Vi una mancha en el horizonte,
miré más profundamente
y resultó ser mi espalda
martes, 9 de diciembre de 2014
sábado, 6 de diciembre de 2014
SONETO CON SARNA
¡Cómo me pica el alma! ¿qué será
esto que en mis entrañas se apolilla?
Carcoma o sarna, lo que dentro chilla,
esto que en mis entrañas se apolilla?
Carcoma o sarna, lo que dentro chilla,
igual que pica o grita, callará.
La luz artificial alarga el día.
El verano perdura con el fuego
y el invierno se apodera de mi ego
porque aún he de pagar a quien debía.
No es que me la traiga floja el deber,
la ética y todo lo demás, señores,
es que tengo que arrancarme la culpa,
mas, con lo que tiene esto que doler,
si con ello se me van los picores,
no podrá quedarme mayor disculpa.
La luz artificial alarga el día.
El verano perdura con el fuego
y el invierno se apodera de mi ego
porque aún he de pagar a quien debía.
No es que me la traiga floja el deber,
la ética y todo lo demás, señores,
es que tengo que arrancarme la culpa,
mas, con lo que tiene esto que doler,
si con ello se me van los picores,
no podrá quedarme mayor disculpa.
viernes, 21 de noviembre de 2014
CONFESIONES DE UN HOMERASTRO VI
¡Por ahora todo va bien!
Si, señor, allí estaba yo, con mi pantalón corto de nailon, asomando un huevo por el camal, en la parada del autobús, de la línea 6, Zapadores-Torrefiel, de Valencia. Estaba en la calle Marqués de Montortal, del barrio de Torrefiel. Hacia una semana, escasamente, que me encontraba a 600 kilómetros de este lugar, en mi pueblo, dándole patadas a una lata por la calle, cuando escuché a través del sonido del televisor de un bar cercano, que el hombre acababa de pisar la Luna. Sí, un hito histórico, pero Neil Amstrong estaba solo en el satélite, como yo en el planeta. Si todo salía bien, él volvería pronto a casa, con los suyos, a pesar de la enorme distancia. No así yo, que pese al insignificante trayecto que separaba mi pueblo de Valencia, comparado con la tirada de kilómetros que hay de la Tierra a la Luna, para un niño de 14 años, era insuperable.
Cogí el autobús y bajé en la parada que tenía prescrita por mis superiores, en la plaza del Caudillo (hoy del Ayuntamiento) y atravesé la calle de las Barcas, hasta Don Juan de Austria, que era donde estaba mi base logística. Yo era el aprendiz y repartidor de un almacén de postales y estampas. Mi labor consistía en distribuir los pedidos, manufacturados ex profeso para turistas, de cuantos tópicos se conocían de España y Valencia, a pata, en autobús o en tranvía a casi todas las papelerías y quioscos de la ciudad. Un trabajo fácil para cualquier nativo, pero no para mí: un cateto.
Mi lugar de trabajo estaba ubicado justo enfrente de lo que hoy es el Corte Inglés. El edificio, pese a ser antiguo, no tiene ningún estilo de construcción definido ni mucho que destacar (hablo en presente sobre el mismo porque todavía existe) excepto el entresuelo, que era un cuerpo claramente diferenciado del resto del inmueble con un amplio ventanal, rematado con un arco de medio punto, y pasamanos de latón, que mantenía iluminada, durante todo el día, con luz natural, la sala principal que era mi lugar de trabajo y donde se manipulaban la mundanas postales. Al fondo, en otra estancia, casi en penumbra, se hacia lo mismo, pero con las religiosas estampas.
Otra cosa a destacar de la finca era su portero: un hombre pequeño, mayor sin ser anciano, al que le gustaba el moyate casi tanto como pintar al óleo. Yo nunca lo vi beber ni borracho, pero sí pintar, cuando salía o entraba del edificio. Erguido frente al caballete, con la pipa entre los dientes, fumaba pausadamente mientras aplicaba la pintura al lienzo con precisión y soltura. Vivía solo, no sé si porque era viudo o soltero, en un recoveco del zaguán donde estaba la portería. En contadas ocasiones entré en su guarida. Era este hombre un poquito huraño y desconfiado. Sus motivos tendría, pero yo creo que era un artista de los muchos represaliados por el régimen, a los que después de salir de la cárcel o padecer exilio, se les negaba el pan y la sal para su propia humillación y escarnio y regocijo para otros como mi beato patrón y su necrófilo negocio: el de las estampas de santos y vírgenes. La cuestión es, que un día pude ver el cuadro que estaba pintando en ese momento. Recuerdo que era un paisaje lleno de vida, luz y color que contradecía el aura mefistofélica que se le adjudicaba desde el entresuelo, donde se comerciaba, además de con tentadores paraísos, con el recuerdo de la muerte y el sufrimiento.
Desde el ventanal de marras, se veía una amplia panorámica del profundo hoyo donde se estaba construyendo el futuro Corte Inglés. Aquello era todo un acontecimiento. Lo que a mí me llamaba más la atención, eran unas impresionantes máquinas que horadaban la tierra arcillosa cual boca de dinosaurio. Un chorro continuo de agua reblandecía la tierra, y las potentes mandíbulas de aquel monstruo, mordían la tierra como si fuera chocolate, dejando un hueco cada vez más hondo para introducir el encofrado que dio sustento al imponente y robusto edificio. Es curioso, ni a posta me hubiera salido mejor metáfora.
Todas las mañanas me aguardaba la misma rutina: comprarles el mismo almuerzo, día tras día, y después, emprender la ruta cargado con los paquetes de postales y estampas. Todo estaba medido al milímetro: los autobuses que tenía que coger; las paradas donde bajar y el dinero justo que emplearía. Por la tarde era lo mismo, pero con la merienda. Mi jornada de trabajo se acortaba en media hora para que pudiera asistir, con puntualidad, al instituto Luís Vives donde estaba matriculado en el 3er curso de bachillerato (nocturno, se entiende) Esas eran mis expectativas que, bien mirado, podían haber supuesto una buena inversión para fortalecer los cimientos de un futuro sumiso cristiano. Sobre todo desde el punto de vista de quienes eran dueños de mis derechos: mi madre y mis patrones que me regalaban esa media hora pensando en su renta posterior.
Sí, no tenía solo un patrón, estaban también su hijo, su hija, solterona por obligación, y por poco tiempo, pues tenía casi aprobada la entrada en un convento de monjas, y su nuera, la cual había sido empleada del establecimiento. Se ve que a la hora de emparejarse también lo tenían estudiado al milímetro. Pero, parecía ser, que las parejas femeninas disponibles dentro del entorno nacional católico donde se movían, eran del estilo de su hermana, poco agraciadas y destemprantes, lo que hizo que el hijo escogiera a su subordinada que, aunque pobre, estaba buena. Y al fin y al cabo, este desclasamiento se podía explicar muy fácilmente a través del mito de Cenicienta. Más crudo lo tenían a la hora de buscarle un apaño para la desdichada hija, porque, por esta regla de tres, a la hija le tocaría en suerte un gañan, que se sentaría a su mesa por Navidad. Así, que su padre, el Gran Jefe, no solo veía bien, sino que, alentaba, la tardía vocación de servir a Dios y a los demás que había invadido el ánimo de su hija, por obra del Espíritu Santo, de perseguir con devoción, el ingreso en un convento. Una a malas, la dote de la niña, serviría, por lo menos, para engrasar las puertas del cielo. Un rédito difícil de creer hoy en día, por exceso de fantasía y superstición ¿no creen?.
Pasaron unos meses y, entre tanta piedad y recogimiento, un día, sin saber cómo, surgió en mí, de repente, el lado oscuro de mi humana naturaleza o, como diría un psiquiatra de hoy en día: todos los elementos que acabaron configurando mi futura personalidad, pasaron, de estar latentes, a manifestarse en un Trastorno Límite de la Personalidad, que dicho en castizo, significa, que me hice un golfo. Que conste que yo no inventé nada; que ya estaba todo inventado, aún sin saberlo yo.
Como Dios todo lo veía, por aquel entonces, y, por si esto fuera poco, había tanto chivato agazapado en las estanterías de la sección de estampas, procuraba no permanecer mucho tiempo en el almacén, para no delatarme, porque ya fumaba, bebía, jugaba al billar, al futbolín y a las máquinas de petaco, ya fuera en horas de trabajo o de estudio. Ah, y me hacia pajas, en mi tiempo libre, evocando las postales de señoritas en biquini, que por miles las repartía. Todo, en un intento desesperado por rellenar el hueco que me producía la nostalgia que me invadía con un constante adagio sostenuto. Los míos, sin contar a mi familia, eran mis amigos y mi entorno, del cual fui arrancado como un brote de patata de sus raíces y, esto, como cabría de esperar, no traería nada bueno. Me subí al Miguelete y me precipité al vacío y, mientras caía, iba diciendo entre mí: ¡por ahora todo va bien!. Permítanme la metáfora.
lunes, 10 de noviembre de 2014
CONFESIONES DE UN HOMERASTRO V
Un caso memorable
Corría el año 1966 y yo estaba en el 5º grado de formación académica en la escuela pública nacional, “La Victoria”, de un pueblo en las estribaciones de Sierra Morena: Linares (Jaen) para ser más exactos. Bien, yo tendría unos 11 años y, si hubiese sido más aplicado, hubiera superado el examen de ingreso para el instituto, correspondiente a ese año, como así lo hicieron el resto de compañeros de la escuela de pago, a la cual asistí, por caridad de un benefactor que, a su vez, era el patrono de mi padre. La verdad sea dicha, yo creo más bien que, como era un colegio de monjas, para niñas, a los varones nos tiraban a esa edad porque, al llevar pantalón corto, se nos salía un huevo por el camal. La cuestión fue que, de la noche a la mañana, pasé de querer ser, de mayor cura, a querer ser torero. Lo de cura es cierto, como os lo cuento, ya que estaba inducido por el ambiente piadoso del colegio, a la vez que convento. Si, quería hacerme cura para que mi familia viviese en la gloria, lo confieso. Lo de torero, mira tu por donde que, por más cornadas que a mí y a mi familia nos estaba dando el hambre, no era éste suficiente estímulo como para superar la jindama que me atenazaba, nada más oler, las cagadas de los morlacos (se ve que ya apuntaba yo rasgos intelectualoides, más bien). Vistos los antecedentes que me arrojaron a la cruda realidad (puesto que mi familia, y por ende yo, éramos pobres con avaricia) o sea, sobre todo, a mi afición de quedarme en blanco durante las clases, por la falta de nutrientes, lo cual podía confundirse con algún tipo de retraso mental, no tuve otra opción, que la de despeñarme por el abismo de la ignorancia, junto al resto de amigos y vecinos que ya me sacaban bastante ventaja en la carrera hacia el salto, en la escuela nacional. Se podría decir, que en esta escuela, nos aproximábamos de lejos a lo que a principios del siglo XX se llamaba Institución Libre de Enseñanza, si, porque empezábamos la instrucción cuando querían (o podían) nuestros padres y acabábamos cuando querían ellos en estrecha colaboración con nosotros.
Por mi parte, yo creo que, si bien, no aprendimos nada de lo que teníamos que aprender, si que nos fijábamos mucho, con ahínco y deleite, en el rito que practicaba D. Juan (que así se llamaba el maestro) al encenderse los Bisontes. Lo hacia de esta manera. Sentado y apoyando los codos sobre la mesa, lo primero que hacia, al encenderse su Bisonte, con medida parsimonia, era sacar el cigarrillo del paquete y gesticulaba con éste entre los dedos (tiznados de nicotina) mientras hablaba. Luego lo sujetaba con los labios y seguía hablando. El cigarrillo se movía arriba y abajo delante de nuestros embelesados ojos. Incluso chasqueaba la cerilla varias veces, sincopando el ritmo sobre el rascador, a modo de percusión, hasta que surgía el fogonazo del mixto y, entonces, el penetrante aroma del humo del tabaco rubio, nos amansaba. ¡No dirán que no nos fijábamos bien, ni na!. Mi padre era un excelente guarnicionero que luego se hizo tornero y todo lo aprendió fijándose, sin nada de instrucción libresca.
