jueves, 11 de junio de 2020

LAS DOS LIBRETAS



     Por aquel entonces, tomaba café a diario en un bar al oeste del polígono de viviendas sociales, en el cual vivo desde tiempos “desmemoriables”. Lo que pasó aquel día, se me olvidó, pero ahora que me estoy recuperando de mi amnesia, me viene a la cabeza. 

Yo estaba sentado frente a la barra, tomándome el café que, el camarero e hijo del dueño, servía, moliéndolo en el punto óptimo y poniendo la carga justa en la cazoleta. Además, salaba la cafetera, por lo menos, una vez cada quince días. En resumen, era pulcro y diligente, con lo cual, ganábamos los dos: él, el reconocimiento, por mi parte, de su maestría como barman; y yo... no me iba de vareta. Por eso se convirtió en mi bar favorito. Ah, y también, porque leía el periódico de gorra.

En la máquina tragaperras, estaba jugando, o más bien, peleándose, puesto que no paraba de arrearle mandobles a los pulsadores, un hombrecillo, menudo, con barba de quince días, que pasaba de los sesenta y con graves problemas respiratorios desde que lo conocía. Era parroquiano, y de los buenos. Religiosamente, el veinticinco de cada mes, donaba la paguilla, integra, a LA FUNDACIÓN CODERE, para contribuir en la construcción de una catedral, en la que pretenden enterrar, un su cripta, a los santos inocentes que nacen para palmar. Y de paso, con sus donativos, cooperaba en los gastos de mantenimiento del local. No sé por qué, pero aquel día, me llamó la atención, el hecho de que aquel hombre, en una de sus muñecas, tenía el precinto que te ponen en los hospitales cuando ingresas, y aún conservaba la vía sujeta con esparadrapo en el dorso de la mano izquierda.  

Serían las doce de la mañana, más o menos, porque en la mesa donde se jugaba la partida de dominó, estaba completa y las dos parejas que se enfrentaban (la mayoría de las veces, eran los mismos que desperdiciaban su tiempo de adultos con responsabilidades) todavía estaban en fase de precalentamiento; golpeando las fichas contra la mesa, con relativa animosidad y sus voces eran murmullos, hasta que entró el padre del camarero, se sentó donde siempre lo hacía, junto a la ventana, y, con un tono cauto pero contundente, le dijo a su hijo (mientras éste le preparaba un cortado): a ver, Tonín, enséñame las dos libretas: la de los “caballeros” y la de los “piruleros”, subrayando con mucha socarronería, lo de caballeros y piruleros. 

A partir de ese momento, las voces de los jugadores de dominó, se convirtió en una algarabía subida de tono, y empezaron a aporrear las fichas sobre la mesa. El hombrecillo de la tragaperras, comenzó a golpear los pulsadores como si estuviera interpretando una sonata de Beethoven. Yo, que me encontraba a escasos dos metros del “papa”, tenía el periódico extendido sobre la barra, pero de pronto, (no sé por qué)  lo cogí con ambas manos y me lo llevé a la cara, como si fuera un miope sin gafas. Con el rabillo del ojo izquierdo, vi, como Tonín, le ponía sobre el mostrador, las dos libretas. Éstas, eran pequeñas; formato estándar. Una era más delgada que la otra. La más gruesa, pese a que eran iguales, se debía al intenso sobeteo a la que era sometida, por los diferentes recursos que le interponían, a la hora de hacer frente a la deuda, los inscritos en ella. El padre les echó un vistazo y no dijo nada. 

Por lo que a mí respecta, mi deuda acumulada, de lunes a sábado, ascendía siempre, al importe de un café con leche y uno solo, que, como un neurótico, tomaba a diario acompañados de altas dosis de nicotina (y al desgaste del periódico). Excepto, cuando Vicente me pillaba por banda (que era de vez en cuando) con gusto, accedía a su petición de invitarle a un café con leche, y, por supuesto, también quedaba reflejado en el debe de no sé qué libreta. Lo cierto es, que no podía negarme a su petición. Cuando Vicente entraba por la puerta, se acercaba hacía mí, y con apenas un susurro, decía: me invitas a un café con leche. Siempre le respondía que sí y entonces, se frotaba las manos y sonreía. Su sonrisa era como el piar de un gorrión agradecido. Tonín, ponle un café con leche a Vicente, que era lo que Tonín esperaba oírme decir, como siempre (en honor a la verdad, en ese momento, no le estaba invitando yo, sino Tonín). Nada más terminaba de ponérselo, en un santiamén, el café con leche desaparecía del vaso. Lo engullía con avidez canina y, emitiendo chasquidos de satisfacción con la lengua, decía: ¡Ahhh, qué bueno está!. Los únicos restos que quedaban del café con leche eran, un cerco sobre el labio superior, que lo limpiaba con la mano o, con una de las mangas del jersey, dependiendo de que fuera verano o invierno. Cuando veía a Vicente por la calle, caminaba con los brazos cruzados, apretados fuertemente sobre su pecho; el paso lento; encorvado y la mirada perdida al frente. Unas veces, en su conmovedor diálogo interior, se reía con ganas; y otras, con el rostro crispado y los puños cerrados, colérico, gritaba: ¡Hijos de putaaa! ¡Un cerro mierda! Como una fiera acorralada. 
Al día siguiente, entré como siempre al bar. El café ya lo tenía preparado sobre la barra junto al periódico. Noté que algo no iba bien y me dio un barrunto. Tonín ¿Qué ha pasado? Le pregunté. El padre de Vicentín (que era el hombre que estaba jugando en la máquina tragaperras el día anterior) se tiró ayer tarde por la ventana y ha fallecido, me dijo. Se escapó del hospital, por la mañana, y a última hora de la tarde, se interrumpió e hizo un gesto con la mano, como de zambullirse, y emitió un silbido. El día anterior ya lo había intentado, apostilló. 
Y así quedó la cosa, que yo recuerde. 
        
                                          EPÍLOGO

Vicentín, no es el diminutivo de Vicente, el hombre del que he hecho una reseña anteriormente. Vicentín era joven, pero sí como él, “una mina de ternura”, al que el aislamiento, como a Vicente, (un hombre maduro, casado y con familia) no tanto por mala fe como por ignorancia del entorno, también le hacían sentirse como un cachorro, en medio de un río, rodeado de cocodrilos. Ahora, viven los dos en una Arcadia de no sé en qué pueblo de la provincia.

Siempre nos quedará la duda (¿Razonable?) de en qué libreta podíamos estar todos los que nos dimos por aludidos aquel día, porque, al poco tiempo, el padre de Tonín, falleció de metástasis y aquello quedó como un secreto familiar (o de Estado, según se mire). Aunque, ahora que lo pienso, lo de caballeros y piruleros, no tiene el por qué tener mayor importancia, al fin y al cabo, son como el yin y el yan y todo es impermanente.  

Por mi parte, todos los lunes le decía a Tonín: ¿Qué te debo?. Él miraba la libreta en la que yo estaba apuntado, de espaldas a mí, arrancaba la hoja y me la presentaba diciéndome el importe; yo, pagaba y me iba a tomar el sol. Pero ahora, con el paso del tiempo, me viene a la cabeza el dicho aquel, que dice: “Las cadenas siempre se rompen por los eslabones más débiles”. Y me pregunto ¿Cuál es el umbral de sufrimiento, que cada uno puede soportar, antes de saltar por la ventana o volverse loco? No sé, ahí lo dejo. 

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