LOS DESAFINADOS II: EL MAESTRO RICARDO
Lo de acogerme
a la Quinta Enmienda lo dije por si colaba; pero no coló. Como era
la primera vez que estaba en esta situación, dije lo que había
escuchado en multitud de películas americanas, cuando el acusado se
quiere escabullir del peso de la justicia. Y casi cae sobre mí el
peso… no de la justicia, sino de la mano del señor inspector. Me
escapé. Por cuestiones de reajustes en el presupuesto del
Ministerio del Interior, el personal quedó reducido en un cincuenta
por ciento y, tanto el papelón de poli bueno como el de poli malo,
lo interpretaba él mismo y, a la postre, no resultaba muy creíble,
que digamos. A esas alturas del interrogatorio, ya casi éramos como
colegas, bueno, es un decir.
No
digo yo que, el señor inspector, no tuviera conocimientos teóricos
sobre el crimen organizado y asesinos múltiples; pero, lo que en
medicina se llama tener ojo clínico, no tenia: ni falta que le
hacia. Si hubiese contado con la suficiente experiencia, habría
deducido que, los retortijones de tripas que de repente le
invadieron, tenían su origen en el café de máquina de la comisaría
que, más que expreso, era a reacción; pero, por defecto
profesional, prefirió abrir una línea de investigación al
respecto.
Ahora
que el señor inspector no se encuentra presente, ya que salió
corriendo porque se iba de vareta, aprovecho la ocasión para
contarles que, Pepito Cuatroquesos, se encuentra limpio y reluciente
en una sala del Museo de Prehistoria, donde fue a parar tras una
donación de mi cliente y amigo el Paleontólogo. ¿Quién se lo iba
a decir al pobre Pepito?. Creo que (no me hagan mucho caso) le han
cambiado el nombre; ahora lo llaman Johnson: por el brillo que
desprende.
Es
curioso esto de la muerte. No para uno de ver cómo se mueren los
demás y no reparamos en que estamos todos en la cola, con el número
de orden en la mano, como en la pescadería de Mercadona:
¡siguiente!. Ya sé lo que están ustedes pensando: que como en
Mercadona, también hay gente que se cuela ¿verdad?.
Y
no basta, como hace mi amigo el Paleontólogo, subliminalmente,
queriendo prolongar su existencia, por más que la investigación sea
un noble fin, con coleccionar relojes. No señor. Pepito
Cuatroquesos, al respecto, no solo tenia su número correspondiente
para entrevistarse con la Parca, además contaba con un albarán de
entrega. Estaba todo detallado: palos, gritos y desprecio por un
valor de… toda una vida. ¿Quién pagaría la factura resultante?.
Como no había ningún responsable subsidiario, a pesar de su
insolvencia, la pagó él con su flaqueza. Si, es triste pero es así.
Menos mal que el alcohol le subía la temperatura del alma. Ese
calorcito le proporcionaba ternura para repartir entre los únicos
seres incondicionales con los que se tropezó y, por ende, compartió
su perra vida: sus chusqueles.
Esto
se lo cuento a ustedes porque sé que al señor inspector no le
importa lo más mínimo. A mí sí que me importa, ya que siempre vi
a Pepito como una persona de la que poder extraer alguna enseñanza.
¿O, a caso no estamos aquí para aprender? ¿es que nacemos
enseñados, o qué?. Parece que lo diga de cachondeo porque ¿Qué
enseñanza se puede extraer de una existencia arrinconada?. A mí,
Pepito me enseñó a reflexionar, sí, a escoger entre la alienación
y la neurosis: me quedé en medio. Verán, el termino medio es la
mejor elección. ¿Para qué quiero yo estresarme? ¿cómo canalizo
la ansiedad resultante? ¿con drogas, sexo, juego…? Y ¿qué hago
con la ansiedad que conlleva la compulsión y el inmediato
sentimiento de culpa? Es un sin vivir. Con lo a gusto que está uno
teniendo vicios que se pueda pagar. Pero he de reconocer que, a causa
de mis excesos pretéritos y holgazanería presente, tengo muchas
cosas de las que arrepentirme en esta vida. Cosas, por llamarlas de
algún modo, que no dejan de acompañarme y aconsejan cuando afloran
en mi mente, infligiéndome dolor, vergüenza y pesadumbre. Es como
un castigo que me ayuda a distinguir entre el mal y lo que puede ser
aún peor. Dentro de lo malo, por lo menos, sé que siento y cómo lo
siento. Estas son mis pertenencias. No sirven para nada, excepto,
para despedirme “ligero de equipaje”.
