sábado, 25 de enero de 2014

LOS DESAFINADOS: El oufit de El Rastro de Valencia





PRÓLOGO

No supe hasta unas décadas después, el por qué de mi impulso irrefrenable hacia la contemplación ingenua de paraetas, bolsas de basura y vertederos, algo a primera vista reprobable y, si  me apuran mucho, mancillable desde la perspectiva adulta del provecho. 
       
No señor. No eran elevados estímulos que la naturaleza del cosmos nos regala para el ensimismamiento y la abstracción, sino objetos físicos de los que el hombre se desentiende: basura, inmundicias con sus formas, colores, líneas, contrastes captados por mi retina, procesados por la intuición y capaces de conmoverme entre tanta promiscuidad. 
Al socaire del barullo, no resultaba útil, para describirlo, buscar la palabra justa dentro de un lenguaje limitado por el uso correcto. Al contrario, sin reglas, el abuso de aquellas palabras remotas y sonoras, que formaban parte del hábitat del Rastro, daban forma a un estilo sugerente, cuasi poético. Pero, para cuando me quise dar cuenta, ya era yo uno más: invisible y sin escapatoria.
I
" Eran las cinco de la mañana y allí estaba ella con su carricoche de bebe cargado de trastos. Como el Rastro estaba vacío, ya que apenas había cuatro o cinco paradas cuyos items me sabía de memoria, al verla me dirigí a ella, puesto que hacia mucho tiempo que no la había visto por el recinto.
-¿Qué pasa Mary, cómo estás? ¡Cuánto tiempo hace que no te veo!-. A decir verdad, no sabía si me alegraba porque, en todo este tiempo no había tenido la oportunidad de pedirme nada o, si por el contrario, me alegraba de verla sin más.  
-He estado presa. Dos años me he tirado-. Me dijo, con su sonrisa de chiquilla, nerviosa y traviesa. A decir verdad, no había cambiado apenas nada desde que nos conocemos hace ya treinta años. ¿Si yo tengo cincuenta y ocho años y tenía veinte nueve cuando la vi por primera vez en el Rastro de Nápoles y Sicilia  y, por aquel entonces, le calculaba que podría rondar los diez y seis años, más o menos, ahora estaría por los cuarenta y seis o cuarenta y siete tacos. Calculo. Y sin embargo, seguía con el mismo candor y poca cosa. Entre paréntesis, diré, que Mary es gitana y analfabeta y que, tanto sus impresiones como sus nuevas, me las transmitía en  castellano-valenciano-calé y yo se las transmito a usted en la lengua de Quevedo, que es lo más parecido.

Lo de haber estado comiendo garibolos me dio la impresión de que no le hubiese afectado mucho, por eso le pregunté que si estaba cobrando el paro, congratulándome, pues me estaba contagiando su natural disposición a pasárselo todo por debajo de la pata (si a la ruina que tenia encima se puede simplificar en eso). No estuvo presa por robar, como a lo mejor nos pueda parecer a simple vista, ya me entienden, sino por pegarle a varios agentes de la policía, entre ellos, a una del sexo femenino. En este punto hago un inciso para introducir su peso y medida: uno cincuenta de estatura y cuarenta kilos de peso.  El motivo de la pelea no me lo dijo ni yo se lo pregunte porque no era la primera vez y, probablemente, no será la última que se curre este incidente con cualquier estamento municipal o autonómico, puesto que estos miembros, la llevan frita, sobre todo, la policía municipal, por vender artículos en el mercadillo que no debe, como ropa y zapatos, y los servicios sociales, requisándole hijos para que los críe el estado, en su defecto. Pero, ¿qué otra cosa puede hacer ella si emocionalmente es como una niña y el macarrilla de su marido es tres cuartos de lo mismo?.Voy a ir al grano, señor inspector, porque si no, me encenderé la sangre y al final no me voy a aclarar ni yo.

Las conclusiones que le expongo, no solo provienen de las manifestaciones de Mary y José o, lo que es lo mismo, la susodicha pareja, no, es que yo lo he vivido en primera persona ya que durante un tiempo he sido vecino de ambos o, ambos vecinos míos, en una calle del casco antiguo de Valencia, cerca del barrio chino, de la cual, ya no queda ni el nombre: figúrese lo arruinada que estaba. Prosigo: 
Hace como unos veinte años, un amigo y compañero del Rastro, alquiló en esta misma calle, una planta baja para guardar trastos y entretenernos apañando los idem para luego venderlos en el mercadillo, con la vana ilusión, de conseguir un precio mejor a la vez que cierto prestigio, y acabamos comiéndonos una ful. Pero eso es otra historia. Por aquel entonces, Mary y José vivían amancebados en un chupano que ocuparon en su día por el método del apalancamiento. Como la puerta era de madera de mobila y tenia una muy buena cerradura, si José hubiese intentado abrirla a patadas, se hubiera dislocado todos los huesos por el efecto de las vibraciones y, como en los dibujos animados, se hubiera quedado temblando". Prosigue el detenido después de gesticular y hacer ademanes para ilustrar lo anteriormente declarado:
"El susodicho chupano estaba tan desatendido como lo estaba su prole, compuesta de cuatro vástagos que, a la sazón, tenía la pareja (más una barriga en avanzado estado de preñez) que ascendían o descendían en escalera a intervalos de un preñe. Era este chupano una planta baja con más o menos dos cientos años de antigüedad, calculo yo a bote pronto.  La cota de la calle había crecido hacia arriba y la casa se encontraba dos palmos por debajo del nivel del suelo. Hablando de suelo, el suelo del chupano era de una tonalidad tostada y de textura  fangosa, ya que cuando tomaron posesión del refugio, había un palmo de polvo que no se molestaron en sacudir y al que se le unió, sin tiempo que perder, las meadas de los críos, produciendo ese barro apelmazado y ese olor a pesebre tan característico.

