martes, 27 de octubre de 2015

CAGADORES FURTIVOS

      Unos salían compungidos, como el que acaba de dar el pésame. Otros, ni siquiera se atrevían a entrar y, así, así, hasta que me tocó a mí. Me estaba meando vivo y entré sin reparar en la ofrenda (perdón, quiero decir, en la afrenta).
    Resulta que, ancladas en la marisma de orines, tres gandingas formaban un triángulo a babor y, a estribor, suponiendo que yo fuera una barca, la cuarta descendía en cascada desde el porta rollos de papel higiénico, de la ambulante cabina, hasta el suelo, en línea recta, como predijo Newton. 
    Si señores, así son las cosas en medio de la bulla del Rastro. Yo no es que sea, ni poco ni mucho, un blandengue que, de serlo, se me hubiera borrado la sonrisa de la cara para todo el día; pero no fue así. Regresé a mi puesto de venta como si nada, ahora bien, no hacia nada más que darle vueltas en la cabeza, al enigma de la gandinga nº 4. Además, que el que menos, la ha dejado caer en un rincón de un solar y luego se a limpiado el bullate con el canto de una piedra. Cuando era nano, por ejemplo, recuerdo disfrutar de esos momentos, en compañía de mis más entrañables amigos, descubriendo el mundo, cagando y fumando.
    Aquello era todo un acontecimiento iniciático que fortalecía nuestros lazos. Los domingos, “peinaos y mudaos”, tranquilamente, saboreábamos un Camel cada uno o, en su defecto, un Bisonte o, con más defecto todavía, un Celtas corto o un Peninsular, en tanto que cada cual apretaba para no ser menos.
      Es verdad, nos regocijábamos con nuestros defectos, cuya causa, no era otra que la de haber nacido en el seno de una familia defectuosa. Por lo tanto, era lo único que poseíamos, así que nuestra máxima satisfacción consistía en eso, en cagar y fumar mientras otros iban al cine, por ejemplo, o a misa y, para lo cual, teníamos un solar, ad hoc, donde las ortigas y las malas hierbas era lo único que crecía, puesto que, sobre nosotros, recaía la maldición de quedarnos enanos por entregarnos al vicio. Pero, a pesar de todo, crecimos; aunque estuvimos a punto de no hacerlo, no tanto por la maldición como por la falta de proteínas. Al menor descuido, nuestros pálidos culos enrojecían de prurito incandescente; pero daba igual, la experiencia lo merecía y reincidíamos. Quizá, fuera éste el peaje que tuvimos que pagarle, a las ortigas recaudadoras, por ser cagadores furtivos ¿Quién sabe?.
    Como estábamos siempre en la calle y, en la calle nos manteníamos invisibles, no nos importaba mear sobre cualquier muro municipal. O dibujar meandros, con nuestras aguas menores, sobre la calzada y aceras, también municipales. Aquello, para nosotros, no era nada personal, más bien, era algo existencial. Pero, ¿Y el que dejó aquella milhoja colgando? ¿Salió ileso de tan arriesgada maniobra? Pude constatar que si. Que aquel procedimiento ha acabado convirtiéndose en un modus operandi y, por consiguiente, no seré yo quien vaya más allá de esto: que con su pan se las coma.