martes, 7 de diciembre de 2010

EL RASTRO Y MIS MUERTOS

    El invierno se estrenaba con un frente polar. El viento de tramontana entraba por la Junquera y cortaba el forro de los güitos en una noche como otra cualquiera de transito por la ruta del pan duro: mi preferido quehacer cotidiano. Una actividad voluntaria que escogí sin pensármelo mucho; sobre todo, sin pensar lo que pensarían quienes no se atreven a pensar.   
    El total de los bombos de basura que ordeño como un rebaño, a lo largo del año, me reporta suficiente beneficio como para sustentarme renunciando a lo que otros no renuncian, a cambio de independencia, o al menos, eso es lo que yo me creo; pero puede que sea otra cosa, si, eso que están ustedes pensando: que estoy un poquito majareta o que así me veo por mi mala cabeza ¿o no es verdad?.
    Lo cierto es, que no me había encontrado nada después de dos horas rodando por el centro de la ciudad a lomos de mi Seat Trans, Vintage del 84, y ya me disponía a recogerme, cuando divisé la maleta junto al contenedor. Enfilé en la dirección correcta y me detuve para olisquearla. Primero, la sopesé y, como pesaba, la abrí. Entre los trastos que contenía se desparramaron radiografías, informes médicos y media farmacia: Sintrom, Dilutol, Digosina… me indicaron que allí había palmao alguien añejo y me alegré. Miré en el interior del contenedor y estaba a rebosar de bolsas grandes que indicaban una generosa limpieza posmortem. Abrí una y miré por encima el contenido: no cabía duda, eran “los restos de un naufragio que iban a ir a parar a la playa del Rastro”. En esto, que a lo lejos, oigo un sonido familiar: el camión de la basura que se acercaba inexorable y su freno de mano resoplaba como una ballena dispuesta a tragarse mi tesoro. Me entró la paranoia y reuní todas las bolsas del mismo color y tamaño y las cargue en mi furgoneta a toda prisa largándome del lugar para que los basureros no me adjudicaran ningún desparramo.
    Mi primer impulso fue el de revisar el contenido de las bolsas en otro lugar donde ya hubieran retirado la basura y descartar todo lo que no me apeteciera transportar en vano. Como me encontraba cerca de la cobacha de Elías el Gordo, decidí triar el material allí mismo para que él aprovechara mis descartes. Y así lo hice.
    Lo que ocurrió en el transcurso del triaje, fue mortal. Ya había revisado el contenido de algunas bolsas, de las que extraje material antiguo de calidad (y la avaricia se apoderaba de mi ser pensando en el lucro), cuando el Gordo, que me estaba ayudando en la faena, sacó lo que en un principio me pareció una prótesis de un pie y media pierna hasta la rodilla; pues no era la primera vez que me encontraba esta clase de artilugios:
    -¡Dios que asco! Exclamó, y a continuación soltó la pierna y una bocanada de arroz al horno que por casi me da.
    - ¡Hijoputa, te has traído al muerto!-  no me podía creer que aquello resultaría ser una afirmación y, cuando lo constaté, le acompañé con un chorro de lentejas viudas que al mediodía me jalé y que vinieron pintiparadas para homenajear a los restos inanimados.
    En total y quitando la morcilla del arroz al horno, reunimos media pierna, tres brazos, cinco muelas, tres dientes y una mano, que al pronto y por deformación profesional, vislumbré la posibilidad de venderle el material al Dr. Cavadas, eso sí, de segunda mano.
    Los dos estábamos de acuerdo en quitarnos el marrón de encima; sin embargo, lo suyo hubiera sido avisar a la policía y dar explicaciones; cosa que no me apetecía; al muerto le daba igual y el Gordo, que como es un alma cántaro… Así que, absortos y estupefactos, sacamos fuerzas de flaqueza y nos retiramos cada uno a su casa dejando los escombros en un congelador que a Elías el Gordo le había dejado en depósito un moro. El cabileño montó en su día una carnicería Jalal que tuvo que cerrar; pero quería quedarse con el mobiliario, que no era suyo, por la cara, y lo escamoteó en la cobacha de Elías el Gordo a cambio de un alquiler que no pagaba.

    De madrugada sonó el timbre de mi casa. Abrí la puerta y dos señores se identificaron como policías. Transpuesto como estaba, no me percaté de la placa que me pusieron delante de los morros; en esto que, el teléfono fijo comenzo a sonar y uno de ellos le dijo al otro: -¿Suena el teléfono? Ergo alguien llama-. Ante tan portentosa deducción, se me disiparon las dudas y dije entre mí: esto se pone feo: la policía no es tonta. Les invité a pasar para evitar que la perra de mi vecina olfateara mis entresijos; es un animal mal educado mi vecina, que también tiene un perro.