Todos los días, cuando por la tarde me acercaba a la planta baja, a hacer el gilipollas arreglando y clasificando trastos para vender en El Rastro, como ya dije anteriormente,  me esperaban los chiquillos, exultantes, como si yo fuera su padre. Revoloteaban nerviosamente a mi alrededor. Eran dos críos y una cría, entre los cuatro y los seis años, desnutridos y dejados de la mano divina y humana. El cuarto, como no andaba y no le faltaba la leche de los servicios sociales, estaba rollizo, por el momento, que todo hay que decirlo. La primera vez que me confesaron lo que les hacia su padre en sus arrebatos de ira y estupidez (o lo que es lo mismo casi todos los días) se me bajó la sangre a los talones: los estrellaba contra la pared. Eso me decía el más pequeño, con una congoja que yo no podía soportar. Llevaba pañales y, a menudo, el pañal se le iba deshaciendo, saturado de orín, en grumos de celulosa.
Resumiendo, que a nadie le importaba una mierda el estado de los críos, incluyendo en primer lugar, a José que era el que los cuidaba mientras Mary empleaba toda su energía en dar vueltas por la ciudad con su multifuncional carrillo de bebe, reciclando trastos de la basura pa buscarse la vida. A todo esto, José solo se cuidaba de si mismo. La mayor parte del tiempo lo dedicaba a tocar la guitarra. Lo hacia con pasión y empeño, pero no avanzaba. Tocaba de oído escuchando cintas de Camarón, al que idolatraba e imitaba, en la medida de sus nulas posibilidades, sobre todo, en su manera de vestir. La ropa se la suministraba Mary de los contenedores o se la agenciaba en el Rastro. Tenia predilección por los pantalones de confección, americanas con hombreras y camisas de dos colores, blanca y negra, con la particularidad de que su escasa estatura y poca envergadura, más propia de un niño que de un adulto, le hacían bailar dentro del conjunto.

Era vanidoso hasta el extremo de ser narcisista. Solo le importaba él y, a su vez, él era invisible para el resto del mundo. Como la vanidad no cuesta dinero, es decir, uno no va a una tienda donde expendan vanidad y decir, póngame un cuarto y mitad de vanidad, pues él se cogía toda la que su ego le proporcionaba, retroalimentándola con sus propias fantasías, entre las que se encontraba la de atracar con arma de fuego.

Hasta ahora, su modus operandi era la sirla, ocupación que otrora, le reportó su buena indigestión de garibolos en la Modelo y, como se fija mucho, poniendo todos sus sentidos en lo que le interesa, mientras estuvo preso, aprendió a leer, (que no a escribir) para leer los títulos de las películas del Chuck Norris.

La cuestión era que, el tiempo había pasado y Mary se había quedado sin niños como yo me quedé sin abuelos. Un día, los Servicios Sociales entraron a saco en el chupano al que se mudaron, después de infectar el anterior, por el  barrio de Nazaret, dispuestos a poner fin al atropello estético y moral que suponía la extravagante presencia, por no decir, bullanguera, de la subfamilia. Pero la cosa no fue tan sencilla para los funcionarios y funcionarias, sobre todo para estas últimas. La Mary dejó medio calva a una de ellas a base de estirones de pelo y, el José blandió una pistola y se quedó solo, hasta que los GEOS lo redujeron en el tejado y comprobaron que la pistola, o chisma como le gustaba llamarla él, era de juguete. Por casi lo liquidan.

Una vez reducida e, impotente, la Mary les juró que iba a producir doce hijos más; pero no ocurrió tal cosa. De esto hace ya casi veinte años. En realidad, no sé qué fue de los niños; si fueron adoptados o qué. Nunca más los vi con ella. Por más que me decía que un día vendrían por El Rastro para que los viera, esto nunca ocurrió. Pero lo que sí me enseño ese día, al que me refiero, fueron los tranquilizantes que tomaba para soportar su insuperable estado de ansiedad y las cicatrices de las palizas que había sufrido en silencio a manos del José".        

Y ésta fue la gota que colmó el vaso, le dije, y entonces el inspector me tomo una mano por encima de la mesa que nos separaba, y luego la otra, impostó la voz para parecerse más a un canónigo que a otra cosa, poniendo cara de comprensión, y dije entre mi: este tío es bujarrón. Para zafarme de esta situación, la cual encontraba un tanto turbadora, me entró un picor en la garganta y, a continuación, una tos seca, sintomática de mi enfermedad pulmonar obstructiva crónica (o EPOC por sus siglas en castellano) y por casi tiro la ansias. El inspector apartó su cara, soltó mis manos y se hizo hacia atrás con rapidez, por si le daba. En ese momento, se deshizo la escena moñona.

Ya lo sé, le dije, antes de irme del pico. Si pío no es porque sea un piana sino porque estoy podrio y me quedan dos lunas, como usted ha podido comprobar y, ¿A donde voy a ir? ¿a donde voy a correr? como dice el Ferras. ¿Ha visto usted al Ferras en el youtuve?. Oh, te tronchas! ¡Cómo pía el bato! Como dice él, para referirse a cualquier muchacho. Aunque si lo piensas un poco más detenidamente, la cosa en el fondo no es para partirse el nabo de risa. Los hechos que relata en su jerga, y que son motivo de hilaridad, por eso mismo, por cómo los relata, son crueles porque son reales.

