viernes, 21 de agosto de 2020

DEL CONTENEDOR AL ASCENSOR

DESDE LA SECCIÓN DE PERFUMERÍA

Por L'home rastre


Era coleccionista de gangas y cazador de incautos y vivía solo en un piso del Ensanche, a sus anchas: su mujer se fue a comprar tabaco y, su hijo, a estudiar ciencias ocultas (pero primero, tendría que encontrarlas). Cuando se jubiló, se compró un perro, ni muy grande ni muy pequeño, lo justo para no tener que recoger los excrementos con una pala o que pudiera tragárselo un sumidero. Con este precedente, elaboró un plan: ya tenía un perro, le añadió una gorra, ropa de andar por casa… Ah! y un bastón, que le haría las veces de gancho, por el extremo que se acopla a la mano, completaban las herramientas para el “modus operandi” que le proporcionaría seguridad para sus operaciones de comando: asaltar contenedores de basura con nocturnidad. El móvil, no era otro que, la envidia que le producía, cuando visitaba El Rastro de Valencia, de madrugada, al ver cómo unos infelices y analfabetos, eran los primeros en encontrar el tesoro y él, ya era, como mínimo, de segundo plato.    


Y como lo pensó lo hizo. La primera noche, salió a pasear al perro con las armas y el camuflaje, ad hoc, (parecía un “ninja” en technicolor) atacando al objetivo por los flancos, me explico: mientras que el perro le meaba la rueda al coche del vecino, él, tanteaba, con la punta del bastón (para despistar al enemigo que atrafagado caminaba por la acera) las bolsas de basura que la gente dejaba a ambos lados del contenedor. Así estuvo haciéndolo durante un mes. Como no tenía práctica, no acertaba ni una y, lo que es peor, veía cómo los profesionales, “del contenedor al consumidor”, hurgaban dentro de las bolsas que él descartaba y cómo afloraba el tesoro. Esto le enfureció y, aprovechando sus conocimientos en historia del arte, se acordó de las performances de Risto (el tío que le dio por envolver con lona y sogas lo que todos conocemos, y se ganaba la vida muy bien con esto) y le vino una idea a la cabeza. 


Dejó el bastón en casa (porque tirar, no tiraba nada) y el perro, se lo encasquetó a una prima solterona, y decidió presentar batalla de frente; o sea, levantando la tapa del contenedor, directamente, y palpando una por una, cada bolsa con las manos. Descartaba las flácidas en las que enseguida notaba el arroz y las clóchinas de la paella del domingo o las lentejas de los lunes, etcétera, y seleccionaba las que tenían aristas o cualquier forma geométrica, para abrirlas. Con esta táctica, las probabilidades de encontrar una limpieza jugosa, aumentaban, y disminuía el tiempo que invertía en la batida; en pocas palabras, se convirtió en un profesional; pero no “del contenedor al consumidor” sino “del contenedor al ascensor”.


Cada noche, subía a su casa con dos o tres bolsas, a las que solo él, al contenido, le asignaba un valor de cambio con plena convicción. Acumuló tanto, que desaparecieron los muebles de todas las habitaciones bajo las montañas de bolsas; solo quedaban pequeños valles, por los que transitaba, desde la entrada de la casa hasta el váter y a un trozo de cama, en la que cada noche, se acurrucaba hecho un ovillo; pero no dormía, en cambio, soñaba con que sus tesoros se les escapaban como el agua entre los dedos.    


Murió y nadie pudo hacerse cargo de la herencia: su ex-mujer, de la que no estaba divorciado, había dejado de fumar hacia unos años; y su hijo, buscando las ciencias ocultas, se ahogo en un cenote de la península del Yucatán. Solo, el Museo de Arte Contemporáneo, mostró algo de interés, por su contribución, a la “Poesía Fáctica”. 

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