lunes, 21 de marzo de 2011

EL RASTRO: UN HUECO POR DONDE ESTIRAR EL PESCUEZO

    


LA PRIMERA VEZ

Había corrido demasiado y me encontraba sin apenas aliento, así, que me paré a recobrarlo en un lugar cosmopolita y barato: el Rastro de Valencia. Tenia veintinueve años y no había aprovechado apenas ninguno. Los trabajos me duraban menos que un salivazo en una plancha y, de todos ellos, guardaba un sentimiento de culpabilidad, vergüenza y pesadumbre. 
Me había enamorado como cualquier adolescente y, ya de joven, me sentía fracasado en las artes del himeneo. No me veía haciendo la mili y me libré  por mis neumotórax recidivantes; de esta manera, comencé mi carrera de desahuciado social, que acabó justo donde arranca esta historia.
Todo comenzó estando sin trabajo y sin más aliciente que el de cambiar mi vida. No tenia ni idea de que hacer con ella, tan solo contaba con la determinación de tomarme un respiro e intentar ordenar mi cabeza. A los días de vino y rosas hacia poco tiempo que los había abandonado (después de quince años abusando de su confianza) con el firme propósito de no dirigirles la palabra; ni al tabaco ni a todo lo que mezclaba con él para estimularme. Los amigos huyeron de mi ¿o yo de ellos? da igual, para qué martirizarme. Comía con apetito y era consciente del tibio sol, cuando me calentaba, y de los aromas del parque al que acudía a leer un rato.    
Era de madrugada cuando le dije al taxista que me llevara al Rastro y me preguntó aseverando: -¿a Nápoles y Sicilia? -. Yo le respondí afirmativamente, en un tono irónico, como creía que lo hacia él también (por aquello de la mafia, ya me entienden) al referirse a la plaza que así se llamaba en realidad, y no en argot como yo pensaba. Bajé del taxi cuando eran las seis de la mañana (hasta ese momento nunca había madrugado tanto). La plaza estaba en penumbra y en el ambiente se palpaba cierta tensión que no tarde mucho en identificar y en hacerme adicto. No madrugué por iniciativa propia sino que seguí las indicaciones del suegro de mi hermana que era un experimentado vendedor. “Hay que madrugar para coger sitio” me dijo, y le hice caso. Me cedió parte de su espacio y me apalanque junto a él con unos pocos trastos (el trípode de mi cámara fotográfica y algunos accesorios) en la subida de la calle del Palau: quería deshacerme de todo lo que me unía a un pasado próximo saturado de frustración, sentimientos de culpa, vergüenza y pesadumbre. 
Extendí los trastos sobre un retal de sabana desechada del ajuar de casa, que había traído exprofeso, y me di una vuelta por los alrededores. Lo primero que hice fue entrar en el bar de Chimo, que estaba ubicado en la misma calle, para tomarme un café. Dentro había más gente que afuera en la plaza. Pedí un café y de repente nos quedamos a oscuras. El Chimo, que además de camarero era el dueño del bar, con el rostro rojo de ira, maldecía sin soltar el caliqueño de los labios y a palpas buscaba el automático de la luz que había saltado automáticamente, como su propio nombre indica. Tenía mala uva (no me refiero al vino que servía en la tasca de al lado también de su propiedad que, según tengo entendido, era joven y famoso) lo digo porque cualquiera se cabrearía si, en medio de la faena, alguien te enchufa a la red un aparato descompuesto y te hace un cierre en la instalación eléctrica o, si después de haberse desayunado alguien te dice que aluego te lo pagará. 
La tasca estaba decorada al estilo de un mesón, con el mostrador de obra y la barra de madera; las sillas y mesas eran de madera de haya maciza de estilo castellano. La cocina quedaba al descubierto detrás de la barra y las cacerolas de cobre y otros utensilios que colgaban de una viga, eran de Rastro. Chimo atendía a los parroquianos sin quitarse el puro caliqueño de los labios, con un ayudante que no le duraría sobrio más de un par de horas. La tasca era espaciosa y estaba bastante concurrida. Mientras me servían el café, repasaba con la vista el porte y la catadura de algunos de los presentes estimulando mi imaginación. Los cafés eran auténticos expresos: salían de la cafetera antes de pedirlos. Me tomé el mío y tuve los primeros efectos secundarios de la marca de la casa: el Aeroplano. El váter estaba ocupado y veía que me iba de vareta como los monos. La suerte me sonrió en cuanto a que no esperé mucho rato. Entré raudo sin poner más atención que la de encarar la taza del váter en la que me encaramé como un palomo en el palomar. En cuclillas, con los pies sobre el borde de la taza, disparé no sé cuantas ráfagas de perdigones. Conforme me iba relajando, apareció ante mi, La Capilla Sixtina (esto lo digo por los frescos, perdón, por las frescas, que amenazaban con llegar al techo de aquel cubículo). Me limpié el fundamento con los calzoncillos, ya que no había papel, y los deposité en la papelera junto con los de otros que habrían madrugado más que yo. 
Salí del bar por la puerta que daba a Mosén Millá y, a pocos metros, una gitana menuda, de no más de un metro cuarenta con tacones incluidos, y entre cincuenta y sesenta años o quizá tuviera menos, pero no los aparentaba. Peinaba un caracol en la frente; lunar tatuado en el pómulo izquierdo (señal inequívoca de que había comido garibolos en el talego); bastante colorete y lápiz de labios; no sé cuantos dientes de oro y, debajo de la manta con la que se cubría del relente de toda la noche y la madrugada, se vislumbraban 
unas cortas piernas, sin medias, del color de la capa de un prelado y la textura de un pollo desplumado. Conversaba con sus codiciados trastos como si mantuviera un romance con ellos, mientras, engreída y peripuesta, los iba extendiendo sobre unos cartones para aislarlos del  asfalto y del maleficio que le atribuía a quien tocaba su preciado genero: los payos rabuos. “Comesos toas mis mierdas” y  “vuestros muertos” mascullaba por lo bajini con los dientes apretados: era tan narcisista que no necesitaba interlocutor. En ese momento de perplejidad, por mi parte, me resultó cómico la contemplación de la escena; pero no tardé mucho tiempo en padecer su maldad como cualquier payo. Al fondo de su paraeta asomaban dos cabezas desgreñadas por entre un montón de ropa: eran sus dos hijas gemelas, diminutas niñas o adolescentes a las que tenia adiestradas para buscarse la vida buscando (y valga la redundancia) el descuido de los vendedores. Les hablaba en caló con tono despreciativo. Solo les sonreía cuando se portaban bien en su oficio.        

El eco de las paredes de la plaza de Nápoles y Sicilia amplificaba el tenue murmullo por el que sobresalía el agudo sonido de las herramientas al golpear contra el suelo aquí y allá atrayendo a los merodeadores como la mierda a las moscas. Hacia frío, puesto que era el mes de Enero del año de gracia de mil novecientos y ochenta y cuatro, y había gente alrededor de una hoguera improvisada con la madera de los palés de ladrillos y baldosas del edificio en construcción de CCOO. Al abrigo de las desvencijadas paradas de madera del centenario Mercado de la Congregación, custodiaban su sitio en un duermevela, desde el día anterior, los más  frágiles, con los carros repletos de trastos junto a ellos, al antojo de las manos de los más desaprensivos. Quienes se acostaron borrachos, se incorporaban envueltos en sus ligeras mantas, caminando como zombis atraídos por el calor de la lumbre,  sembrando el camino, por el que desfilaban, de insolentes flemas. “¡Si amarga no lo tires, haber si es un trozo de pulmón!” Oí que le gritaban a uno que tosía con avaricia. Sus rostros eran severos al contrario que su mirada triste y asustadiza, como la de un animal extraviado. Entonces, me vino a la mente la palabra lástima, que a menudo utilizamos para definir un sentimiento confuso que nos hace sentirnos inseguros cuando contemplamos el sufrimiento ajeno e, inmediatamente, nos dejamos llevar por la emoción, poniendo cara de pena en solidaridad con la escena que nos conmueve. Quizás, solo sea cuestión de aliviar el bolsillo en unos céntimos o, tal vez, huyamos con alguna excusa peregrina para no derrumbarnos. También podemos involucrarnos en la vorágine de la experiencia y, como Espartacos, conducirlos hacia la libertad. Todo depende de la formación que tengamos al respecto para tranquilizar nuestras conciencias que, es en definitiva, lo que en realidad nos interesa, ya que todo lo demás supone una inversión de tiempo y, por reducción, dinero, por lo tanto, acaba convirtiéndose en una materia prima sometida a la especulación como cualquier otra, solo que esta es: sin fronteras.   
El mercado crecía espontáneo con un orden tácito por la plaza de Nápoles y Sicilia, calle del Palau, plaza del Arzobispado, plaza de Mosén Sorell y la calle del Barón de Petrés. Las paraetas brotaban del suelo como erupciones condensadas, unas; lacónicas como los versos de una soleá, otras. Me pareció que la sencillez y sensibilidad, la anarquía y las ganas de hacerse notar, se manifestaban como poemas fácticos en los que cada cual desnudaba su alma. Objetos cotidianos se tornaban extravagantes en la promiscuidad de los puestos. Hierros, maderas, cerámicas, libros, cuadros y legajos antiguos, embalsamados en el polvo que los salvaguardó, reposaban ingenuos a la codicia y la indiferencia de unos y otros.  
Donde hubiera un corro de gente, allí que me acercaba sin ningún otro interés que el de satisfacer mi curiosidad, ajeno a las consecuencias de mi inconsciente participación en la rapiña. La perplejidad dio paso a una agradable sensación como de estar jugando a algo prohibido que implicaba riesgo, aventura, secreto, complicidad y, encima, estaba en el culo del mundo sin salir del contorno de la ciudad. No cabía duda: el Rastro me había penetrado hasta las cuajaretas. Me dejé llevar por la agradable sensación que me producía la abigarrada  algarabía, y me sumergí en ella con la certeza de que aquello era lo mío. Estuve durante un tiempo en el limbo del incauto primavera; atrayendo a buitres y bujarrones atentos la más mínima flaqueza. Casi todo era nuevo para mí, pues, quitando el barrio donde vivía, y del que cuanto apenas había salido, y unos cuantos libros sobre el materialismo histórico que me había leído, en eso consistía todo mi bagaje intelectual y cultural. No tenia que añorar ningún momento de mi vida anterior (en lo tocante a desahogo económico y posición social) porque hasta las chinches huían de mí, así que, con la única premisa de no volver al infierno de una sociedad con la que había mantenido un mutuo desencuentro, emprendí mi propia reforma y me hice dueño, al menos, de cada segundo de mi existencia.   
    