Acaba de quitarle la vida a un hombre e irá preso treinta años del ala y, a simple vista, parece que se la trae floja, y tú, no me refiero a usted, sino a mí, como si estuvieras contemplando una secuencia de una película de Cantinflas, te ríes a mandíbula batiente como un psicópata. Tiene veinte tres, para veinticuatro años, y se pregunta que ¿“A donde va a ir y a donde va a correr?”. Conmovedor. Claro, como no ha visto otra cosa en toda su vida.  Pero qué le vamos a hacer, así son las cosas por Méjico.

El inspector retomó su tono de voz intimidatorio y se dejó de pamplinas postmodernas, volviendo a los académicos y tradicionales métodos de interrogatorio, es decir, a la amenaza y el amago.

En el caso de que algún detenido tuviera prisa en zafarse del protocolo de las diligencias previas, la habitación o sala de interrogatorio, estaba amueblada con un fichero repleto de fichas, una mesa y unas sillas de chapa de hierro, de dos milímetros de espesor, por lo menos, para la ocasión. O, dicho de otra forma: si querías autolesionarte, quedaba poco margen para el error.  

- Vamos a ver- dijo el funcionario pasando la vista por unos papeles, tamaño din A4, mecanografiados a doble espacio.
-Aquí dice que te llamas Fulano de Tal, alias Maestro Carcoma ¿Es correcto?
-Sí, señor. Afirmativo-.
-¿Cómo se te ocurrió lo del Outfit de El Rastro y con qué propósito?-.
-Pues verá, resumiendo…-
-Eso, eso, resume que esto no es ningún concurso literario.-
- La verdad sea dicha, no es mi intención divagar y extenderme innecesariamente porque, como dice el refrán: “ya está to el pescao vendio”.
-Me vas a comer la cabeza como un xilófago, Maestro Carcoma-. Me interrumpió el policía, porque al parecer, me estaba extendiendo en detalles opuestos a sus estrictas intenciones de obtener una declaración inculpatoria más allá de toda duda razonable.
-Disculpe, señor inspector, que me exceda en la exposición y me deje llevar por el romanticismo de esta historia, pero es que no he podido desvincular la carga afectiva que desprende y que me retrotrae a mi propia infancia. Lo digo por lo de los niños desatendidos; padres ausentes y desequilibrados, deshechos por la incapacidad e impotencia de no poder atender las necesidades primarias de sus hijos, etcétera.
 - Ya, ¿Así, que me ha salido el pelagatos un discípulo de Freud?-. me dijo.
- De Eric From, más bien. Pero no es eso. Es que debido a mi dilatada experiencia en el manejo de mis relaciones interpersonales e intrapersonales, he llegado a la conclusión de que, como estoy solo en el mundo, no puedo dejar otra cosa tras de mí que no sea mi elocuencia en la argumentación de lo que me aconteció en los momentos claves de mi puñetera vida. Todo tiene un principio y un móvil. El principio, que tiene que ver con los estímulos y oportunidades que a cada cual se le presentan en la vida, no le interesa a nadie, solo el móvil inmediato a los hechos, es lo que cuenta ¿o me equivoco?-. fue lo que le dije.
-No. Vas por buen camino y, para que te sigas entrenando en los conceptos fundamentales del materialismo dialéctico o histórico, te vamos a bajar un rato a los calabozos ¿Qué te parece?.
-Ni bien ni mal. Que quiere que le diga.
II

Me enmanillaron y condujeron a los calabozos. Lo de ponerme las esposas, digo yo, que sería por cumplir a raja tabla con el procedimiento que conlleva las diligencias previas, porque como les dije antes: ¿A donde voy a ir?… ¿a donde voy a correr?.
Los citados calabozos se encontraban en el sótano del edificio. Consistían en una amplia sala con una amplia reja, con sobredosis de barrotes de hierro, a la que no le vendría del todo mal, una mano de pintura: otra, entre la innumerables que ya tenía. Abreviando, eran abyectos y con una profunda peste a humanidad. Antes de entrar en la celda, me adjudicaron una manta y una colchoneta fermentadas y vivas. El calabozo tenía overbooking y estaba poblado por sujetos que increpaban al llaves (funcionario encargado de la custodia de los detenidos) proclamando su inocencia y su derecho inalienable al “hábeas corpus”. Enfrente de dicha ergástula, se encontraba la idem de las detenidas, en igualdad de condiciones, como manda la Constitución en lo referente a la igualdad entre ambos sexos. En este ambiente y estas circunstancias, quise posar mis reales; pero solo fue un deseo, el cual, no pude satisfacer.

-¡Llaves!- Gritó un detenido. A la que el llaves se acerco a la reja, le dijo: ¿Qué mierda quieres?. Pásame un truja que quiero fumar. Te fumas la verga, le replicó sin miramientos. Otro arrestado aprovechó la presencia del llaves para decirle que se estaba meando. ¡¿Pero vosotros que os creéis, que estáis en una escuela de parvulitos, o qué?!. Estaba claro quien mandaba allí, El Estado, e intenté pasar desapercibido. Aquello no era cuestión de que nos trataran a mesa y mantel, porque si no, nos las arreglaríamos para acudir todos los días, puntualmente, a degustar el menú.

