miércoles, 5 de octubre de 2011

La Sección de Perfumería



En el Rastro, según se entra a mano izquierda,
por donde césares, cónsules y guardia
pretoriana,  adictos a la taquicardia,
berrean, brindan y gozan manque pierda

la inefable camarilla de Mestalla,
se encuentra la Sección de Perfumería.
 Adonde se bebe, ya que es bar cafeteria,
y el que se perfuma con exceso, calla.

Mas no para siempre; aunque de tal exceso
se infiera que beben para matarse
y no como pa refrescarse el gañote.

Y, si por una de aquellas, sale ileso
   el mercachifle de tanto perfumarse,
repite otro domingo, porque es cipote.
                                           


  
     Entré en la Sección de Perfumería para comprar una botella de agua de gran tamaño. Es el sitio más barato y, como es verano, consumo varias de ellas. Los parroquianos que se encontraban en ese momento en su interior, eran casi todos correligionarios míos, y suspiraban, adormecidos, debido a la escasez de liquidez y a la poca voluntad de la entidad en concederles crédito. No había brindis ni carcajadas. La cosa no estaba como para tirar cohetes, no. Según una circular interna del gremio de los  pelafustanes,  se decía, “que el índice de La bolsa de pan duro estaba atravesando por angustiosos momentos de incertidumbre. Que el gráfico de la situación presentaba unos afilados dientes de tiburón con rumbo opuesto a la dirección buena, y que estaba cayendo, de forma natural, buscando el centro de gravedad del asunto, que no era otro, sino la propia  indolencia”. Más adelante, y refiriéndose al Azar (al que todos nos habíamos entregado en cuerpo y alma desde hacía un puñado de lustros, y al que rendimos culto desde nuestra más estimada flojera) decía, “que nos había abandonado, dejándonos en manos de nuestros más siniestros enemigos: la responsabilidad, el amor propio y el sentido común”.
    Mientras recogía vasos, tazas y demás menaje de las mesas y mostrador para asegurarse el perfumeo y la estima del gañan, a la sazón gerente, encargado, barman y único accionista de esta franquicia, cuya Matriz era la UCA (Unidad de Conductas Adictivas)  Blas, medio perfumado y harto contrariado (aunque él, en honor a la verdad, dijo que estaba hasta los cojones) por la situación a la cual se había llegado como consecuencia de la invasión de mangantes*  procedentes “directamente del coño de su madre”; palabras textuales suyas, buscaba la manera de llamar la atención del cabo de la policía municipal, quien en un momento de escaqueo, disfrutaba de un carajillo sin alcohol. Al recibir la venia de la autoridad, dijo:
     -La culpa de todo, sinceramente, la tiene la Bollera- al referirse al gremio de los pasteleros, hacía hincapié en que el horno no estaba para bollos. Y continuó diciendo:
    -Toda esta chusma que viene directamente del coño de su madre a vender sin permiso- volvió a repetir, y en esto, que se acercó a la barra una gitana paisana de Blat el Empalador, rumana por más señas, quien rascándose la base de la teta izquierda con todos los dedos de la mano derecha, pidió una copa de coñac que le fue servida al momento. De un trago la engulló despertando el asombro del único ser abstemio que había por allí, y que era una joven barrendera condenada a trabajos sociales por pegarle una paliza a la mamona de su vecina, la cual exclamó: ¡jo, sin anestesia ni na! 
    No sé si lo he dicho ya antes en algún sitio, esto de que a Blas le llamamos porDuplicado porque está repetido: tiene un hermano que es dos minutos mayor que él ¿o al revés? Da igual, la cosa es, que ni entre los dos suman seis minutos de catón, pero muchas horas de  dieta cuaresmal de la de posguerra. La mezcla de ignorancia y pobreza les ha envuelto en un caparazón de rencor, tan duro y espeso, que no se fían de ningún representante del genero humano, y por ende, ni de ellos mismos. Sin embargo, a Blas le hubiera gustado ser poeta, o político Y continuó, más que nada, porque le faltaba intercalar un adverbio acabado en mente de los tres que consta su repertorio, ya que no pierde nunca la esperanza de poder rimarlos algún día en una trova improvisada: “Que vienen a quitarnos el pan a los trabajadores que correctamente cumplimos con nuestro trabajo… Se le notó que cuando pronunció la palabra pan, ésta tenía un tufillo algo demagógico, como si hubiera preferido decir vino.
    -¡Pero que trabajo ni que mierda, si tú no has trabajado en tu puta vida!- Lo dejó con la palabra en la boca El Formigueta, que a la sazón (y discúlpenme la finura, pero es que me suena bien esta palabrita) estaba de espaldas y de cara a la máquina tragaperras, como si estuviera fornicándola.
