viernes, 16 de septiembre de 2016

EL ASTEROIDE REDENTOR

    En mi caso particular, buscaba el éxito y la fama en los convulsos años de mi juventud como no podía ser de otra manera. Todos lo hacíamos. Nadie puede decir que no lo hiciera. El éxito había que alcanzarlo ¿Cómo? Yo no lo sabía. Pero lo que en todas partes se podía observar y medir, era el nivel de éxito alcanzado por otros mediante la ostentación material o intelectual. Elegí la segunda de las dos opciones sin saber que la ambición y el orgullo intelectual comprimiría mi masa neuronal a base de sucesivas frustraciones (podía haberme sucedido lo mismo en el caso de escoger la opción de la mayoría). La cosa fue creciendo y su exceso de gravedad atrajo a un asteroide, el cual, destruyó el mundo al que estaba circunscrito.

    Para mi, fue algo así, como si de repente, aquel asteroide que me cayó encima, borrase del mapa toda mi existencia anterior. Desaparecieron las amistades y las proyecciones, o sea, el apoyo y la dirección del rumbo a tomar. En pocas palabras, aquello me hizo tanto daño como solo podía hacerlo la verdad, y me volví invisible.

    Si, como lo oyen, invisible porque olía a fracaso. Es un olor que se percibe como amenazador, entonces, la vista se aparta del foco para no salir corriendo, así que nadie te ve. No me había acostumbrado del todo porque eso cuesta. El aislamiento es más duro de soportar que un martillazo en el dedo gordo. Con el martillazo, más tarde o más temprano, desaparece el dolor  (y la uña) y todo vuelve a la normalidad.

    Perdido, solo, desorientado y con ese olor pringoso rezumando de las glándulas de mi cartera, caminaba de acá para allá por calles y plazas sin rumbo ni beneficio. Cabizbajo. No me atrevía a levantar la mirada del suelo, y eso, en cierta manera, a veces me recompensaba: una vez me llegué a encontrar un billete de a mil duros. Pero como les iba contando, la soledad no le gusta a nadie. Te vuelves más raro, hasta el punto de no reconocerte en el reflejo de un escaparate ni en las ventanillas de un autobús. Tu cara no muestra emociones ni sentimientos porque está congelada en el tiempo como un retrato de cartón.

    Como un sonámbulo, en El rastro desperté. Perdido en un bosque me figuré que estaba. Los traperos me acogieron en su guarida como una manada de lobos. Al principio tuve miedo de su ferocidad de leyenda y, al poco tiempo, ya aullaba como ellos. Me enseñaron a cazar y cazaba como ellos: solo para sobrevivir.  

    Me deshice de los últimos pellejos de mi anterior frágil piel (de barquillo) y mi cuerpo se cubrió de otro cuero que pudiera soportar los golpes, patadas y escupitajos. Resistí porque no estaba solo. A mi lado había otros que, con el mismo derecho, se merecen una ovación por echarle huevos y ovarios a su respectiva calamidad cósmica, o lo que sea.
 
   






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