Lo que más me llamó la atención fue que, en el calabozo de las chicas, había una de ellas en cuclillas masturbándose. Se metía los dedos en el chumino con prurito y nadie parecía darse cuenta, excepto yo. La escena carecía de picardía en medio de tanta  obscenidad, porque la chica, que por descontado carecía de encanto y glamur, no buscaba protagonismo, sino deshacerse de la ansiedad, la angustia, la desesperación al no ver la manera de escabullirse de la situación. Suspiré y mire hacia el techo del recinto y me llevé una grata sorpresa. Había una pintada que rezaba: “aquí estuvo el Perilla”. Enseguida me vino a la mente mi amigo cuyo mote coincidía… pero ¿Cómo podía estar aquello allí, a semejante altura e inaccesible?. Lo encontré un problema irresoluble y dejé de pensar en ello para no volverme majareta.  
Después vino el momento de la manduca en el que nos repartieron las sobras de un bar cercano a La Jefatura, que era un lugar de encuentro entre funcionarios, manguis y exconvictos. Las dos últimas corporaciones de parásitos de la sociedad, o sea, los manguis y los exconvictos, en aparente simbiosis con los primeros y, eficazmente institucionalizados, cuando tenían dinero, acudían a este punto y, cuando no, eran verificados en la Casa de Caridad, con lo que en ambos sitios se consideraban como en su casa. Ni que decir tiene, que ese día no probé bocado; que por la noche no pude pegar ojo; y sí que pude fumar, porque yo, sí que tenía tabaco.

Al día siguiente me subieron en greñas para hacerme las fotos de rigor y tomarme las huellas dactilares. El policía encargado de la labor procedió a ficharme:
-¿Nombre?-
-Fulano-
-¿Primer apellido?-
-De Tal-
-¿Segundo apellido?-
-Manzano- Y yo entre mí, dije: me la agarras con la mano. Despreocupado y automático, continuó ajeno a lo que yo había añadido para mis adentros.
-¿Alias?-
-¿Otra vez? Pregunté, un tanto enojado, dejándome llevar por un repentino impulso de ira que, probablemente, tuviera que ver con la mala noche que pasé.
-Maestro Carcoma-
-¿De los Carcomas del Rastro?-
-Si usted lo dice- Resignado o perplejo, respondí, ya que me era ajena la información que de mis colegas tenían informatizada.
-Aquí tenemos a un tal V. G. C. alias Carcoma, detenido en su día con unos azulejos de dudosa procedencia. Y por aquí hay otro tal- continuó mirando la computadora: V. Q. alias Doctor Carcoma, detenido por intento de homicidio-.
-¿Si se refiere usted a un incidente que ocurrió en el Rastro con una mecedora  a la que el doctor inyecto más petróleo de la cuenta, con la docta intención de exterminar al coleóptero, del cual tomamos el mote y que, probándola un cliente, retozando en ella para recrear el ambiente pequeño burgués de su morada, encendió el mechero con el ánimo de fumarse un cigarrillo y saltó por los aires?. Al final fue absuelto. Ya sabe: “in dubio pro reo”. Ah, y lo de V. G. C. alias Carcoma, también, más de lo mismo: los ladrillos se los encontró en un contenedor de basura.
  • Ya, vosotros os lo encontráis todo ¿no?- Dijo el policía con guasa, poniendo punto y final al tema.
    Al concluir mi afiliación, me dijo el policía que los estatutos del club, al cual pertenecía ya como miembro de pleno derecho, podía descargármelos, directamente de internet desde cualquier página que contuviera el código penal y la ley de enjuiciamiento criminal. Le agradecí la deferencia y me devolvieron a la sala de interrogatorios donde tomé asiento en una de las gélidas sillas de metal, frente a la mesa, de metal también.

Entró otro inspector y se sentó frente a mí en otra gélida silla. Iba cargado con material probatorio: declaraciones de testigos, ADN, etcétera. Llevaba gafas de cristal grueso, una sahariana y un mondadientes en la boca cuyo extremo era de color pardo, tirando a negro, el cual masticaba y pasaba de una comisura a otra de los labios. Ah! y su aliento desprendía un fuerte olor a carajillo, que quedó patente al acercar su cara a la mía, a no más de medio palmo de distancia, para decirme:
-Sabes lo que te digo… Hizo una pequeña pausa mientras masticaba el mugriento palillo. Creo que sabes más de lo que me dices y te puedes meter en un buen lío. A ver si nos aclaramos… cuando E. y J. R. se subieron al avión…
-Perdone señor inspector, pero yo nunca he dicho que E. y J. R. se subieran a ningún avión. ¿En qué debería de estar pensando cuando dijo esto?.
-Bueno, bueno, un fallo lo tiene cualquiera. Me respondió y continuó olisqueando los papeles. Entonces descubrí que, al ser miope con avaricia, se acercaba tanto los papeles a la nariz que, más que verlos, parecía que los oliera.
-No, no, no, yo me llamo Fulano de Tal, alias Maestro Carcoma, y no, Sebastián Quirós, alias Capullo. Se había equivocado de cuarto y su detenido estaba en el cuarto contiguo. Éste inspector había estado en Irak buscando armas de destrucción masiva. En el transcurso de la misión, su mujer se había liado con un moro de Al Qaeda que, para despistar al enemigo, estudiaba medicina forense e ingeniería aeronáutica, en la Universidad de Valencia, y se la llevó a hacer practicas a otro país.
Le llamaban al tal inspector, AK 47. No tanto por sus expeditivos métodos como por la morfología del cargador de esta arma letal en forma de cuerno. A ojos vistas, se advertía en él que estaba un tanto afectado por el cachondeo a que era sometido dentro y fuera del cuerpo. Cuando pidió el traslado a instancias superiores, tales como el Ministerio del Interior, las autoridades competentes, lejos de concedérselo, lo reservaron para un futuro ascenso a comisario: para coordinar y esclarecer casos que no debían de esclarecerse. Bueno, la verdad es que no estoy muy seguro de que la reseña que acabo de hacer, del tal inspector Kalashnikov, sea cierta; pero ya que estoy dispuesto a piar, pues lo pío todo y ahí queda eso.