    -¿A escarbar como las gallinas dentro de los contenedores lo llamas tú trabajar?- Insistía el ludópata mientras agotaba los últimos pavos de un peculio que seguro debería.
    -Si señor de vosté- Blas se puso a la defensiva y lo llamaba de usted en su lengua vernácula. Y continuó en lengua autóctona:
    -Jo porte més de quaranta anys treballant  en la basura. En lugar de decir fem en su germanía, dijo basura como si le sonara ésta palabra de forma más melodiosa y menos despectiva en este otro idioma. Sinceramente es el único que correctamente utiliza la palabra trabajo para nombrar directamente su profesión, sin tapujos. Los demás, acudimos a cualquier eufemismo o metáfora para designar lo mismo, porque la palabra trabajo nos produce dentera.
    El Gemebundo es otro de los que hay que echarle de comer aparte. Tropecé con él y le saludé al desgaire. Hermético y receloso nadie sabe su pasado, excepto que de niño era más feo que de mayor. Gemebundo quiere decir llorón, y esto tiene algo que ver con que de pequeñito, parecía que siempre estaba llorando, y resultó ser que era así de feo. Tiene algo de chepa sin llegar a ser Cuasimodo a consecuencia de una malformación congénita. Es tan ludópata que se jugó y perdió su biografía la cual no valía nada y la tiraron a la basura y vino a parar al Rastro por el conducto reglamentario. Dice así:    
    “Su triste vida comienza con mal pie en un pueblo naranjero en los tiempos del hambre. Sus padres, al ver los claros síntomas de anormalidad y como solo podían alimentarlo a base de zumo de naranjas espigoladas, optaron (con la intención de que lo criaran, más que de que lo curaran) por endiñárselo a unos Hermanos devotos de los niños, cuyo hospital-asilo para el tratamiento de los huesos, se encontraba ubicado en primera línea de playa de esta misma ciudad desde la que, con el ánimo un tanto  mohíno por el recuerdo de aquella rendida estampa, escribo este panegírico del desdichado. Allí estuvo postrado en una cama que carecía de colchón. En lugar de jergón, reposaban las tiernas osamentas de los niños sobre una tabla de madera con el fin de enderezar cualquier hueso que estuviera torcido, según los avances de la osteología de la época. Así estuvo durante más de diez años, junto con más niños, en una sala espaciosa con grandes ventanales desde los que únicamente se divisaba el mar y algún que otro barco de vez en cuando. Este era todo su mundo: camas, monjas, médicos y mar, mucho mar… de manera que cuando su madre fue a recogerlo para llevarlo de vuelta al pueblo, el niño se llevó una gran decepción pues no había visto nunca ni calles ni casas. Cuando su progenitora le señalo una humilde casa en medio de una calle y le dijo: “mira, ahí vivimos”, al niño le pareció poco la morada familiar ya que creía, en su tierna fantasía, que toda la calle era suya. Si lo que quería era una casa grande, pronto tuvo otra con habitaciones palaciegas, solo que tenía que compartirla con centenares de niños (cada uno de su padre y de su madre) y más curas. Malos tiempos para los pobres fueron los años 40, 50 y 60 del siglo pasado, cuyas circunstancias obligaron a las familias menesterosas a desprenderse de los hijos que sobraban o estorbaban, dejándolos en manos ajenas. Y allí, en el orfanato, no aprendió ni el oficio de sastre ni el de zapatero ni el de carpintero (como San José), sino que más bien, y trayendo a colación al ínclito Quevedo que también era minusválido, se licenció, tras veinte años de perpetuo abandono afectivo, como maestro de la picardía. Y más tarde amplió estudios en los meublés de los barrios chinos de diversas ciudades, como rufián de bocadillo o, dicho de otra manera, como palanganero. También practicó la fullería en todos los ámbitos del juego; así que con tanto master, nadie hasta la fecha le reconoce el menor atisbo de generosidad”. Esto es más o menos lo que pude reconstruir a instancias de mi maltrecha memoria.  
     Al Gemebundo se le notaba que estaba ansioso porque terminara de arruinarse el Formigueta para hacerlo él, porque le ocurre lo contrario que a las demás personas. Cuando tiene el rostro tirante, como si tuviera un susto en su cuerpo o la mayor de las preocupaciones,  es porque tiene dinero, y el dinero le quema en el bolsillo. Por el contrario, cuando palma y se queda tieso, se muestra relajado, dicharachero y generoso; con ganas de compartir su indigencia con todo el mundo.
    