    Quise ser hospitalario y les ofrecí una taza de café, como en las películas, y puse a su disposición un culo de ron Negrita que otrora me encontré en una zona de botellón.
    -Veamos- dijo uno de los dos señores sacando del bolsillo interior de su chaqueta unas cuantas fotografías y después de pegarse un lingotazo:
    -¿Conoce usted a este individuo?
    -¡Hostia, si es el Chuminico!- exclamé a bote pronto. Se trataba de un viejo pederasta que engatusaba a los niños con golosinas que presumiblemente guardaba en un bolsillo del pantalón al que le faltaba el forro. Cuando los críos le metían la mano, para sacar la gollería, le sobaban el ciruelo. Nunca fue denunciado; pero si por casualidad se escapaba alguna hostia, allá donde anduviera, iba a parar a él. Vendía pornografía en el Rastro y se notaba, por su aspecto tísico, que se estaba matando a pajas. 
    La foto, aunque solo se le veía la cabeza, como en las del DNI, me dijeron que era de cuerpo entero, o sea, que era un primer plano de lo que quedaba de él, según me indicaron. Habían encontrado su cabeza empaquetada en un envío anónimo a una parroquia.    
    -¿Y este otro?- prosiguieron, mostrándome otro retrato y dando fin al ron, con lo cual, les saqué otro culo de Johnnie Walker y unos snaks de la misma reserva y procedencia.
    Observé la foto en la que reconocí al Líos y les pregunté que si era de cuerpo entero también, a lo que me respondieron, que no, puesto que su cabeza, de haberla cortado para mandarla por correo, no hubieran podido encontrar sellos suficientes para proceder al envío.
    -Si que era cabezón- afirmé para mis adentros.
    -A éste lo medio descuartizaron y lo abandonaron a la entrada del zoo: se ve que estuvieron a punto de echárselo a las fieras; pero algo se lo impidió-.
    -¿Podría ser que no lo quisieran ni las susodichas?- pregunte, porque sabia que el Líos tenia mal karma.
    -Lo más probable es que se herniara el descuartizador al esforzarse para introducirlo en la jaula de las hienas- apostillaron los señores y después me enseñaron las fotos del Ansias y del Achtosias; todos ellos cortados por el mismo patrón, nunca mejor dicho, y vendedores del Rastro VLC.
    -¿Y yo que pinto en todo esto?- les pregunté, haciéndome el longuis.
    -Mas que pintar, lo que queremos es que cantes- se me abrieron las carnes pensando que era de dominio público mi faceta de cantautor.
    - ¿Tienes una Seat Trans, con la junta de la culata quemada?
    - Si; pero no tiene la junta de la culata quemada, es que me gasta aceite, y de ahí lo del humo- me quedé a gusto con la  puntualización pués ¿qué se creian?.
    -No te vayas por las ramas, que no somos ecologistas- puntualizaron al unísono- anoche te vieron escarbando como las gallinas en un contenedor de basura que está cerca de la policía cientifica (CSI por sus siglas en castellano) donde se está procediendo al análisis de los despojos, para determinar si murieron perimorten, y te vieron cargar un montón de bolsas de basura entre las que había algo que nos pertenece-. En ese momento me vino a la cabeza lo de la charcutería que me había encontrado. Y a continuación, me dijeron que fue culpa de la señora de la limpieza, que era una borracha contumaz, quien, sobradamente perfumada, tiró a la basura, con alevosía reivindicativa, el material que había sobre la mesa de autopsias.
    - Seguro que está hasta el coño de que le pisen lo fregado- les dije, poniéndome de parte del proletariado; aunque yo soy un pequeño comerciante del sector metalúrgico.
    Les conté de cabo a rabo lo que me aconteció y les dije que los despojos estaban en un congelador en la cobacha de Elías el Gordo.
    Antes de marcharse, me escudriñaron el material de Rastro que tenia seleccionado para el próximo domingo, y escogieron unas cuantas cosas. Me nació el hacerles un lote barato para que se buscaran la vida. Después nos dirigimos a la cobacha de Elías el Gordo para que procedieran al levantamiento de los restos.    
  

    Una vez en el lugar, los señores se dirigieron a un moro convexo que se encontraba en la puerta de la cobacha y le espetaron:- ¿Es usted alias el Gordo? Tuve que intervenir para indicarles que Elías el Gordo estaba dentro, a la sazón, peleándose con otro moro que le devolvía una lavadora y una nevera que no funcionaban.