Hacia el mediodía, el Rastro era un hervidero de gente transitando arriba y abajo por la calle del Palau hacia la plaza del Arzobispado, y viceversa, en dirección a la plaza de Nápoles y Sicilia donde se concentraba el mayor numero de gente en medio del caos. Lo de madrugar para coger sitio tenía sentido en cuanto a lo que respecta al arraigo de la propiedad y pertenencia a un colectivo; pero de poco sirvió frente a la invasión que tuvo lugar a esas horas, aprovechando la aglomeración, para vender frutas y verduras robadas o a punto de fenecer. Delante de nosotros, en medio de la calle, unas gitanitas gritaban: ¡Nena, al rico maracaton, a preba y a cata!. Sus novios, maridos o hermanos solo hacían que pertrecharlas de los frutos del prunus persica y vigilar la entrada a la plaza por la calle Trinquete de Caballeros y gritar “aguita” (por si un caso aparecían los jambos, que con este mote llamaban a los miembros y miembras de la policía municipal). 
A la entrada de la calle Aparisi y Guijarro se pusieron a vender jamones, cuyo destino hubiese sido el de abonar campos, de no habérseles conmutado la pena. El exterior de los jamones no presuponía la descomposición interior y, para cuando se quisieron dar cuenta quienes los compraron, ya fue demasiado tarde. En medio de la plaza de Nápoles y Sicilia, otra gitanita congregó entorno suyo a medio Rastro vendiendo frascos de colonia que en el envase se podía leer claramente:“FICTICIO”. Aunque, fueron muchos los escépticos que ante la  nula fragancia del liquido coloreado, se abstuvieron, hubo bastantes que ante la duda compraron. El público ajeno a estos chollos, pasaba de puntillas por delante de las paradas colindantes a los tumultos, mayormente por precaución, ya que los carteristas no encontraban más limite que, el de sus propios recursos artísticos. Así, que para nosotros, se acabó la venta. Ya podía recoger e irme como muchos otros lo hicieron; pero me quedé por ver si aún aparecía un mirlo blanco.                        
Pasé toda la mañana sin vender nada, y sobre todo, lo peor fue que desobedecí la primera regla que hay que aprender cuando llega uno al Rastro a vender por primera vez, y es la siguiente: cualquier viejo vendedor del Rastro, por mas tonto que parezca, sabe más que tú con respecto al cambalache. 
Había perdido todo menos el orgullo y me resistía a escuchar los consejos de los compañeros, entre los que se encontraba Cachocable, que me repetían una y otra vez, que si quería vender el trípode por mil pesetas, tenia que pedir, por lo menos, mil quinientas o dos mil. Fue mi primera lección: el regateo. 
Durante todo el día, el trípode tuvo muchos pretendientes y dos maneras de actuar que se repetían por ambas partes: 
-¿Cuánto quieres por el trípode?- me preguntaban unos
-Quiero mil pesetas- les respondía y a continuación enmudecían y continuaban su transito por las paradas.
-¿Cuánto quieres por el trípode?- me preguntaban otros
-Quiero mil pesetas-
-¿Quieres quinientas?
-No, porque me costó tres mil ochocientas en su día y no pienso venderlo por menos de mil-; les respondía yo, creyendo que serviría de algo decir la verdad y nada más que la verdad o, como si mis pretensiones tuvieran algo que ver con los principios del mercado: oferta y demanda.    
-Si, pero esto es el Rastro- me respondían, sin más argumentos, algunos paseantes, mientras que otros no cejaban en su empeño por reblandecerme, insistiendo una y otra vez en la palabra Rastro.   
-No sé ni para qué lo quiero comprar si ya tengo dos que compre aquí  por quinientas pesetas cada uno, no, mejor dicho, uno me costó trescientas- dijo un veterano cazador de incautos. Y entonces, yo me preguntaba para mis adentros: ¿si ya tienes dos, para que coño quieres otro más?. 
-Porque estas condenado a hacer el primo- me hubiera respondido con mucho gusto.
ESTO ME GUSTA

Pasaron varias semanas. Esto de trabajar un día y descansar seis, como los curas, me sentaba bien. No me estresaba y, si lo hacia, me daba igual, siempre me quedaría el Rastro. 
No salía de mi asombro con respecto a lo que veía y escuchaba. Los compañeros disfrutaban descubriéndome los entresijos del Rastro a base de historias y leyendas en torno a personajes y tesoros acaecidas siempre en tiempos pretéritos, como en la Biblia. Querían asombrarme y lo conseguían, al fin y al cabo, yo era un pardillo.
Estaba fascinado con Cachocable, un viejo diminuto que cogía unas cogorzas que lo dejaban al borde del coma etílico. Era uno de los más antiguos y madrugadores. Llegaba muy temprano en un taxi, Seat mil quinientos, atiborrado de fardos y, el mismo taxista, lo recogía a las dos del mediodía, después de convertirse él en un fardo más. Como era analfabeto, la falta de conocimientos la suplía con exagerada imaginación y fantasía. Todos los domingos, mientras se perfumaba en el bar, contaba, con su peculiar catálogo de vocablos, la historia de cuando él tenía a su entera disposición, un vertedero, donde los camiones, en vez de escombros, tiraban a capazos: abanicos, relojes, manuscritos, lencios… en fin, todo tipo de antigüedades  antiguas (así lo recalcaba al referirse a las antigüedades). Si bien cargaba las tintas en cuanto a la intensidad y frecuencia con la que decía que se encontraba aquellos tesoros, lo cierto era que, de cuando en cuando, traía a vender azulejos de gran valor, bronces, oleos, libros, documentos, fotos y todo lo que su instinto le indicara que pudiera ser añejo. Cuando esto sucedía, enseguida era abordado por público y vendedores y, antes de que se disipara el olor de algún que otro pedo o follón, desaparecía todo cuanto de valor trajera para aparecer en otras paraetas o colecciones privadas. Era tan barato vendiendo que, cuando le compraba algo, no me podía quitar de encima la sensación de que le estaba robando.    
Un día, Cachocable se levantó un camal del pantalón y me enseñó la pierna llena de costras sanguinolentas. Enseguida pensé en la lepra, en ese momento, me podía esperar cualquier cosa contagiosa: motivos no me faltaban en el estado de aprensión que me encontraba. Al final, resultó ser, que se comió una latilla de conservas en el mismo vertedero que se la encontró y le entró una urticaria, sin más complicaciones. Era inmune a casi todas las enfermedades, menos a las venéreas, que nunca dejaron de perseguirle porque nunca dejó de meterla en dios sabe donde.  Si por una de aquellas, en el Rastro, se le veía sobrio, era porque estaba tomando antibióticos. En el Rastro y la escombrera era donde se sentía neciamente libre, encubriendo su timidez tras el recelo y la picardía. Allí era donde únicamente se manifestaba extrovertido y, sobre todo, donde se reía. 

El Tuti Barati tenía también un vertedero, del cual, se encargaba de vigilar de que quien no estuviera autorizado, vertiera en él. Al igual que Cachocable, recogía chatarra y, los trastos y las antigüedades, las llevaba al Rastro los domingos. No eran los únicos que se buscaban la vida de esta manera, pero sí fueron con los que más intimé, pues el Rastro se abastecía, fundamentalmente, del reciclaje en las escombreras y contenedores de basura y casi todos los artículos aseados y seleccionados del resto de paraetas, aunque en primera instancia alguien pudiera pensar que florecían espontáneamente, no tenían otra procedencia que la del reciclaje y el madrugar para buitrear. Lo del buitreo es en sentido literal. Visualicen la  imagen de una manada de buitres cercando a una presa vulnerable; picoteando desde todos los flancos para rematarla en medio de un paraje aislado: el de la marginación social.      
Lo de Tuti Barati era porque a lo largo de la mañana gritaba con voz de barítono ¡tuti barati, regalati! La verdad es que en este aspecto, no era como Cachocable: ni barati ni regalati. Pero me caía en gracia el grito que salía por la boca de aquel tipo enjuto y alargado.       
Vendí mi cámara Nikkormat EL a través de un anuncio que puse en el periódico El Trajin. Conseguí quince mil pesetas, aproximadamente la mitad de lo que me costó unos años atrás y me apliqué el cuento de la Lechera: invertiría ese dinero en genero, junto con los beneficios, y me convertiría en un comerciante (por el momento no pensaba convertirme en un trapero).  
Entré en una pequeña librería que hace chaflán entre las calles Cádiz y Sevilla, en la que tiempo atrás, había comprado algún que otro libro de segunda mano. El dueño era un hombre de mediana edad, diminuto, con unas grandes gafas de montura metálica que descansaban sobre una portentosa nariz aguileña que le confería un aspecto cómico y entrañable. No era ésta, precisamente, una de esas librerías de viejo que imponen a primera vista por la cantidad y calidad de sus libros, documentos, grabados etcetera, sino que más bien, parecía una hogareña salita de lectura. El hombre estaba relajado leyendo un libro. Le dije:
-Mire, resulta que yo vendo en el Rastro y venía a ver si usted tuviera algún lote de libros baratos para buscarme la vida-; ya me salía lo de buscarme la vida con bastante soltura y naturalidad. El librero dudó un momento y, a continuación, se le iluminó el rostro con una pícara sonrisa (que el maestro Paul Ekman definiría como deleite por embaucar). Me señaló con un dedo dos baldas de la estantería que quedaban a sus espaldas en las que habrían  unos cien libros en total, y me dijo:
-Todo esto te lo dejo por mil pesetas; no te salen ni a duro el libro-. Eché un vistazo al material por encima y, lo mejor hubiese sido aplicarme la regla de oro: “Lo que no quieras para ti no lo quieras para nadie”.Yo, sinceramente, no me hubiera interesado por ningún ejemplar de aquellos excepto, para encender la chimenea; pero, como no tenía ni eso, me dejé llevar por mi soberbia ignorancia de aprendiz sabelotodo, pues creía a pies juntillas, que en el Rastro se vende todo, y los compré. Así comencé mi primera experiencia como mercader.
En el Rastro extendía los libros sobre una tela, planos y ligeramente escalonados, con el único propósito de ocupar el mayor espacio posible dentro de los dos metros que me había adjudicado yo mismo junto a una de las casetas del viejo mercado. Me había independizado del pariente, ya que la situación se hacía cada vez más incomoda para ambos por cuestiones del más básico instinto territorial. Así pues, una madrugada tomé posesión de aquel sitio. La situación del Rastro por aquel entonces, a mediados de la década de los ochenta, evidenciaba el desinterés político hacia los más vulnerables de la sociedad de un modo elocuente: el orden espontáneo de las primeras oras de la mañana, poco a poco, se transformaba en un sórdido barullo más propio de un mercado de la baja edad media, variopinto, caótico y hasta cierto punto inseguro y, por lo tanto, atrayente para el público que necesitara poner a prueba su capacidad de asombro, así como también servia para que algunos vendedores pretendieran deshacerse de las telarañas de sus bolsillos echando mano de sus talentos naturales en el desarrollo de las buenas y las malas artes. El mercado dominical que, a principios de los años sesenta surgió de los escombros de la guerra civil en un paraje decadente como el Mercado de la Congregación, ahora se desparramaba por las calles adyacentes y volvía a sus orígenes de infamia y marginación. De los pocos puestos de chamarileros con los que se inicio esta nueva etapa en la que Pechuán,  jubilado ordenanza del ayuntamiento y aficionado a la quincalla antigua, recuperó para la ciudad a semejanza del Rastro de Madrid, o sea, domingos y festivos, atribuyéndole un ambiente de feria a diferencia de los Encantes de Barcelona, que se celebran en días alternos durante la semana, excepto los domingos, con lo cual, el enfoque del mercado es más comercial que lúdico. Solo quedaban media docena de vendedores con autorización de venta, el resto, éramos todos usurpadores con la tácita autorización de la desidiosa administración local. 
El instinto territorial de cada uno afloraba en el mercado asilvestrado y, a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga (como se suele decir). El esfuerzo, la constancia y la antigüedad, no suponía ningún derecho de los más débiles frente a los más fuertes. Se respetaba al que de alguna manera infundía miedo o, en su defecto, ostentaba quincalla fina en su parada, por esta regla de tres, mi menda pasó a pertenecer a la congregación de Cachocable y todos los simples dentro de la nomenclatura del Rastro, para entendernos, la de los pelagatos.  
 