    Entre tanto, a mi me habían saludado ya tres o cuatro  fervientes admiradores de la mangancia, que me costaron otros tantos cigarrillos. Vengo a este sitio porque la botella de agua es más barata y casi siempre palmo. A la que me iba, se me acercó un gitanito que, más que “moreno de verde luna”, era negro del todo. Tenía el pelo y los morros de más abajo del ecuador de África; con más dientes que una fábrica de peines y si no llevaba el pelo teñido de henna, es que era pelirrojo. Una cosa rara. Era un muchacho mulato de porte astroso y totalmente asilvestrado. Esto me recordó las películas del oeste en las que los pieles rojas secuestran a niños blancos, que luego se convierten en indios, más indios que los propios indios. Deduje que era gitano cuando abrió la boca para decirme: 
    -¿Tú crompas guitarras?- Le dije que depende, que es como poner puntos suspensivos a la oración, o pasar cuando se va de mano en una partida de cartas, pues no veía que portara ninguna guitarra ni nada que se le pareciera. Por mi parte, he comprado en el Rastro, autenticas joyas de los mejores luthiers del país, de los siglos XIX y XX, que eran una delicia sostenerla entre las manos, cuanto más ¡qué sería el sonarlas!. Cautivado por el recuerdo del penetrante olor del ciprés y el palosanto que permanece casi inalterable con el paso del tiempo, y que son maderas leves como plumas y duras como el acero. Bien templadas con las tapas armónicas del mejor pinabeto de centroeuropa, junto con la elegante robustez de los mástiles (o mangos) de cedro y ébano y los acabados de las bocas y tapas en taracea o en marquetería, para regalar la vista, se me hizo la boca agua cuando me dijo que tenia una guitarrica en su casa, que era de aciprés con el mango de arébano.
    -Y ¿como hacemos para verla?- le pregunté.
    -El domingo que viene te la traguio, me maten. Y remató:
    -¿Tienes un cigarrico, su primo?”.
  