    ¿Es usted alias el Gordo? Le preguntaron; pero él dijo que no porque no le hace mucha gracia lo del mote y yo les dije que si, que era Elías el Gordo.
    -Ahí esta el congelador y lo que ustedes buscan- les dije, señalando el artefacto, el cual abrieron y comprobaron que no faltaba ni una muela. En esto, que el moro abrió el pico para decir: -Seguro que no focsiona, yo comprar nevera y lavadora, él decir que si focsiona y luego no focsiona y mi subir y bajar siete pisos por escalera-
    -Tu, te callas, que todavía me debes la olla exprés y dos botellas de butano que te llevaste por la cara- le decía Elías el Gordo al moro con el que se mantenía en franca pendencia.   
    Superado este inciso, los señores recogieron la morralla y se largaron. 
    Estando así las cosas, empecé a atar cabos y pude colegir, siguiendo con el  método deductivo de la policía, que no era un muerto lo que me había encontrado, sino uno y medio, o dos, y para mi, que podía resultar ser, que algún comprador del Rastro, descontento, pudiera estar queriendo vengarse, hasta el punto que, de seguir así, acabaría con todos nosotros, con lo cual me lo tomé como una cosa personal ya que no se sabía si había empezado la carnicería por orden alfabético o por antigüedad.

  
    Al domingo siguiente del hallazgo mortuorio, acudí al Rastro como siempre; pero he de confesar que con cierta preocupación (por no decir que un poco jiñao). A partir de las seis de la mañana, comencé el reparto de los restos del naufragio entre mis clientes favoritos que son tan buitres como yo. Al Ferretero le vendí las postales, fotos y correspondencia que mi muerto (el autentico) había mantenido durante la campaña de Filipinas con algunos de sus familiares. Le hice un lote barato para que se buscara la vida y se fue silbando la Rapsody in Blue de Gershwin sin fallar ni una nota de las escalas cromáticas que se le atragantaban en los ensayos; pues toca el clarinete en una banda. A Manualuminio un par de condecoraciones y lo que parecía un pijama a rayas, que resultó ser el uniforme militar. Las estilográficas fueron a parar al de siempre: al Plomero que resulta un poquito plúmbeo como su mote indica. A todo esto, rodeado de buitres como estaba, no me amilané en absoluto, pues me sentía como Paul Newman en el “juez de la horca” administrando justicia. Fui generoso con los clientes discretos e implacable con los oportunistas carroñeros que no dejaban de suplicarme misericordia. Y con este criterio, fui procediendo hasta que me dejaron con las zurraspas que continué vendiendo a lo largo del día en un ambiente de feria cosmopolita y barata. 
    Se me había pasado la jinda, como consecuencia del buen jornal que a media mañana llevaba conseguido y, entonces, me puse a atar cabos (otra vez).
    Por megafonía intenté localizar a porDuplicado (que nunca está en su parada, com deu mana): -¡Señor porDuplicado, acuda a la sección de perfumería!- lo repetí varias veces y luego me encaminé a la citada sección, que no es otra cosa, que un pequeño bar a orillas del mercado: una mezcla de la UCA (Unidad de Conductas Adictivas) y la ONU. El dueño es un tipo recio y un poco espeso; una especie de mastín: cualidades necesarias para controlar tal rebaño.
    El que más y el que menos se perfumaba como podía según le iban las ventas: vino, cubatas, cerveza… Y Allí estaba porDuplicado: perfumándose.
    -¿Qué sabes del Chuminico?- Le pregunté, para tantearle.
    -Pues si quieres que te diga la verdad… yo no te digo ni Juan ni Pedro…pero como si le operan, no voy a ir a verlo- En un principio se quiso hacer de nuevas, como si no lo conociera; pero estaba claro que el Chuminico se la traía floja, como a mi. Tres cuartos de lo mismo pensaba con respecto del Achtosias, el Líos y el Ansias que hacían un total de cuatro mierdas a los que nadie había echado en falta en el Rastro. Abandoné la sección de perfumería y volví a mi parada  para continuar con mi negocio.    
      Ese domingo, Pepe Cocini no vino a vender (sus razones tendría) por lo tanto, no hubo almuerzo ovíparo y me mantuve a base de mucho tabaco y cafés con los que engañaba a mi estómago, hasta que éste mandó señales a mi cerebro para que alterara mi presión sanguínea con el fin de que perdiera la conciencia, o sea, que me dio una bajada o subida de tensión y el resultado fue que desperté en el Hospital Clínico Universitario, que está al costat del mercado. Y allí permanecí durante un buen rato, bajo la observación de médicos y enfermeras y la atenta mirada de un guardia jurado, que también me observaba, pero por si me llevaba algo para venderlo en el Rastro VLC. No se lo reprocho, yo hubiera hecho lo mismo.