A continuación del incidente, apareció el inspector que me correspondía, el autentico, e iniciamos la sesión.

Tenemos constancia de todos los delitos que cometió el equipo, y son de lo más diversos y onerosos en términos cívicos y penitenciarios, o sea, en términos del código civil y criminal: homicidio, robo, secuestro, extorsión, blanqueo de dinero, intrusismo profesional… ¿Por donde quieres que empecemos?
-Por el más venial y, así de paso, le presento al elenco del Outfit.
III

Somos vendedores del Rastro y pertenecemos a la Internacional de la Bohemia o, lo que es lo mismo, vivimos como si el mundo se fuera a acabar en un día, que no es lo mismo que vivir el día a día, por lo tanto, no construimos ningún mañana y el pasado se lo llevó su puta madre. Casi todos somos solteros o separados, por obligación, y devotos de la cofradía de la venerable insolvencia y confirmamos el refrán que dice: “Dios los cría y ellos se juntan”.

Hartos de sufrir acoquinamientos y humillante ninguneo, decidí ponerme a la cabeza de un equipo u Outfit. Lo de ponerme a la cabeza es un decir, porque si hay algo que nos caracteriza es, que cada cual, hace lo que le sale de las mismísimas… No obstante, empezaré por el senior del equipo: Manolo “Tuti Barati” Escobar, que cuenta en la actualidad con setenta y tantos años. Es de complexión descarnado y ya no muerde sino que chupa el fuet, los cacaos y las aceitunas con los que otrora disfrutaba. Nunca fue agraciado, por eso, cuando era joven, los mal pensantes ciudadanos, con los que se tropezaba, se cambiaban de acera cuando se cruzaban con él. Esto le creó un grave complejo de inferioridad y acabó enrolándose en un barco mercante que iba de singladura por el océano Ártico. Como marinero de abordo, no tenia otra faena que, picar el hielo de la borda a mazazo limpio. Estuvo a punto de contraer matrimonio con una foca porque en el lote le entraban cinco o seis más; pero como con esos fríos, no había manera de que se le pusiera duro el miembro viril (condición indispensable para realizar la cópula y ser aceptado en el harén) puso rumbo a la península Ibérica. Al cálido y hospitalario mar Mediterráneo, más concretamente, al golfo de Valencia (que desde tiempo inmemorial se llama así y nada tiene que ver con él ni sus andanzas) ciudad, que para su mal le vio nacer y donde palmará… con el permiso de Neptuno. Bromas aparte, lo que está claro es que, El Rastro, desde que lo descubrió, hace ya más de treinta años, es lo único que le proporcionó los estímulos suficientes para tirarse por la borda de la barca de Caronte y nadar contra corriente al grito de ¡Tutti Barati!.
-Si es posible, ahórrate en adelante las metáforas, hipérboles y demás figuras de tu “ornatus retórico” y ve al grano. ¿A qué te refieres cuando hablas de estímulos? ¿a robar? ¿mentir? ¿estafar? Etcétera, etcétera.
-Disculpe, señor inspector, procuraré en lo sucesivo ser más conciso en mi “elocutio”.
Aunque todos esos verbos que usted acaba de enumerar, pudieran a simple vista ser ineludibles a la figura de vendedor de Rastro, cada cual de nosotros busca el resquicio por donde estirar el pescuezo y no fenecer ahogado entre tanta mierda. Solo le diré, que somos fractales de una misma figura social primigenia que se replica idéntica hasta el infinito.
-A ver, a ver, ¡explícate, que me voy a cagar en la esquina izquierda del tacón derecho de la sandalia del cura que te bautizó!. Yo no comprendía cómo se había enojado tanto el inspector cuando le dije esto último: si estaba tan claro.

Con semejante amenaza, expelida en tono amenazador, se me ocurrió contarle un chiste para suavizar la tensión e, intuyendo mis salerosas intenciones, antes de empezar, me dijo: ni se te ocurra.

Ya, a estas alturas, su clarividente perspicacia le había llevado a esbozar un retrato robot de nuestro asombroso parecido con el Chicago Outfit (de Chicago, Illinois) en lo tocante a organización. Pero por más que fueran por ahí los tiros, nos separaba el juramento de omertá: la prueba está, en que continuo yéndome del pico.

Continuando con el diagrama del equipo, le diré que estaba formado por cuatro iniciados y algún que otro agregado para realizar trabajos específicos en momentos puntuales. Como todos teníamos motes de ante mano, no hizo falta recurrir a nuestra lúcida creatividad motejadora, en todo caso, más adelante nos los cambiaríamos, si fuera necesario, en función del desarrollo de las habilidades y méritos de cada uno. Así, que ya solo me quedan por reseñar dos miembros del equipo: Ignacio “Cabezapollo” Marzal y Blas “Poruplicado” Ucendo. En común tenían los dos, la prohibición expresa de no acercarse a ninguna fuente ígnea, dada la alta concentración de etanol en su torrente sanguíneo y el notorio amojamamiento de sus restos, proclives a arder como la yesca.

Cabezapollo ya traía el mote incorporado y, el de Porduplicado, hace referencia a que Blas, en este mundo, está repetido: tiene un hermano gemelo visigótico. Cuentan que Blas, antes de nacer, mientras estaba en el vientre de su madre, ya se mostraba travieso y descuidero en el lavadero en el que lavaba a mano la ropa su madre: sacaba su manecilla por la vagina y le robaba el jabón.