    El yonki estaba en una mesa compartiendo su tristeza con los libros que había comprado y un vaso de vino tinto para entonarse: él nunca se perfuma en público. Me acerqué para saludarle, antes de marcharme, ya que tengo buen rollo con él, y le pregunté como le iba la mañana y si había encontrado algún tesoro de tapa dura o blanda para metérselo por la vena.
    -¡Que va, es todo mierda lo que hay!- pronunció estas palabras estirándolas todo lo que pudo. Se que es mentira, lo que pasa es que ya queda muy atrás la experiencia del primer subidón, que ocurrió una madrugada de Rastro, y que yo recuerde, fue así más o menos. Iba el tal Yonki, en compañía de otro yonki, pero que en ese momento todavía no eran yonkis, desflorando paraetas en busca de primeras ediciones, cuando el olfato, más que la vista, los dirigió hacia el puesto de Pepito Cuatroquesos que estaba descargando miscelánea del interior de su coche-casa. Fueron los primeros en desvirgar el material de celulosa y tinta extraído de las minas de pan duro, o sea, del contenedor. Lo que compraron nadie lo sabe. Solo pudimos observar el repentino y familiar cambio de su comportamiento. Un cambio elocuente que consiste en aislarse del resto del mundo. Desde entonces, trasiega por el mercado sin parar, domingo tras domingo, madrugada tras madrugada, atrafegat en la urgente tarea de, por lo menos, quitarse el mono acumulado durante la semana. 
    -Me han dicho que andas recopilando datos para hacer una semblanza de El Encante- Le pregunté, porque sentía la curiosidad de saber, de primera mano, lo que se estaba rumoreando desde hacía algún tiempo: que Nicanor, el Yonki, iba ha escribir un libro a cuatro manos sobre El Rastro y la madre que nos parió y, por si le faltaban manos, le quería presentar a mi amigo Caldodepollo Writer, escritor de agudo ingenio que, como le sobran manos, porque hace los poemas con la punta del nabo… Y saqué de mi cartera una hoja din A4 doblada en cuatro pliegues, cuyos bordes estaban más sobados que las barandillas del metro, para que leyera unas coplas de pie quebrado que se le ocurrieron al rimador en honor del Tio de los Mil Duros, y que dicen así:

Cuentan los que precedieron
a estos que no abandonan
las fatigas
y abstinencias, pues perdieron,
y su derrota pregonan
sus barrigas
aferradas a la espalda.
Como digo, que dicen estos,
los asfixiaos,
veían el verde esmeralda
de los billetes dispuestos
y bien liaos,
asomar por la pelleja
de ese Tío de los Mil Duros
(treinta pavos)
que soltaba a tocateja
(en aquel Rastro intramuros
sin lavabos)
al gentil y al campechano
para gastarlos en chollos
y quincallas.
Era un Marshall el fulano
y cual cándidos pimpollos
¿o cobayas?
o más bien buitres, yo diría,
según me seguían contando
los desnucaos;
ya que era una carnicería,
más que un próvido aguilando;
pues, aferraos
a la miseria quedaban
los sandios, mientras las aves
leonadas,
aquel Rastro jalonaban,
desde antenas y arquitrabes:
de cagadas.

