían en lo que veían y no le veían nada, le daban por majadero. Como siempre, acudió al Rastro con las zurrapas que le quedaron después de deshacerse de todo lo bueno y antes de convertirlas en inmundicias. Se notaba que disfrutaba deslumbrando a los presentes, a juzgar por la intensidad de los latigazos de su cabeza, y tuve que decirle, que dejara de enrollarse porque acabaría por dislocarse el cuello.
Monté mi paraeta y para controlar las embestidas, puse solo a la venta parte del material y el resto lo oculté al público. No tardarón en acudir como moscas a la miel los cazadores de tesoros. Uno a uno los fui espantando como eso: como moscas. Quería hacerle ver a todo el mundo que estaba inmunizado contra el virus de la estupidez y me mantuve moderadamente caro; pero transcurrió casi toda de la mañana sin vender nada y ya me estaba arrepintiendo de esta decisión tan radical, y en eso, que tuve un conato de iluminación (digo un conato porque no acabé de iluminarme del todo) o lo que era lo mismo, comprendí, que aunque no se sea del todo estúpido, si quieres vender en el Rastro, tienes al menos que parecerlo, para que quien estime oportuno creerlo así, tenga el pleno convencimiento de que más que comprar, lo que hace es robar.

¡Ah, se me olvidaba! A media mañana se acercaron dos policías a la paraeta del Gordo y preguntaron por Rosendo alias el Gordo: ¡Ya empezamos! les dijo, me llamo Rosendo Elías…
-Ya, dijeron, y le apremiaron para que les acompañaran a prestar declaración sobre una denuncia que le pusieron las del piso de abajo en relación a la inundación que habían sufrido. En situaciones peores lo he visto; pero siempre cae de pie como los gatos porque es insolvente en todos los aspectos.