Nuestro móvil era la venganza y, puestos a morir, hacerlo matando. El método principal que emplearíamos sería el asesinato y posterior descuartizamiento, esturreando los trozos en contenedores de basura y vertederos, lugares estos, que no nos entrañaban las más mínima repugnancia ni dificultad en cuanto a movilidad, por ser la principal fuente de abastecimiento de nuestros productivos negocios.

Para conseguir que te condenen, es imprescindible que aparezca “el corpus delicti” y, sin cuerpo no hay delito. Esta fue la sensata conclusión a la que llegó Roy DeMeo, capo mafioso de la familia Gambino (de New York, USA) poniendo en practica, para deshacerse de las víctimas, el mismo método que les he relatado antes. En menos de diez años, en la década de los setenta, del siglo pasado, el Roy DeMeo y su equipo, habían mullao entre setenta y cinco y dos cientos seres humanos: de su misma calaña, para ser más exactos. Fue, si no el más prolífico, uno de los que más en este menester, y a mi me daba un poco de reparo, por si al empezar la faena, le cogía tanto gusto como él y, en menos que canta un gallo, nos quedábamos sin clientes en el Rastro.
Pero, por casualidad, habíamos dado fin, mi familia y yo, a una paletilla de jamón a la que solo le quedaba chicha en algunos recovecos. Entonces, aprovechando la similitud que dicen que existe entre el cerdo y algunos seres humanos, se me ocurrió entrenarme en el arte del descuartizamiento y me enfrasqué en la faena, serrucho en mano. Pero aquello estaba más duro que sus muertos, al hueso me refiero. Los dientes del serrucho se embozaban con la grasa, patinaban y solo pude conseguir hacerle, como aquel que dice, una mella. Visualicé la cantidad de huesos que tiene un cuerpo humano y el faenón que conllevaba el cortarlos con este método, que se me quitaron las ganas de ponerlo en práctica.  

 -¿Qué tienes que ver tú y el Outfit en la desaparición de Paco el igualero?- Nada, señor inspector. Si bien es verdad que, lo amenazábamos con lincharlo, porque no nos daba ni un reintegro, nosotros no tenemos nada que ver en su desaparición ni mutilación: ya le faltaba la mano izquierda cuando se puso a vender iguales en El Rastro. Ahora tenemos a otro vendedor que le falta un ojo; pero, le juro, que ya vienen manufacturados de esta guisa.

IV

Una vez que dejé a un lado los remilgos, había que ponerse manos a la obra. Pero no resultó tan fácil como en un principio creíamos, ya que la suma de las partes del equipo era superior a los resultados que como tal devinieron.
Reuní al equipo en un bar, por las inmediaciones de la Estación del Norte, en el que trabajaba Cabezapollo, como cocinero adjunto, para una amplia y selecta clientela de extraviados calaveras que se buscaban la vida y hospedaban por los alrededores. A Porduplicado le acompañaba su novia Lurdes La Chochoeléctrico y, al Tutti Barati, su perro.

Cabezapollo, consumido por una dilatada vida sin provecho, tenia el talle de una alcayata y se ajustaba el mandil, comido de lamparones, a los sobacos. Empezó por fregotear la mesa en la que nos habíamos apalancado, con un trapo que, de la roña que tenia, dejaba surcos. Es importante que me extienda en los detalles porque esta reunión marcó el inicio y posterior desarrollo de nuestras acciones: fue como aquel que dice, constitutiva. Constitutiva de delito, afirmó el señor inspector.

Verá, le cuento. Mientras Cabezapollo pasaba el inmundo trapo por el tablero de la mesa, expelía efluvios de añeja humanidad y se le iban cayendo, acompasadamente, unos fluidos de la nariz y otros de la boca, a lo que no hace falta ser demasiado avispado para colegir que eran mocos y babas. Cuanto más abría la boca, para seducirnos con sus mañas culinarias y excitar nuestras papilas gustativas, más babeaba, moqueaba y, por ende, más asco me daba. Mis compañeros de equipo, que la mayor parte de los días se los pasaban tomando el sol, por tomar algo de caliente, obviaban la escabechina, embelesados, porque Cabezapollo iba a regalarnos el hocico con una paella king size: sin exagerar, nos decía.

Nosotros éramos cuatro y el chusquel del Tutti Barati que, por supuesto, era miembro cofundador y destacado muerto de hambre. Acto seguido, Cabezapollo abrió con la boca, una botella de vino peleón y se metió un lingotazo, a gallote, para verificar la cosecha y marca registrada del Tío de la Bota. A continuación, sirvió al resto del equipo, el vino peleón, en unas copas de vidrio viscosas y adherentes. Con las mismas, se adentró en un nido de grasa detrás del mostrador, al que llamaba cocina, y se puso manos a la obra comenzando por el sofrito e ingredientes y, acto seguido, con el caldo, sazonado, abundantemente, con lo manifestado unos renglones más arriba, que deberían de sobrepasar, con creces, el punto de sal.

Pero lo que más trastornó mi estómago fue que, una vez acabada la mencionada paella, salió del cuchitril, un tanto desazonado, dirigiendo la mirada a todas partes hasta que sus ojos dieron con la solución debajo de sus pies. Se trataba de unas hojas de periódico pisoteadas y abatidas por el maltrato de parroquianos y el suyo propio; espolsó el aserrín, ya que de todo tenían, y las sobrepuso encima de la recién y humeante paella. No hace falta que diga cual es el fin de esta popular estratagema, la de cubrir la paella con papeles, solo pretendo apuntar, cual era la ética y pericia con la que se manejaba Cabezapollo en el oficio.