Sigo con Don Juan. Lo suyo era contarnos anécdotas, unas veces épicas, referentes a la ya lejana guerra civil, en la que él decía que había participado y, de la que destacaba el relato de cómo se pasó de un bando al otro (no hace falta que diga a qué bando se pasó) y otras, deportivas. La cuestión era que, se ve que como no podía instruirnos porque no teníamos medios, (pues acudíamos al colegio con las manos en los bolsillos) ni ganas de aprender, encontró el método de, por lo menos, entretenernos con sus amenas pláticas, cosa que, esta es la fecha en la que todavía le agradezco una de ellas en particular. A grosso modo y quitándole toda carga emotiva con la que la aderezó, decía así:
Que en un partido de fútbol, crucial (omito el nombre del equipo en cuestión por no herir la sensibilidad de nadie) un delantero, viendo que se encontraba en fuera de juego (que por entonces, a esta falta, se la conocía como orsay y así la pronunció) dio varios pasos atrás para recibir el balón en posición correcta y, de esta manera, no arruinar la jugada que acabó en gol y por eso fue memorable. Para mí lo fue también, pero en sentido metafísico o metafórico, lo de dar un paso atrás, ya que, a lo largo de mi vida, siempre la he recordado como ejemplo de honestidad con los demás y con uno mismo.
Don Juan, durante todo el curso, nos infló de grandes relatos y de Bisontes cortos. Con cada calada, formaba nebulosas de polvo de estrellas, en el espacio tiempo de la clase, para dar paso a nuevos cuerpecillos celestes: nosotros ¡angélicos!. Los domingos, algunos de sus más sobresalientes alumnos y yo, nos fumábamos un Camel con filtro (por evitar las toses, que eran poco varoniles) mientras cagábamos en fraternal comunión con la naturaleza y, así, repasábamos las lecciones de entre semana.
3 años después, en julio de 1969, el hombre pisó la luna por primera vez y los Maeso´s, que ya éramos una familia de tantos componentes como un equipo de fútbol, con reservas y todo, pisamos Valencia, provincia de Valencia y nos quedamos. Aquí es donde, en más de una ocasión, he puesto en práctica las enseñanzas de Don Juan y su héroe balompédico, porque, lo de dar un paso atrás en la vida, cuando se está fuera de juego, no digo yo que sea homérico, pero sí memorable (y lo de los Bisontes, más).
martes, 4 de noviembre de 2014
CONFESIONES DE UN HOMERASTRO IV
Robar comprando
No es lo mismo comprar robando que robar comprando. En el juego de palabras se esconden también el móvil y el modus operandi. Si en el primer caso, “comprar robando”, el azar, es el factor que ha reunido en un punto cierto número de coincidencias, como en la lotería, en el segundo, “robar comprando”, se tiene la intención de salir beneficiado de la operación a toda costa: para ello, el mazo de cartas tiene que estar necesariamente marcado de antemano, siguiendo el símil ludópata. Aquí no interviene ni la suerte ni la habilidad mental, sino la astucia, o pasarse de listo. Pongamos otro ejemplo como en la vez anterior. Un suponer, (no olviden, que esto es una metáfora y yo el narrador, el poeta) que voy al Rastro y da igual que sea a primera hora como a media mañana, y con o sin intención de buscarme la vida, porque, el estimulo que busco en realidad, es el de satisfacer mi narcisismo. No se me ocurre otra palabra o concepto para definir este estado mental, si ustedes tienen otra mejor, aplíquenla. Lo que yo quiero dar a entender es, que es algo así como tener el pleno convencimiento de que todo gira a tu alrededor y no al contrario. Entonces, con esta certeza, va uno al Rastro y no ve a personas interactuando en un medio, sino que ve a bacterias moviéndose en una placa de petri, esperándome a mí, el virus Pichadulce. ¡Lo que faltaba! ¡Ya está aquí el ansias, el gusano!. Todo el mundo me conoce pero yo no conozco a nadie. Mejor dicho, saben de mí lo imprescindible: “que mucho bla, bla, bla, pero que, a la hora de comprar, aprieto más que unos zapatos nuevos”. ¡Y a mi qué! Solo tengo que evitar a los que están más maduros, prefiero los verdes, a los virgos: soy Pichadulce y vengo a joder, y cuando lo consigo, me voy del Rastro con una estúpida sonrisa de autocomplacencia.
Y de postre:
Comprar robando
Robar comprando
Bailan los gerundios
de la mano de las emociones
en el presente
de un futuro imperfecto
No es lo mismo comprar robando que robar comprando. En el juego de palabras se esconden también el móvil y el modus operandi. Si en el primer caso, “comprar robando”, el azar, es el factor que ha reunido en un punto cierto número de coincidencias, como en la lotería, en el segundo, “robar comprando”, se tiene la intención de salir beneficiado de la operación a toda costa: para ello, el mazo de cartas tiene que estar necesariamente marcado de antemano, siguiendo el símil ludópata. Aquí no interviene ni la suerte ni la habilidad mental, sino la astucia, o pasarse de listo. Pongamos otro ejemplo como en la vez anterior. Un suponer, (no olviden, que esto es una metáfora y yo el narrador, el poeta) que voy al Rastro y da igual que sea a primera hora como a media mañana, y con o sin intención de buscarme la vida, porque, el estimulo que busco en realidad, es el de satisfacer mi narcisismo. No se me ocurre otra palabra o concepto para definir este estado mental, si ustedes tienen otra mejor, aplíquenla. Lo que yo quiero dar a entender es, que es algo así como tener el pleno convencimiento de que todo gira a tu alrededor y no al contrario. Entonces, con esta certeza, va uno al Rastro y no ve a personas interactuando en un medio, sino que ve a bacterias moviéndose en una placa de petri, esperándome a mí, el virus Pichadulce. ¡Lo que faltaba! ¡Ya está aquí el ansias, el gusano!. Todo el mundo me conoce pero yo no conozco a nadie. Mejor dicho, saben de mí lo imprescindible: “que mucho bla, bla, bla, pero que, a la hora de comprar, aprieto más que unos zapatos nuevos”. ¡Y a mi qué! Solo tengo que evitar a los que están más maduros, prefiero los verdes, a los virgos: soy Pichadulce y vengo a joder, y cuando lo consigo, me voy del Rastro con una estúpida sonrisa de autocomplacencia.
Y de postre:
Comprar robando
Robar comprando
Bailan los gerundios
de la mano de las emociones
en el presente
de un futuro imperfecto
miércoles, 29 de octubre de 2014
CONFESIONES DE UN HOMERASTRO III
Comprar robando
El Rastro es un lugar cosmopolita y barato; pero, ojo con lo de barato, que a veces uno, cuando compra, más que comprar, parece que está uno robando. Lo digo por el estado mental que, por lo menos a mí, me ha producido siempre y me sigue produciendo, aunque cada vez con menos intensidad emocional y más frialdad mental ¿Serán los espolones?, por eso quizá pueda contarlo, una compra de estas características. Les voy a poner un ejemplo. Pongamos que compro un objeto, equis, a uno de tantos vendedores que en el Rastro nos buscamos la vida, y yo, que soy más listo que el hambre (que conste que lo de hambre lo digo sin faltar a nadie, porque comprendo que es lo mismo que nombrar la soga en casa del ahorcado) me doy cuenta enseguida de que, ese artículo es de un gran valor material, porque, si sumo la diferencia entre lo que me ha costado y el beneficio que espero obtener, a mi orgullo, me da un coeficiente de… más equis grado de paranoia, así, como lo oyen. Pero ¿Por qué, si todo se ha desarrollado bajo las reglas consuetudinarias que todos aceptamos? Me interesa el precio, compro. No obstante, a partir de aquí empieza el martirio. Mi ego se ha inflado tanto que hasta siento miedo por si estalla. He triunfado, me digo a mi mismo jactándome, se ve, que para estimular mi arrogante y estúpida vanidad. Cuando camino, cabeceo de un lado para el otro, a delante y atrás, cualquiera diría que escondo algo, que no soy de fiar, ¡y más la policía, que se fija mucho en esos indicios!. Siento que me observan, que me pisan los talones los susodichos. Me vuelvo mas suspicaz y empiezo a ver enemigos por todas partes que me quieren robar o estafar y, lo más triste de todo esto es, que sospecho hasta de los más allegados y, por descontado, hasta de mi propia sombra. Tal nerviosismo se ha apoderado de mí, que altera mis hábitos de sueño, alimento e higiene sexual. Hasta cuando durará todo esto, no hace falta que me lo pregunte porque yo ya lo sé, pero lo que aún me sigo preguntando es si vale la pena este sin vivir que a la postre me hace sentir culpable. Y concluyo: el Rastro es tan solo un lugar cosmopolita y barato, y no una comuna, un falansterio; así de prosaico.
viernes, 17 de octubre de 2014
EFECTOS SECUNDARIOS ( Y de paso, un pequeño homenaje a Salvatore "Ratso" Rizzo)
En mi caso, yo no sabía qué hacer porque no iba camino de ninguna Arcadia, sino que, estaba dentro de uno de los váteres ambulantes del Rastro de Valencia y si me descuido un poco más, de irme, me hubiera ido de vareta del todo.
Resulta que, me estaba meando vivo, a punto de reventar, y enfilé camino de los servicios. Cuanto más me iba acercando al váter, más incontinente estaba mi vejiga. Por suerte, no tuve que hacer cola porque no era domingo sino un día festivo. Me desabroché la bragueta (digo esto porque eran unos Levis Straus, cuyo homo antecésor, era de mi talla) apremiado por el dolor de la vejiga y, al apretar, resultó que, el primer esfínter que se soltó fue el del bullate. Me quedé paralizado de medio cuerpo para bajo y, del otro medio, donde se incluía la cabeza, boquiabierto. El dolor de la vejiga era insoportable pero, si soltaba el esfínter de la uretra, su colega, el del “ya me entienden”, por simpatía también lo haría. Algo me decía que así iba a suceder; pero yo no estaba preparado para la ocasión que, de normal, hubiera resultado cuasi orgásmica ¿O no es verdad?.
Yo, continuaba de pie y como pude hice una maniobra de disuasión (que me copié de las negociaciones sobre la paz en Vietnam); es decir, que mientras sujetaba un esfínter, soltaba el otro intentando poner orden y disciplina y dejar claro que el que mandaba era yo; pero la verdad sea dicha, la sensación que tenía era la de que mandaba poco. En medio de los aprietos, di por perdida la batalla y me entregué a mi destino: ¡Qué remedio, la cosa ya estaba hecha!.
Cuando en casa me picó la curiosidad por leer el prospecto de la medicina que estaba tomando como tratamiento para no sé qué tecla, ya fue demasiado tarde, y entonces, me dio por reír.
jueves, 9 de octubre de 2014
CONFESIONES DE UN HOMERASTRO
El otro día, mirando la película El Pianista, de Roman Polanski, estuve a punto de alcanzar lo que en el budismo zen se conoce como satori o iluminatio. Me refiero a la secuencia de casi el final de la película, cuando el oficial nazi le pide al protagonista que interprete algo. Lo que toca al piano es la obra, Balada para piano Nº 1, en sol menor, opus 23, de su paisano Chopin. De haberse producido esto en otro contexto, como por ejemplo, el haberlo hecho en un teatro abarrotado de un público especialista y predispuesto a escuchar al virtuoso Szpilman, a la mayoría (lo digo mayormente por mi menda) nos hubiera pasado desapercibida, por no decir tediosa, en tanto que profanos en la materia. Pero el gran mérito del director fue el de involucrarnos en el asombro de ver y escuchar a un ser andrajoso, herido, muerto de hambre y comido de piojos; con la mirada aterrada de un animal, cuyo injusto fin sospecha inminente y, la convulsión de los sentidos que experimenta el oficial nazi, que, hasta ese momento, se sentiría, digo yo, que impune y arrogante, y que, como a él, en este caso a mí, mutatis mutandis, conmovernos al ser capaz de producir un sincero impulso de agradecimiento.
¿Por qué digo todo esto o a santo de qué? Porque sospecho que hay un niño dentro de mí, al que con encono reprimo y maltrato si decide asomarse sin el debido permiso: a partir de ahora prometo sacarlo a pasear más a menudo.
martes, 30 de septiembre de 2014
EL NIÑO QUE APURA EL CHUPA CHUPS
Con más espolones que un gallo
diviso lo que son umbrales
que con Filomena batallo
buscándole a la misma un fallo
y no tener que usar pañales.