Se
me ocurrió, por casualidad, dejándome llevar por el aburrimiento de
estar solo en aquella estancia y por mi sano apetito de fisgoneo (al
cual le debo mi prestigio y supervivencia, ya que soy capaz de
visualizar el contenido de una bolsa de basura sin abrirla) averiguar
si la puerta de la sala de interrogatorios estaba abierta o cerrada,
usando, en este caso, el método científico de prueba y error. O
sea, que si giraba el pomo de la cerradura y la puerta se abría, es
que estaba abierta y, si no, es que estaba cerrada. Para mi asombro,
resultó ser lo primero. Enseguida me entraron ganas de comerme un
bocadillo de calamares y tomarme un café. Me atusé las greñas y
abrí la puerta con decisión. Y allí estaba él. El señor
inspector que volvía de sus menesteres.
-¡Hola!
¿Cómo ha cambiado, no?- exclamé, fingiendo asombro, cuando en
realidad fue un susto lo que me llevé.
-Pase,
pase, está usted en su casa- le dije e incluso le ofrecí una silla
para que se sentara.
-Si
de mí dependiera, te habría pegado una patada en el culo y te
hubiera puesto en la órbita del Cotolengo-. Me dijo esto y después
se sentó en la silla opuesta a la que le ofrecí: para llevarme la
contraria. Dejó caer sobre la mesa, con desdén, el manojo de
papelorios que llevaba entre manos y me dijo, con estas palabras (que
de mi boca no salieron):
-Después
de jiñar, me puse a indagar sobre la trayectoria vital y mortal de
Pepito Cuatroquesos y, con ese nombre y ese alias, no me sale nada en
la computadora-.
-No
me extraña, Pepito era invisible; pero no taimado. Le dije esto y,
en un abrir y cerrar de ojos, me vi ante el juez instructor, el cual
me vio a su vez, un día, por la tele, en un reportaje sobre El
Rastro de Valencia, y me felicitó por mi desparpajo. La única
pregunta que me hizo fue, que si en el Rastro aparecían con
frecuencia, para la venta, plumas estilográficas, vintage y
antiguas, ya que él era un consumado y compulsivo coleccionista. Yo
le dije que si: que a capazos. Le mentí al respecto de la cantidad y
me supo mal, porque lo vi francamente entusiasmado.
Me
puso en libertad provisional, con fianza, puesto que todas las
pruebas apuntaban hacia un posible veredicto de culpabilidad, a lo
que yo le respondí, en confianza también, que podía confiar
en la información privilegiada que acababa de suministrarle. “Quid
procuo, su señoría” le dije, y le hice hincapié en que visitara
El Rastro a primera hora de la mañana, momento en el que los
vendedores tenemos las neuronas reiniciándose y el disco duro
formateado. En esto también le mentí; pero como él está
acostumbrado a que le mientan y yo me debo a los principios éticos
del oufit… se me disiparon los escrúpulos.
Después
del infierno que me supusieron las cuarenta y ocho horas en
comisaría, me fui directo a casa, para descansar, y pasé del
bocadillo de calamares y el café, más que nada, porque no me podía
permitir esa ostentación.