Mientras el equipo se perfumaba con el citado vino pendenciero, La Chochoeléctrico me metía mano por debajo de la mesa sin que El Porduplicado se percatara y, aunque lo hubiera hecho, no habría pasado nada, pues gozaban ambos de plena autonomía en cuanto a lo del Himeneo se refiere. Para quitármela de encima, le dije, por lo bajini, que luego le echaría un polvito. La pobre se había tirado un año y medio, en Picasent Woman, comiendo garibolos y haciendo bollitos, por engatusar a un viejo y desplumarlo con malas artes y, cuando salió, iba más salida que el pico de una mesa. ¡Qué pena!.

V

Acabado el banquete y la sobremesa, a eso de las tantas, emprendimos la retirada con intención de recogernos, cada cual en su morada, por los medios a nuestro alcance, o sea, a pata. Como estábamos cerca del chupano de Pepito Cuatroquesos, decidimos hacerle una visita, por si tenía algo pa buscarse la vida. Vivía a orillas del cementerio, en un descampado, en lo que antes fuera un molino de acequia desmantelado y desvencijado que, en su día, tomó posesión, por la cara y, en poco tiempo, fue adoptado por sus vecinos y nombrado pobre predilecto por la Junta Municipal de Distrito. A lo que iba. Divisamos a lo lejos su inconfundible carro (pa buscarse la vida) estacionado en la puerta, lo que nos indicó, que se encontraba en las proximidades, puesto que, el citado vehículo, era para él, lo que una almorrana al ojete. ¡Pepito! Gritamos. Pero allí no respondía nadie, ni siquiera los perros, que eran familia directa suya. El silencio no nos cogió de nuevas, ya que a esas horas estaría bastante cocido. Ni el olor que, todavía con la distancia a la que nos encontrábamos, lo achacamos a su mote: Cuatroquesos. Cuando alcanzamos el umbral de la puerta, fue cuando ese olor tomó cuerpo. La atmósfera era densa y siseante. Se intuía una presencia. Encendimos las linternas que siempre llevamos consigo, ya que no hay sábado sin sol ni rastrero sin linterna y… ¡La madre que nos parió, que asco!. En el jergón yacía Pepito Cuatroquesos sobre una gran mancha oscura. Los gusanos daban cuenta de sus partes blandas con voracidad inusitada, entrando y saliendo de los orificios naturales como en una bulliciosa factoría en la que todos trabajan a destajo. Su cuerpo había tomado vida prestada ¡hasta se movía! Miles de moscardas zumbaban ávidas en su afán de poner huevos. A los pies de la cama, inmóviles y famélicos, sus dos perros lo velaban abatidos por la pena y el hambre. Si no se lo comieron, fue de milagro, y aunque si así hubiese sucedido, lo entendería. Las tripas se nos revolvieron al unísono y, para cuando alcanzamos el aire fresco de la negra noche, ya habíamos tirado las ansias a base de descomunales arcadas que arrojaron hasta el último grano de arroz y gota de vino.

Nos enjugamos las lágrimas y babas con los faldones de las camisas y encendimos un cigarrillo (el que tenia tabaco) y entablamos un coloquio a cerca de hacia que lado íbamos a salir corriendo. Pero, como la curiosidad era más fuerte que la jinda y, por encima de todo, estaba la solidaridad corporativa… Así que, hicimos de tripas corazón y de los pañuelos unas mascarillas, y nos adentramos en la pudorenta escena.

¿A donde iría a parar Pepito sino a una balsa de formol de la Facultad de Medicina?. Como lo sabíamos, en nuestras manos estaba que aquello no sucediera. Ante la ausencia de algún indicio de violencia, autoridades y doctos exámenes forenses, dictaminé el óbito de Pepito como muerte natural y, ordené al equipo, el levantamiento y traslado del cadáver a las inmediaciones de la tapia del cementerio, lugar donde reposarían sus restos mortales, al igual que, cuando estuvo vivo, permaneció a la otra parte del muro de los convencionalismos sociales.

Enrollamos a Pepito en una inmunda alfombra y lo introdujimos en el carro. El Tutti Barati encabezaba el sepelio con una azada al hombro. Porduplicado, servicial como siempre, tiraba del carro vestido con una chaqueta blazer, azul marino y botones dorados que, más que de un marinero adulto, era de primera comunión; pero que de retirado, podría pasar, perfectamente, por un chofer de El OCASO. Su novia, La Chochoeléctrico, lo estimulaba a base de lingotazos y, yo y los perros, o, los perros y yo, cerrábamos el cortejo fúnebre, todos en fila india, por esos caminos enfangados de la Huerta Valenciana, hasta llegar a nuestro destino, la tapia del campo santo. A los pies de un “cupresus sempervirens”, excavamos su última morada que debía de ser tan fría y húmeda como el chupano donde mal vivía. La tierra estaba blanda y no nos costó mucho esfuerzo cavar el hoyo. De no haber sido así, teníamos un plan B, minuciosamente elaborado por Porduplicado que, consistía, en lanzarlo directamente por encima de la tapia. Los perros tristes, huérfanos y desahuciados, lanzaron al aire piadosos y lastimeros aullidos de despedida que conmovieron a todos, especialmente, al Tutti Barati que se los apadrinó.