Al poco tiempo de instalarme en mi nuevo puesto, aparecía de vez en cuando y a media mañana, un gitanito joven, alto y muy delgado que, currándose la página de la lastima, me convencía para que le dejara un poco de espacio para vender unas cuantas menudencias que consistían en medallas, cruces y anillos de plata. Casi siempre era esto lo que traía a vender; aunque él me decía que se los encontraba escarbando como las gallinas en los contenedores de basura, yo sospechaba que los sirlaba: ¿qué otra cosa podía hacer, sino mal pensar…? ¿a caso no era gitano? Lo cierto fue que congeniamos. Cuando llegaba a las quinientas pesetas de venta, recogía sus bujerías y se largaba a comprar costo y a recogerse en su casa donde se fumaba unos porros y se alimentaba de cafés con leche y galletas (por eso estaba tan delgado).  
Cometí el error de darle cuartelillo al gitanito de marras porque en el lote también me entraba su hermano mayor, un personaje seco, de rostro avinagrado y enfermizo que vestía a lo Camarón: camisa despecheretada para ostentar su poder aurífero; chaqueta corta con hombreras; botines con tacón cubano, en resumen, que el gachó iba más chulo que el Punteras, que al andar se daba con los tacones en el culo. El pariente se presentó un día y me exigió que le hiciera un hueco en mi puesto para poner unas cadenitas de oro, algún reloj de pulsera y una bicicleta de niño. Con esa cara y esa pinta, me dio por pensar que todo aquello lo sirlaba a los niños en los parques. Pero también me equivoqué: aquello lo compraba cuando cobraba el subsidio de sus niños y antes de que acabara el mes ya lo estaba vendiendo. Con más mala follá que gracia, al contrario que su hermano, tanteó la manera de apabullarme para continuar con la tradición calé de “engañar a un payo al día para dormir tranquilo”, según sentenciaba Ramón J. Sender. Lo de “aluego te lo pago” y “déjamelo que se lo voy a enseñar a mi primo”, fue lo primero que intentó “el moreno de verde luna” , pero esto me lo sabía, así que siguió con el repertorio, con el único fin de acoquinarme. Después de muchas negativas por mi parte, me percaté de que su rostro palideció, yo diría que de miedo, a la vez que su miedo daba miedo percibirlo. Supongo que mi cara le estaba reflejando lo mismo, pues me jiñé por las pencas, pero aguanté el primer asalto. A la siguiente vez, acudió con su miaja de garrotica colgada del antebrazo izquierdo y buscó un hueco en las inmediaciones, no muy lejos de donde yo me apalancaba, y se colocó y no dejó de mal mirarme, pero, sin sobrepasar una línea imaginaria que, para los dos, supondría la distancia justa de huida como si esta disputa se tratara de animales en  un bosque de asfalto.    

                                         
ESTO ME SIGUE GUSTANDO

En mi nueva ubicación tenía a mi derecha a un jubilado que le había cogido gusto a comprar y vender herramienta robada. Emboscado tras la impunidad de la madrugada, paciente y sigiloso como un chacal, aguardaba la entrada en la plaza de yonkis y rateros que eran quienes le suministraban el goloso festín. Extendía la mercancía sobre una lona a lo largo de tres o cuatro metros con total naturalidad y alevosía. De cuando en cuando, los dueños reconocían sus herramientas porque las marcaban. Unas veces, con devolverla quedaba el asunto zanjado; pero otras, ponían el asunto en manos de la policía que inmediatamente le hacia recoger y lo trasladaban a comisaría. A la tercera vez que pisó la comisaría, se le quitaron las ganas de continuar con el negocio; desapareció y nunca más supe nada de él. Al hilo de esto, recuerdo que a un cuñado mío le robaron su coche: un SEAT ocho cientos cincuenta coupé, muy fardón, por el que habían pasado tantas manos como por la barandilla del metro. Apareció al poco tiempo en las casitas de papel del barrio de Nazaret. Le acompañé al lugar donde lo encontraron y allí estaba la policía. Le entregaron el coche al que le faltaba el radiocasete y la caja de herramientas: “eso lo habrán vendido en el Rastro”; apostilló uno de los policías. Esa fue la primera vez que escuché la palabra Rastro y el veredicto fue de culpabilidad: no hacía falta ser arbitrario para adjudicárselo. Ahora, hay que ver lo que son las cosas, me encontraba involucrado en sus íntimos secretos e intuía que, en ausencia de normativas y providencias, de derechos y obligaciones, el concepto Rastro excedía los sutiles márgenes de la propia ética de cada cual y la moral ciudadana. No cabía duda, pero, ¿acaso no sería este el fin que le habían encomendado para que sirviera de ejemplo con el que cotejar las virtudes de los demás?. 
En total y después de varios meses, logré vender cinco o diez libros a veinte duros cada uno. Era decepcionante ver la indiferencia del mismo público transitando por delante de mi parada sin mirar ni preguntar. Si lo hubieran hecho, yo ya estaba dispuesto a rematarlos por cualquier precio; pero ni eso siquiera. “El  genero está quemao”; me sentenció el Tuti Barati. No podía hacer otra cosa que rendirme ante la abrumadora evidencia de mi fracaso comercial. 
Entre semana, me pasaba la mayor parte del tiempo haciendo papiroflexia sin preocuparme por renovar el material. Me compré el primer libro, del susodicho arte, en el Rastro y me tomé con empeño la maña de doblar papel. Era para mi muy gratificante manipular una simple hoja de papel y convertirla en una figura con apariencia cada vez más real. Hice todas las pajaritas de Unamuno y complicados modelos, humanos, vegetales y animales, extraídos de los libros japoneses que acabé comprándome en la librería Paris Valencia, ya que en el Rastro no aparecían. Me gustaba llamar la atención demostrando mi habilidad en público y me consolaba que, al menos, algunos miraban mi puesto en el que dejaba caer, con premeditada indiferencia, las figuras que componía. En seguida desperté la sospecha en un compañero. Me preguntó que cuanto tiempo había estado en el talego. Yo le dije que era blanco y entonces me contó, que él acababa de salir de un penal militar de Canarias después de cumplir siete años de una larga condena por pegarle “un palizón a un teniente”, y que allí se dedicó a tallar pequeñas piedras que encontraba en el patio del penal, con la punta de un clavo, para matar el tiempo (ya que no pudo matar al teniente, supongo). Esta historia me conmovió. Las que le siguieron, me mataban de aburrimiento sin compasión y, en adelante, la relación con este vendedor fue, por mi parte, la de escabullirme en todo momento de su empalagosa verborrea etílica. 
Por otro lado, y para aumentar mi asombro, desperté sospechas también en un labrador de unos sesenta años que vestía al más puro estilo huertano: boina, chaleco, espardeñes y a penas chapurreaba el castellano. Con cualquier excusa se acercaba a charlar conmigo hasta que, un domingo, me soltó sin ningún tapujo que, para él, lo de dar y tomar por culo era lo mejor que le había sucedido desde que, en compañía de otro labrador, lo descubrió en la quietud de la huerta ¿blasquista?. Yo sin ningún tapujo también, le dije que, por el momento, quería conservar los siete pliegues del ojete en su sitio. Nunca más volvió a tocar el tema; pero continuó merodeando por si acaso cambiaba de opinión. Durante mucho tiempo después, cada vez que veía a algún que otro labrador con espardeñes, faja, caliqueño y boina, me preguntaba, si no sería éste el afortunado que plantaba nabos en el bucólico huerto del vecino.                 
En casa, mi madre, hermanos y hermanas con los que convivía en un piso del barrio de la Plata, se mostraban bastante tolerantes con mi vida bohemia. De momento, no los afrentaba ante el vecindario con mis notorias borracheras. Tenía veintinueve años y, desde los catorce en que probé el primer carajillo, mi vida había girado entorno a los dulces sueños del alcohol y las pesadillas de su ausencia. En aquel entonces, ni yo mismo creía en mi, ni mucho menos mi entorno más cercano; aunque por el momento intentaba salir del obside de mi nefasto pasado. 
Dejé la papiroflexia y me dediqué a hacer máscaras de cartón. Mi vena artística estaba en efervescencia. Nunca fui constante ni supe encauzar mis sentimientos más profundos y mis emociones reprimidas a través de ninguna disciplina artística de las que comencé, de manera fundamental, porque todas las figuras, a las cuales admiraba, pintores, escritores y, sobre todo músicos, a las que me hubiera gustado parecerme, eran adictas al alcohol y drogas y yo solo las imitaba, muy bien por cierto, en cuanto a las borracheras y otros estados alterados de la conciencia, hasta que me di cuenta que, primero aprendieron las técnicas de sus respectivas artes, jóvenes y sobrios, y que en todo caso, sería más adelante cuando se aficionarían al lento suicidio, con o sin motivos.
Aquí, en el Rastro, encontraba discos, libros y herramientas para pintar o modelar a precios asequibles, a veces irrisorios y a crédito, así que ya no podía ponerme como excusa la falta de medios y, sobre todo, me encontraba en un estado de renacimiento personal, en el sentido literal de la palabra. La técnica del modelado en barro y el vaciado en escayola la aprendí en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de la que fui alumno oficial durante un curso y parte de otro. Pretendía hacer fotografía y aventurarme por esos mundos de guerras, catástrofes y demás ruinas humanas con una Nikon F2 o una Leica al cuello y  ganar el premio World Press Fhoto. Pronto lo dejé porque mi situación personal, en todos los aspectos, (por entonces tenía veintidós malgastados años) no estaba a la altura de mis ambiciones. Sin embargo, las nociones de dibujo, modelado e historia del arte, fueron determinantes a la hora de defenderme con las antigüedades y encauzar mis polipatéticas experiencias artísticas posteriores. 
Me inspiraba para hacer las máscaras, en cualquier lámina o moldura que se me antojara y pudiera adquirir en el Rastro. Preguntaba a unos y a otros cómo conseguir el cartón para modelar, la cola de conejo y el blanco pané para el acabado (no me resultó muy difícil, porque como ya habrán adivinado, vivo rodeado de petardos). Supe por indicación de un artista fallero que, en la calle Corregería, una droguería vendía a granel todo lo que necesitaba. La droguería era pequeña con el interior de madera de principios del siglo XX. Las innumerables capas de pintura ocultaban, casi por completo, la decoración tallada en la madera de pino mobila de las estanterías y el mostrador. La aparente decadencia, al primer golpe de vista, y la buena disposición del droguero, con su guarda polvos de color del papel de estraza con el que envolvió la cola de conejo y el blanco pané, me trajo recuerdos de la infancia, cuando en casa, nos limpiábamos el bullate con este papel. El consejo de cómo prepararlos y utilizarlos fue una gentileza del tendero que recuerdo con  afecto. Con todo lo que necesitaba a punto, me puse manos al barro. No es que empleara jornadas agotadoras en realizar los modelos, solo que, resultaba lento el proceso de secado del cartón que tenía que ser al aire libre y dependía de la meteorología, con lo cual, a duras penas conseguía un nuevo modelo cada dos semanas como mínimo, y del que solo podía producir una unidad. El resultado era original, pero, el precio poco atractivo y después de dos o tres meses, lo abandoné. Lo único que salí ganando fueron las horas que pasé modelando e investigando cómo solucionar los problemas técnicos que, a cada paso que daba, surgían espinosos en las condiciones de aislamiento y penuria económica en que me encontraba. Me di por vencido en este sentido y continué buscando mi singularidad. 
          El escaso dinero y el poco nivel de conocimiento del mundo de las antigüedades y el coleccionismo, ceñían mis compras a los restos que otros más aventajados dejaban. Compraba algunas cosas con poco dinero o de fiote, que revendía en el mismo domingo. Pagaba las deudas y me quedaba algo de dinero para tomar café durante la semana. Ya había desarrollado cierta picardía regateadora, cuando fui a vender a la casa del Poeta Negro (en el barrio de Campanar) una guitarra eléctrica, marca Hondo, modelo Les Paul y un amplificador Talmus de veinticinco vatios, que me compré a plazos, un par de años atrás, en la tienda dedicada a este menester para surtir a profesionales y aficionados, king size, Valencia Musical. En total me costaron, ambas cosas, sesenta mil pesetas del ala. Este fue mi primer trato con un vendedor que tuviera un establecimiento de compraventa, en este caso, de instrumentos musicales y sonido. Al Poeta Negro lo conocía por haberme comprado, en su día, una radio vieja en el Rastro, al que acudía el bardo, de cuando en cuando, a media mañana, con apariencia de gañan y empalagoso regateo. Entré en la planta baja que estaba en la parte antigua de Campanar, lindando con la huerta. Tenía los techos altos y, en las paredes, a considerable altura del suelo, había afiches clavados con chinchetas. Como si del firmamento se tratara, había que levantar la cabeza hacia atrás para poder ver a los artistas del parnaso, del cual, era él era parte integrante y manager. Animaba cumpleaños, bautizos y comuniones junto a un payaso, una folclórica y un mago. Desplazaba al elenco en una furgoneta Ebro con menos compresión que los pedos de su anciana madre. El mago May Roller fue quien me relató, más tarde, las miserables condiciones en las que les hacía trabajar. Le enseñé la guitarra y el ampli (estaban como nuevos) y salí con el sentimiento de haber sido atracado. Me dio doce mil pesetas y una guitarra acústica tan buena como su reputación de artista y manager. Fui con la creencia de que conseguiría más dinero por el equipo vendiéndolo de esta forma, y acabé en las garras de un mezquino usurero. No me quedó más remedio que contemplar el negocio desde el lado positivo: me quité un peso de encima, ya que la guitarra solo me  servía para despertar remordimientos de conciencia cada vez que tropezaba con ella. Y, por otra parte, la asquerosa sensación de sentirme victima, me hizo reflexionar, sobre la actitud que estaba tomando cuando a la inversa era yo quien compraba. 
Le había cogido gusto a lo de regatear y ya era uno más de los que se recorría el Rastro husmeando el rastro del congénere abatido. Sus rasgos eran inconfundibles: aspecto desaliñado y carros; soledad y miedo. Cuanto más derrotado era su  porte, más me daba prisa para ganar la mejor perspectiva en el corro que circunvalaba al vendedor. Escogía  los artículos que creía interesantes con ansiedad y picardía, esperando, sobre todo, que el vendedor ignorara el valor de lo que vendía y así satisfacer mi avaricia por encima del legitimo provecho comercial: el poetastro me dio la segunda lección sobre la conveniencia de tener o no tener escrúpulos.         