Me
tiré de bruces sobre la cama e, ipso facto, noté como mi cuerpo se
derretía de gusto. Sonó el timbre de la puerta y me cagué en sus
muertos. Abrí echo un obelisco y, en primer termino, vi un saco de
patatas, verduras y dos caras estupefactas de sendos jóvenes
emprendedores que me ofrecían dichos productos, de la tierra al
cliente, sin intermediarios. Viendo que eran colegas, ya que yo vendo
artículos, directamente, del contenedor al consumidor, sin
intermediarios también, y sé las fatigas que esto conlleva, aplaqué
mi enfado y les dije que si me podían arreglar, por un euro (que era
todo por cuanto en ese momento me hubiesen podido ahorcar) un lote
para hacerme una tortilla de patatas, estilo Biscuter. Me dieron una
patata, una cebolla, un diente de ajo y recuerdos para el detective
Carballo.
Dudé
entre dormir o comer, por este orden, o hacerlo a la inversa. Me
decanté por comer primero, aunque era presa del cansancio. Acto
seguido, me involucré en la confección de la tortilla. Pelé y
troceé la patata junto con la cebolla y el diente de ajo picado, lo
salpimenté y, cuando el aceite estuvo lo suficientemente caliente,
lo introduje todo en la sartén. Me fui al comedor y me tumbé sobre
el sofá mientras aquello cogía su punto. Encendí la tele para
distraerme, cuando, de repente, en el indecente momento en que la
Belén Esteban iba a enseñar las tetas que se había comprado en el
Cash Converters, el aparato se puso en estática y empezaron a salir
de él y por orden de defunción: el Maestro Ricardo y Pepito
Cuatroquesos. Gozaban de un excelente estado. Sin ningún signo de
ruina ni miseria. Irradiaban una profunda sensación de paz, armonía
y comunión que me conmovió y quedé como atontado (más todavía).
Ante el requerimiento que me hacían para que me incorporara al dúo,
acepté la invitación y me dirigí hacia ellos. En ese momento,
empecé a sentir repugnancia, agobio, impotencia y un desasosiego
tal, que me desperté con un fuerte sobresalto. Y lo hice en medio de
una espesa humareda. Salí corriendo hacia la cocina, ya que me olí
la tostada, y allí estaba el contenido de la sartén, más negro que
la entrañas de un lápiz y mi gozo en un pozo.
Del
susto se me quitaron las ganas de comer. En todo caso, de comerme los
chicharrones, para ser más exactos. El dolor de estómago me impedía
conciliar el sueño. Tendido sobre la cama, confuso y agitado por el
conato de siniestro, volví a recrear la grata sensación que me
produjo aquella visión ectoplásmica, sobre todo, la del Maestro
Ricardo: radiante y con sus cinco sentidos. Me recordó a mi padre y
el anhelo que yo sentía de chavea por verlo sereno y en sus cinco
sentidos, cosa que en contadas ocasiones se produjo. Es bastante
frustrante, el no poder compartir ni un minuto con el responsable de
que tú estés aquí. Sospecho que esto pudiera estar en el origen
múltiple de mi inadaptación social. De mi inutilidad; pero, visto
lo visto, quizá sea lo mejor.
A
resultas de aquel sueño, les voy a contar una infame historia que
tiene que ver con el Maestro Ricardo. Pero antes, quiero hacerles un
inciso a la manera de Quevedo cuando dice: “pues amarga la verdad /
quiero echarla de la boca…”. Por más que nos empeñemos, no hay
otra ecuación que la que dice “tanto tienes, tanto vales”. De
ahí la importancia de la ostentación. De exhibir cuanto antes, para
envidia de los demás, el mayor número de signos que verifiquen
nuestro éxito. A costa de acorazarnos por fuera, nos quedamos huecos
por dentro. Hecha esta observación, filosófica trapera, prosigo.
El
Maestro Ricardo era una persona por la que sentí admiración desde
un principio. Una de las cosas de las cuales él no podía huir era,
la de no poder ocultar nada, o casi nada y, exhibir, menos. Su
decadencia externa era manifiesta. El atuendo era de contenedor; pero
tenía estilo, personalidad, pulcritud, decencia a la hora de
combinar las prendas de vestir para no ofender la vista de los demás;
aunque las tallas, pareciera que la hubiesen tomado con él. Su
rostro era delgado y afilado con una prominente nariz aquilina,
labios finos y fuerte mentón un tanto huidizo. Era, en sentido
metafórico, como una flor de loto que hunde sus raíces en el cieno
del estanque. Esto solo lo pude observar cuando ralentice la mirada.