    Mientras era trasladado en silla de ruedas, por un adusto auxiliar, con el fin de ponerme de patitas en la calle, tuve un azaroso encuentro. En dirección opuesta a la mía, por aquel ancho y luengo pasillo, se acercaba también en silla de ruedas (pero adornado como un árbol de navidad por tantos goteros como llevaba) quien menos podía imaginarme: era Pichadulce. A la que nos cruzamos, él me lanzó una mirada de odio y me espetó: -¡Tus muertos!- y yo le escupí: -¡Los tuyos!. Ambos obedecimos a nuestro enconado rencor por el asunto de la Tapa el Váter. Una vez en la puerta de Urgencias, el camillero que me transportaba, accionó un resorte de la silla de ruedas y, en el acto, percibí un calambrazo que me hizo saltar de la silla. "Para que no te acostumbres". Me dijo, el hideputa. Esperando el siguiente reemplazo, estaba un yonki, al que conocía de la sección de perfumería y, que de cuando en cuando, se corta las venas para que le den cobijo; aunque sea en la sala de espera.
    Cuando regresé al Rastro VLC, ya estaba to el pescao vendio. Los compradores se marchaban con sus compras y en su lugar entraban otros que no tenían intención de comprar; pero sí de picotear como los pollos en los restos de las paradas.
    El jodio porDuplicado me había recojido la parada a retortero y me mezcló la quincalla con la cerámica, y se cargó de paso, dos cristales de sendos grabados enmarcados.                 
    -¡Ya estás perfumao, cabrón! Le dije
    -¿Cómo que ladrón? Si la cabra era mía- Me dijo. No insistí, porque sabía que la culpa era del mollate.


    La semana transcurrió sin ningún muerto que resaltar; por lo menos en lo que a mi respecta. Me suelo encontrar una o dos limpiezas posmorten al cabo del año con las que mantengo mi pueril anhelo de buscador de tesoros y, también, que todo hay que decirlo: equilibran mi presupuesto. Siempre estoy a la cuarta pregunta; aunque lo cierto es, que vivo el día a día; pero no al día, ni como si el mundo se fuera a acabar en un día. Me mantengo en una sospechosa, incluso para mi, sobriedad monacal.
    Con esta paz interior, por un lado, y un poco de vanidad, por el otro, pues estoy harto de ser guapo y mear colonia y columpiarme en la cadena del váter, reinicié mis pesquisas al domingo siguiente.
    El Dr. Carcoma es un especialista en tratar de matar la carcoma más que de acabar con ella de una manera definitiva. Su funesto método consiste, básicamente, en inyecciones de petróleo, que, matar no las mata pero les revuelve el estomago. Le conté mi peripecia y la conclusión que de ella  extraje: que la vida son cuatro días y que alguien se había propuesto acortárnosla. Le dije que repasara entre las muchas putadas de las cuales fuera él responsable, por error u omisión, y le vino al pronto una de un domingo que, en su parada, tenía a la venta una mecedora Toné recién restaurada, la cual despedía un fuerte olor a combustible, y quiso probarla un posible comprador. Sin más, este se dejo caer sobre la creación (pues además la había adornado con herrajes de una cómoda Isabelina) y mientras se mecía, hizo clik en el mechero para encender un cigarrillo y explotó como un arcabuz. Recordé aquel suceso; pero enseguida lo descarté porque este hombre, lo primero que dijo nada más aterrizar, fue: -¡La compro!- el pajarito estaba ávido de emociones fuertes y para eso está el Rastro, para suscitarlas de vez en cuando.
    El Tuti Barati me preguntó por el Maestro Valls. Hacia tiempo que no daba señales de vida, y sí que se le echaba de menos en el Rastro VLC. En un principio, y quizá fuera porque el Tuti tiene cuatro dientes salteados, me vino a la cabeza aquel rosario de muelas y dientes (ya saben, el de marras) puesto que el Maestro Valls era el único que mantenía la piñata intacta, de origen, entre casi todos los vendedores de su quinta. Por si acaso fuera lo que quedara del Maestro, le hice una perdida a uno de los señores, que me dejó en su día su número de teléfono para que lo llamase cuando tuviera algo relacionado con el mundo del toreo (lo iban a ascender en breve a comisario y tendría que presidir algunas corridas de toros y quería ponerse al día. Estaba involucrado, según me dijo cuando iba por el cuarto culo de ginebra Beefeater, en un asunto de putiferio y alcoholismo y, a los funcionarios, como no los despiden, sino que los ascienden, hasta alcanzar el mayor rango para así demostrar su mayor nivel de incompetencia… Esto no me lo dijo él; pero lo dice Max Weber).