EL CALLEJÓN

Conforme transcurría el tiempo, aumentaba la atracción que sentía por el Rastro y sus enigmas. Esperaba con impaciencia que llegara la madrugada del domingo para buitrear.     
Por primera vez en mi vida, experimentaba la sensación de estar enamorado y no tenía miedo al fracaso. Me sentía seguro en cuanto a que podía deambular por sus respetos como un gato: independiente y autosuficiente, sin más atadura que la de mi propio egoísmo, vanidad, orgullo; en definitiva, todo lo que dentro de cada uno hace que seamos nuestros mayores enemigos (o eso creo yo ¿no?).
Ya que en el barrio donde vivía me ahogaba en la atmósfera chabacana y tediosa de los bares en los que dilapidaba mi único caudal, el tiempo, una mañana cogí el autobús número trece (para cambiar de hábitos más que de aires) y me bajé en la avenida del Oeste. Crucé por el interior del Mercado Central; atravesé la calle de los Escalones de la Lonja y me di de lleno con el rastro diario que se montaba en la plaza del doctor Collado, mejor dicho, en el callejón del maestro Generoso Hernández. Allí, pasaban la mañana algunos vendedores del Rastro dominical junto a oportunistas ociosos, en el entorno ancestral del Encante o Baratillo de Valencia, atraídos por la atávica costumbre de mercadear al margen de cualquier escrúpulo. El tiempo, solo había transformado el escenario que durante siglos albergó la coexistencia del mercado diario de comestibles y especias con el Rastro, en los alrededores de la iglesia de los Santos Juanes y junto a la Lonja. 
El chamarilero, trapero, ropavejero, chatarrero de entonces, con su más mala que buena reputación, se estaba transformando en reciclador al compás de la opulencia. El contenedor de basura ya no era solo el deposito de desperdicios inmundos, restos orgánicos con los que se alimentaban cerdos, gallinas, perros y gatos, sino que contenía además, los restos de otro tipo de festín: el del consumo que crecía exponencialmente. A esto se le sumaba que, por entonces, pisos y edificios enteros del casco antiguo y la zona del ensanche, comenzaron a recuperarse y el contenido caduco de las buhardillas, pisos, talleres, tiendas y almacenes acababa en los contenedores de basura y de escombros. Alguien tenía que meter la mano y el hocico en el contenedor para recuperar los tesoros. Los chatarreros ya lo hacían buscando metales, cartón y papel que vendían a peso en las chatarrerías. Pronto, su olfato e instinto se adaptó para detectar libros, papeles y metales antiguos que iban a parar, en última instancia, a manos de anticuarios, libreros, coleccionistas, etcétera, a través de ávidos intermediarios apostados desde muy temprano en la plaza del doctor Collado, lugar de mala reputación, por ser, hasta entonces, punto de encuentro de chorizos y peristas y, para la policía, un coto para darles caza. 
El callejón del maestro Generoso Hernández era corto y estrecho en el que recaían la parte trasera de dos edificios: a un lado, uno en ruinas y, al otro, el de una pensión (con derecho a chinches y expolio) y la tapia de un solar; al fondo, una desolada plazoleta y el pequeño bar que era un punto de encuentro. 
Eran las once de la mañana (continuaba con mi habito de madrugar poco) cuando aterricé en el mercadillo. A esa hora, de genero bueno, no quedaba ni rastro. Ropa  y trastos de escasa enjundia reposaban en el suelo de ambas aceras sobre telas o cartones para salvar el raído pavimento o las mierdas de perro y gargajos que, como islas esmeralda, adornaban un paisaje abatido por la apatía. Eché un vistazo a las cuatro o cinco paraetas y le compré al maestro Ricardo un pantalón Levis y unos zapatos por trescientas pesetas del ala. Me los guardé en un macuto que traía colgado al hombro y me puse a charlar con él. Era un hombre culto y ameno… hasta que se petroleaba con el vino peleón que se administraba con una bota por la que sentía tanto afecto o más que por su can. En esto estaba yo, cuando un negro me preguntó si tenía algunas gafas RayBan para vender. Le contesté que no, con toda naturalidad, puesto que me acordé de que en su día, le vendí unas, modelo aviador, en el Rastro dominical. A continuación, dos policías de paisano me abordaron y me solicitaron la documentación. Revisaron el contenido del macuto y los bolsillos de mi pantalón, y me cachearon. No me lo tomé muy bien y les dije no sé qué de derechos constitucionales. “¿Qué te traías entre manos con el negro?”- Me preguntaron. Me quedé perplejo, porque por entonces, no tenía nada que ocultar, excepto que, los lunes, aprovechando el día del espectador, me iba al cine y después pegaba un polvito en el barrio chino. Era la primera vez que me cacheaban y, a decir verdad, consiguieron su propósito de humillar y meter miedo en el cuerpo. 
No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que este era el procedimiento habitual de la policía para establecer un censo de lo que parecía, más bien, el patio de una cárcel Boliviana, en contraste con el ambiente de feria del Rastro dominical. Todavía me quedaba por demostrar, a chorizos y peristas, que yo no era ni colega ni chivado ni policía.
  Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue probarme el pantalón y los zapatos. Estaba entusiasmado, como en mi infancia, cuando una sola vez y en Semana Santa, estrené un pantalón de vestir. ¡Unos Levis etiqueta roja y unos zapatos de piel! Exclamaba para mis adentros, usados, sí, pero hasta qué punto… me hundió. En apariencia, los pantalones no tenían mucho desgaste; sin embargo, la entrepierna estaba raída por el roce de los muslos del tío o la tía que se los enfundaban. Uno de los zapatos tenía una raja en la suela de goma que a simple vista apenas se apreciaba, solo doblándolo hacia dentro, aparecería una grieta descomunal. Mi gozo en un pozo. En adelante, le presté más atención a estos detalles a la hora de comprar ropa y zapatos y aprendí a calcular mi talla de la manera que le vi hacer a un negro. Cogió un extremo y otro de la cintura del pantalón, con el botón abrochado, y se rodeó el cuello hasta que ambas partes se unían por las puntas en el cogote: todo lo que sobrara o faltara tenia que ver proporcionalmente con la talla de cintura y sería un indicativo para comprarlo, o no. Aunque me apliqué en incorporar a mi acervo cultural este sutil ingenio, unas veces parecía un fantoche y otras un torero, dependiendo de que el muerto fuese más grande o más pequeño que yo.
En la plaza del Collado no podía aburrirme como en mi barrio lo hacia. La inseguridad, el ambiente marginal; real, palpable, sin maquillaje, estimulaba mis sentidos.  Desde pequeños aprendemos que la pobreza va asociada, según el grado de indigencia, a la enfermedad contagiosa: tisis, lepra; tara física o mental. Aprendemos también a reaccionar con un código emocional establecido: espanto, asco, lastima. Y a razonarla como la manifestación del pecado, así, que mis emociones y sentimientos bloqueaban mi razonamiento y todos los días me iba a casa con deberes al ver que la miseria moral germinaba en el estiércol de la pobreza material como lo hacia en la abundancia, solo que aquí, la Bolsa de Valores, estaba llena de pan duro y al que más y al que menos, con veinte duros en el bolsillo, ya no lo ahorcaban. 
El manguis era el ultimo del escalafón. Manguis es el diminutivo de mangante: el que estira la manga para pedir limosna y, por extensión, el más pobre entre los pobres. “No había sábado sin sol ni manguis sin carro” como dice el refrán. 
Con un somier como base; los largueros de una vieja cama de madera para tirar y guiar; laterales con puertas o, en su defecto, traseras de armarios; ruedas de pequeña bicicleta o moto, un prodigio de diseño, enclenque, a la altura de la astucia de cada uno. Su  tamaño iba parejo a la envergadura de cada cual, utilizando como medida estándar, el somier (los más menudos  recurrían al somier de cuna y los más gigantes y fuertes, como era el caso de Toni, al de canónigo) servía para cargar el mayor volumen y peso de metal, papel y cartón con el mínimo esfuerzo, y competía por un trozo de asfalto en la calzada, como cualquier otro vehiculo, solo que dando la nota.
El manguis amanecía sombrío y canino en el callejón, cual penitente tirando del carro de su culpa, dispuesto a ser degollado por los oportunistas. Toni era el máximo exponente de manguis y no solo por su gran envergadura, pues medía un metro y noventa centímetros, otrora de complexión recia, sino por que en él concurrían todos los elementos para adquirir este rango: soledad y, en última instancia, alcoholismo ¿o al revés, no sé?; mezclado con la intemperie, el hambre y el frío, o sea, aquello que quebranta la voluntad y el amor propio de cualquier persona y te infunde un miedo perpetuo. Toni era un gigante con el candor de un niño. A él incluso le gustaba llamarse manguis porque, seguramente, se sentiría menos solo al compartir su pobreza física con otros que nunca conocieron otro estado que no fuera el de la indigencia perpetua, como era el caso de Vicentín, su entrañable compañero de fatigas y mentor en el arte de conjugar el latín con el latón, cobre, hierro y bronce. 
Toni bebía el vino por arrobas y maldecía al mecánico que le ayudó a quemar la junta de la culata de una furgoneta, dos caballos de la marca Citroen, con la que acudía a los mercados ambulantes a vender numismática. Se quedó solo y sin dinero. Sin su medio de transporte que era también su casa. Después de algún tiempo, la grúa municipal le retiró la furgoneta y acabó desguarnecido en la calle. A raíz de este percance fue cuando se confeccionó el carro más grande con un somier de canónigo (¿o de matrimonio? no sé muy bien, pero aquello parecía una galera y él un caballo percherón)  con la intención de acarrear gran cantidad de chatarra, ganar dinero y recuperar su legendaria furgoneta. Cuando yo lo conocí, ya llevaba muchos inviernos soñando a la intemperie con convertirse en un Onasis y comiendo en la Casa Grande, con lo que a fuerza de mal comer y mucho beber, llegó un momento en que apenas podía tirar de aquella carreta aún estando casi vacía. No había cumplido los cincuenta años y ya había alcanzado la cumbre de su decrepitud: apenas tenía memoria y muy mala circulación de la sangre. A menudo lo veía que manoseaba (para dar lustre) objetos que él decía que eran de oro, cuando, a lo sumo, resultaban ser de bronce o latón. Anhelaba encontrarse el cofre de un bucanero repleto de alhajas y monedas de oro y plata y, lo cierto, era que en parte lo iba encontrando poco a poco: un día un anillo de oro, otro un collar… unos pendientes.  
Juanito el Sevillano buscaba afanosamente un lugar en el callejón donde apalancarse y tomar el sol, por tomar algo de caliente, como él bien decía, puesto que apenas comía y no por falta de ganas. Más que orgulloso, era soberbio, despreciaba el auxilio de la Casa Grande y vivía abrazado a la miseria, que lo devoraba por fuera, en tanto que la tisis lo hacía por dentro. Vivía (con el permiso del enterrador) en lo que tiempo atrás fue una pensión, cuyo dueño, un indiano que hizo fortuna en cuba y al morir dejó numerosos inmuebles en el casco antiguo a sus tres hijos, un varón y dos hembras ya entrados en años, que vivían en la indigencia acumulando inmundicias, pues los tres eran tarados mentales. La pensión se encontraba en un antiguo edificio de tres plantas en la calle de Caballeros esquina con Purísima. En la planta baja había una panadería donde todos los días cocían pan en el horno y, no quiero ni pensar, el martirio que padecería Juanito con sus sentidos agudizados por la tisis, sobre todo, oliendo a pan y magdalenas recién hechas. En la pensión, solo quedaban dos huéspedes más: un travestí bizco y penco y un  mangante bujarrón, los cuales, pagaban con calderilla (que no era más que una limosna) a la más tarada de los herederos que integraban el desdichado trío, quien, además, se consumía en su sañuda demencia. 
El tísico hacia alarde de la astucia que desplegaba para embaucar a manguis y subnormales en su propio bebeficio. Manipulaba con usura los pocos conocimientos de que disponía al respecto del valor de los objetos o, lo que es lo mismo: compraba a uno y vendía a cien. Pero donde antes bebía licores, ahora bebe vino peleón y mora en el infierno que retroalimenta con su propia mezquindad, rodeado de sus orines y esputos; ratas y cucarachas. Los piojos campaban por sus ropas tiesas al igual que por los pelos de la cabeza y barba y, despedía en grado superlativo, un olor a humanidad putrefacta del que hasta el más mangui, por amor propio, huía.                            
Ya solo le quedaban unos cuantos alvéolos en un cacho de pulmón cuando lo conocí.  Llamaba con insistencia a las puertas del cielo, pues dos veces estuvo desahuciado en el sanatorio de Porta Celi y, las dos veces, lo resucitaron a base de tres comidas diarias y sosiego. 
El Maestro Ricardo nunca llegaba antes del mediodía. Venía andando desde la calle  Islas Canarias, cerca de donde estuvo emplazada la fábrica de detergentes TÚTÚ, donde vivía en compañía de una perra setter y un gato siamés, en un piso de su propiedad. En el trayecto hasta la plaza del Collado, revisaba los contenedores de basura y acarreaba, indiscriminadamente, cualquier cosa mientras fuera pequeña y pudiera transportarla. Asomaba su delgada figura por el callejón, afeitado; siempre con americana, aunque su antecesor en la percha fuera dos tallas más grande que él. Le ocurría lo mismo con las camisas, pantalones y zapatos a los que siempre les sobraba tela o cuero: a esto lo llamaba comodidad. Conservaba la costumbre de usar corbata con lo que ennoblecía su aspecto de desdichado. 
Acudía con dos bolsas de plástico, una en cada mano, y en una de ellas, siempre llevaba una bota de vino y aquello con lo que afrontaba su soledad: un transistor, una novela, alguna revista… Esto y un poco de fiambre que compraba en el Mercado Central, era suficiente para que una persona como él, se sintiera afortunada. 
Rondaba los cuarenta y cinco años; pianista de conservatorio y corta carrera profesional en la orquesta del circo-estable Price de Madrid que, en mil novecientos y setenta, cerró después de más de cien años de existencia: los dueños del circo pusieron fin a su declive vendiendo el solar. Se quedó sin faena y cuidó de su anciano padre al que le amputaron una pierna como consecuencia de un accidente: lo atropelló uno de los tranvías que circulaban todavía por la Avenida del Puerto. Siempre tuve la certeza de que aquel joven elegante y arrogante; de rostro afilado y cuidada melena, larga, lacia y negra; que paseaba unas veces con un anciano y otras con una perro, por la avenida del Puerto a principios de los años setenta, era él. Yo por entonces, era un crío recién llegado de un pueblo en las estribaciones de Sierra Morena; tenía catorce años y usaba pantalón corto de nylon y se me salía un huevo por el camal. Vivía en el Grao y acudía con fruición a la catequesis de unos recreativos que estaban ubicados en la misma avenida, a la altura en la que vivía el Maestro, en donde me engolfaba voluntariamente a base de holgazanear: sin ningún interés en el estudio y menos por el trabajo. Cuando me aburría, me sentaba en el escalón de la entrada de los recreativos y observaba a la gente transitar atrafagada en sus asuntos. Fue su perfil, nariz aquilina, frente huidiza y la melena que, aunque trasquilada, estaba ausente de canas, lo que hurgó en mis recuerdos quince años después de que aquel personaje, medio siniestro y entrañable, que impresionó mi retina en blanco y negro, volviera a impresionarme, pero esta vez, en Ektachrome.  
El Maestro dejaba las bolsas en el suelo y se dirigía solemne al séquito de olisqueadores que le rodeaban: “Estamos tiesos” decía cuando estaba de buen humor “antes llenaba las bolsas enseguida, nada mas salir de casa, y me tocaba volverme cargado como un burro” y continuaba: “relojes de oro, OMEGAS, PATEK PHILLIPPE… se encontraba uno de todo y ahora no sale nada”. Me sonaba a matraca las primeras veces que oía de boca de quienes rebuscaban en los contenedores, los portentosos relatos de tesoros rescatados de la basura. Cada uno tenía su propia epopeya que sacaba a colación en las rachas de poca suerte, como para redimirse del desencanto, y él, en esto, era uno más.           
Después de aclararse la garganta con un buen trago de vino, extendía sobre la acera las novedades. Un poco de cambalache con los jubilados y, a continuación, con algunos de ellos, compartía tertulia alrededor de su vino y fiambre. 
A un tertuliano en particular, había que echarle de comer aparte . Se trataba de un tipo de más de cincuenta años, tuerto, con un ojo de cristal, que estaba desterrado de Madrid  por un crimen que cometió y, aunque cumplió condena en la cárcel correspondiente, no podía poner los pies en la capital. De apariencia aldeana, cubría su cabeza con una parpusa que guarecía un muñón calvo y apepinado que, al parecer, estrechaba sus pocos recursos intelectivos sobre los que prevalecían sus bajos instintos. A menudo, se despedía diciendo: “me voy a casa a hacerme una paja porque me duele la cabeza; tengo que hacerme tres pajas diarias para que se me quite el dolor.” Aquello me sonaba a prescripción facultativa:  una paja cada ocho horas. ¿Quizá fuera éste tratamiento la causa por la que su cerebro lo tuviera tan seco como su ojo? Lo cierto era que, a la más mínima controversia, se sentía como un animal acorralado; gesticulaba como un energúmeno, apretaba los dientes con ira y se echaba mano al bolsillo del pantalón  del que sacaba una navaja de más de un palmo de hoja, la abría, y ese intervalo de tiempo era del que disponía su victima para alejarse corriendo. 
El tuerto, en el talego, decía que jugaba al frontón y comentaba que era muy torpe jugando, y a mi se me ocurrió puntualizarle, un día de insípida tertulia, que la razón por la cual nunca jugaría como es debido, no era otra, sino la falta de un ojo (me abstuve de pronunciar la palabra tuerto) hecho que le impedía percibir la profundidad y apreciar  bien las distancias. Pero mi pedantería solo sirvió para que él insistiera más en lo de su torpeza,  cuando, de repente, dejó de porfiar y me lanzó media mirada torva en donde ya pintaba la cólera y me di por enterado: levanté el pie del acelerador para no contrariarlo, y me alejé sin darle la espalda mientras él se debatía entre matarme o hacerse una paja.            
 