    -La copla no es que esté mal pero… le falta un poquitin de ritmo… no sé, no sé… Continuó, desganado. El no encontrar nada que despertara en él una mínima emoción, le hacía sentirse desgraciado y la realidad tomaba el control de sus pensamientos. Una realidad que aderezaba a base de vino y carajillos. Por quedar bien conmigo, se puso a declamarla en voz alta y cuando acabó de recitar la copla escayolada, el gerente de la Sección de Perfumería se acercó a la mesa en la que estábamos compartiendo la tertulia literaria, y me dijo en tono suplicante: 
    -Colega, mira a ver si ha venido el Tio de los Mil Duros y me lo mandas para acá.
    -Me voy- le dije al Yonki y me levanté de la mesa con el ánimo de atender la súplica del único accionista de la susodicha franquicia (el lector habrá observado que me estoy yendo desde hace ya un buen rato).
    Al llegar a la puerta me tropecé con El Gordo, mi preferido proveedor y compañero. Es este hombre, rechoncho, de cabeza rala y redonda como su rostro. En ese momento hacia una de sus apariciones  histriónicas, con el móvil pegado a la oreja. El Formigueta nada más verlo le preguntó:
    - Eh, Gordo ¿Te han dao eso?
    -¿El qué?- respondió el otro, haciendo un inciso en la imaginaria plática que mantenia con un interlocutor mudo en la que se refería a un presunto piso para vaciar (con consentimiento, se entiende) rebosante de todo cuanto pudieran desear cualquier cazador de chollos.
    -El bocao en la polla- Le respondió el Formigueta. Y el primero que soltó la carcajada fue  El Gordo. Esta vez le dio por reirse.
     Siempre hace lo mismo cuando divisa cerca acreedores y clientes defraudados, esto de echar mano al teléfono; mas no con el ánimo de calmarles, ni mucho menos, sino para provocarles envidia o… ¿Cómo diría yo…? Como diciendo: ¡os vais a comer una ful! Y yo, como esa semana me encontraba entre sus victimas, por unos cuantos pavos que me dejó a deber, entonces me acordé de un recado que me dio, para que se lo trasladara en cuanto lo viera, una de tantas que lo adoran y admiran  
    -Hola, Gordo, que me ha dicho la Chumi, que te diga, que cuando te pones en cueros, pareces un despertador encima de una mesita de noche. Ah, y que cuando le comiste el coño, tenía las purgaciones culeras. Al oír esto último, se puso la palma de la mano sobre la boca procurando esconder el reguero de verrugas que le delimitaban el hocico.
    -Pero no te preocupes- continué yo por mi cuenta:
    -siempre te quedará algún castillo que vaciar. Se pidió una copa de chinchón y le dijo al barman que se la pagaría luego.

    Por fin ya estaba de regreso en mi puesto. Era media mañana y El Rastro estaba en calma. Los buitres habían levantado el vuelo con viento favorable hacia sus respectivos escondrijos, y el gentío paseaba y contemplaba las paradas desmayadas como si fueran observadores de la ONU ponderando la magnitud de algún desastre. Pensarán que estoy exagerando. O que la metáfora resulta un poco rebuscada y sensiblera; pero créanme, después de que estas aves rapaces sacian su apetito compulsivo  (siguiendo con la metáfora del bardo) dejan El Rastro con menos chicha que el brazo de San Vicente.
    Me estaba comiendo el bocadillo (acompañándolo con grandes cantidades del agua de marras) que me había preparado la noche anterior y que consistía en una elaborada creación mía a base de fiambre. Por si acaso, aquí les dejo la receta de la celebre creación:  Una vez abierta en dos mitades perfectamente simétricas, la barra de pan comprada en un supermercado, se retira la miga y el lector observará como ésta se convierte, al instante, en una bola de plastilina. No la tiren, se puede reciclar para los trabajos manuales del niño o para enmasillar el sifón de la taza del váter. A continuación, se  extiende una base de mortadela con aceitunas y se superpone una capa de chorizo pamplonés. Se pueden ir añadiendo capas, cuantas se quiera, pero han de ser de marcas blancas, que cuanto más blancas son, más sed te entra. Lo envolví con esmero y papel de aluminio y lo deposite en el frigorífico para mantener la frescura de dicha ambrosía hasta el día siguiente, o sea, el día en que ocurrieron los hechos, que a mi peregrino juicio, merecen ser relatados para entretenimiento de un público ávido de sucesos… ¿cosmopolitas?.
    Como iba diciendo, me quedaba un cuscurro del citado bocadillo, cuando se acerco a saludarme El Perilla. Le estreché la mano y la noté floja. No hizo el menor esfuerzo por devolverme el apretón de cortesía, lo cual  quería decir, que venia con la intención de recibir algo a cambio de nada. He de decir, que por mi parte, también me alegraba solo un poco de volver a verlo. Más bien estaba sorprendido de que siguiera con vida dado el poco aprecio que sentía por ella.
    -Veo que estas pelechando- le comenté al ver el cambio tan radical que había experimentado. Tenía el cuerpo modelado en tres dimensiones y antes parecía un bajorrelieve. Se alegró de mi  tierna valoración a simple vista y estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas. La última vez que lo vi, llevaba sin hablarse con el agua y el peine, por lo menos dos años, el tiempo que anduvo libre, y era recomendable mantener cierta distancia para protegerse del asalto de los chuais, para los cuales, él era una ONG que le suministraba generosas transfusiones. Pensé que no sobreviviría más allá de dos lunas
     -¿Cuánto tiempo has estado comiendo garibolos?- le pregunté, aunque en el fondo me daba igual.   
    -Un año y seis meses. Estoy de permiso. Mañana lunes tengo que ingresar.
    -¿En Picasent?
    -No, en Daroca.
    -¿Cómo que en Daroca, es que te has hecho internacional?
    -¿Te acuerdas de lo del palacio Arzobispal? Pues, después de tanto tiempo, me pillaron por el modus operandi. Si que me acuerdo, le dije, sobre todo de aquella caja de madera de nogal, repleta de sobres en los que se podía leer: “CORRESPONDENCIA CON ONÁN” y que contenía la más lúbrica colección de postales pornográficas de principios del siglo XX que he visto en mi vida.     
    Me pidió un trago de agua el convicto y le dije: ahí la tienes, señalándole la botella; pero le advertí: ¡no la chupes!
    -Oiga, que yo no la chupo- dijo una señora que estaba enfrascada revisando una ropa de cama antigua que yo tenía a la venta en el interior de una maleta, también antigua.
    -Ya, ya lo sé, señora; pero no me la menee tanto que luego me toca plegar las piezas una a una para que quepan en la maleta.
    -¿Sabes lo que me ha venido a la mente al ver la plata? Me dijo, chasqueando la lengua varias veces, como si quisiera traerse a la memoria el sabor placentero de algo. Se refería al papel de aluminio que yo acababa de tirar al suelo, junto a mis pies.
    -Ahora que estoy limpio, no quiero volver a consumir.
    -Tú mismo- Se me ocurrió decirle, por decirle algo.
    -Hazme un favor, tráeme un paquete de tabaco y fumaremos. Y le di un billete de a diez euros.
  