Aunque veo, oigo, huelo, percibo,
más pronto que tarde, no habrán
goces del himeneo, y vivo,
dentro de mi cuerpo cautivo,
tornaré al Edén con Adán
como un niño de teta y cacas,
solo que, mis incontinentes,
otrora gracias o alharacas,
sin poderlo evitar aplacas,
con pellizcos condescendientes
Ay, lo qué será de mí! ¿o de ti?
pues este declive me alarma
que, sin quererlo me peí,
cuando el otro día tosí,
tejiendo el hilo de mi karma
sábado, 12 de julio de 2014
LOS DESAFINADOS III: LA BEGO
El otoño se había instalado después de un bochornoso verano y hacía fresco a orillas del mar bajo el sol poniente. La luz del faro giraba precisa como un reloj Omega al final de la escollera. Había marejada al otro lado del muro y solo podía oír los latigazos de las olas rompiendo contra los bloques de hormigón (que eran tan grandes como casas, o casi) desde la posición en la que me encontraba: sentado al volante de mi furgoneta Seat Panda vintage del 82. En el otro asiento estaba La Bego, mi novia, de la que, en resumidas cuentas, solo puedo decir que era tan golfa como yo, si no ¿Cómo explicar que estuviéramos juntos?. Recalábamos a menudo en este lugar porque ninguno de los dos disponía de medios donde poder retozar.
Las posibilidades que nos brindaba la furgonetica para el desahogo, se reducían a: o bien nos pajeabamos en los asientos de delante o, pasábamos a mayores, en la parte de atrás, con el consiguiente riesgo, no ya de que pudiera quedarse embarazada, sino de descalabrarnos con algún trasto de los innumerables que ni yo mismo sospechara de su existencia. Ya saben que soy trapero y que vendo trastos en el Rastro para buscarme la vida.
Sonó el móvil en medio del instante voluptuoso.
-Si… ¿Cuántos?… ¿no será una trola de las tuyas?… Era El Gordo que había vaciado un piso y me metía prisa para que fuera a ver el material. Nena, nos tenemos que ir, le dije a La Bego. Soltamos amarras, los dos al unísono, y nos fuimos… con rumbo a la covacha del Gordo.
Le faltó tiempo a La Bego para darle al play del reproductor de Cds una vez que nos pusimos en marcha. Era fan de Los Camela y tenia todas las casetes de este terrorífico grupo. Para quitarme de encima a Los Camela, en su día, me deshice del radiocasete de la furgoneta y lo cambié por un reproductor de Cds; pero ella no tardó en grabárselos en soporte digital, y yo seguía sin soportarlos. Qué le vamos a hacer, siempre me quedaría Emilio El Moro.
Siguiendo la ruta en dirección a la covacha del Gordo, desde el Puerto, decidí parar para husmear en un contenedor de recogida de enseres que, periódicamente, ubicaba el Ayuntamiento en el Mercado de Colón. Bajé de la furgoneta y dejé el motor encendido porque iba flojo de batería y, cada dos por tres, La Bego y algún que otro viandante, empujaban el vehiculo hasta conseguir arrancarlo y, como de antemano, había recibido un ultimátum de La Bego, en el que me dijo taxativamente: ¡si se para la furgoneta, te va a empujar tu padre con los cuernos! Procuré no tentar a la suerte. Así de fina era La Bego. No se puede decir que fuera cursi, no. En todo caso, no era su paupérrimo lenguaje, al cual estaba acostumbrado, lo que me chirriaba, sino el tono agudo y el volumen estridente de su voz.
No había nada en el contenedor. Quiero decir, que no había nada para el Rastro. En esto que me disponía a marcharme, cuando vi a una anciana que renqueaba, a resultas de que iba cargada como un burro con una gran bolsa, y no venía, precisamente, de Mercadona, sino que acababa de salir de un patio cercano. Estuve observando, desde mi posición, justo dentro del contenedor, la maniobra de la vieja. Al ver que sus intenciones eran claras, me refiero a que iba directa al contenedor, me ofrecí para ayudarle y, de paso, sonsacarle información que pudiera serme útil desde el punto de vista comercial.
-Señora, ¿Va a tirar la bolsa?-
-Si-
-No se preocupe, déjela aquí mismo- y le señalé la acera -que yo ahora me ocupo de volcarla dentro-. La señora aceptó y me rogó que no desparramara el contenido.
-No se preocupe, señora, que yo en lo mío soy como un cirujano. La siguiente pregunta que se hace en estos casos cuando alguien está procediendo a una limpieza es, la de que si tienen algo más que tirar. Me dijo que no. Llamé a La Bego para que me ayudara en el triaje.
-¡Begooo! ¡Begooo!-. Pero La Bego no se enteraba porque se sentía protagonista doblando a Los Camelas con el volumen del reproductor de Cds un poco alto. Ya me entienden, lo del lolailo lailo y todo eso.
¡Begooo! ¡Begooo! Insistí. Entonces salió de la furgoneta y me dijo: ¿¡Qué mierda quieres!?.
La bolsa era grande y estaba llena de trastos. En una primera impresión, resultaba prometedora. En la segunda impresión, cuando acabamos de escudriñarla, supuso una decepción. Para esto me llamas, me dijo La Bego, si aquí no hay nada más que mierda. A lo mejor se te han despeinado los pelos del coño, le dije yo, dejándome llevar por cierta indolencia gramatical.
Abandonamos el lugar, sin perdida de más tiempo, porque al Gordo no se le puede hacer esperar mucho, es demasiado impaciente cuando tiene algún negocio entre manos. Los minutos se le hacen horas y las horas días, y creo que ya llevábamos, por lo menos, un día y medio de retraso.
De repente, a La Bego se le ocurrió, al pasar por delante de un Mercadona, comprar comida para perros, auténticos, pues tiene una perrilla caprichosa a la que mima con desvelo. Tuve que acompañarla porque La Bego estaba tiesa y a mi solo me quedaban tres o cuatro euros, disponibles, en la tarjeta del banco. Estábamos en una zona pija de Valencia, fuera de nuestro entorno lumpen, concretamente en la calle Lauria, junto a los cines ABC Park. Los dos íbamos informales pero limpios. Yo, por ejemplo, llevaba puesta una cazadora tejana, Levi`s Straus, King Size, que me había encontrado recientemente, que si bien, tuve que darle dos vueltas a las mangas para que las manos quedaran al descubierto y las hombreras me llegaban a los codos, en invierno, cuando me reforzara con cuatro o cinco jerséis, luciría que ni pintada. La Bego iba menos discreta, gastaba más prosopopeya de mercadillo. Llevaba el pelo desteñido y recogido con una goma a la altura de la coronilla; un lunar tatuado a la izquierda, por encima del labio superior, y otro tatuaje en el hombro derecho representando un corazón con una inscripción que decía: Pigüi, el Autentico. Aunque sea una indiscreción por mi parte, les diré, que los tatuajes se los hizo en el talego cuando de joven se enamoró locamente y robaba carteras para El Autentico, mientras se alternaban, ambos, el menú de La Modelo.
Entramos en el supermercado y, no vean ustedes, la de productos inmortales y perecederos que había por doquier. La sección de frutas y verduras, por ejemplo, era una autentica catedral con explosivos colores y olores y, como tal, solo podíamos contemplar la divina presencia del dinero. Acoquinados por la majestuosidad apócrifa del continente y del contenido, y tan despistados como mareados de tantas vueltas como dábamos sin encontrar la sección zoológica correspondiente, al pasar por la de fiambres, y ver la mortadela de aceitunas, de la cual me nutro y embeleso, pensé en comprar dos Hacendados paquetes, uno para mi y otro para la perra de La Bego, y así matar dos almas de un tiro, o como se diga. Entonces fue cuando reparé en que estábamos siendo objeto de un férreo marcaje por parte del guardia jurado. La Bego se había dado cuenta, mucho antes que yo, de que, independientemente de cual fuera nuestra dirección, allí estaba él a un metro de nuestros culos. No hace falta que de más detalles del guardia jurado, excepto que era eso, un guardia jurado. Seguimos buscando nuestro cometido y el guardia jurado seguía siguiéndonos, y entonces, como el que no quiere la cosa, La Bego se tiró un sonoro pedo trompetero, lo cual, a mi me pilló de sorpresa y, al guardia jurado, de lleno. Acto seguido, La Bego giró la cabeza hacia atrás y le dijo al espía: ¡Cómete mis peos, goleor!.
Un sonoro ril, si señor, el que soltó La Bego y con la profundidad de campo necesaria como para que fuese escuchado, con suficiente nitidez, varios metros, tanto por delante como por detrás de ella. La onda expansiva, solo provocó, en las inmediaciones, caras estupefactas. Fue más el ruido que las nueces, dicho en plan metafórico. Menos mal, si no, yo hubiera supuesto un irreparable daño colateral.
Nos invitaron, por las malas, a que abandonáramos el recinto y, una vez en la puerta, aunque un tanto forzado, he de reconocer, me rilé yo también, apostillándoles: ¡Y los míos!.
La verdad sea dicha, de pedos tan sonoros nunca hizo ostentación La Bego. Más bien, era yo el que el que alardeaba en lo tocante a la expulsión de gases en su presencia. Ella era más taimada ¿Cómo diría yo…? Más de follones sordos.
Casi llegando a la covacha del Gordo, que, como ya he dicho en otras ocasiones, estaba en el corazón del Barrio Chino, y sin solución de continuidad, nos tropezamos con El Pigüi, otrora marido de La Bego, y ésta se soliviantó al verle. Se ve que tenían sus más y sus menos desde que La Bego lo abandonó por otro peor. Me dijo: diquela, ves a ese calvorota que está en cuclillas apoyado en la pared (esta es una postura muy característica de los que han pasado muchas horas en el patio de la cárcel) Le dije que si. Pues es mi marido, el autentico: todavía no estoy divorciada. Haces bien. No te divorcies y así tienes la paguilla asegurada, le dije.
-¿Sabes lo que viene a hacer por aquí?- Me preguntó La Bego con una pícara sonrisa.
-Apostaría a que si-
-Pues no te lo vas a creer. No son tías lo que busca, sino que son los travestis los que lo buscan a él. Algunos se embargan por pasar la noche con él.
Y entonces recordé, lo que La Bego me dijo, al respecto de los atributos masculinos del Autentico.
A propósito de esto, y ya de paso, les voy a hacer un lote con la biografía no autorizada de La Bego. Les voy a contar otra indiscreción, pero más escabrosa si cabe; sin embargo, esto no justifica, en nada, el mal karma que pesa sobre ella a consecuencia de sus propias acciones posteriores. Espero, por mi bien, que nunca se entere de que me he ido del pico.
Desde el primer día en el que me reveló su secreto, no tuve por menos, que sentir compasión de ella. Cuando me dijo lo suyo, no tenia lagrimas en los ojos, ni se sentía culpable ni guardaba rencor a nadie, en definitiva, no buscaba ninguna comprensión porque ni ella misma comprendía el por qué nunca tuvo suerte con los hombres y, por extensión, en la vida.
Empiezo por relatarles lo mal bicho que, según decía ella, había sido durante su niñez, en el contexto de una familia cateta y numerosa, en un barrio invisible de finales de los años sesenta. Esto es imprescindible que lo añada yo, no como nota de color, sino como caldo de cultivo. Lo de mal bicho, para ella, consistía en ser agresiva y violenta con cualquier semejante, a la sazón, niñas educandas, o sea, que en el colegio no podía convivir, como aquel que dice, ni con su sombra. Su modus operandi era el guantazo, el arañazo y el estirón de pelos, todo ello ejecutado con saña. Demasiada violencia para una niña de tan solo nueve o diez años. Sus padres, catetos contumaces, como ya he dicho antes, vieron que tenían un problema con la niña, a la cual, solo le faltaba pegar coces, y se inhibieron de toda responsabilidad, profiriéndole gritos, insultos y toda clase de vejaciones, como solo los zafios saben hacerlo. No quiero decir, a todo esto, que su preocupación nos les causara acongojo e impotencia. Y ¿Qué se les ocurrió que podían hacer? Se preguntaran ustedes, pues encerrarla en casa y aislarla al cuidado del pequeño de la familia, así quedaba justificado lo que por entonces no tenía nombre ni concepto. Bueno, nombre y concepto, en realidad, aunque fuera otro, si que tenía, además de impunidad.