         El Sevilla era uno de los que inyectaba capital en la Bolsa de Pan Duro de este mercado. Era de los más antiguos vendedores del Rastro dominical. Glotón de prominente barriga potajera y cervecera; con aspecto de guiri desnucao (no tenía cuello, rubio de ojos azules y rojo gamba) facha y ludópata. Solo un peldaño le separaba del agobio de la indigencia: guardaba un decrépito palacete en la calle Portal de Valdigna donde compartía sus miserias con la carcoma en el cuarto de la portería. Todos los documentos, fotos, libros, artículos militares, abanicos, juguetes y objetos que atufaran a añejo, que pudieran aparecer en el rastrillo, pasaban por sus manos y por el filtro de un cuentahílos con el que los verificaba a primera hora de la mañana  
En oposición al Sevilla, se encontraba el mago May Roller. Se gastaba un peluquín almidonado que se encasquetaba como si de una boina se tratara: el bisoñé estaba tieso y pedía a gritos un lavado con tricloroetileno. Rondaba los sesenta años cuando lo conocí y después de sorprenderme con un juego de manos,  me dijo que los magos cuando se hacen mayores, pasaban a realizar juegos que se llamaban de pluma y oro, o sea, ligeros y de calidad. No sé si lo dijo porque antes trabajaba con avestruces y carros de combate. Con el mismo afiche, en el que aparecía vestido de chino mandarín, y el mismo repertorio, se buscó la vida en circos y fiestas pueblerinas. Por los años sesenta, coincidió en una turné  con el mudo que vendía quincalla en el Rastro dominical, que por entonces, era artista de la pantomima haciendo el número del hombre forzudo. El gañán (metro y medio de estatura y la envergadura de un peso pluma) levantaba unas pesas de atrezo poniendo cara de estar jiñando duro. Como no tenía ternilla en la nariz ni dientes en la boca, lograba esconder más de media nariz tras el labio inferior, para regocijo de niños y patanes.Ambos compartían el vagón del tren con chicas del elenco circense y, al parecer, el mudo en los momentos de ardor concupiscente, desenvainaba el troncho y se masturbaba delante de las damas. El mago, que presumía de sensible, inteligente y culto (y un poco maricón, diría yo) me contó todo esto poniendo cara de asco, incluso escupió mientras veíamos al mudo transitar con su carro cargado de chatarra por la plaza del Collado.
A parte de todo esto, el mago, en lo que sí que destacaba como una prestigiosa eminencia, era en el coleccionismo de tebeos, carteles de circo y barajas. No solo dominaba la arqueología de estos tres palos, sino que sus colecciones se encontraban entre las mejores de España. No es que fuera ni más generoso ni integro que cualquier otro oportunista, lo que ocurría es, que en su doble vertiente de compraventa y coleccionista, cuando se encontraba ante un material importante, pagaba por encima de las ofertas de otros como el Sevilla, con el que mantenía una irresoluble contienda a base de vehementes maldiciones en latín por parte del otrora teólogo y a la sazón mago. Vivía aislado en su mundo de papel y cartón librando arduas batallas para defenderse de la envidia que despertaban entre la chusma sus tesoros. Después de varias tertulias, disfrutando del sol o la sombra, según la climatología en la plaza del Collado, llegué a la conclusión, de que lo de “pluma y oro”, sería mejor que se lo aplicara más bien a su plúmbeo parloteo.                
Desde la plaza del Collado, en pequeños grupos, siempre estorbando, los jubilados oportunistas divisaban lo que se cocía en el interior del callejón como buitres en atalaya. Sus cabelleras grises, su aspecto de proletarios, podría dar a entender que tomaban el sol o la sombra resignados tras un pasado estoico. Pero lo cierto es, que tomaban el sol o la sombra para regular la sangre fría que circulaba por sus venas. No tenían otro interés que no fuera el beneficiarse de la ruina del prójimo (ya fueran conscientes o no del alcance de su proceder). Los yonkis comenzaban su carrera delictiva. Vacilaban entre la  épica de robar en los grandes almacenes, tiendas caras o baratas y el remordimiento de sus fechorías cuando aún podían entrever la línea que separa lo aceptable de lo no aceptable. Por ejemplo, les gustaba relatar sus fechorías, cada vez más viles y menos épicas, para recibir el apoyo paternalista de unos hombres cuyas vidas insípidas y monótonas, se enaltecían al convertirse en jueces prevaricadores. 
Obtienen el perdón de sala  en el primer conato con los tribunales y, seguidamente, la primera estancia en la cárcel de la que los yonkis salen convertidos en consumados delincuentes que necesitan la heroína para robar y robar para seguir metiéndose heroína. Sin embargo, el ratero profesional, se mete heroína como si ésta fuera el móvil que justificara su conducta egoísta. Al yonki-ratero y al ratero-yonki, la cárcel los unificaba y confluían con un mismo fin,  todos los días, excepto los domingos, en la plaza del Collado. 
El Punki y su novia rondaban los veinte años cuando los conocí. Vestían de cuero negro y remaches; bebían cerveza a punta pala, fumaban porros y tonteaban con la heroína. La chica tenia los ojos verdes y no precisamente como dice el bolero “de mirada serena” sino de mirada pícara, enmarcados en un agradable rostro de piel clara. Delgada, buenas proporciones y buenos modos, sobresalía como un billete de mil duros entre tanta obscenidad. Él también era delgado, bien parecido, de mediana estatura, con aspecto de rokero maldito. Precisamente entablamos amistad entorno a la música. Me dijo, que tanto él como ella, intentaron formar un grupo de música punki en el que la chica tocaba el bajo y él la guitarra. En ese momento, al Punki ya solo le quedaba la correa Fender, el resto de aparatos, se los habían metido por la vena: aunque menos me quedaba a mi, que solo guardaba una púa con la que perpetraba atentados musicales.                    
  Por entonces, pensaba que poseían algo por lo que yo los admiraba: decisión, valentía. Vivian en un chupano; ella se encontraba preñada y él estaba en libertad provisional. Dos años de condena por mofarse y orinar delante de la comitiva castrense mientras arriaban la bandera en Capitanía General. No ingresaría en prisión a condición de no tener problemas con la justicia durante el tiempo que durara la condena, de lo contrario, entraría de inmediato.  
Los oportunistas estaban saturados de radiocasetes, herramientas y accesorios de coche, que era el palo al que se dedicaban mayormente sus proveedores para costearse la heroína y otros vicios. El Punki rateaba pillando descuidos allá donde encontrara el sitio adecuado y el momento oportuno hasta que dio con la veta de las antigüedades en el filón de los chupanos. Un chupano es una casa o edificio deshabitado, cuyo destino es el derribo o la restauración, ocupado por la fuerza de una pata de cabra o una fuerte patada humana, para refugio de quien se encuentra en la calle, hasta que son desalojados. Pues bien, como el Punki ya tenía experiencia en el arte de apalancar puertas y escalar muros para guarecerse y le sobraba astucia, solo le faltaba ponerle interés en lo que (supongo yo, y basándome en mi propia experiencia con este mismo palo, que relataré más adelante) pudiera encontrarse cuando abriera un chupano inexplorado, sobre todo en las buhardillas. En este punto no voy a entrar en detalle sobre la importancia y pormenorización de los objetos que, en ultima instancia y salvando aquellos que pudieran ser reclamados, rescataban de la prescripción de la picota y el vandalismo. Solo diré, que algunos trastos, en si mismos, por su naturaleza enjundiosa, eran valiosos tanto antes como ahora y, que para el resto de ellos, solo el tiempo les confería valor en mayor o menor medida dentro de la arqueología urbana.  
El Punki cogió con ganas el oficio de trapero y además de limpiar chupanos, limpiaba también, sin consentimiento, las buhardillas del casco antiguo con  la audacia que le proporcionaba tanto la heroína como el mono. Se colaba con cualquier artimaña en las fincas aprovechando la hora de la comida, momento en el que las calles están más tranquilas y los inquilinos concentrados en el manduca o la siesta. Subía hasta el ultimo piso donde se ubicaban las buhardillas y las cacheaba guiado por su infalible instinto de trapero hasta dar con los objetos empolvados: sustento de polillas y ratones. Hacía una primera carga y abandonaba el lugar. A veces, lo pillaban in fraganti algunos de los vecinos y, si no lograba conmover a sus perseguidores, siempre le quedaba el recurso de salir corriendo mientras hubiera un resquicio por donde escapar. Surtió, durante un corto pero intenso periodo de tiempo, a anticuarios y libreros de viejo. La cantidad y calidad del material que les suministraba, le reportó a más de uno, prestigio y jugosos beneficios. Lo que rechazaban estos, lo llevaba al callejón y lo remataba entre los oportunistas, entre los cuales me hallaba yo. Había encontrado la forma más fácil de costearse el enganche de ambos y en poco tiempo esquilmaron los recursos disponibles entorno al Rastro y el callejón. Así, que se dedicó a robar donde ya el material estaba seleccionado, o sea, en los almacenes de los anticuarios y libreros, como fue el caso de un librero al que incluso le vendió sus propios libros hasta que, cuando quiso darse cuenta, le había saqueado medio almacén. Ni este librero, ni ninguna otra victima, se atrevieron a denunciarlo. El bandido generoso 