Entonces, percibí a un hombre solo, probablemente, donde todo el
mundo viera solo a un hombre fuera de sintonía, unido a los demás
por el oficio de trapero. Pero, así como Pepito Cuatroquesos era el
paradigma de los que nunca tuvieron la más mínima oportunidad, el
Maestro Ricardo apostó en el pasado todo a una sola jugada y perdió.
Saltó en pedazos su frágil sistema nervioso. No sé ni cuando ni
por qué ni me incumbe. Solo sé, que de no haberse vuelto medio
majareta, nunca hubiésemos intimado.
El
Maestro Ricardo era pianista de carrera, no quiero decir que fuera un
virtuoso del piano, sino que había estudiado la carrera en el
Conservatorio Superior de Música de Valencia. Tenía una basta
cultura general y, en particular, musical, lo que no encajaba entre
los desafines y desatinos de patanes y volatineros con los que
compartía parte de las mañanas en la Plaza del Dr. Collado y los
domingos en El Rastro.
Cuando
yo llegué al Rastro, él ya llevaba varios años peleando a la
contra. Digo esto, porque su tarjeta de presentación, ante los
principiantes como yo, era lo más parecido a la lectura de un poema
por el eximio Bukowski. En mi caso, me resultaba deslumbrante el
brillo de aquel diamante cortado por el áspero filo de la soledad en
el sombrío callejón del Maestro Generoso Hernández, junto a la
plaza del Doctor Collado: punto de encuentro de perdedores. Allí
llegaba puntual todas las mañanas con una bolsa en cada mano. Sacaba
la bota de vino de una de ellas e, inclinaba la boca hacia atrás y
con ambas manos y esmerada puntería, estrujaba la bota paladeando el
buchito de vino peleón con sonoros chasquidos de la lengua.
Ritualizaba este gesto a propósito, luego, ofrecía el néctar de
Baco en el Olimpo de Don Simón. Extendía unas hojas de periódico
sobre la acera y depositaba las novedades que la Diosa Fortuna le
facilitaba a diario a través del fondo de los contenedores. Un
enjambre de ociosos, al momento, le rodeaba como moscas en una pupa
y, en poco tiempo, se deshacía el enjambre para ir a picar a otro
capullo. Hacía el recuento de su paupérrima recaudación que, a
duras penas, le llegaba para vino, tabaco y cansalá, por este orden,
y formaba una tertulia con los temas que sacaba a colación de la
lectura de periódicos, revistas y la radio: su inseparable amiga
virtual. Ya he dicho antes que era un tío culto. Que si bien no
estaba del todo al día, poco le faltaba. Pero a veces se
emparanoiaba. Para calmarse, usaba su particular bálsamo que, como
el de Fierabrás, lo curaba todo. Se enjuagaba la boca con vino y,
con pomposa vehemencia, agitaba las manos sobre un piano imaginario
evocando su pasado glamoroso de estancias en hoteles, mujeres y cenas
regadas con exquisitos vinos y licores. En una ocasión, tocó el
piano ante el rey de Marruecos (cosa que a mí me la traía floja y
sospecho que en el fondo a él también) Y acababa con lo del Circo
Price de Madrid, última parada y, el final de trayecto, lo puso el
quedarse sordo de no sé qué oído. Un músico tiene el oído
educado para percibir la armonía de los sonidos y extrema
sensibilidad a la estridencia de los ruidos, por eso mismo creo que,
más que quedarse sordo, se volvió sordo cuando no tuvo más remedio
que acompañar, de bolo en bolo, a vedettes y figuras recomendadas
que desafinaban. La falta de profesionalidad del elenco al que
acompañaba, elevaba el nivel de responsabilidad que su amor propio
le demandaba, sacándolo de quicio y, un día, en medio de la
actuación, cogió su piano Fender Rodes y se marchó, no sin que
tuviera que intervenir la guardia civil para poner orden. Cuando
recordaba esta etapa de su vida, se mostraba huraño. Pero no cabía
duda de que estaba en su salsa. Mejor dicho, estábamos todos, por un
motivo o por otro, adobados en el mismo sainete, buscando
¿Protagonismo? ¿admiración?. Porque, lo que se dice sacarle
rendimiento material al tiempo, era una cosa que estaba fuera de la
práctica de las Bellas Artes, actitud a la que nunca renunció en
aquel lugar fosco y obsceno donde nos reuníamos las mañanas de
entre semana, maltratando al tiempo: nuestro único haber.