La Bego creía que sus padres no la dejaban salir de casa para evitar que fuera sembrando el terror entre los demás infantes. Pero lo cierto era, que a la niña ya le había bajado la regla y esto si que les aterrorizaba a ellos. “¡Que no te toque nadie!” fue la frase que su madre le recitó en un lacónico e intimidatorio rito de iniciación, señalándole las partes de su cuerpo que comenzaban a desarrollarse.
En resumidas cuentas, y perdonen por los rodeos que pueda estar dando, La Bego estaba siendo objeto de abusos sexuales, desde hacía mucho tiempo, dentro de su entorno más cercano, y lo sabían todos menos ella. Ya saben, con el cuento de las golosinas y los chavos, la manoseaban y ella acariciaba y chupaba golosinas incapaces de producir otra satisfacción, que no fuera la risa y el escarnio entre otras mujeres adultas. Disculpen los términos groseros con los que describo los hechos, esto se debe a mis limitados recursos literarios y a mi estado de ánimo; que siempre que lo recuerdo me ciego. Me hubiera gustado que fuera ella misma la que les contara su propia versión de lo acontecido, pero al dejar de asistir a la escuela, solo sabe cuatro palabras y mal dichas, propias del ambiente merchero en el que se crió.
Como ya he dicho antes, La Bego nunca tuvo ni la menor idea de la relación causa efecto, o karma, como ustedes prefieran, del juego al que a ella también le gustaba jugar. Un dulce juego del que no sabía sus reglas, pero cuyas consecuencias marcaron su destino. ¿Qué de malo podía tener ese juego en el que ella siempre salía beneficiada? Este es el día en el que aún se lo pregunta.
Con catorce años y sin apenas salir de casa, conoció al Pigüi, El Autentico, no se cómo porque ella no me lo contó, e iniciaron relaciones, un tanto desequilibradas, puesto que el tal Pigüi tenía treinta y tantos años y un buen historial delictivo como ratero de poca monta. Tampoco sé el por qué tuvo que casarse con El Autentico con el consentimiento de sus padres, pero me lo imagino: era la manera que tenían sus progenitores de quitarse el marrón de encima. Observarán que, hasta aquí, todavía no he empleado la palabra amor ni sus derivados, sencillamente, porque experimentar este afecto, supone un mínimo de disposición para sublimar los bajos instintos, algo así, como lo que hace la flor de loto que hinca sus raíces en el fango del fondo del estanque; y esto es una cosa que en su entorno brillaba por su ausencia.
Se casó con El Auténtico y se fueron a vivir juntos. En un primer periodo, las cosas no es que fueran bien, sino que no iban tan mal como después se terciaron. Vivian bajo un techo fijo y rateaban juntos cualquier descuido a su alcance. Créanme, no es un oficio fácil el de descuidero, ya que no solo hay que esquivar la mano de la justicia tanto, como el puño de las victimas; en más de una ocasión fueron presos de sus iras.
La Bego, en lo tocante a los goces del Himeneo, respondía con sus actos como lo que era, una niña. Si bien, la manosearon cuanto quisieron, nunca fue penetrada hasta que lo hizo El Pigüi con su autentico troncho de veintitantos centímetros. Instrumento de tortura, a la vez que de placer para los travestis, según me contó ella. Y no solo me dijo eso, sino que por las mañanas, cuando se incorporaba de la cama y caminaba un corto trecho, un liquido viscoso le atravesaba las bragas. El semen de la noche anterior, por efecto de la gravedad, se desparramaba por sus muslos. Perpleja, estuvo un tiempo exclamando: ¡Esto qué es!. Aunque creció, y ahora ya tiene sus años, no por ello madura; sigue siendo la niña que vendió su alma a cambio de unas chuchearías envenenadas.
La niña progresaba en astucia de la mano de su marido y mentor, El Autentico. Escapaban, tanto de la justicia como de las iras de sus victimas, en los aparcamientos de las grandes superficies. En sus mentes, lejos, por una de aquellas, de aparecer algún síntoma de arrepentimiento, por haber menoscabado el presupuesto de una familia de tipo medio (no tenían el por qué, tampoco, porque si hicieran esto, no harían lo otro) sus hazañas fortalecían sus egos y escurrían el bulto ante cualquier responsabilidad. Hasta que, El Pigüi cayó preso por mor de una de tantas, a las que con tanto ardor ambos se entregaban.
Preso en la Modelo, El Pigüi, a La Bego no le quedó otra que buscarse la vida tomando decisiones por ella misma; y continuó sin dar en el clavo. Fue durante una visita a la cárcel, con el fin de comunicar con El Autentico, donde tomó su siguiente mala decisión. Estando en la sala de espera, repleta de familiares de presos, y habiendo acabado de escribir (como pudo) en un resquicio de la pared, con su lapiz de labios, “Pigüi El Autentico”, se le acerco una dama de tez morena, pelo negro, ojos negros (muy morena ella) rasgos indoeuropeos y sonrisa embaucadora. Después de relatarse, la una a la otra, sus respectivos currículos, la dama en cuestión, fue al grano. Haciendo uso de su mayor experiencia y movida por el sádico placer de pervertir a un semejante (de catorce o quince años) le propuso a La Bego la mejor alternativa para su desolada situación: la prostitución. No sé qué papel jugó en adelante la dama, a parte del de inductora, ni cuanto tiempo estuvo La Bego ejerciendo la prostitución, porque lo que les quiero contar es como acabó. Una vez que esta dama hizo los contactos pertinentes para colocar a La Bego en un Club de Alterne o Puti Club, pongamos que desapareció del mapa. Para La Bego no resultó, digamos, muy complicada la adaptación a la faena ya que estaba acostumbrada al manoseo, y El Pigüi se había encargado de hacerle el rodaje con su pistón hidráulico de escavadora: ese que removía las entrañas de los travestis.
La Bego se encontraba muy a gusto alternando con varones que, unos podían ser sus padres y, otros, sus abuelos. Era la misma situación que había experimentado unos años atrás, pero distinto escenario. Aquí la recompensa no eran simples golosinas, sino goloso dinero.
La Bego acudía al trabajo (si es que a esto se le puede llamar trabajo) “ceñida y coqueteando” como dice el tango del cual extraigo estos vocablos (que no sé si son adjetivos, verbos o sustantivos). El maquillaje acentuaba en ella la ambigüedad entre niña y mujer y, sobre todo, provocaba en los varones, el deseo ancestral de poseer a una Virgen. La Bego, por el contrario, lejos de sentirse intimidada en un mundo de adultos, donde éstos jugaban con su inocencia, el hecho de ser el foco de atención de la mayoría de hombres, le producía una hemorragia de satisfacción, hasta que, la violencia le pinchó el globo de la vanidad. Digo esto, porque como dice el refrán: “nadie da duros a cuatro pesetas” y menos en el culo del mundo.
El Puti Club, no recuerdo por donde me dijo que estaba ubicado, pero no crean ustedes que era un antro lujoso mantenido por la asidua asistencia de políticos, jueces y demás fuerzas vivas, buscando placeres prohibidos, no. Por entonces, a mediados de los años setenta, le dabas una patada a una piedra y te salían cuarenta Puti Clubs, rancios y decadentes, con olor a insecticida y gel barato, a lo largo de toda la geografía de la ciudad. Y en uno de éstos si inició La Bego en el alterne. El negocio sicalíptico funcionaba y al Pigüi no le faltaba el tabaco en la cárcel. La Bego creía haber encontrado la piedra filosofal (aunque ella lo llamaba, como todas sus correligionarias, ordeñar al prójimo) hasta que un primo, “moreno de verde luna”, (así llamaba García Lorca a los elementos de cierta etnia, muy morenos ellos y muy endogámicos) no contento con tanto menoscabo de su peculio a cambio de parte del ser de La Bego, que la quiso toda para él. “Tú tienes que ser mía” le estuvo repitiendo, una y otra vez, durante sus visitas al Puti Club. Palabras, que cada vez La Bego percibía como más agobiantes y amenazadoras. La Bego esquivaba cuanto podía los insistentes requerimientos del Moreno; pero ya saben ustedes lo que pasa con las mentalidades sicópatas… pues eso: que no admiten un no por respuesta. Si a caso, por una de aquellas, la hubiera colmado de regalos, dinero y atenciones, pues, no te digo yo, que la cosa quizá hubiera discurrido por otros derroteros, en los que al final, el que hubiese palmado sería él, puesto que en estos territorios no existe el término medio: o eres victima o verdugo.
El Moreno de Verde Luna acudía al Puti Club, cada vez con más ganas de vengarse viendo que La Bego le esquivaba cuanto podía. La frustración lo llenaba de ira y el miedo que percibía, a través de ella, lo envalentonaba. Y llegó el día en que, el Moreno de Verde Luna, perpetró uno de tantos actos de cobardía de su repertorio sicopático. Aprovechando la ausencia de clientes en el Puti Club, se dirigió a La Bego, que estaba apoyada en la barra, para no desfallecer de aburrimiento, y le puso un revolver en la cabeza. Disculpen que no sea más preciso en este detalle, la verdad es que, no sé si fue en la parte frontal, parietal u occipital; pero la cuestión fue, que La Bego se cagó encima y, por extensión, el resto de compañeras. A ver si no, cualquiera, en su lugar, no se lo hubiera hecho mejor, en todo caso, de haber algún matiz, sería en el tono y viscosidad de la gandinga. Como digo, le puso la pistola, o el revolver, en la cabeza y le profirió: “¡tú te vienes conmigo”. Nótese el tono, no ya imperativo, sino posesivo de la frase, que en ningún momento contempla la posibilidad de una negativa por parte de la interesada. Para La Bego, el tiempo que duró el altercado, se le hizo interminable. Pasó del susto de la primera impresión y el miedo de no tener escapatoria, al pánico, cuando vio los rostros de sus compañeras desencajados. Este indicio le puso de manifiesto que su vida estaba en autentico peligro, y pasó a la última fase del miedo: el terror.
Ni que decir tiene que, todas las mujeres allí presentes, (sin contar el incidente escatológico) estaban aterrorizadas también; pero La Bego más que ninguna. La cosa acabó, dentro de lo que cabe, bien, o sea, que no hubo que lamentar desgracias personales. No sé si fue mediante el dialogo conciliador, el instinto de conversación que tienen las mujeres, o a botellazos, como entre todas pudieron hacer desistir al Moreno de Verde Luna. Fueron, en total, unos cuantos minutos, pero muy intensos y dolorosos que pusieron a La Bego en paradero desconocido y todavía, ni ella misma, sabe donde está.
La ley del silencio protegió al Moreno de Verde Luna de este atentado y quien sabe de cuantos más. Pero si en adelante, no cambió de proceder, cosa que dudo, probablemente viva escondido en una rendija como las cucarachas.
La Bego en adelante se volvió un tanto casquivana. Conmigo, durante el tiempo que mantuvimos relaciones, hizo un gran esfuerzo por mantenerse fiel; aunque no tengo ninguna prueba que lo certifique. En resumidas cuentas: a ella le sigue gustando follar, pero que no le peguen.
Para finalizar, deciros, que La Bego ya no está conmigo, o yo no estoy con ella, que monta tanto. Y El Gordo, como llegamos tarde en esta ocasión, solo tenía mierda como cagando en su covacha. Eso sí, me dijo, que para la próxima semana, tenía previsto vaciar tres pisos y que me avisaría.
miércoles, 28 de mayo de 2014
FUMO ERGO SUN
Saco el cigarro encendido
solapando la maniobra,
ya que dinero no sobra.
Por más que soy precavido
y que de matarme cuido
con este vicio malsano
que lacera los pulmones
y hasta seca los cojones,
dicho por mi cirujano,
que, cuando habla, no habla en vano.
Él está en mis pesadillas
y en mi eterno solivianto.