    Sonó mi móvil, y era el citado señor:
    -¿Qué pasa tete?- Así de familiar me dirigí a él, pues, cuando salió de mi casa aquella noche, bastante perfumado, me dijo que yo era como el hermano al que le hubiera gustado tener, y me abrazó y besó entre sollozos.
    - Mira, que te quería preguntar, si las muelas y dientes tienen ya nombre y apellidos.
    - Me alegro de que me lo preguntes- me respondió en un tono cordial, sin mariconadas- porque sé que este lío te tenía algo preocupado.
    -Hombre, figúrate ¡Qué no iba a por nosotros, el hijoputa!
    - El caso está cerrado. Resulta que Antonio Jimenez, alias Chuminico, murió de muerte natural. Tenía un compañero de piso, tan bujarrón como él, al que no se le ocurrió otra cosa que comerse al compañero ya que pasaba más hambre que un caracol pegao en un espejo. Harto de huevos fritos, se puso manos a la obra, nunca mejor dicho, porque de una obra cercana, les chorizo a los albañiles una radial con la que descuartizó al Chuminico, con intención de amojamarlo. Era un mangante que mangaba almoina en la puerta de la parroquia de Nuestra Señora de la Teta al Hombro, donde tomaba el sol, de paso, por tomar algo de caliente. La cabeza que envió a la parroquia, iba dirigida a una parroquiana, emigrante jíbara, para que se la redujera y hacerse un llavero. Por otro lado, Sanson Sansonite, alias el Lios, estafador y perista, le hizo una pirula a un gitano Búlgaro, comprándole un icono del siglo XV, que sustrajo de una iglesia de su país. Se pasó de listo dándole largas a la hora de pagarle: - Pásate mañana- le decía, hasta que el gitanito, a la quinta vez que se pasó y no vio ni uno, lo esperó a la salida del bingo, donde se gastaba su pasta, y lo maró. En un principio, quiso traficar con sus órganos, por eso estaba semidescuartizado;  pero al darse cuenta de que estaba podrido por dentro, lo abandonó en el zoo. Otro ajuste de cuentas, fue el que atañe a Darío Pellejos, alias el Ansias, sablista y engañabobos que en el Rastro VLC se encargaba de desvirgar a incautos vendedores haciendose pasar por experto enciclopédico y, de cuya astuta maniobra, obtenía pingues beneficios mientras mantuviera obnubilado al necio. A este lo mullaron, por no pagarle a un mafioso, indígena de la Safor, la pasta que le debia de unas apuestas. No le sirvió de nada la excusa de que tenía a la vista la compra de un Sorolla a una marquesa con demencia senil y arruinada.
    Cuando iba a comenzar el relato del Achtosias, le interrumpí porque ya no podía soportar más inmundicia, y le pregunté por la procedencia de los dientes y muelas. Me dijo, que procedían de la sala de interrogatorios.
    Me quedé más tranquilo al pensar que el Maestro Valls todavía vive y que cualquier día aparecerá por el Rastro. Los años más felices de su vida los pasó junto a nosotros. Nunca echó de menos el piano ni las juergas de champan y putas de su ambiciosa juventud; pero sí, el que ya no se encontraba basuras tan esplendidas como las de hacía treinta años. Cuando alguien le preguntaba por como le iban las cosas, él siempre decía que mal, y no porque se sintiera desgraciado buscando tesoros en la basura, sino para que no lo imitasen. El síndrome de acumulación fue su ruina. Hacia acopio de ropa y trastos con el fin de aprovisionarse como si fuera a vivir eternamente, mientras el vino peleón le hacía declinar sin tregua. Estaba solo en el mundo; pero feliz con la entrañable compañía de sus colegas del Rastro. Nadie pudo ayudarle cuando fue desahuciado de su propia casa por la avaricia de un subastero que no le pagó ni un céntimo del precio que acordaron ante notario. Inició entonces el crudo peregrinaje de los sin techo: la calle, albergues, calle, asilos, calle y cuando ya pudo pagarse una habitación con la paguilla no contributiva, la intemperie y los excesos etílicos le pasaron factura y fue a parar a Porta Celi, en fase terminal. Tres comidas diarias, cama blanda y la paz de las puertas del cielo, lo resucitaron y vino a verme al Rastro por última vez. Cuando se despidió, le seguí con la mirada hasta que desapareció de mi vista y me dije: es el mejor muerto que nunca me he encontrado. Y hasta hoy.