desapareció para convertirse en bandido peligroso. Rara era ya la vez  en que no apareciera en el callejón inquieto, sudoroso. La policía estaba al tanto de sus  desparramos. Lo habían identificado saliendo o entrando en casas mientras los dueños estaban ausentes, incluso, robando a viejas. Así que no tardó en caer preso. Por entonces, su novia ya había dado a luz y le entregó el hijo a su madre, para que se lo criara en su ausencia opiácea. Como no sabía robar (por lo menos también como lo hacía el Punki) se dedicó a putear en el barrio chino para costearse el esplendido enganche que ambos disfrutaban. Estuvo el Punki unos meses en la Modelo y salió en libertad con un montón de juicios pendientes. Resultaba conmovedor ver a la pareja hacer planes para salir adelante. Buscarían trabajo, eso decían, y hablaban de que “lo estaban dejando, que solo se ponían de vez en cuando” como dice la canción, mientras se frotaban la nariz somnolientos y encorvados.                    
              Un día apareció el Punki en el callejón con un clarinete (estuche incluido) discos, varias pipas de fumar y algunos libros. Acudimos a olfatear el material que  extendió sobre la acera. La codicia me hizo sentir el veneno de la envidia cuando vendió el clarinete por tres mil pesetas. Yo me quedé con el resto del material por mil pesetas. Al domingo siguiente, en el Rastro, una pareja de jóvenes miraban mi paraeta, demasiado entretenidos y algo afligidos, manipulando los objetos, con lo que me dieron a entender, en primera instancia, que querían comprar alguna cosa. Pero resultaron ser los dueños de la pipa y un par de objetos más que identificaron como suyos. Se los habían robado de su casa mientras estaban de vacaciones. Les dije que los había comprado y que podían recuperarlos sin ningún impedimento por mi parte, a lo que me respondieron que podía quedármelos. Con respecto al clarinete, me abstuve de comentarles nada de lo que sabía cuando me preguntaron por su paradero. Me concedieron el beneficio de la duda y se marcharon 
resignados. Di unos golpes con los nudillos en la madera de la caseta que tenía a mis espaldas: pero lo que realmente me salvó, fue el no disponer aquel día de esas tres mil pesetas. Este incidente lo tomé como una lección que consistía en cuidar de mi codicia y no tanto en pretender salir impune de mis delitos.

La plaza del Collado mantenía en esencia sus orígenes en cuanto a que seguía siendo el bosque medieval, en el que antaño, se refugiaban manguis y zascandiles. Los tullidos daban brincos después de currarse la página de la lástima por el centro cosmopolita de Valencia, y entre los atolondrados, “el más tonto, hacía relojes”, según el axioma que circulaba por el callejón, con lo que quedaba probado que,  en el fondo, todos podemos ser soberbios o, cuando menos, fanfarrones. Los que vendían, de alguna manera, ordeñaban el rebaño de oportunistas (puesto que nadie más transitaba, ni por equivocación, por este bosque) con la astucia que la experiencia le aconsejaba, tras dejar atrás la etapa de primo o julai. En este sentido, el Sevilla era un magnifico desvirgador de primos. Con él tuve mi primera experiencia como julai. Como ya he dicho antes, aquí, en el callejón, con veinte duros en el bolsillo, no te ahorcaban, así, que acudí un día (tieso como la mojama) con un pendiente que me encontré en la calle, sospechando que pudiera ser de oro. Se lo enseñé al Sevilla, que lo ojeó con el cuentahílos y me dijo que sí, que era de oro:
-Lo quieres vender- dijo con un tono cómplice. Yo le dije que si.
-¿Cuánto quieres?
-¿No sé? ¿Cuánto me das tu? Le respondí. Comenzaba a emocionarme.
-¿Quieres quinientas pesetas?
-¡Vale!- Exclamé, casi dando botes de alegría. El pendiente era de oro macizo y podría pesar entre tres o cuatro gramos. De haberlo llevado a una joyería me hubieran dado tres o cuatro mil pesetas pero, como era ignorante al respecto, hice lo que tenía que hacer, o sea, el julai. Al Sevilla le costeé una tarde de bingo, y a mi no me faltó el tabaco en todo el día. En resumidas cuentas: ambos quedamos satisfechos. Por un lado, el Sevilla cazó a un primo y se realizó material y espiritualmente, puesto que cada día, éste era su cometido y yo, como primavera, me quedé en el limbo de los necios gozando de su mentecata generosidad. 
Es fácil sobrellevar lo de ser un julas, sin menoscabo de tu propia dignidad, mientras la ignorancia sea la responsable, en última instancia, de ese transitorio estado de aturdimiento que te eleva a la bienaventuranza de un subnormal. Pero la cosa se complica cuando se empeñan en que permanezcas, en contra de tu voluntad, babeando. Así pues, sin ningún  respeto y en legítima defensa, se batallaba por salvaguardar un poco de orgullo, en tanto que, las ganas de vengarte del que te la clavó, permanecían latentes hasta el día en que se materializaba la venganza. 
La plaza del Doctor Collado era el mejor punto de encuentro para el trapicheo a menuda escala; la heroína había enganchado a cuantos la probaron y dijeron: esto es lo mío y cabalgaron con ella a expensas de todo cuanto se les ponía por delante, especialmente: la chupa de cuero, el radiocasete y la herramienta del teki. Era tan solo cuestión de pasar de escrúpulos y la tentación acabaría por derrotarte. Los que reciclaban de la basura eran igualmente explotados por la misma situación: la marginación y fue con uno de estos, austriaco, con quien inicie mi campaña bandolera. 

