sábado, 20 de junio de 2020

SUEÑO RECURRENTE

      

    Mi vida, en retrospectiva, no ha sido como la de la mayoría de la gente: no he cumplido con ninguno de los mandamientos que la sociedad demanda, (a cambio de obtener, seguridad material... y miseria afectiva en la vejez tardía). Acabo de cumplir sesenta y cinco años, y me dispongo a solicitar la prestación no contributiva, a la que todo ciudadano tiene derecho en una sociedad desarrollada, a la que llaman: “Estado de Bienestar”.

    Observo que, al disminuir la energía mental que hasta ahora derrochaba en atender los deseos que me estacaban, veo las cosas con más tolerancia, hacia mi mismo y hacia los demás; con más plasticidad, se podría decir. Por este motivo, llego a la conclusión de que, no me puedo quejar ni adjuntar ningún reproche a nadie ni a nada, porque he vivido disfrutando de libertad, en mayor grado, que cualquier otro ciudadano en igualdad de condiciones y, sin anteponer mi egoísmo, más allá de lo que los demás me hayan podido dejar hacerlo, tal vez, porque los estigmas de la pobreza, siempre me han acompañado: visto mal; no voy a la peluquería y soy retraído al contacto con otros que no formen parte de mi círculo de inadaptados. Así, pues, a pocos puedo engañar, manipular, etcétera.

    Apenas, a lo largo de toda mi vida, he salido de esta ciudad, en la que vivo junto a ochocientos mil habitantes más, donde por la noche, nadie ve las estrellas en el cielo. Yo, solo veo la luna, algún planeta y las luces de los aviones, que vuelan bajo, rumbo al aeropuerto, porque me fijo desde mi ventana. Pero puedo ir a ver el mar, si quisiera, donde hay estrellas que nacen desde el horizonte.

    No echo de menos la naturaleza que rodeaba el pueblo del cual emigramos toda la familia, ni nada de aquel pasado remoto: en cada instante del presente, está concentrado todo mi pasado y futuro.

    No he sacrificado mi dignidad, (o por lo menos, no tanto), en el sentido que se nos exige como consumidores, como tampoco he recibido ninguna compensación material, que no fuera otra, que aquella que me ofrecían los contenedores de basura y los estercoleros, (que son como minas de exquisito pan duro) y su posterior venta en El Rastro de Valencia, al que considero, “Mi Alma Mater”, porque me ha estimulado lo suficiente, como para despertar en mi, el adecuado interés por explorar la realidad y, porque es un punto de encuentro cosmopolita y barato. No por haberme dedicado a esta actividad marginal, (la cual no es delito ni falta) me considero ni menos ni más inteligente que la media, o más o menos indigno, en el concepto más amplio de la palabra, o como lo prefieran.

    A lo largo de los últimos treinta y cinco años de mi vida, quizá porque los he vivido día a día, y no como si el mundo se fuera a acabar en un día, creo que, por ese motivo, tengo miles de horas acumuladas de vida plena; aprovechada; consciente. Puede que, el que yo diga esto, resulte paradójico; difícil de entender, por decir algo, viniendo de quien viene; pero, dar más explicaciones, podría parecer que me estoy yendo por las ramas, cuando en realidad, (ustedes pueden pensar) lo que soy, es un golfo. No pasa nada. Yo también llegaría a la misma conclusión; siempre sospecharía (si  tuviera instalado en mi cabeza, un programa predeterminado de prejuicios). 

    ¿Por qué digo todo esto? Porque estoy cansado de vivir. Tres mil quinientos millones de años, son muchos años, y en los últimos, tanta obscenidad me supera y confieso haber pensado en el suicidio. Incluso, creía que este era mi destino (si antes no se adelantaba el cáncer, o la catástrofe nuclear y/o ambiental) y en esos intervalos de mi vida, era cuando se reproducían los sueños recurrentes y el mensaje y, he de añadir también, que la enseñanza, entre paréntesis.

    Aparentemente, los sueños no tenían nada de particular, excepto que, los personajes con los que soñaba, me han querido y nos hemos reído juntos muchas veces. En el sueño se mostraban satisfechos y felices. En ámbitos diferentes, pero siempre había algo en común con los momentos que compartimos. Cuanto apenas, podía identificar el entorno distorsionado por la ausencia de conciencia. Sus caras y cuerpos, idealizados, eran como recién esculpidos en la cantera del tiempo, y una sensación de plenitud, envolvía las secuencias. Pero no podía tocarles y siempre había un lugar al que no me dejaban que les acompañara. Cuando despertaba, con el recuerdo vívido y todavía somnoliento, permanecía perplejo durante un rato, hasta que caía en la cuenta de que, todos están muertos. No obstante, una sensación de paz y lo contrario, al recordarlos, perduraba hasta después de cuando me calentaba la leche en el microondas.

    Y así, una y otra vez. Hasta que un día, meditando, practicando sinceridad interna, visualicé las alternativas que tenía a mi alcance, para llevar a cabo el disparate, con relativo éxito (siempre hay que contar con el azar). Las repasé una por una: defenestrarme; arrojarme a las vías del tren; envenenarme con relajantes musculares; ahorcamiento, etcétera, y me di cuenta de que, llegado el momento, no tendría la valentía suficiente para desapegarme de la vida. Entonces, llegué a la conclusión de que, aquellos arrebatos, no eran otra cosa que, manifestaciones de mi arrogancia moral e intelectual, cosas de las que uno, tampoco se desapega, así como así: siempre hay que estar atentos, observarla.

    Fue entonces, cuando tomé la determinación de que, ya que estoy aquí, voy a quedarme a ver lo que pasa. Y comprendí, que la próxima vez, no seré yo quien los evoque. Vendrán ellos a buscarme, estoy seguro porque así son las cosas; me tomarán de la mano y me enseñarán ese lugar que, hasta este momento, me tienen prohibido transitar. Mientras que, en mi cama, solo quedará: una baja en El Ocaso; otra en Vodafone; y otra, en el estanco. 

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