Si toso mucho me aguanto,
quiere abrirme las costillas
y matarme, entrecomillas,
para así morir matando.
Dejando aparte al galeno,
y el asunto del veneno,
como yo en mi cuerpo mando,
y fumo y follo pagando,
quien esté a la expectativa,
cuando del bolsillo saco
mi paquete de tabaco
e, inicie la tentativa,
le digo en definitiva,
con mis palabras someras:
tabaco di, pero ya no doy
porque ni quiero ser ni soy,
a ver si esta vez te enteras,
un estanco sin fronteras.
Con mi dinero del ala
no fuma nadie de gorra
que si ese dinero se ahorra
y a cambio nada regala:
¡Que se fume la cigala!
solapando la maniobra,
ya que dinero no sobra.
Por más que soy precavido
y que de matarme cuido
con este vicio malsano
que lacera los pulmones
y hasta seca los cojones,
dicho por mi cirujano,
que, cuando habla, no habla en vano.
Él está en mis pesadillas
y en mi eterno solivianto.
Si toso mucho me aguanto,
quiere abrirme las costillas
y matarme, entrecomillas,
para así morir matando.
Dejando aparte al galeno,
y el asunto del veneno,
como yo en mi cuerpo mando,
y fumo y follo pagando,
quien esté a la expectativa,
cuando del bolsillo saco
mi paquete de tabaco
e, inicie la tentativa,
le digo en definitiva,
con mis palabras someras:
tabaco di, pero ya no doy
porque ni quiero ser ni soy,
a ver si esta vez te enteras,
un estanco sin fronteras.
Con mi dinero del ala
no fuma nadie de gorra
que si ese dinero se ahorra
y a cambio nada regala:
¡Que se fume la cigala!
viernes, 23 de mayo de 2014
SONETO EN MI BEMOL MENOR
Por la mañana, cuando me despierto
y reinicio bajo la protección
de un café y un cigarrillo, reparo
en el archivo donde están las copias
capturadas de mis queridos muertos.
Estáticos, no dicen nada. Soy yo
el que, conmovido, les interpelo:
¿Os debo algo? No quiero ser ingrato.
Vuestro legado hizo que yo os piense,
alargando, por un instante, vuestra
metafísica existencia. Agradezco
la insistencia con la que deseáis
verme en el horizonte de sucesos;
pero, es que yo... nunca he sido puntual.
y reinicio bajo la protección
de un café y un cigarrillo, reparo
en el archivo donde están las copias
capturadas de mis queridos muertos.
Estáticos, no dicen nada. Soy yo
el que, conmovido, les interpelo:
¿Os debo algo? No quiero ser ingrato.
Vuestro legado hizo que yo os piense,
alargando, por un instante, vuestra
metafísica existencia. Agradezco
la insistencia con la que deseáis
verme en el horizonte de sucesos;
pero, es que yo... nunca he sido puntual.
martes, 20 de mayo de 2014
SONETO DESAFINADO
Para Blas, el auténtico, aunque esté por duplicado
Le cuelgan los pellejos del pescuezo
y, desde la barbilla hasta la frente,
una gran arruga, multiplicada,
le invade el rostro donde desemboca
su escueto, breve y consumido cuerpo.
Cualquiera diría que es un prudente
anciano o la momia de Tutancamon.
Pero no, así es Blas, príncipe y lacayo.
Hombre-Rastro que se fuma los puros
de otros que ya nunca podrán hacerlo,
y se perfuma con vino suicida,
sin tregua ni medida. Él solo sabe
que nadie tiene el por qué saber nada:
intuye a donde irá directamente
miércoles, 14 de mayo de 2014
A LOS VÁTERES DEL RASTRO
Sócrates lo dejó hablado:
yo, ni de esto ni de aquello sé nada,
ahora bien, cuando veo una cagada,
digo que aquí se han cagado.
Qué es un váter, me pregunta?.
Es solo un lugar de encuentro
donde el bullate se apunta
para así cagar adentro
¿Y no será que el profano,
del ambulante retrete,
no pone el freno de mano
cuando dispara el ojete?
Han dejado una gandinga
tal que boina de Vizcaya
¿será de señoritinga?
¡se han limpiado con la saya!
Hablando claro y sencillo,
si la mierda es generosa,
hay que usar el calzoncillo
cuando no hay más celulosa
Con perfume de lavanda
en atmósfera aceitosa,
Dalí no la hubiera pintado más blanda
ni tan plana, ni tan rubia y pegajosa
Hijo puta, es que no atinas,
con lo grande que es el cráter?
¡Ni que hubieran concertinas
en la noble tapa el váter!
Al que por las pencas se va,
de vareta o cagalera,
no cagara o cagará,
si después se la comiera
yo, ni de esto ni de aquello sé nada,
ahora bien, cuando veo una cagada,
digo que aquí se han cagado.
Qué es un váter, me pregunta?.
Es solo un lugar de encuentro
donde el bullate se apunta
para así cagar adentro
¿Y no será que el profano,
del ambulante retrete,
no pone el freno de mano
cuando dispara el ojete?
Han dejado una gandinga
tal que boina de Vizcaya
¿será de señoritinga?
¡se han limpiado con la saya!
Hablando claro y sencillo,
si la mierda es generosa,
hay que usar el calzoncillo
cuando no hay más celulosa
Con perfume de lavanda
en atmósfera aceitosa,
Dalí no la hubiera pintado más blanda
ni tan plana, ni tan rubia y pegajosa
Hijo puta, es que no atinas,
con lo grande que es el cráter?
¡Ni que hubieran concertinas
en la noble tapa el váter!
Al que por las pencas se va,
de vareta o cagalera,
no cagara o cagará,
si después se la comiera
jueves, 17 de abril de 2014
POEMA DE DESPEDIDA
Ya se han ido
Nadie quería hacerlo
Pero así fue la cosa
Como os lo digo
Yo que puedo contarlo
Nadie quería hacerlo
Pero así fue la cosa
Como os lo digo
Yo que puedo contarlo
viernes, 14 de marzo de 2014
LOS DESAFINADOS II: El Maestro Ricardo
LOS DESAFINADOS II: EL MAESTRO RICARDO
Lo de acogerme
a la Quinta Enmienda lo dije por si colaba; pero no coló. Como era
la primera vez que estaba en esta situación, dije lo que había
escuchado en multitud de películas americanas, cuando el acusado se
quiere escabullir del peso de la justicia. Y casi cae sobre mí el
peso… no de la justicia, sino de la mano del señor inspector. Me
escapé. Por cuestiones de reajustes en el presupuesto del
Ministerio del Interior, el personal quedó reducido en un cincuenta
por ciento y, tanto el papelón de poli bueno como el de poli malo,
lo interpretaba él mismo y, a la postre, no resultaba muy creíble,
que digamos. A esas alturas del interrogatorio, ya casi éramos como
colegas, bueno, es un decir.
No
digo yo que, el señor inspector, no tuviera conocimientos teóricos
sobre el crimen organizado y asesinos múltiples; pero, lo que en
medicina se llama tener ojo clínico, no tenia: ni falta que le
hacia. Si hubiese contado con la suficiente experiencia, habría
deducido que, los retortijones de tripas que de repente le
invadieron, tenían su origen en el café de máquina de la comisaría
que, más que expreso, era a reacción; pero, por defecto
profesional, prefirió abrir una línea de investigación al
respecto.
Ahora
que el señor inspector no se encuentra presente, ya que salió
corriendo porque se iba de vareta, aprovecho la ocasión para
contarles que, Pepito Cuatroquesos, se encuentra limpio y reluciente
en una sala del Museo de Prehistoria, donde fue a parar tras una
donación de mi cliente y amigo el Paleontólogo. ¿Quién se lo iba
a decir al pobre Pepito?. Creo que (no me hagan mucho caso) le han
cambiado el nombre; ahora lo llaman Johnson: por el brillo que
desprende.
Es
curioso esto de la muerte. No para uno de ver cómo se mueren los
demás y no reparamos en que estamos todos en la cola, con el número
de orden en la mano, como en la pescadería de Mercadona:
¡siguiente!. Ya sé lo que están ustedes pensando: que como en
Mercadona, también hay gente que se cuela ¿verdad?.
Y
no basta, como hace mi amigo el Paleontólogo, subliminalmente,
queriendo prolongar su existencia, por más que la investigación sea
un noble fin, con coleccionar relojes. No señor. Pepito
Cuatroquesos, al respecto, no solo tenia su número correspondiente
para entrevistarse con la Parca, además contaba con un albarán de
entrega. Estaba todo detallado: palos, gritos y desprecio por un
valor de… toda una vida. ¿Quién pagaría la factura resultante?.
Como no había ningún responsable subsidiario, a pesar de su
insolvencia, la pagó él con su flaqueza. Si, es triste pero es así.
Menos mal que el alcohol le subía la temperatura del alma. Ese
calorcito le proporcionaba ternura para repartir entre los únicos
seres incondicionales con los que se tropezó y, por ende, compartió
su perra vida: sus chusqueles.
Esto
se lo cuento a ustedes porque sé que al señor inspector no le
importa lo más mínimo. A mí sí que me importa, ya que siempre vi
a Pepito como una persona de la que poder extraer alguna enseñanza.
¿O, a caso no estamos aquí para aprender? ¿es que nacemos
enseñados, o qué?. Parece que lo diga de cachondeo porque ¿Qué
enseñanza se puede extraer de una existencia arrinconada?. A mí,
Pepito me enseñó a reflexionar, sí, a escoger entre la alienación
y la neurosis: me quedé en medio. Verán, el termino medio es la
mejor elección. ¿Para qué quiero yo estresarme? ¿cómo canalizo
la ansiedad resultante? ¿con drogas, sexo, juego…? Y ¿qué hago
con la ansiedad que conlleva la compulsión y el inmediato
sentimiento de culpa? Es un sin vivir. Con lo a gusto que está uno
teniendo vicios que se pueda pagar. Pero he de reconocer que, a causa
de mis excesos pretéritos y holgazanería presente, tengo muchas
cosas de las que arrepentirme en esta vida. Cosas, por llamarlas de
algún modo, que no dejan de acompañarme y aconsejan cuando afloran
en mi mente, infligiéndome dolor, vergüenza y pesadumbre. Es como
un castigo que me ayuda a distinguir entre el mal y lo que puede ser
aún peor. Dentro de lo malo, por lo menos, sé que siento y cómo lo
siento. Estas son mis pertenencias. No sirven para nada, excepto,
para despedirme “ligero de equipaje”.
Se
me ocurrió, por casualidad, dejándome llevar por el aburrimiento de
estar solo en aquella estancia y por mi sano apetito de fisgoneo (al
cual le debo mi prestigio y supervivencia, ya que soy capaz de
visualizar el contenido de una bolsa de basura sin abrirla) averiguar
si la puerta de la sala de interrogatorios estaba abierta o cerrada,
usando, en este caso, el método científico de prueba y error. O
sea, que si giraba el pomo de la cerradura y la puerta se abría, es
que estaba abierta y, si no, es que estaba cerrada. Para mi asombro,
resultó ser lo primero. Enseguida me entraron ganas de comerme un
bocadillo de calamares y tomarme un café. Me atusé las greñas y
abrí la puerta con decisión. Y allí estaba él. El señor
inspector que volvía de sus menesteres.
-¡Hola!
¿Cómo ha cambiado, no?- exclamé, fingiendo asombro, cuando en
realidad fue un susto lo que me llevé.
-Pase,
pase, está usted en su casa- le dije e incluso le ofrecí una silla
para que se sentara.
-Si
de mí dependiera, te habría pegado una patada en el culo y te
hubiera puesto en la órbita del Cotolengo-. Me dijo esto y después
se sentó en la silla opuesta a la que le ofrecí: para llevarme la
contraria. Dejó caer sobre la mesa, con desdén, el manojo de
papelorios que llevaba entre manos y me dijo, con estas palabras (que
de mi boca no salieron):
-Después
de jiñar, me puse a indagar sobre la trayectoria vital y mortal de
Pepito Cuatroquesos y, con ese nombre y ese alias, no me sale nada en
la computadora-.