VI

Pero la cosa no quedó ahí, en lo que a Pepito Cuatroquesos se refiere, señor inspector. En el Rastro, todos tenemos mentores y mentoras que nos muestran su lado más humano y campechano, en la medida en que nosotros le mostramos el nuestro más estúpido, que es el mayor tesoro que se pueda uno encontrar en el mercadillo. En esta línea de cosas, el Tutti Barati estaba en tramites para que le arreglaran la boca por mediación de un cliente que lo puso en contacto con la ONG, Dentistas sin Futuro, perdón, sin Fronteras. Aprovechando la coyuntura, como a mí me dolía una muela, me apunté al gorroneo. Entramos en la clínica y nos dimos a conocer a la recepcionista. Nos sentamos en la sala de espera, que estaba abarrotada de mellados, y me fijé en un locuaz paciente que, a pesar de que hacia frío y no había calefacción, se mostraba con el torso cubierto por una camiseta con tirantes, nada más. Llevaba un tatuaje en el hombro izquierdo con los emblemas de la Gloriosa Legión Española y la consabida frase que decía: “soy el novio de la muerte”, la cual, subrayaba de cuando en cuando, dándose vehementes golpes, con la mano contraria, a la vez que manifestaba que él no necesitaba anestesia. Entró el caballero legionario a que le sacaran la muela, que era la misión que tenía encomendada, y la sala de espera quedó sumida en un silencio denso a la espera de escuchar algún lamento o quejido. Pero no se oyó nada. Al rato, en medio de la expectación, la puerta de la consulta se abrió sigilosa y la figura del caballero emergió abatida, con la cara pálida y dos lagrimones en las mejillas. Se marchó por donde vino y, si te he visto, no me acuerdo. Después entré yo y lo primero que le dije al doctor fue, que yo no había hecho ni siquiera la mili y que permanecía soltero y sin compromiso. El doctor se hizo cargo de la situación y me suplementó la ración de anestesia con la que se ahorró del valiente caballero. Me fui de allí y dejé al Tutti Barati en manos del galeno que le estaba ajustando unos retoques a una dentadura de segunda mano, para que le encajara, más que en la boca del Tutti, en el presupuesto.

Como estaba cerca de la covacha de El Gordo, allá que me encaminé con paso lento y un tanto espeso por la propina de anestesia. No he dicho todavía que, tanto Dentistas sin Fronteras como la trapería de El Gordo, se encuentran en la calle Balmes, en pleno corazón del barrio chino. Ni que decir tiene que, cada chica con la que me cruzaba resultaba ser una meretriz que me ofrecía sus servicios, y que cada chico con el que me cruzaba, también, me ofrecía un amplio surtido en drogas. Justo delante del establecimiento de El Gordo, se me acercó un yonki y con voz pastosa me dijo:
-Señor ¿Me da un euro para un bocadillo?- le contesté con un no rotundo que le cortó el colocón que llevaba de metadona y otras sustancias. No tuvo otro remedio que pretender quedarse encima, diciéndome:
-¡Claro, os lo gastáis todo en drogas y en putas!
-¡Cómete la cigala, ves, corre!- Le dije.
El inspector soltó una carcajada que hirió mi susceptibilidad.
-¡Pero! ¿Cómo se atreve a tratarme de putero y drogadicto? Bueno, la verdad es que un poquito putero, si que soy; pero, ¿drogadicto? ¿a estas alturas?. Me enfadé recordándolo.
-Si me río, continuó el inspector, es porque a mi me dijo lo mismo el yonki al que te refieres. Un día que yo estaba trabajando de incógnito, en las inmediaciones de la calle Viana, se me acercó un individuo, con más huesos que un cajón de dátiles, apoyándose en dos muletas, y me dijo y yo le dije, lo mismo que él te dijo y tú le dijiste, solo que yo, le enseñé la placa y se desvaneció, dejando las muletas tras de sí en el suelo. Por cierto, enseguida las recogió otro yonki “pa buscarse la vida”. Es contagioso esto de “pa buscarse la vida”. Se me ha pegado sin querer.
-Lo mismo digo, señor inspector, a mi también se me ha pegado lo de las diligencias previas.

-Hecho este inciso ¿A donde quieres ir a parar con tantos rodeos? Que das más vueltas que un mariquita en El Rocío- Me dijo el inspector. Lo que le quiero explicar es que, estando en la covacha del Gordo, en la cual me encontraba por puro azar, tropecé con un cliente y amigo, ínclito paleontólogo, que después de unos efusivos saludos, iniciamos un coloquio que derivó, cómo no, en huesos. Mi subconsciente se despertó al hilo de la conversación y, fue entonces, cuando le propuse la venta de un Pitecántropo completo. ¡Que el Señor me perdone! porque no era del todo Pitecántropo: tenía mezcla Carpetovetónica de la provincia de Albacete. Esto último se me olvidó decírselo. Nosotros no es que mintamos, lo que pasa es… que decimos la verdad a nuestra manera. Balbuceé un poco; pero enseguida continué.
Volví a reunir al equipo para exhumar el cadáver de Pepito Cuatroquesos, que llevaba medio año enterrado. Se procedió a la labor con orden, sigilo, diligencia y nocturnidad y, en el chupano de nuestro correligionario (que en paz descanse donde estuviese) descarnamos los huesos hirviéndolos en abundante agua: como los espaguetis. Una vez limpios, los metimos en una caja de cartón, ad hoc, y procedimos a la entrega en mano.

El sabio nos recibió con los brazos abiertos y la cartera en la boca e intentó ponernos al corriente sobre el origen del hombre y las especies. Para cuando acabó, ya nos habíamos gastado el dinero.
A grosso modo, esta es la historia que quería relatarle a propósito de Pepito Cuatroquesos y las andanzas del equipo. Pero aún hay más, solo que a partir de ahora me acogeré a la Quinta Enmienda.