sábado, 13 de junio de 2009

EL RASTRO DE VALENCIA: nuestra herencia y nuestra ciencia.

Hace 500 años, más o menos, que se tienen noticias escritas sobre almonedas (encantes) de bienes muebles que tenían lugar en la plaza de la Catedral, ¿germen?, entorno al cual gira el mayor atractivo del Rastro: el buitreo.
Por aquel entonces, enseres y ropa podían ir acompañados de algún mal contagioso del que pudiera haber fenecido su dueño o dueña y no fue hasta 1763, que se aprobó una providencia específicamente, contra esta contingencia. No obstante, hasta el descubrimiento de la penicilina y estreptomicina, solo ¿Dios? sabe cuantos fueron condenados a padecimiento y muerte. 
El substancioso negocio de las subastas, con el tiempo, derivó en dos ramas. Por una parte, el anticuario y la casa de empeños, ubicándose en establecimientos y, por la otra, el vendedor de Rastro, exponiendo los artículos directamente sobre el suelo en la plaza del Mercado Central y los alrededores de la Lonja. Mientras los primeros heredaban el negocio y el oficio encantados de la vida, los segundos, y dentro de estos, los más desprotegidos, se veían abocados a un relevo generacional impuesto, sobre todo, por sus propias condiciones medio ambientales, más, que por continuar en el oficio. Entre el barullo y la promiscuidad convivían, rústicos, zascandiles y volantineros en lo que para las autoridades no era mas que un coto de caza en donde desembocaba el rastro de sus fechorías. Al rebufo de la necesidad, el analfabetismo y la ausencia de escrúpulos de quienes les incitan, nace la mala reputación del Encante, Baratillo o Rastro: inseparable compañero de viaje en su vagabundear de un lugar a otro de la ciudad.
¿Quién de pequeño quería ser trapero cuando fuera mayor?. Nadie; sin embargo, la vida da muchas vueltas, y todos aquellos prejuicios al respecto con los que hemos ido creciendo, se vuelven contra uno y la única manera de salir adelante es haciendo frente a la verdad. Y verdad no hay más que una, y en este caso, se traduce en sentirse uno útil: condimento indispensable para sentirte vivo cuando ya no te queda ni el más mínimo resquicio de amor propio.
¿En el Rastro hay anticuarios? No ¿en el Rastro se venden antigüedades? Si, muchas y a buen precio. ¿A que se debe esta generosidad inmanente? A la ignorancia, el desarraigo y la marginación. ¿Son los Reyes Magos quienes nos proveen de las codiciadas mercancías? Habrá quien lo pueda pensar, pero, la realidad es que provienen del fondo de las cubas de basura, vertederos y trueques de mano de obra por retirada de enseres. ¿Sirve cualquiera para este menester? Si, pero solo aquellos-as que con el tiempo concluyen para sus adentros, esto es lo mío, y se mantienen constantes y austeros, en compensación, heredaran el estigma de pocarropa: la indefensión. Indefensión, ¿más que de quién, de qué?: de la sordidez del desamparo. Los que en otro tiempo nos precedieron en este ir y venir tras el tesoro, (escarbando como las gallinas en los cubos de basura y montones de escombros), no dejaron ni la más mínima huella que pueda identificarlos como personas que en su día fueron y se sintieron vivas. Para todos, algún que otro nombre o mote, a lo sumo, nos evoca secuencias pícaras de relatos quevedescos y, de ningún modo, percibimos más allá de la anécdota o el chascarrillo. Perdedores natos; paradigmas del fracaso redimiendo sus pecados en el Rastro: purgatorio entre el paraíso y las calderas de Pedro Botero. Entre ángeles y demonios empeñados en inducirnos un estado democrático-vegetativo en el que ni se siente ni padece pero con el estomago lleno de bollería; recluidos en un gueto a merced de nuestras bajas pasiones y la ley del mas fuerte. Hasta aquí, nuestra herencia.
Consumimos a rienda suelta como en una bacanal romana y cuando ya estamos hartos, vomitamos a escondidas los desenfrenos de la orgía que otros reciclaran para volver a vestirse, calzarse, acicalarse, yacer, cocinar, presumir… en un circulo infinito en el que nos creemos inmortales hasta que vemos que no hay escapatoria: el tiempo todo lo devora, hasta los más íntimos recuerdos, que mas tarde o mas temprano y parafraseando a Gomez de la Serna, se convertirán en “los restos de un naufragio que irá a parar a la playa del Rastro”.
El Rastro abre de par en par sus virtuales puertas y la atracción por lo inefable y dramático se disuelve en un seductor murmullo como un virus pernicioso: la codicia es su cebo, y el resultado es la adicción. Todos buscan el tesoro que pueda emerger de entre los cientos de poemas fácticos que conforman cada paraeta, como niños jugando a ser piratas, y el tesoro, ha estado siempre en el corazón de ese niño al que con encono mantiene recluido el adulto.
Lúdico, cultural y cosmopolita es el Rastro del presente en el que todos participamos ingenuamente los domingos y días de fiesta, cuando el resto de ciudadanos disponen libremente de su tiempo y lo emplean en lo que quieren, y en el Rastro, entre paseos, intercambios, exhibicionismo y un módico precio, matan el tiempo y se despiden hasta la próxima semana en la que esperan tener mejor suerte. A mediodía, “cuando ya está to el pescao vendio”, el vendedor se deshace, con ira más que con resignación, de lo que por más que lo ha intentado una y otra vez, no logra vender; recoge con pereza los cachivaches que intentará vender al domingo siguiente y… un día más que a logrado sobrevivir desguarnecido a las puertas de la Gloria. A continuación, una marabunta deambula cabizbaja buscando el tesoro fondeado en un piélago de excesos, al compás de los basureros, impacientes por concluir su jornada. Y hasta aquí, nuestra ciencia.


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