    Estaba discutiendo el precio con un cliente que me quería vender media docena de cubiertos  porque no podía atenderlos, cuando por la megafonía del Rastro escuche:
    “Señores clientes: hoy gran rifa benéfica para conseguir fondos destinados a financiar el rescate del Tio de los Mil Duros que se halla secuestrado en el cuerno de África. No olviden pasar por la Sección de Perfumería, donde se encuentran a su disposición, las  papeletas”.
    ¡Que me aspen! Exclamé, que desde que me junto con intelectuales me he vuelto muy fino. ¿Qué coño hace el Tio de los Mil Duros, empitonao, y tan lejos? Me interrogué por un momento; pero enseguida caí en la cuenta de que estaría repartiendo dinero. ¿Pero a quien?. Bueno, tampoco me interesaba mucho, que digamos. La cuestión es, que movido por la curiosidad que me provoco la voz cazallera de la spiker, volví a la Sección de Perfumería por segunda vez, aún a costa de perder dinero por desatender mi puesto: aquello me olía a gatuperio.
    El gañán se encontraba rifándole el agua al vedriao del fregadero, condición indispensable para mantener esa mezcla de sabores en las consumiciones por la que es famoso en todo el mercado (la más popular es la caña de cerveza con sabor a Pacharán) y directamente le pregunté:
    -¿Oye, has visto al Perilla? Hace ya una hora que lo mandé a por tabaco y todavía no ha aparecido.
    -Estuvo aquí- me dijo el gitanito pelirrojo- me pidió mi brecicletica, y se najó pedraleando como si le fueran metió por culo un cobete. Adiós a mis diez pavos, me dije a mi mismo e intenté no dejarme llevar por la melancolía en la que se iba transformando poco a poco mi ira.
    -Ponme un agua con gas- le dije al barman- y tú, tomate lo que quieras- refiriéndome al gitanito, al que se le fosforeció la cara. Dijo:
    -Para mi un carajillico, sin gas, eh!.
    Bueno, a lo que iba. Cuando volví en si del tremendo mazazo, recalé la mirada en una caja grande de cartón que perteneció al embalaje de una lavadora (a juzgar por la impresión de la marca registrada) que estaba encima de una mesa, ajustada a la pared, en la que había un cartel con dos dedos de pátina a base de nicotina, y un romano con minifalda verde y túnica granate. A los pies de la figura se podía leer: SAN PANCRACIO y más abajo una lacónica sentencia que decía así: Trabajo y salud. Enseguida supuse que éste era el objeto del sorteo… El San Pancracio, no, la caja.  
    -Bernardo- que así se llamaba el gañan- ¿A como son los boletos de la rifa?- le pregunté.
    -A dos euros.
    -Y ¿Qué es lo que se rifa?
    -Es una sorpresa    
    La caja estaba precintada y decorada de manera minimalista, o sea, sin nada, excepto un graffiti en la cara delantera en el que se podía leer: De parte de Valero: que le den por culo al clero. Y firmaba el grafitero adjuntando el DNI y solicitando apostasía. ¿Sería esto un mensaje que hubiera que descifrar, para averiguar el contenido de la caja sorpresa? No podía saberlo, puesto que no contaba con datos suficientes.
    Alrededor de la obra conceptual se encontraban enfrascados, en asamblea de base, casi todos los parroquianos, presididos por El Gemebundo y, como único punto del orden del día, apostar por cual sería el contenido de la dichosa caja. 
    -Dame dos- Le dije al tal Bernardo, y le di un billete de a diez pavos para que se cobrara.
    -No cobres lo que se han tomado, que lo pago yo. Escuché desde el fondo del local. ¿De quien podía provenir aquel alarde de generosidad? De algún cliente defraudado no podría ser, si no, no me hubiera invitado, y mucho menos de ningún presente. Fue lo primero que pensé, y mirando en la dirección de donde provenía la voz, la cual no me era familiar, vi a una persona que estaba sentada en la mesa por la que nunca nadie reñía por ocuparla: la que está situada justo a la entrada de los lavabos. Me dirigí a él para expresarle mi agradecimiento por la invitación, y le dije:
    -Hola, ¿Nos conocemos de algo? y le extendí la mano, no para pedirle nada, sino para estrechar la suya, y al momento ambas se fundieron en un cordial saludo.
    -Enkantado. Le dije.
    -Gracias, igualmente- me dijo. Pero yo no le quise aclarar, que lo de Enkantado era mi mote. En ese momento no sabía sus intenciones.
    -Yo soy el sobrino…
    -De Pichadulce- le interrumpí, precipitándome en la conclusión. La cosa es que no sé porque motivo me vino a la mente el nombre de este personaje… ¡Ah, sí! ahora lo recuerdo. Fue que cuando le estreché la mano, observé que llevaba un reloj de pulsera de la marca Cuervo & Sobrinos, entonces me vino a la mente, Pichadulce: una joya de Buitres & Hijos… de Puta.
    - No, soy el sobrino Del Tío de los Mil Duros.
    Era este hombre, joven y menudo. Moreno, con los ojos saltones y de aspecto rubicundo. Vestía de sport con ropa de marca; pero habían unos detalles que lo delataban: llevaba las zapatillas deportivas blancas, con churretes, calcetines marengos, otrora blancos, y como tenía el pelo recién cortado, olía a barbería paquistaní.
    Después de intercambiar modales de buena crianza, por ambas partes, me senté frente a él en la misma mesa de cara al estrecho pasillo que conducía a los establos, y le pregunté:
    -¿Cómo está tu tío, bueno, nuestro tío? Aunque nosotros seamos adoptados.
    Fue ésta una pregunta retórica, sin apenas sustancia; pero él enseguida se vino abajo y confesó. Dijo:
    -Yo también soy adoptado- bajó la mirada y se puso colorado, aunque este último detalle no sé si fue del todo cierto… como era rubicundo.
    -No pasa nada, estás entre hermanos- le dije, por quitarle hierro al asunto.
    -No te he visto nunca por El Rastro; sin embargo, por lo que me dices y por lo que veo, eres uno de los nuestros. ¿En que contenedor te encuentras la ropa? Con esta pregunta fui directo al grano.
    -Por la zona del ensanche- me soltó sin ningún doblez. Y pude apreciar cómo sus ojos se iluminaban a la vez que el resto de su rostro, como si se liberara de una pesada carga.
    -Es una pena, que con las buenas prendas que llevas puestas, el muerto fuera, por lo menos, dos tallas más grande que tú- le dije; pero esta observación mía en ningún momento  socavó su vanidad, sino más bien lo contrario.
    -Estas zapatillas me están matando- exclamó a continuación, enarcando las cejas en un visible gesto de dolor y exhalando el aire de los pulmones por la boca lentamente y acompañándolo de una prolongada interjección ¡aahhsss! (que no sé si se escribe así, por cierto; pero ustedes ya me entienden)
    -Voy a quitármelas para aliviar el maltrato. Entonces yo le dije: ¡para, para, no extiendas la carnicería!.
    -Parece ser que el muerto que llevaba esos zapatos era más pequeño que tú, ¿no? Le interpelé
    -Creo que sí.
    -Esto es lo que pasa cuando nos vestimos de contenedor: que nos puede más nuestro peculiar sentido del glamour. Pero que le vamos a hacer, al fin y al cabo, somos invisibles.     