Estaba debatiéndome entre el after, el heave y el pos, palabras de moda en los años ochenta que, aquí, en el degollado callejón, bien se podían aplicar a after-manguis, heave-cacos y  pos-traperos (por aquello de ir en armonía con los cambios de la década) cuando conocí a Gerhard, un austriaco que había aflorado a la superficie desde el sumidero del mercado de la sangre. Se había exprimido la médula en los vampiros. Laboratorios que compraban y vendían sangre, y a los cuales acudía dos o tres veces por semana. Aparte de esto, también pintaba en la calle y, en la calle vivía. Para su mal, lo recogió en su ardoroso seno, una valenciana, quince años mayor que él, que le escurría la poca médula que le quedaba a base de polvos. El Guiri pertenecía a una caterva de alemanes, manguis y exconvictos, que por entonces se afincaron en Valencia a la que llamaban Jamaica por la abundancia de hachis y sol. Según el protocolo de la mangancia internacional, se alojaban en las peores pensiones, en chupanos o en la calle y vivían estirando la manga a las puertas de las iglesias, pintando en la calle y, sobre todo, acudiendo al vampiro cuantas más veces mejor. Comían y se aseaban en la Casa Grande. Eran discretos conformistas, ya que si tenían algo en contra de la sociedad, era en contra de la sociedad alemana: a la nuestra la dejaban en paz. Cuando se cerraron los vampiros, la gran mayoría echó mano de la mochila y puso rumbo al sur (creo que a Málaga) o a su país. Pero Gerthard se quedó al cobijo del furor uterino de la susodicha. Era tímido en exceso y solo se relacionaba con un indio, de la India, que tenía un puesto fijo, donde estirar la manga, en la puerta románica de la catedral y con quien compartía la intemperie.
En cuclillas, junto a unos pocos trastos, Gerthard intentaba vender algo para conseguir dinero con que comprar el pan, que era cuanto su mujer le exigía a diario, pues el chorizo lo ponía él. Me acerqué a ver lo que tenía expuesto y le compré unos zapatos (esta vez los miré bien para evitar sorpresas). A continuación, conversamos sobre los tesoros de la basura, utilizando todos los recursos disponibles dentro del lenguaje humano y simio, para entendernos: enseguida surgió la admiración mutua y la empatía entre dos seres autocomplacientes.
Me dijo que empleaba la noche del sábado y la madrugada del domingo en rebuscar en los contenedores de basura y que conseguía fácilmente cuatro o cinco mil pesetas en el Rastro vendiendo los trastos, baratos. Yo, por entonces, miraba casi de soslayo los contenedores y no escarbaba como las gallinas en su interior, que era lo que había que hacer para extraer el tesoro, así, que no triunfaba como el resto de colegas. Coincidíamos a diario en el callejón y nos contábamos nuestras vidas mientras tomábamos café en el bar Xetabis de la plaza del Collado. Los dos practicábamos la abstinencia etílica de manera voluntaria, es decir, para no complicarnos la vida. Me contaba, que antes utilizaba el alcohol para quitarse el miedo.. Se reconocía como alcohólico compulsivo; era capaz de beberse el snap por litros y de pasarse horas y horas escuchando únicamente a Johnny Cast, en la soledad de su habitación, en un pequeño pueblo de Austria. Me recordaba bastante a mi mismo: estaba claro que ambos teníamos algo de autistas y el alcohol no era más que la chispa que disparaba nuestras emociones reprimidas en una sola dirección.  Con once chupitos de snaps y otras tantas cervezas, conseguía el punto de arrojo suficiente para cometer cualquier delito, lo que le llevó a comerse a pulso siete años de cárcel en su país por robar la caja fuerte de una fábrica de su pueblo. Tubo que poner tierra de por medio porque sus borracheras no les gustaban a nadie, excepto a él, y aprovechó el efecto llamada que, por aquel entonces ,corría por Europa de que España era como Jamaica.  
Por entonces, el Punky se encontraba en su mejor momento; casi todos los días aparecía con trastos, libros y papeles, cubiertos de polvo negro, y los vendía enseguida. Yo era uno de tantos que, en la medida de mis limitaciones materiales y conocimientos del mercado de las antigüedades y el coleccionismo, se beneficiaba de sus andanzas. Por mi parte, yo iba camino de convertirme en un Sevilla, acechador de incautos, ya que le estaba cogiendo gusto a aquello de estar a las caídas. Por otro lado, el Guiri (que era el mote genérico con el que nos referíamos a Gerthard, al que su mujer llamaba Johnny en honor al músico) veía al Punky como un competidor suyo en cuanto a las habilidades del modus operandi, y hervía en deseos por poner en práctica sus recursos de hombre araña, así, que me propuso pasar a la acción. Entonces me contó que conocía un chupano en el barrio del Carmen, cerca de donde él vivía, en el que quería entrar, pero, necesitaba la ayuda de otra persona para poder superar la tapia por donde únicamente se podía acceder. Mi ayuda consistiría tan solo en proporcionarle un poco de impulso hasta alcanzar el borde de la tapia. Tenia que ser por la noche y, aquí, fue donde entramos en debate, puesto que yo me empeñaba en hacerlo a plena luz del día, ya que por la noche, a la agravante de escalo, se le uniría la de nocturnidad y quizás también la de banda para delinquir. En el fondo, solo quería poner excusas para escabullirme, puesto que yo era bastante miedica y pensaba que poniéndole pegas al asunto desistiría y la cosa quedaría en un tema de conversación entre dos ociosos. Pero él se mostraba muy seguro y me convenció y quedamos para esa misma noche a partir de las doce. 
A la hora convenida, allí estaba el Gerhard, en la plaza del Tossal, equipado con botas de metalúrgico, braga al cuello, gorro de lana y un macuto que contenía una linterna de petaca; unos alicates y un destornillador: parecía un madelman, entre comando y collidor de naranjas. Yo iba de paisano, sin más complementos que el miedo en el cuerpo. El Guiri percibía mi estado y procuraba que el pánico no se adueñara de los dos. El lugar se encontraba cerca del punto de encuentro y, las calles del barrio, serenas y sin transito. Me indicó lo que debía de hacer, que consistía, en apoyarme de espaldas contra la pared y cruzar las manos con los brazos extendidos hacia bajo a modo de estribo, y así lo hice. Puso un pie en él y otro en mi hombro y con la agilidad de un gato se encaramó a la parte superior de la tapia y desapareció. Yo me quité de en medio y me dediqué a pasear por las inmediaciones. Aunque me encontraba nervioso, la adrenalina me estimulaba lo bastante como para saborear mi propia jinda. Al cabo de veinte minutos, salió por la puerta sin nada: el chupano, según me dijo, estaba escurrido. Yo era el experto en trastos e insistí en que me relatara lo que había visto, por si se le hubiera pasado algo por alto, ya que el chupano tenía casi doscientos años. Pero a parte de la inmundicia de sus últimos moradores, no quedaban ni los tiradores de las puertas. Nos fuimos cada uno a su casa, por mi parte, sin ningún sentimiento de fracaso. Estuve varios días sin verlo por el callejón y cuando apareció, estaba exultante y le costaba trabajo reprimirse para no dar saltos de alegría:
-Mira- dijo, y me enseñó un tren de hojalata que estaba impecablemente conservado en su caja original. Me quedé con la boca abierta.
-Sé de un sitio donde hay una buhardilla repleta de cosas-  y continuó el relato visiblemente satisfecho de si mismo: 
-La otra noche me colé en un chupano a través del balcón que se encontraba abierto y a poca altura del suelo. Miré en cada uno de los pisos y estaban completamente vacíos. Subí a las buhardillas y estaban vacías también, pero en una de ellas, taponada por grandes cestas de navidad y maderas, atrajo mi atención y me puse a despejarla. Comencé a escarbar y saqué unas cuantas cosas: intuyo que allí hay buen material, me dijo. Hay montones de revistas, libros y varios cajones de madera en los que no he podido mirar lo que contienen. Solo hice lo que pude y me largué con un cuadro al óleo y una lámpara de bronce modernista con sus tulipas de color que he vendido en una tienda de antigüedades. Por la lámpara me dieron cuatro mil pesetas y por el cuadro, ocho mil-. Cuando acabó el relato, por señas y chapurreando, me propuso acompañarle esa misma noche. Yo quise ponerle pegas, esta vez, en lo referente a mi torpeza y escasa fuerza física para trepar ni el más mínimo obstáculo; pero él me aseguraba que podría hacerlo, y así fue. 
Era un día entre semana y por el viejo centro de la ciudad había poco movimiento. Le propuse quedar a las once de la noche, por aquello de las agravantes, además, porque no quería levantar sospechas en casa, ya que cuando en otro tiempo trasnochaba, regresaba hecho un guiñapo. Hasta ese momento, mi madre se pasaba la noche en un duermevela, alimentando reproches que, al día siguiente, me reportarían una ración más de culpa y humillación, eso sí, tengo que reconocer que en estos casos tenía razón y no cuando se cebaba indiscriminadamente con sus hijos. 
Yo aprendí a respetar a los demás en casa. Respetaba a mi madre, porque le temía, no tanto a su alpargata, como a sus gritos, insultos y menosprecio: a mi padre, no tuve tiempo de manifestarle mi respeto porque se murió (de pena diría yo). Cachocable me recordaba a mi progenitor que, como él, también era esclavo de su timidez. A mi padre no lo llevaron nunca a casa hecho un guiñapo, al menos que yo recuerde, pero si a la cama, hecho un guiñapo también, y en volandas entre mi madre y alguno de sus muchos hijos en medio de un espectáculo lamentable. Mientras él lloraba, nosotros nos reíamos, hasta que pasó todo a sernos indiferente. 
El Maeso, que era como llamaban, los compañeros de trabajo, a mi padre, se mantenía sobrio y taciturno durante su jornada laboral como mecánico tornero en una factoría de harinas. Respetado, en tanto que admirado, y no por su bragueta, en lo que todos coincidían que debía de cosérsela, sino por su talento y talante sensible y pacifico.
Crecí entre gitanos y tenía en común con ellos, la necesidad, por el hecho de que me crié en una familia de quince miembros entre padres y hermanos y aunque vivíamos bajo techo, la comida, el afecto y el abrigo siempre fueron escasos, con lo que tengo que reconocer que en mi infancia pasé hambre, frío y todo lo demás, circunstancias que lejos de hacerte un luchador, te convierten más bien en un ser receloso, apático y pusilánime. 
Mi padre era obrero cualificado, de tradición hidalga, que lo único que podía hacer por nosotros era complementar las carencias materiales con un poco de gramática decente. En casa nunca se pronunciaba ningún taco; ni aluego, ni cualo, ni aiga, ni goler, ni paine, ni azaite, ni guchara, ni guchillo, el sonido de estas palabras era lo único que lo enfurecía y, aunque ésta, la gramática, no engordaba nuestros canijos cuerpos, sí enaltecía su orgullo porque marcaba una sutil diferencia entre la decencia y el asilvestramiento.    
Perdone, sufrido lector, por este paréntesis que he insertado en mi relato y que no tiene mucha conexión con el meollo del asunto que aquí estoy relatando, pero es que se me ha ido el santo al cielo y me he cegado con  los amargos recuerdos de mi infancia, que me han nublado el razonamiento, y los he volcado cargados de emoción según me venían a la mente. Pero, lejos de culpabilizar a unos y eximir mi propia responsabilidad, ya que todo se lo llevó su puta madre, me aplico el cuento aquel que dice “a lo hecho pecho”.