-No
me extraña, Pepito era invisible; pero no taimado. Le dije esto y,
en un abrir y cerrar de ojos, me vi ante el juez instructor, el cual
me vio a su vez, un día, por la tele, en un reportaje sobre El
Rastro de Valencia, y me felicitó por mi desparpajo. La única
pregunta que me hizo fue, que si en el Rastro aparecían con
frecuencia, para la venta, plumas estilográficas, vintage y
antiguas, ya que él era un consumado y compulsivo coleccionista. Yo
le dije que si: que a capazos. Le mentí al respecto de la cantidad y
me supo mal, porque lo vi francamente entusiasmado.
Me
puso en libertad provisional, con fianza, puesto que todas las
pruebas apuntaban hacia un posible veredicto de culpabilidad, a lo
que yo le respondí, en confianza también, que podía confiar
en la información privilegiada que acababa de suministrarle. “Quid
procuo, su señoría” le dije, y le hice hincapié en que visitara
El Rastro a primera hora de la mañana, momento en el que los
vendedores tenemos las neuronas reiniciándose y el disco duro
formateado. En esto también le mentí; pero como él está
acostumbrado a que le mientan y yo me debo a los principios éticos
del oufit… se me disiparon los escrúpulos.
Después
del infierno que me supusieron las cuarenta y ocho horas en
comisaría, me fui directo a casa, para descansar, y pasé del
bocadillo de calamares y el café, más que nada, porque no me podía
permitir esa ostentación.
Me
tiré de bruces sobre la cama e, ipso facto, noté como mi cuerpo se
derretía de gusto. Sonó el timbre de la puerta y me cagué en sus
muertos. Abrí echo un obelisco y, en primer termino, vi un saco de
patatas, verduras y dos caras estupefactas de sendos jóvenes
emprendedores que me ofrecían dichos productos, de la tierra al
cliente, sin intermediarios. Viendo que eran colegas, ya que yo vendo
artículos, directamente, del contenedor al consumidor, sin
intermediarios también, y sé las fatigas que esto conlleva, aplaqué
mi enfado y les dije que si me podían arreglar, por un euro (que era
todo por cuanto en ese momento me hubiesen podido ahorcar) un lote
para hacerme una tortilla de patatas, estilo Biscuter. Me dieron una
patata, una cebolla, un diente de ajo y recuerdos para el detective
Carballo.
Dudé
entre dormir o comer, por este orden, o hacerlo a la inversa. Me
decanté por comer primero, aunque era presa del cansancio. Acto
seguido, me involucré en la confección de la tortilla. Pelé y
troceé la patata junto con la cebolla y el diente de ajo picado, lo
salpimenté y, cuando el aceite estuvo lo suficientemente caliente,
lo introduje todo en la sartén. Me fui al comedor y me tumbé sobre
el sofá mientras aquello cogía su punto. Encendí la tele para
distraerme, cuando, de repente, en el indecente momento en que la
Belén Esteban iba a enseñar las tetas que se había comprado en el
Cash Converters, el aparato se puso en estática y empezaron a salir
de él y por orden de defunción: el Maestro Ricardo y Pepito
Cuatroquesos. Gozaban de un excelente estado. Sin ningún signo de
ruina ni miseria. Irradiaban una profunda sensación de paz, armonía
y comunión que me conmovió y quedé como atontado (más todavía).
Ante el requerimiento que me hacían para que me incorporara al dúo,
acepté la invitación y me dirigí hacia ellos. En ese momento,
empecé a sentir repugnancia, agobio, impotencia y un desasosiego
tal, que me desperté con un fuerte sobresalto. Y lo hice en medio de
una espesa humareda. Salí corriendo hacia la cocina, ya que me olí
la tostada, y allí estaba el contenido de la sartén, más negro que
la entrañas de un lápiz y mi gozo en un pozo.
Del
susto se me quitaron las ganas de comer. En todo caso, de comerme los
chicharrones, para ser más exactos. El dolor de estómago me impedía
conciliar el sueño. Tendido sobre la cama, confuso y agitado por el
conato de siniestro, volví a recrear la grata sensación que me
produjo aquella visión ectoplásmica, sobre todo, la del Maestro
Ricardo: radiante y con sus cinco sentidos. Me recordó a mi padre y
el anhelo que yo sentía de chavea por verlo sereno y en sus cinco
sentidos, cosa que en contadas ocasiones se produjo. Es bastante
frustrante, el no poder compartir ni un minuto con el responsable de
que tú estés aquí. Sospecho que esto pudiera estar en el origen
múltiple de mi inadaptación social. De mi inutilidad; pero, visto
lo visto, quizá sea lo mejor.
A
resultas de aquel sueño, les voy a contar una infame historia que
tiene que ver con el Maestro Ricardo. Pero antes, quiero hacerles un
inciso a la manera de Quevedo cuando dice: “pues amarga la verdad /
quiero echarla de la boca…”. Por más que nos empeñemos, no hay
otra ecuación que la que dice “tanto tienes, tanto vales”. De
ahí la importancia de la ostentación. De exhibir cuanto antes, para
envidia de los demás, el mayor número de signos que verifiquen
nuestro éxito. A costa de acorazarnos por fuera, nos quedamos huecos
por dentro. Hecha esta observación, filosófica trapera, prosigo.
El
Maestro Ricardo era una persona por la que sentí admiración desde
un principio. Una de las cosas de las cuales él no podía huir era,
la de no poder ocultar nada, o casi nada y, exhibir, menos. Su
decadencia externa era manifiesta. El atuendo era de contenedor; pero
tenía estilo, personalidad, pulcritud, decencia a la hora de
combinar las prendas de vestir para no ofender la vista de los demás;
aunque las tallas, pareciera que la hubiesen tomado con él. Su
rostro era delgado y afilado con una prominente nariz aquilina,
labios finos y fuerte mentón un tanto huidizo. Era, en sentido
metafórico, como una flor de loto que hunde sus raíces en el cieno
del estanque. Esto solo lo pude observar cuando ralentice la mirada.
Entonces, percibí a un hombre solo, probablemente, donde todo el
mundo viera solo a un hombre fuera de sintonía, unido a los demás
por el oficio de trapero. Pero, así como Pepito Cuatroquesos era el
paradigma de los que nunca tuvieron la más mínima oportunidad, el
Maestro Ricardo apostó en el pasado todo a una sola jugada y perdió.
Saltó en pedazos su frágil sistema nervioso. No sé ni cuando ni
por qué ni me incumbe. Solo sé, que de no haberse vuelto medio
majareta, nunca hubiésemos intimado.
El
Maestro Ricardo era pianista de carrera, no quiero decir que fuera un
virtuoso del piano, sino que había estudiado la carrera en el
Conservatorio Superior de Música de Valencia. Tenía una basta
cultura general y, en particular, musical, lo que no encajaba entre
los desafines y desatinos de patanes y volatineros con los que
compartía parte de las mañanas en la Plaza del Dr. Collado y los
domingos en El Rastro.
Cuando
yo llegué al Rastro, él ya llevaba varios años peleando a la
contra. Digo esto, porque su tarjeta de presentación, ante los
principiantes como yo, era lo más parecido a la lectura de un poema
por el eximio Bukowski. En mi caso, me resultaba deslumbrante el
brillo de aquel diamante cortado por el áspero filo de la soledad en
el sombrío callejón del Maestro Generoso Hernández, junto a la
plaza del Doctor Collado: punto de encuentro de perdedores. Allí
llegaba puntual todas las mañanas con una bolsa en cada mano. Sacaba
la bota de vino de una de ellas e, inclinaba la boca hacia atrás y
con ambas manos y esmerada puntería, estrujaba la bota paladeando el
buchito de vino peleón con sonoros chasquidos de la lengua.
Ritualizaba este gesto a propósito, luego, ofrecía el néctar de
Baco en el Olimpo de Don Simón. Extendía unas hojas de periódico
sobre la acera y depositaba las novedades que la Diosa Fortuna le
facilitaba a diario a través del fondo de los contenedores. Un
enjambre de ociosos, al momento, le rodeaba como moscas en una pupa
y, en poco tiempo, se deshacía el enjambre para ir a picar a otro
capullo. Hacía el recuento de su paupérrima recaudación que, a
duras penas, le llegaba para vino, tabaco y cansalá, por este orden,
y formaba una tertulia con los temas que sacaba a colación de la
lectura de periódicos, revistas y la radio: su inseparable amiga
virtual. Ya he dicho antes que era un tío culto. Que si bien no
estaba del todo al día, poco le faltaba. Pero a veces se
emparanoiaba. Para calmarse, usaba su particular bálsamo que, como
el de Fierabrás, lo curaba todo. Se enjuagaba la boca con vino y,
con pomposa vehemencia, agitaba las manos sobre un piano imaginario
evocando su pasado glamoroso de estancias en hoteles, mujeres y cenas
regadas con exquisitos vinos y licores. En una ocasión, tocó el
piano ante el rey de Marruecos (cosa que a mí me la traía floja y
sospecho que en el fondo a él también) Y acababa con lo del Circo
Price de Madrid, última parada y, el final de trayecto, lo puso el
quedarse sordo de no sé qué oído. Un músico tiene el oído
educado para percibir la armonía de los sonidos y extrema
sensibilidad a la estridencia de los ruidos, por eso mismo creo que,
más que quedarse sordo, se volvió sordo cuando no tuvo más remedio
que acompañar, de bolo en bolo, a vedettes y figuras recomendadas
que desafinaban. La falta de profesionalidad del elenco al que
acompañaba, elevaba el nivel de responsabilidad que su amor propio
le demandaba, sacándolo de quicio y, un día, en medio de la
actuación, cogió su piano Fender Rodes y se marchó, no sin que
tuviera que intervenir la guardia civil para poner orden. Cuando
recordaba esta etapa de su vida, se mostraba huraño. Pero no cabía
duda de que estaba en su salsa. Mejor dicho, estábamos todos, por un
motivo o por otro, adobados en el mismo sainete, buscando
¿Protagonismo? ¿admiración?. Porque, lo que se dice sacarle
rendimiento material al tiempo, era una cosa que estaba fuera de la
práctica de las Bellas Artes, actitud a la que nunca renunció en
aquel lugar fosco y obsceno donde nos reuníamos las mañanas de
entre semana, maltratando al tiempo: nuestro único haber.
Los
domingos, en El Rastro, pasaba desapercibido ante miles de personas.
Su micropuesto no tenía nada que ofrecer a un público que solo
buscaba entretenimiento y chollos. Cualquier cosa que pasara por sus
manos y pudiera resultar interesante, se desprendía de ella con
rapidez y sin el menor apego, en el mercadillo de la plaza del Dr.
Collado, con el fin de ocuparse de su manutención y saldar deudas.
En este aspecto, era todo un caballero.
Para
rematar la semblanza del Maestro Ricardo, voy a relatarles el suceso,
mejor dicho, la cadena de acontecimientos que desembocaron en su
ruina y calamidad definitiva.
Como
ya he dicho, estaba un poco ido, pero no loco de atar. El estrés y
la ansiedad lo descomponían (y a quien no) y el remedio que empleaba
para reiniciar su sistema operativo neuronal, era el que les he
contado antes, por lo tanto, el tiempo transcurría en su contra
porque lo devolvía siempre al mismo punto de partida, al callejón
sin salida, nunca mejor dicho, un día tras otro.
El
Maestro Ricardo era dueño del piso donde vivía, en la primera
planta del número 108 de la calle Islas Canarias, en el distrito
Marítimo de Valencia, Spain. Si me extiendo en detalles, es por
demostrar la veracidad de cuanto digo al respecto, por más que
pudiera parecer sacado de un relato sucio de Bukowski.
