jueves, 26 de agosto de 2010

LA METEOROLOGIA Y EL RASTRO

       Se me ocurre más a menudo mirar al cielo, porque con lo que me traigo entre manos, el  pronostico del tiempo tiene la última palabra. Por mi parte, a lo más que llego al respecto es, que cuando los expertos dicen que el anticiclón de las Azores está encima de la península Ibérica, hará buen tiempo mientras dure. O que cuando la borrasca del Atlántico barre de norte a sur el territorio peninsular, lo hace a gusto, descargando agua hasta que se cansa. Pero siempre me ocurre lo mismo y acabo encomendándome a la Diosa Fortuna y como el que no quiere la cosa, le hago alguna promesa para que esté de mi parte mientras miro al cielo con la perplejidad de un analfabeto ante un texto. Entre otras cosas, lo que digo, es porque en el Rastro, la venta con ambulancia y a la intemperie va unida a las inclemencias del tiempo como el rabo al perro ( se dice así ¿no?). El calor y el frío se soportan estoica y denodadamente, pero la lluvia y el viento son determinantes. La brisa es incomoda mientras sopla sin hacerse notar demasiado y a su merced quedan los artículos más livianos. Sin embargo, cuando el viento rachea, bien en invierno o en verano, en otoño o primavera, irrita y da por culo sin descanso. Pero sobre todo es la lluvia quien tiene la última palabra, porque si hasta el ultimo animal busca refugio y en tanto que llueve no caza, sino que contempla el negro panorama con una mística somnolencia, de esta misma manera me quedo yo, mejor dicho, nos quedamos: con cara de gilipollas. La peor lluvia es la fina y pertinaz, por eso, por su constancia y cabezonería. Insiste tanto, que acaba por echarnos: aburridos. Mientras que el chaparrón o ruixad tempestuos, aunque demoledor por su traidora alevosía, me resulta menos dramático, pues acorta mi agonía, nuestra agonía.
  

viernes, 6 de agosto de 2010

JUANITO CALAMIDAD: UN JUBILADO DEL RASTRO

    Desde hace ya algún tiempo vengo a coincidir en mi camino de salida y regreso a casa con Juanito el Catalán, un compañero del Rastro. Cuando tiempo atrás dejó de acudir a su puesto de venta yo fui uno de los que lo mataron. Por mi parte estaba claro. La ultima vez que hable con él, tomando café en el kiosco del mercado, me dijo que iba a hacer  65 años: buena edad para morirse, me dije. Yo sabía que no era tan mayor como siempre aparentó. Cuando comenzó a vender en el Rastro de Nápoles y Sicilia, andaría por los cuarenta y tantos y parecía que tuviera cerca de los setenta: la edad que tiene ahora. En aquel tiempo, su rostro, más que arrugas, tenia profundos valles que surcaban mejillas y frente. La piel que envolvía su diminuto cuerpo de no más de 1,50, estaba tan curtida como la materia prima de Ubrique; sin embargo, estaba ágil al igual que un mono de Gibraltar.
    El Catalán le llaman, aunque su gentilicio es el de maño o aragonés, pero como es de Fraga, un pueblo de Huesca donde se habla el catalán... Ahora vive en el sur de la ciudad, en una pensión de Ruzafa, lindando con Cuatre Carreres, y antes vivía en el norte, en otra fonda del Viejo Camino de Moncada, que en su día fue una corrala, probablemente, la última que quedaba en la ciudad. Allí compartia su ineludible pobreza, con entre otros outsiders, como el Ángel y el Jerónimo, compañeros del Rastro también. La cuestión es, que me alegré de verlo resucitado. Vestía ropa clara y limpia, detalle que tengo que resaltar, puesto que como antes chatarreaba y rebuscaba en los contenedores de basura, lo suyo era llevar ropa oscura para difuminar los lamparones grasientos que el borde del contenedor imprimía en el pecho y en las mangas. Su aspecto físico, denotaba que estaba atravesando un buen momento, ya que se había engordado. Estaba igual que cuando lo conocí, treinta años atrás, con la diferencia de que ahora no era la chatarra lo que le costaba acarrear, sino la maleta de Saturno.
    Un día me entretuve con él sentados en un banco de la calle en la que nos encontramos, y me contó que se había retirado de vender en el Rastro. Ahora cobraba la paguilla no contributiva de 356 euros con la que podía pagarse la pensión, y que comía en un comedor de la Generalidad para ahorrar dinero y costearse el tabaco y alguna cerveza. Incluso me dijo que tenía un poco de dinero al que echar mano en caso de necesidad. Mientras hablabamos de nuestras cosas, se reía de vez en cuando, pues tiene una risa espontánea y contagiosa y no escatimaba en gastarla a borbotones: es el único derroche que se puede permitir Juanito Calamidad.