    Voy a aparcar por un momento el final del encuentro con el hombrecillo de los ojos saltones, para ponerles al corriente de lo que estaba sucediendo en el otro extremo del local. Por una parte, el Gemebundo estaba fomentando y dirigiendo una apuesta paralela al sorteo y que consistía en adivinar lo que había en el interior de la citada caja. Los rumores que circulaban, en este sentido, se decantaban abrumadoramente por un solo objeto y las apuestas estaban como sigue: 9 a 1 a que en su interior había una mierda; sugerencia, que como se puede suponer, provenía de El Formigueta: que no hay frase que pronuncie que no contenga este concepto. No sé en otros mundos, pero en el nuestro, éste vocablo es el que con más fruición se excreta por la boca de todos. En fin, todos menos uno habían apostado a que en el interior de la caja sólo podía haber una gandinga. Yo pasé mucho de incorporarme al juego, ya había comprado una papeleta, más que nada, por vincularme a la causa.
    De repente, fue una tremenda sorpresa, para todos, cuando la caja comenzó a tomar vida propia emanando unos susurros francamente desgarradores y moviéndose en todas direcciones:
    -Socorro, que m`aufegue…
    Esto produjo estupor en los presentes y puso a prueba los rápidos reflejos del cabo de la policía local, que había vuelto a hacerse un enjuague, y ni corto ni perezoso desenfundó el revolver y apuntó al corazón de la caja… por si acaso. Con más miedo que otra cosa, se abalanzaron sobre la caja sorpresa, el Gemebundo y media docena de pelafustanes, que eran los que estaban más próximos, y lograron serenar los estertores del ente, lanzando la caja contra el suelo. Al abrirse ésta por un lateral a consecuencia del topetazo, asomo una zapatilla deportiva de un pulcro color rosa del número 37, y enseguida recompuse en mi mente el resto del organismo multicelular que acompañaba a aquellas zapatillas tan moñonas: pertenecían a Blas porDuplicado. Esa misma mañana, cuando aún no había amanecido y me estaba ayudando a descargar los trastos de mi furgoneta, ya me sobrecogió la traza que portaba, de la que destacaban, en medio de la oscuridad, las mencionadas deportivas en contraste con aquel cuerpo menudo, enjuto y de rostro avellanado. Hay que resaltar, que las zapatillas se le ajustaban al pie como un guante, que todo hay que decirlo. Le ocurre a menudo esto de no fijarse en el corte ni en la hechura de las prendas que se encuentra y que luego luce sin ningún pudor en su cuerpo de escalopín. Así como tampoco tiene en cuenta la fragancia de la colonia (que también se encuentra) con la que el fabricante intenta seducir a uno o a otro sexo.
    Pues bien, hecho este inciso, que era imprescindible hacerlo para abundar en lo que dije anteriormente con respecto a nuestro peculiar sentido del glamour, prosigo con lo que aconteció entre tanto que Blas volvía en sí a causa de la insuficiencia respiratoria y del porrazo, a consecuencia del cual, por casi se desnuca.
    El incidente traspasó las lindes propias de la Sección de Perfumería e inundo El Rastro de un meritorio sentido de solidaridad y, al lugar del siniestro, acudió una numerosa delegación de goleores. Abriéndose paso por entre las piernas y resquicios de estos últimos, raudo y con claros síntomas de déficit de atención por hiperactividad, se apreció una figurilla de lo que a simple vista me pareció un muñeco de tómbola.
    -¡Pare, Pare!- gritaba entre sollozos el referido muñeco, que como se puede apreciar por el sustantivo que profería, tenía que guardar parentesco en línea directa con Blas. Efectivamente, así sería si no fuera porque Blas, al que el niño llamaba padre llenándolo de gozo y haciéndoles mucha ilusión a ambos, era en realidad, un padre ficticio. Blas ya tiene edad para que el niño de marras fuera su nieto. La realidad es que a Blas le entró en un mismo lote, una madre y un niño (no me pregunten cómo, pero así es). Una madre arrabalera y un niño que abrió los ojos entre gritos, hostias y miscelánea quincallera en la que fue creciendo hasta encontrarse inmerso, como cualquiera de nosotros, en este particular mundo de fantasía e inercia,  en el que a veces era fácil confundir al chiquet con algún polichinela, como me ocurrió a mi en ese momento en que lo vi aparecer entre la muchedumbre, pues llevaba embutido, con un calzador, un traje de primera comunión de marinerito, que al niño se le antojó ponerse ese día y que estaba a punto de estallar como una morcilla; pues el niño se encuentra ya en edad de tomar la confirmación. Como no podía ser de otra manera, el niño seguía esa misma línea estética a la que ya me he referido antes y, que algún día, quién sabe, si acabará marcando tendencia.
    He dejado al porDuplicado volviendo en si a base de carantoñas de parte del chavea y de unos primeros auxilios que le propinó Bernardo a raíz de los cuales perdió todos los dientes, que pese a ser postizos, no por eso dejaron de dolerle menos, ya  que les tenía verdadero aprecio. Como no hubo daños colaterales ni nada que despertara el instinto sádico de la chusma que se congregó alrededor de la victima, se fueron éstos a meter las narices y a seguir tocando las pelotas al interior de El Rastro, y nos quedamos los más allegados esperando a que Bernardo nos aclarase los motivos que le llevaron a urdir tal embeleco. Cuando ya todo se hubo serenado, Bernardo se acurrucó en un rincón de detrás de la barra con claros síntomas de depresión postraumática, pues aunque es de apariencia robusta, en su interior alberga una personalidad sensible y por Blas siente verdadero afecto, que le demuestra cada domingo, manteniéndole el vaso de vino siempre lleno.
    -¿Y ahora que hacemos? ¿Cuántos boletos has vendido?- Le dije en tono conciliador.
    -El tuyo, nada más.
    -Entonces no hay de qué preocuparse; pero ¿Cómo se te ha ocurrido rifar al poDuplicado?.
    -Me pareció buena idea, después de oír la historia de ese filántropo, organizar una rifa con el Tio de los Mil Duros como excusa, con el fin de atraer nuevos parroquianos, porque como verás, estos mangantes me van a buscar la ruina. Tengo la libreta llena deudas, y todos son suprime- y cogiendo carrerilla, continuó descargando su sentimiento de culpa:
    -A Blas, le dije, y es cierto, que lo estaban buscando unos negros Nigerianos a los que el domingo anterior les vendió un aparato de televisión y cuatro reproductores de DVD que no funcionaban y, que estos negros, portaban entre otras cosas, varios neumáticos de moto Vespa, que más o menos eran de su talla y, todos hemos visto en el telediario lo que son capaces de hacer estos indígenas de su tierra con unos cuantos neumáticos y una lata de gasolina. Así que él, ni corto ni perezoso, se introdujo, de motu propio, en el interior de la caja y me rogó encarecidamente que la precintara, y que si podía, la facturara para Albalat de la Rivera. El resto lo habéis presenciado en directo.
    Bueno, lo peor hubiese sido que me tocara el premio ¡A ver cómo lo mantengo, con lo que bebe!- le dije
    -Te lo hubiera canjeado por un polvo con la Elisarda, que me debe y me  quiere pagar en carne y hoy llevaba las bragas limpias.
    