Ricardo
me cogió afecto incondicional y yo sentía por él admiración
incondicional también. Sentimientos que pasaban de uno a otro y se
intercambiaban: lo que se denomina simple y llanamente, amistad. Por
fin, un día acepté el ofrecimiento que, en reiteradas ocasiones, me
hacia de visitar su casa llena de tesoros. Ya no me quedaban más
evasivas en mi repertorio con el fin de escaquearme. Lo hice con
todas las reservas del mundo, ya que mi instinto de buscatesoros no
detectaba ninguna alerta. Intuía que no podía tener ningún tesoro
real almacenado porque, para liberar la ansiedad que le producía
solo el hecho de pensar que se lo pudieran robar, lo vendía en
seguida y no esperaba a exponerlo enEl Rastro donde podría conseguir
mejores ofertas por el mismo artículo. Entonces ¿Qué podría haber
en su casa?. Lo que ustedes están pensando y lo que yo vislumbraba
desde un principio, solo que el volumen de lo que allí había, me
sobrecogió. Fue el mismo sentimiento de asombro que experimenté
cuando me enteré de que la estrella más cercana a nosotros, Alfa
Centauri, se encuentra a casi cinco años luz de nuestra casa. La
magnitud de la distancia me dejó perplejo. Aquello no cabía en mis
simples parámetros, como tampoco, si apenas cabía ni con calzador,
un trasto más, entre el suelo y el techo de su casa. Era tal la
cantidad, sobre todo de ropa acumulada en el pasillo, comedor y otras
estancias que, como ya sabía de antemano, porque él me lo había
dicho, lo de que se iluminaba con velas (y no por esnobismo) cocinaba
con un infiernillo de alcohol metílico y era fumador, lo primero que
me vino a la cabeza al ver toda aquel material combustible fue, el
pensamiento, de que si yo fuera su vecino colindante, le compraba un
chalet. Pero Ricardo no lo veía de la misma forma que yo y el resto
del mundo. Él veía en todo aquel despropósito, capital acumulado.
Y llevaba razón, pero para mi gusto, creo que se excedía en cuanto
a la cantidad. Por ejemplo, ropa tenía mucha más que cortes de pelo
le quedaban.
Pasamos
al salón comedor desde donde se podía acceder a una amplia terraza
a través de una cristalera a la que le faltaba un cristal. Bajo los
estratos de tantos cachivaches, se podía deducir que se encontraban
los muebles ¿o eso creo?. Un sofá emergía de entre los trastos y
un hueco con su forma, indicaba que aquel era su espacio vital. La
cocina solo conservaba un pequeño hueco en el pollete donde se
encontraba el citado infiernillo, el resto del espacio estaba ocupado
por estalactitas y estalagmitas de no sé qué materiales. El cuarto
de baño tenia una pequeña ventana encima del váter y también le
faltaba el cristal. Contaba con una ventaja: tenía agua corriente
(para su aseo personal, hábito que practicaba) ya que no pudieron
cortarle el suministro porque no había manera de acceder a su
vivienda, donde se encontraba, en el citado cuarto de baño, el
contador. Yo hubiera hecho lo mismo ¿no? Lo de no abrir la puerta de
mi casa a desconocidos. Con tanto agujero por doquier, comprendo el
por qué decía que en su casa hacía más frío que en la calle.
Llegamos a otra habitación donde se encontraba, asomando como si de
una excavación arqueológica se tratara, su pianola. No era un piano
sino una pianola, y provenía del portaelicopteros Dédalo, buque
insignia de la Gloriosa Armada del General Franco, donde prestó, en
los años 60s, el ineludible servicio a La Patria. Como el buque era
obsoleto e iba camino del desguace, justo cuando él concluía su
servicio, se pidió la pianola, y no hubo problema en concederle tal
deseo. Y allí estaba aquel mastodonte, porque no sé si lo saben
ustedes, pero una pianola, como lleva un sistema mecánico que hace
girar un rodillo para interpretar la partitura y mover las teclas,
aunque la de Ricardo ya no lo tenía, es más grande y armatoste que
un piano vertical con las mismas octavas. Se sentó (no sé donde)
frente al instrumento y, créanme, aquello me conmovió: un maestro
iba a interpretar una obra ante un insignificante trapero. Pero no
sucedió. Sus dedos se atascaron en los primeros arpegios y escalas
que esbozó. Puso como excusa, el mal estado de las teclas que, si
bien era cierto, no lo era menos que la castaña que llevaba encima,
pues, todo esto sucedía por la tarde, cuando ya estaba abatido por
el vino.
Una
vez más, me dijo, que tiempo atrás todo era más fácil. Que salía
de casa por las noches y, en unos cuantos contenedores que escarbara,
se podía encontrar tesoros suficientes como para pasar una semana
entera. Esto no lo podía poner en duda, puesto que yo me encontraba,
también en la basura, substanciosos tesoros. Pero lo que no me cabía
en la cabeza era la cantidad y frecuencia con la que afirmaba que
esto le sucedía. Pero él insistía en recuperar su buena racha. Me
fui de su casa desolado, más que nada, porque ya no me cabía la
menor duda de que El Maestro Ricardo tenía un problema.
Acumulaba
sin el más mínimo criterio, mejor dicho, con el único criterio de
“por si acaso”. Nadie mejor que él sabía los apuros a los que
se enfrentaba día tras día. Vivía otra realidad donde no había
otra cosa que no fuera soledad y, sobre todo, penuria. ¿Cómo hacer
frente a todo esto sino con fantasía o delirios?.
Su
comida, frugal; la bebida abundante y el tabaco justo. Todo esto se
lo costeaba sin tener que recurrir a ninguna mala arte y, lo mejor de
todo es, que incluso lo compartía . Por eso digo que era como una
flor de loto: porque hundía sus raíces en el fango de la codicia y
el egoísmo y, a pesar de todo, mostraba algún que otro destello de
generosidad.
Nunca
se curró la página de la lástima. Me gustaría creer que, de
alguna manera, se daba cuenta; pero no admitía nada que no fuera en
la línea de lo que él quisiera oír. A veces, su mirada se tornaba
tierna y emotiva, entonces, delataba su desamparo. En uno de esos
momentos, fue cuando me contó que el juzgado le iba a subastar el
piso en breve. Las deudas con la Comunidad de Vecinos se le
acumularon de tal manera, que ya no cabían más recursos: o pagaba o
se quedaba en la calle. Al enterarme, focalicé mi ira en la
Comunidad de Propietarios a la que culpabilizaba por su falta de
solidaridad; pero con el tiempo me he ido dando cuenta de que estas
cosas no ocurren de la noche a la mañana. Que son más bien, el
resultado de un cúmulo de pequeñas decisiones poco afortunadas, en
el mejor de los casos, que fatalmente desembocan en un punto de no
retorno.
Ante
este lamentable conflicto de intereses, todo transcurría según la
ley y los principios de convivencia, hasta que entró en escena
alguien, al que nadie le dio vela en el entierro y al que a partir de
hora llamaré: Subastero X. Al decir subastero, suena como
carpintero, pero, así como existe una conducta ética en cada
profesión, cuando uno actúa por encima de la moral y la ética, no
es otra cosa que un pirulero.
Eran
los primeros años de la burbuja inmobiliaria y la exuberancia
irracional a mediados de los años noventa del siglo pasado. Los
subasteros campaban como víboras por los resquicios del soborno, el
cohecho y la prevaricación. En este corrupto caldo de cultivo, había
quien sucumbía a la tentación de amasar fortunas, siempre que otros
se ahogaran sin el menor auxilio. Y, quien mejor para representar
este drama que El Maestro Ricardo, cuyo principio de actuación fue
siempre la regla de oro que dice: “lo que no me gusta que me hagan
a mí, no se lo hago a nadie” y, por otro lado, el Subastero X,
movido también por un único principio: “si no lo hago yo lo va a
hacer otro”.
Qué
cómo empezó todo, se preguntarán ustedes. Pues de una manera
natural. Sellando un trato entre caballeros. O eso creía El Maestro
Ricardo. Sin embargo, el único que actuó como tal fue Ricardo. El
día anterior, más concretamente por la tarde, cuando apenas
faltaban horas para que a la mañana siguiente se iniciara la
subasta, se presentó en casa del Maestro, el Subastero X. Llevaba
consigo toda la documentación necesaria para parar la subasta si
previamente llegaban a un acuerdo de compraventa. Y aquí empezó su
tormento, el del Maestro, me refiero.
El
trato que acordaron fue el siguiente: el valor de la compraventa se
estimó, de mutuo acuerdo, en un millón de pesetas al que había que
descontarle unas seiscientas mil pesetas correspondientes a la deuda
con la Comunidad más gastos procesales y, el resto, se lo entregaría
en mano y en breve. ¡Ja, ja, en breve!.
Sin
perder ni un minuto, el infame subastero (por no decir hijo de puta)
lo montó en su coche y se dirigieron a Paterna, una localidad a
pocos kilómetros de la capital, donde se encontraba el despacho de
un notario que dio fe en seguida de cuanto el Subastero X le indicó.
Como Ricardo creía que estaba tratando con un caballero, vuelvo a
repetir, aceptó reconocer, ante el notario, las condiciones que el
subastero le propuso de antemano, las cuales eran, ante todo,
reconocer que previamente ya había cobrado. El subastero, por otro
lado, sabedor de las condiciones materiales en las que vivía y en
las intelectuales en las que se encontraba, pues como ya he dicho
antes, era por la tarde y estaría abrazado a Don Simón, digo yo,
que el susodicho embaucador, diría para sus adentros: vas a cobrar
en cromos de El Coyote, como vulgarmente se dice. ¿Lo van pillando?.
De
manera que tenemos, ex aequo, a un subastero estafador y un notario
sordo y ciego y, por otro lado, una victima propiciatoria
configurando los eslabones de una cadena ¿Por donde se romperá la
susodicha? Lo han adivinado, por el eslabón más débil. Pero lo que
para el subastero iba a resultarle un esplendido y rápido negocio
(les recuerdo que el piso del Maestro era amplio y con terraza, si
bien necesitaba una buena reforma y además solo le costaría
seiscientas mil pesetas) se le puso cuesta arriba.
Cuando
Ricardo me puso al corriente de todo el proceso que llevó a cabo con
el Subastero X, tuve un mal presentimiento. Y seguro que ustedes
también. Pero como a veces los presentimientos fallan, no quedaba
más remedio que esperar al desarrollo de los acontecimientos.
A
partir de que tuve constancia de todo lo anteriormente dicho, cada
vez que coincidía con el Maestro, bien en la plaza del Doctor
Collado, bien en El Rastro, le preguntaba por como iba el asunto y si
había cobrado. Y siempre me respondía lo mismo: que todavía no. Y
con cada negativa tomaba más fuerza mi mal presentimiento.
Intuitivamente
(supongo que alertado por sus propios mecanismos de defensa) Ricardo
no le había hecho entrega de la escritura de su propiedad al
Subastero X, lo cual le permitiría, en última instancia, alargar la
jugada pero no ganar la partida, ya que la propiedad del piso había
quedado registrada a nombre del SubasteroX, mejor dicho, de la zorra
de su mujer, bajo documento notarial.
Pasaron
meses, no recuerdo cuantos, y el Maestro Ricardo continuaba viviendo
en su casa y sin la menor noticia del Subastero X y, por
consiguiente, del dinero. No me cabía en la cabeza, puesto que si el
precio de un millón de pesetas era ya bastante generoso, el no
cumplir el trato, a sabiendas de antemano de que no lo iba a hacer,
dejaba al descubierto la mala fe del Subastero X. De alguna manera yo
me estaba oliendo el gatuperio, pues, por ese entonces, estaban
saliendo a la luz, en los medios de comunicación, la manera de
actuar de estos miserables carroñeros; pero, no me podía esperar
que su proceder fuera el de un psicópata más que el de un buitre.
Esto último lo entiendo, lo de buitre, el estar a las caídas para
obtener un beneficio rápido. Pero tal como se desarrollaron los
acontecimientos, me inclino a pensar que, el Subastero X, sentía
algún tipo de perverso placer en despojar, humillar e infligirle
dolor a una victima tan vulnerable como Ricardo, independientemente
del beneficio económico.
Y
por fin llegó el día que el Maestro y yo esperábamos, pero, mejor
hubiera sido que no llegara, más que nada, por el padecimiento que,
a partir de ese momento, supuso para ambos. Se presentó, en casa de
Ricardo, un individuo joven y fornido que decía ser el hijo del hijo
de puta del SubasteroX y, con estas palabras, se dirigió al Maestro:
¡Fuera de aquí que esta casa es mía!. Así, sin más, según me
contó. ¡Pero si yo no he cobrao todavía! ¡Cómo me voy a ir de mi
casa! Le dijo Ricardo, de una manera inocente y visiblemente alterado
y descompuesto. El bastardo, digo, el vástago del subastero, tuvo la
desfachatez de llamar a la policía y todo. Ésta se presentó y no
intervino, por más que el fill de puta le enseñara la documentación
de compraventa (toda ella en regla y firmada ante notario) porque no
había orden judicial previa. Menos mal. El pimpollo se fue por donde
vino y El Maestro se quedó en su casa, amargado y lleno de ira. No
era para menos ¿no creen?.