Se trataba de entrar trepando por el balcón que se encontraba abierto y a poca altura del suelo, como bien me había descrito el Johnny en su particular relato. Era un corto callejón sin salida; sin embargo, para mí supuso un gran esfuerzo físico coronar la escalada, pues era la primera vez que estaba siendo tan osado y fue gracias al fibroso brazo del guiri que impulsó mi delgado cuerpo hacia arriba , como pude entrar. Las piernas me temblaban no tanto por el esfuerzo como por la ginda que tenia encima. Pertrechados de linternas (de petaca, que por entonces, eran las que mejor resultado daban para este menester) subimos directamente a las buhardillas del ultimo piso, el resto de la finca se encontraba totalmente vacía. En todas  abundaban las tablas de madera y aparatosas cestas de Navidad  junto a ladrillos y carbón.  Comenzamos sigilosamente a retirar todo cuanto nos era inútil y, de entre una capa gruesa de polvo, fuimos descubriendo nuestro primer tesoro en los objetos desechados por unas cuantas generaciones antes, a la vez que, sin saberlo, me volvía adicto a las respuestas que obtuve a mis osados estímulos. Después de pasar el primer golpe de miedo al entrar, empecé a  sentirme bastante a gusto y, a medida que aparecía un objeto valioso, se adueñaba de mi la sensación de salir impune y esto me proporcionaba felicidad que iba retroalimentándose, en cada descubrimiento, hasta cuando hubo que tomar la decisión de salir, y entonces, el cangelo volvió a aparecer en mi cuerpo y a paralizarme. Johnny se dio cuenta de mi estado de pavo, porque lo comprendía mediante su propia experiencia pasada y presente; los dos estábamos acojonados,  pero yo mucho más. Por fin, nos decidimos a salir y no pasó nada. Una vez en la calle y con el botín a salvo, volví a experimentar una tremenda sensación de bienestar y a sentirme, poco menos, que un héroe. Así pues,  desde aquel momento quedaron  divididas las tareas: él se ocuparía de atender la parte intrépida, y yo, la catalogación y venta. Al día siguiente, nos dispusimos a pasear el material por tiendas de antigüedades y librerías de viejo para tomar referencias en cuanto al precio de los artículos, ya que estábamos en la inopia. Había quien no quería tratar con nosotros, sospechando de antemano, la procedencia ilícita de nuestros items y, tajantemente, exponían su parecer, pero los más, nos abrían sus puertas y sus billeteras. Como en una partida de póker,  los expertos comerciantes esperaban nuestro envite procurando enmascarar sus emociones; engrandecían los defectos y menospreciaban el material para conseguirlo barato y, en nuestra supina simpleza, nos preguntábamos: ¿si no vale, para qué lo compran?. A todo esto, notábamos una sensación de poder que, para mí, resultaba totalmente nueva. Los anticuarios nos mostraban una velada admiración que me hacia sentir protagonista y, por primera vez en mi vida,  la decisión que tomara,  tendría consecuencias que yo podía manipular, pues tenia la ultima palabra, ya que iba de mano en la partida a pesar de que jugaban siempre con la ventaja de la experiencia de su parte y, la necesidad, por la nuestra. Alcanzar cinco o seis mil duros por un buen lote era, para nosotros, un gran triunfo.  
Desde el primer momento este oficio se convirtió, para ambos, en una fuente de recompensas agradables, tanto emocionales cómo crematísticas, y nos dimos a la repetición. Primero, tardábamos, pero en poco tiempo reincidíamos con una periodicidad semanal utilizando la nocturnidad, el escalo y la pata de cabra, con la atenuante de que casi todo estaba abandonado y semiderruido y, la eximente, de coincidir en el momento y en el lugar, en el que todo estaba cambiando (al estado político-económico, me refiero). 
El Johnny semaba el objetivo y previamente visualizaba el cómo escalarlo y, para entrar, abría los postigos de los balcones con mucha maña, porque el ruido es el peor enemigo de un chorizo. Después de hacerlo, me habría la puerta de entrada para que accediera por ella y, cuando acabábamos el saqueo, se repetía la operación dejando el chupano casi sin el menor vestigio de haber sido forzado. Los sábados, bien entrada la noche, actuábamos para que el domingo, con la impunidad de la madrugada, aliviar el consumao en el Rastro, donde nos recibían y trataban como a estrellas de Rock and Roll. 
En un principio, acarreábamos el material en un carrillo de mano y a lomos de nuestras espaldas. Hubo una vez que, atravesamos el centro con un óleo que media, dos cincuenta por dos metros, con la suficiente suerte, de no tropezarnos con ninguna autoridad. Más tarde con lo que tenia ahorrado,  se me ocurrió acercarme a un desguace y me compre una furgoneta. Anteriormente habíamos tenido que abandonar en el lugar los muebles que no podíamos llevarnos por ser demasiado aparatosos, pero a partir de entonces, no volvimos a dejar nada que pudiera tener algún valor. Tanto el guiri como yo, teníamos preferencia por los objetos: su forma, colores y texturas. De inmediato captaban nuestra atención y estima, por el contrario y para nuestro mal, el material impreso o manuscrito, nos pasaba desapercibido y nos desprendíamos de él sin el menor apego. 
Pero no todo sucedía de acuerdo con nuestras expectativas. La suerte del principio y los recibimientos apoteósicos inflaron nuestros maltrechos egos y no supimos encajar las decepciones de cuantas veces salíamos y no encontrábamos nada o, lo que portábamos para la venta en el Rastro, no tenia la suficiente sustancia. Habíamos sido discretos y poco avariciosos. Nos contentábamos con entrar en viejas casas en ruinas, donde teníamos la certeza de que algo que hubieran abandonado sus dueños, escondido en algún rincón y perteneciente a su pasado, lo íbamos a encontrar. 

Se enroló en el equipo, Juanito el Sevillano, en los últimos estertores de su vida, como ya dije al principio: tan solo le quedaban dos lunas. Pobre y miserable hasta el punto de no poder alimentar ni a sus propios piojos, era ameno y divertido, excepto, cuando se mostraba soberbio recordando su hidalgo pasado en Sevilla, porque lo cierto era, que quien lo conoció en mejor posición social, me dijo, que nunca superó el rango de camarero, eso sí, camarero profesional. Anteriormente tuvo un puesto en el Rastro donde vendía monedas y papel antiguo. Y con este propósito de que nos ayudara en esta materia (seleccionar y valorar en el lugar, el papel y todos aquellos artículos  que se nos pudieran pasar por alto) disfrutamos unas cuantas noches de su apestosa compañía.    
Así fue durante un tiempo: fotografías, carteles, medallas y documentos de la guerra civil aparecían en alacenas y buhardillas, en más o menos buen estado;  aquello era como encontrarse oro molido, gracias a Juanito que nos levantaba la liebre. Pero la frustración se apoderó de nosotros tras varias noches en blanco después de haber entrado en varios chupanos y no encontrar nada o, tan solo, lo que otros correligionarios, con anterioridad, habían desechado. Johnny se acostumbró pronto a la buena vida y a ser admirado por los demás y, su marida (como él decía, refiriéndose a su mujer) lo presionaba para que se buscara la vida. Si, en un principio, a su mujer, le hubiese gustado morir como las cucarachas, boca arriba y a polvos, ahora quería morir atiborrada como las cerdas. Por este motivo perdimos la confianza mutua y nos acobardamos. Él volvió a beber su bebida favorita: manzanilla con snap para quitarse el miedo. Tomaba de seis a ocho manzanillas mientras trascurría el tiempo hasta ponernos en marcha. Circulábamos en la furgoneta aleatoriamente por la ciudad… pero no dábamos con el tesoro. Yo tenia que evacuar en casa antes de salir porque, en el diario, había leído que un atracador, cuando fue atrapado escondido en un portal, se había jiñao  por las pencas,  y no quería imitarlo en esto. Y casi sucede esto cuando una noche en la que habíamos apalancado una puerta (saltando grandes astillas del marco con mucho ruido) nos refugiamos en la furgoneta  (con Juanito transpuesto en la parte de atrás) para observar el movimiento vecinal y, en esto, que llegó una patrulla de la policía nacional y nos pidieron la identificación y el propósito de nuestra presencia en Mislata. Para nuestra sorpresa, amablemente, nos comunicaron que un tal Gerhard Mutter tenia que acompañarlos pues, había una orden de busca y captura.  Pese a sentirlo por él, me alegre de que no se dieran cuenta de que a dos metros de allí, estaba el móvil de nuestra presencia: una puerta visiblemente forzada.   
El guiri, por su cuenta, la había hecho gorda durante una de sus recaídas con el alcohol y tenia una orden de expulsión, así, que  lo trasladaron al centro de extranjeros. Cuando pude visitarlo, le lleve una tarta porque era su cumpleaños. Me quede sorprendido del tamaño tan exagerado de sus uñas y, cuando se lo pregunté,  me respondió  que era porque no les dejaban tener cortaúñas. A juzgar por el tamaño que habían desarrollado las mismas, bien podían servirles de arma blanca. Tuvo suerte y a los treinta días salió, en tanto que se resolviese el expediente, y ya no volví a tener más contacto con él. 
Por aquel entonces, yo estaba confuso y enganchado a la doble vida que llevaba: grandes dosis de adrenalina por las noches del fin de semana y una diletante vida  cotidiana en la que me complacía yéndome los lunes al cine de reestreno, hasta tres películas (algunas veces subtituladas) podía ver el día del espectador, por dos cientas pesetas. También disfrutaba, por entonces, aprendiendo magia y prestidigitación  por medio de los libros que conseguía baratos en el Rastro. Las mañanas, las pasaba hasta mediodía, en la plaza del Dr. Collado, que era un lugar de encuentro entre pobres miserables y mezquinos bienpensantes (disculpen la reiteración, pero es que no me canso de ponerlo de manifiesto). Muy instructivo, por cierto, este lugar, en cuanto a que podías ver y oír todo aquello que no debías de hacer para mantenerte, física, mental y moralmente sano. Me había habituado a acudir diariamente y, después de echar un vistazo a lo que se estaban vendiendo, me unía a cualquier improvisada tertulia (en principio, para pasar el tiempo) con los habituales  que me resultaban mas amenos. El Maestro Ricardo pianista en paro desde que cerraron el circo Price, llevaba hasta sus últimas consecuencias el concepto de amistad. Compartía sus pertenencias, sobre todo el vino, con Rosell, que era pintor de un mismo cuadro o, así me lo parecía. Tenia la paleta de colores desafinada y los pinceles mellados y aunque su pintor favorito era Sorolla, sus cuadros se parecían más a los del Greco con cataratas. Las figuras, deformes e inexpresivas (como su rostro hasta cuando el vino lo modelaba)  no se sabia si tenían dedos o manoplas. Su prolífica producción la dejaba en deposito entre varios  bares  por donde efectuaba su particular vía crucis, bebiéndoselos, con la resignación del dueño que era quien acababa  adjudicándoselos. Rosell  era un seudónimo que utilizaba para firmar los cuadros. Decía que no podía figurar en ningún sitio con su verdadero nombre porque tenia una deuda con la justicia. Nunca supimos de qué se trataba la deuda, puesto que era un experto embaucador. Sucedía que, todas las mañanas, aparecía tieso como la mojama, raramente disponía de dinero ni para costearse el primer carajillo. Se pasaba toda la mañana bebiendo vino peleón y eludiendo a las victimas de sus sablazos, los cuales, estaban hartos de cobrar en  arte.  Era por la noche, después de haber perdido hasta el ultimo jurdó en una timba, a la luz de las velas y en estado de cocimiento etílico, como pintaba los cuadros; a lo mejor es que habría que observarlos en el mismo estado en que los pintaba el Orvaneja; pero yo nunca los pude admirar porque soy alcohólico anónimo. En el talego, Rosell conoció a Enrique, el más representativo de los bajos fondos que  acababa de salir de la cárcel y, con sesenta años en el carné de identidad y en el rostro unos cuantos más, circulaba en ajustado pantalón vaquero al compás de una joven lumiasca. Rosell fue quien me contó la agitada vida de este personaje. La primera entrada que tuvo Enrique en el maco, aconteció como consecuencia de un atraco cometido por el Maquis, en el  cual militaba, a pesar de su corta edad  (diez y seis años) y en el que hubo sangre. A los compañeros mas adultos les dieron garrote, y a él le cayó una larga condena en los más duros penales en donde se doctoró en todo tipo de malas artes. Dominaba la falsificación y el disfraz y tenia la suficiente sangre fría, como para entrar en un cuartel militar, vestido de capitán, y salir con un cargamento de la cantina, después de haber cuadrado a los soldados. En el barrio chino se movía a sus anchas y, en la cárcel, mejor aún. Nunca vio  más horizonte que el perímetro de ese circulo. Ahora se dedicaba a los tekis, como espadista, y está pendiente de ingresar a comer garibolos en donde te dije.  
El desconcierto intelectual lo ponía el Tío Luís, un hombre enjuto y menudo que nunca llegó a pesar más de cincuenta kilos; sin embargo, había estudiado en la academia militar en lo años treinta del siglo veinte, alcanzando el grado de teniente, con lo cual, no cabe duda alguna acerca de su erudita preparación. De su prodigiosa e intempestiva memoria de tísico, extraía sonetos del siglo de oro y recordaba,  nota por nota, pasajes musicales enteros de su remota juventud y, de su libro El Orador, se aplicaba en recitarte un capitulo entero de aquel compendio filosófico (si te pillaba a solas). Así pues, buscábamos mil excusas para no satisfacerlo en su docta masturbación cerebral. Coincidió con Enrique y Rosell  en un master penitenciario, por vender espacios publicitarios en una revista de la policía, que no existía.   

EPÍLOGO
Lo más cerca que anteriormente estuve de semejantes realidades, había sido en la butaca de un cine o en el sofá de mi casa, viendo cine negro. Personajes que voluntariamente rozaban el limite de la existencia humana para justificar sus actos egoístas. Mi poca experiencia en la GRAN MALA VIDA, nos atraía mutuamente y, mientras los unos disfrutaban contándome sus reprochables vidas, yo me consumía en irresolubles contradicciones, puesto que no tenia a nadie con quien sobrellevarlas y, para asomar el pescuezo por entre la mierda, leía e iba al cine, siempre solo; atrapado entre dos mundos: mi pobreza material y mis aspiraciones intelectuales y culturales y, en  medio, la calidad humana desterrada de aquel lugar al que acudía todos los días de la semana, los meses y los años, esclavo de mi soberbia ignorancia.