    
    -Que triste es todo… es todo tan triste… y aburrido…- escuché a mis espaldas este sonsonete lastimero y apenas perceptible. Era la manera que tiene el Yonki de despedirse. Se marchó con su bolsa de libros y yo volví tras mis pasos hacia la mesa en la  que me encontraba momentos antes, en franco diálogo con el hombrecillo rubicundo de ojos saltones. Pero ya no estaba. Se había marchado y me dejó sobre la mesa una extensa nota junto a la botella de agua con gas que me estaba tomando. La tomé (a la nota me refiero) y me puse a leerla:
    “Querido Enkantado: (ya empezamos con mariconadas, me dije para mis adentros) disculpa mi despedida a la madrileña, pero es que de un tiempo a esta parte sufro el martirio de un forúnculo en la rabadilla y me he tenido que ir con urgencia a cambiarme el apósito o, de lo contrario, se hubiera desencadenado una innecesaria alarma en busca de un supuesto cadáver. Te sorprenderás que me dirija a ti por el mote que con tanto orgullo llevas, y te preguntarás cómo lo he podido averiguar; pero este no es el caso. Lo importante es que hallamos mantenido un primer contacto visual.
    Te diré que yo tampoco soy el sobrino del Tio de los Mil Duros, sino tu hermano. Y no un hermano a medias ni en sentido metafórico, sino autentico de padre y madre…” Llegados a este punto, se abrió la puerta de mi memoria y de repente se me vinieron encima los únicos recuerdos balsámicos de mi infancia que estaban apretujados en algún recoveco del cerebro. Los baños en un pequeño piélago de un río también diminuto; un poema que compuso y recitó en una clase de lengua un compañero de instituto; y cuando solo y contemplativo me sentaba a las afueras del pueblo a observar, las para mi infinitas extensiones de olivos, a la vez que me preguntaba, qué podría haber al otro lado del lejano confín por donde se ponía el sol. "…No supe que era adoptado hasta el día en que se despertó en mi cierta pulsión ¿coprofílica?  ¿necrofilica? ¿hemofilica?  por rebuscar entre la inmundicia allá donde la hubiera: contenedores de basura, lejios, vertederos, etcétera. Y esto ocurrió sin ser yo consciente del daño moral que pudiera causar mi actitud tan displicente hacia las normas sociales, a los que hasta ese momento me habían educado y mantenido, o sea, mis padres adoptivos. Al principio hicieron la vista gorda; pero no tardaron mucho en ponerme los puntos sobre las ies ingresándome en un centro de rehabilitación para mangantes recidivantes, donde fui sometido a una dura y cruel terapia de shok que consistía, en madrugar y quitarme las pelotillas del ojete a diario. Me escapé de aquel infierno y cuando volví a casa, me dijeron lo de la adopción y me dieron la  referencia de mis padres biológicos para que me acabaran de criar ellos. Puse todo mi empeño en encontrarlos; pero llegué tarde: la parca se los había llevado. No obstante, me dieron noticias de que tenía un hermano, pero nadie pudo darme más señas porque como me dijeron: era invisible. De pronto me encontré solo en el mundo y puse rumbo al otro lado de las fronteras que rodean esta tierra de la que soy indígena, y por donde fui, constaté que había tantos o más mangantes que yo y como no podía aportar nada nuevo en este sentido, jodido y un tanto frustrado, hace poco que regresé para seguir practicándola en este cálido y acogedor paisaje, semejante al útero materno. ¿Qué cómo di contigo, si eres invisible? No olvides que yo también soy invisible y, entre nosotros nos hacemos visibles”.
    Se despidió con un fuerte abrazo que no me importó recibirlo porque… como somos hermanos… bueno, eso es lo que cree él, pero en realidad es mi hijo. Pero ya no hay lugar para más explicaciones ni filiaciones. Lo que si le diré la próxima vez que lo vea es, que administre bien el placer hospitalario que nos proporciona el Azar desde el fondo del contenedor, que hace que nos sintamos, si bien sea de manera efímera y paradójica, todo lo contrario a desgraciados.

(*) Mangante: Persona sin oficio ni beneficio. Mangar: Pedir, mendigar.