Unos
años atrás, fundí, perdón, quiero decir fundé, la primera
asociación reivindicativa de vendedores del Rastro, junto a cuatro
compañeros más, que más que nada, el que fueran cuatro y yo cinco,
era por ser el mínimo de socios que se necesitaba para constituir la
junta directiva, según lo establecido en la ley y, a fe mía, que me
costó un gran esfuerzo llegar a esa cifra. Éramos una asociación
de pleno derecho, registrada en el correspondiente registro de
asociaciones y dispuestos a desfacer los tuertos y minusvalías
existenciales de nuestros asociados, frente al gobierno municipal,
empeñado en relegar al ostracismo, a nuestro ancestral y rastrero
colectivo. El grueso de asociaos estaba formado por lo que
vulgarmente se denomina, poca ropa, para qué nos vamos a engañar.
Brillaba por su ausencia, cualquier figura que destacara por su
prestigio económico en el Rastro. Mejor para nosotros, porque
estaban todos en la órbita de un líder, autoproclamado, que los
aglutinaba en el seno de otra asociación y que, a propósito, voy a
omitir su nombre para evitar, voluntariamente, la publicidad gratuita
y engañosa.
Pese
al terror bolchevique que pudiera desprenderse del nombre de nuestra
alianza corporativa: Acción Reivindicativa De Los Vendedores del
Rastro de Valencia, en vez de miedo, dábamos lástima y, en el mejor
de los casos, risa. Pero esto no era óbice para continuar en nuestro
empeño. Pero no nos hubiera venido del todo mal, una mano
subsidiaria. Créanme que lo intenté, recurriendo al sindicato de
CCOO para obtener apoyo jurídico, ya que me sobraban recursos
ideológicos, cuando acudí en su favor para que mediaran en el abuso
que estaba sufriendo El Maestro Ricardo.
Visiblemente
angustiado por el miedo que me producía el pensar que no me
creyeran, subí las escaleras, temblándome las piernas, de aquel
frío edificio, catedral del proletariado que, más que acogedor, me
resultaba tan intimidatorio como la oficina central de un banco, a
pesar de que me era bastante familiar su fachada, ya que formaba
parte del paisaje de la plaza de Nápoles y Sicilia, lugar donde los
domingos se celebraba El Rastro. Me entrevisté con un liberado del
sindicato de transportes, al cual conocía de refilón y, así como
ahora, pierden el culo, políticos y sindicalistas por rentabilizar
los desmanes producidos por el capitalismo reaccionario, en ese
momento, no representaba ningún prestigio, para la eminente entidad,
ni el interés político y personal de ningún responsable, mover un
solo dedo para evitar la catástrofe individual de un ciudadano. ¡Qué
le vamos a hacer! Eran otros tiempos. Es curioso, ahora, con lo de la
crisis, la izquierda se ha vuelto más sensible con el colectivo poca
ropa: inmigrantes, desahuciados, dependientes etcétera; pero
entonces, los sindicalistas estaban muy atareados en negociar
convenios colectivos que vinculaban a millones de personas. El
Maestro Ricardo, un ciudadano a secas, estafado y a punto de ser
despojado de su casa, como era invisible, por consiguiente, carecía
de interés político. Así que, apabullado por el discurso
demagógico de mi interlocutor, desanduve el camino y salí a la
calle tiritando de miedo.
Solos
y desorientados, El Maestro Ricardo y yo nos debatíamos entre el
miedo que nos producía la indefensión, el aislamiento y, por ende,
la ira. A ambos, nos asaltaban malos ¿o buenos? pensamientos, según
se mire, sobre todo, al más afectado, tales como el comprarse una
pistola y liquidar al subastero “y salga el sol por Antequera”.
Optamos por afrontar la injusticia por medios pacíficos. Lo primero
que había que hacer era, agenciarnos un abogado de oficio para
demandar al Subastero X por impago y no sé qué más. Lo farragoso
de tramitar la solicitud para obtener la asistencia de un letrado de
oficio, me lo voy a saltar; pero créanme que eso no es llegar y
besar el santo.
Ricardo
ya tenía abogado y procurador de oficio y se cursó la
correspondiente demanda. Nos entrevistamos con el leguleyo, primero,
en un domicilio y, para cuando el procedimiento acabó, nos atendió
en dos domicilios diferentes más: parecía como estuviera huyendo de
algo. Sospecho que estaba tan tieso como nosotros. El caso es que,
por la edad que le calculo que tendría, a la sazón, unos cuarenta y
tantos años, no debía de ser ningún recién licenciado, sopena que
le gustara tanto la facultad que repitiera cursos sin cesar para su
deleite.
A
simple vista, la cosa parecía bastante clara según se desprendía
del testimonio aportado por la victima y traducido y trasladado en
todo momento por mí, a cuantos interlocutores fueron necesarios,
jueces, secretarios, bedeles, etcétera, ya que el Maestro Ricardo
solo se limitaba a decir con rabia: ¡pero si a mí no me ha pagao!
Entre su limitación auditiva y la confusión de Don Simón, lo cual,
parecía poner en duda la veracidad de los hechos. No obstante, al
abogado no le cabía duda de que todo lo que le contábamos era
cierto, lo difícil sería el cómo impugnar lo que El Maestro había
firmado ante notario.
La
primera vez que Ricardo tuvo que ir a declarar a los antiguos
juzgados de la Avenida Navarro Reverter, se presentó a la cita tal
cual era, con su indumentaria trasnochada y, en vez de dos bolsas,
llevaba solo una. Intercambiamos saludos cordiales en las
inmediaciones de los juzgados y, al estrechar la mano del abogado, la
noté fría y húmeda al contrario que la del Maestro que era cálida
y firme. No hice caso a este detalle, pero en ese momento, seguro que
el abogado sentía más miedo que nosotros. Será su táctica para
despistar al enemigo, dije entre mí. Subimos a la planta donde se
encontraba el juzgado de instrucción. El abogado entró en la
oficina mientras nosotros aguardábamos sentados en una esquina de
uno de los bancos de madera que estaban dispuestos a ambos lados del
pasillo que desembocaba en los despachos. No estábamos solos, pues
había otras personas, esperando turno, al igual que nosotros,
sentados, de pie y paseando. Un discreto murmullo envolvía el
ambiente, hasta que el Maestro Ricardo sacó de la bolsa que llevaba,
su bota de vino y se metió un luengo lingotazo y se limpió la boca
y se sonó la nariz, expeliendo un sonido trompetero, con un calcetín
deportivo de algodón, ad hoc, que llevaba en un bolsillo de su
americana. Entonces se hizo un silencio, discreto también, pero muy
revelador del impacto visual que a todos nos produjo aquella
performance. A continuación, se reanudo el murmullo y cada cual
continuó enfrascado en sus pleitos.
Las
diligencias se dilataron en el tiempo y, mientras tanto, Ricardo
continuaba viviendo en su casa, acudiendo todos los días a la plaza
del Doctor Collado y los domingos al Rastro, con sus inseparables par
de bolsas, pa buscarse la vida. Tras varias comparecencias ante el
juez, El Maestro ganó credibilidad y empatía y obtuvo el auxilio de
la justicia en primera instancia, mientras que el Subastero X,
perdió, y no solo el juicio, sino hasta dos abogados que renunciaron
a su defensa por motivos de conciencia. Revelador ¿no?.
Nuestro
escurridizo abogado nos puso al corriente de los acontecimientos
favorables y quedamos en que nos mantendríamos en contacto. Pero, a
partir de ese momento, ya no volvimos a saber nada más de él. El
Subastero X recurrió la sentencia ante el Tribunal Supremo y ganó
el recurso. Para cuando la sentencia se ejecutó, El Maestro Ricardo
se mantuvo viviendo en su casa varios años, en tanto que se
decidiera quien era el propietario, sin tener que preocuparse de
deudas y apremios. Incluso, les dio tiempo a los empleados de la
Consellería de Sanidad, de retirar dos camiones de “por si a
casos” de su domicilio. A decir verdad, no estoy muy seguro de si
perdió una vez más, o ganó.
El
periplo que siguió a continuación del desahucio, no es necesario
que lo cuente porque desde tiempos inmemorables es el mismo para
todos los que lo sufren: perdida de autonomía y subrogación de la
voluntad a manos de instituciones caritativas. Esto no lo llevaba
bien porque tenía un temperamento indomable y quisquilloso, y acabó
en la calle como único recurso. No estuvo mucho tiempo en esta
deplorable situación porque le concedieron la paguilla no
contributiva al cumplir los sesenta y cinco años. Le ingresaron en
su cuenta bancaria unos suculentos atrasos que destinó, como fin
primordial, a acelerar su decadencia. Ya me entienden. No hace falta
que me extienda en detalles. Pero estoy seguro de que, si ese dinero,
le hubiese llegado en el momento oportuno, lo hubiera destinado
íntegramente en saldar su deuda porque, el Maestro Ricardo Valls
Martinez: era un Caballero.
Para
mí, esta historia marcó un punto de inflexión. A partir de ese
momento, me volví más realista. Menos crédulo; menos
impresionable; menos mojigato porque ¿Qué puntos de referencia
tenía yo en ese momento, que no fueran los extraídos de la
actuación de los protagonistas de películas y novelas negras,
cuando los ves que se involucran personalmente en un caso, que ni les
va ni les viene, solo porque lo encuentran injusto o inmoral y, de la
noche a la mañana, se vuelven detectives: abogados, políticos,
etcétera?. Pero en el fondo, si algo perdí también, fue la
virginidad, la bisoñez.
Personalmente,
creo que Némesis me castigó por mi exceso de orgullo intelectual,
pues en el sitio en donde me desenvuelvo, mi cuota de inteligencia,
no debe sobrepasar el límite de la estupidez.
Con
cada momento que evoco al Maestro Ricardo, lo rescato del olvido y,
en su memoria, le hice una canción, o lo que sea, a modo de homenaje
que aquí reproduzco. Y, con esto, acabo de darles el
tostón.
EL HOMBRE DEL
RECICLAJE
La abeja liba
las flores.
La flor exhala
perfume
y esto es así
porque
se encuentra en
su lugar.
La rueda gira y
no habla.
El libro habla
y no rueda,
esto es así
porque se
encuentra en su
lugar.
El hombre del
reciclaje
trabaja a bajo
voltaje
y se extingue
en una
generación.
Lo apuesta todo
a una carta.
Sus mejores
ilusiones;
siempre pierde,
frente al as de
corazones.
Ahora recoge
jamones,
para comerse
los tendones.
Perras y gatas,
juntos,
comparten las
zurrapas.
El hombre del
reciclaje
se está
bebiendo su historia.
Hubo una vez
que, con su piano,
rozó la
gloría.
Las melodías
que ahora arranca
a su vetusta
pianola
se quejaban de
su torpe fluidez.
Sus dedos ya no
digitan
al compás de
su memoria:
veinte años
lo separan de
las notas.
Quien se lo
podía haber dicho
a este
orgulloso maestro
que iba a
acabar,
tan bién o tan
mal,
a ritmo de
valls.
Y ahora recoge
jamones
y abusan de él
los bujarrones.
¡Quién se
mosquee,
es que se dio
por aludido!.
El hombre del
reciclaje,
desgasta muchos
zapatos;
arriba y abajo,
deambulando
tras los
trastos.
El hombre del
reciclaje
lleva chaqueta
de traje;
dos números
más
para calzar:
es natural.
El hombre del
reciclaje
no guarda en
casa
ni un traje:
partirá a
cachitos,
al otro viaje.
El hombre del
reciclaje
desciende del
cromañon
y ha servido
para
crear esta
canción.
Y en una
profunda balsa,
de hospital
universitario,
quedará a
merced de
futuros
cirujanos.
Y quedará en
el recuerdo
de sus
correligionarios,
como ejemplo
de talento
natural.
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