jueves, 23 de julio de 2020

LAS CARTAS DE LA IMPERMANENCIA

     

Las probabilidades que tenemos de encontrar un tesoro en la basura o en un mercadillo, son de una, entre cientos o miles de cuantas veces levantamos la tapa de un contenedor, o acudimos de compras a un Rastro. 
Era un domingo del mes de Abril, y los cerezos florecían en el campo, cuando un compañero, busca tesoros en la basura, me trajo una bolsa repleta de cartas, procedentes de la ídem, para que yo las valorase y vendiera en el puesto que, por aquel entonces, yo tenía en El Rastro de Valencia. Formaban parte de la limpieza de un piso, en una calle, a tiro de piedra, de la antigua ubicación de El Rastro de Valencia, en Mestalla. 

Revisando aquel material, por encima, apareció el nombre de un conspicuo científico valenciano, de merecido reconocimiento nacional e internacional y a partir de este dato, se nos despertó el interés y, al poco, la codicia. Las retiré de la vista del público y me las llevé a casa.  

Tirando de internet, di con el personaje protagonista de aquella correspondencia. Se trataba de su esposa, científica como él, pero de menos reconocimiento, aún habiendo trabajado con un Premio Nóbel español. Era de nacionalidad estadounidense, en concreto, del estado en el que nació, no me acuerdo, aunque aparecía en todos los sobres. Hablo de esta mujer en pasado, porque falleció hace poco y la prensa se hizo eco, dado el parentesco que le unía al ínclito científico; pero cuando esto sucedió, aún vivía. Ella era dos o tres años mayor que su marido y ambos pasaban de los noventa. 

El supuesto tesoro, consistía, en una bolsa de gran tamaño, con abundantes cartas y los permisos de conducir de su padre y de su madre que, probablemente, corresponderían a la última renovación, ya que, las fotos, los representaban como un señor y una señora de unos setenta años. Aquello, me dio la impresión de, como si hubiesen hecho el gesto de abrir el cajón de un mueble y volcar su contenido, íntegro y sin ningún miramiento, en una bolsa reciclada. Las cartas no llegué a contarlas porque pensaba venderlas todas en un lote. Como estaban escritas en inglés, no entendíamos ni papa, excepto el encabezamiento, que siempre comenzaba con: “Dear mon and dad”.

El siguiente paso era, el de contactar, en El Rastro, con algunos clientes coleccionistas de documentos, mostrarles el material y, observar sus reacciones, como en una partida de poker, en la que mi socio y yo, íbamos de mano. Lo hicimos y no pasó nada. Tan solo uno, hizo el amago de apostar pero no quiso ver la postura que yo había dejado sobre el tapete. Y transcurrió un domingo, otro y otro y nadie apostaba para verme las cartas (nunca mejor dicho). Así que, cuando un domingo, volví a ver a la persona que mostró un poco de interés, le dije: ¿Cuánto te gastas? Tanto, me dijo, y le di con ellas en los morros (en sentido metafórico).      

Las cartas en cuestión, representaban el tesoro que nos correspondería por la ley de probabilidades. Pero al final, nos comimos una ful (a medias: éramos un equipo, no?) y apenas, repartimos unos cuantos euros para cada uno. Aquel tesoro no tenía valor de cambio, no; sin embargo, era de un valor incalculable para esta señora: no me cabe duda.  

Al año siguiente, por Abril, los cerezos volvieron a florecer.

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