Los
domingos, en El Rastro, pasaba desapercibido ante miles de personas.
Su micropuesto no tenía nada que ofrecer a un público que solo
buscaba entretenimiento y chollos. Cualquier cosa que pasara por sus
manos y pudiera resultar interesante, se desprendía de ella con
rapidez y sin el menor apego, en el mercadillo de la plaza del Dr.
Collado, con el fin de ocuparse de su manutención y saldar deudas.
En este aspecto, era todo un caballero.
Para
rematar la semblanza del Maestro Ricardo, voy a relatarles el suceso,
mejor dicho, la cadena de acontecimientos que desembocaron en su
ruina y calamidad definitiva.
Como
ya he dicho, estaba un poco ido, pero no loco de atar. El estrés y
la ansiedad lo descomponían (y a quien no) y el remedio que empleaba
para reiniciar su sistema operativo neuronal, era el que les he
contado antes, por lo tanto, el tiempo transcurría en su contra
porque lo devolvía siempre al mismo punto de partida, al callejón
sin salida, nunca mejor dicho, un día tras otro.
El
Maestro Ricardo era dueño del piso donde vivía, en la primera
planta del número 108 de la calle Islas Canarias, en el distrito
Marítimo de Valencia, Spain. Si me extiendo en detalles, es por
demostrar la veracidad de cuanto digo al respecto, por más que
pudiera parecer sacado de un relato sucio de Bukowski.
Ricardo
me cogió afecto incondicional y yo sentía por él admiración
incondicional también. Sentimientos que pasaban de uno a otro y se
intercambiaban: lo que se denomina simple y llanamente, amistad. Por
fin, un día acepté el ofrecimiento que, en reiteradas ocasiones, me
hacia de visitar su casa llena de tesoros. Ya no me quedaban más
evasivas en mi repertorio con el fin de escaquearme. Lo hice con
todas las reservas del mundo, ya que mi instinto de buscatesoros no
detectaba ninguna alerta. Intuía que no podía tener ningún tesoro
real almacenado porque, para liberar la ansiedad que le producía
solo el hecho de pensar que se lo pudieran robar, lo vendía en
seguida y no esperaba a exponerlo enEl Rastro donde podría conseguir
mejores ofertas por el mismo artículo. Entonces ¿Qué podría haber
en su casa?. Lo que ustedes están pensando y lo que yo vislumbraba
desde un principio, solo que el volumen de lo que allí había, me
sobrecogió. Fue el mismo sentimiento de asombro que experimenté
cuando me enteré de que la estrella más cercana a nosotros, Alfa
Centauri, se encuentra a casi cinco años luz de nuestra casa. La
magnitud de la distancia me dejó perplejo. Aquello no cabía en mis
simples parámetros, como tampoco, si apenas cabía ni con calzador,
un trasto más, entre el suelo y el techo de su casa. Era tal la
cantidad, sobre todo de ropa acumulada en el pasillo, comedor y otras
estancias que, como ya sabía de antemano, porque él me lo había
dicho, lo de que se iluminaba con velas (y no por esnobismo) cocinaba
con un infiernillo de alcohol metílico y era fumador, lo primero que
me vino a la cabeza al ver toda aquel material combustible fue, el
pensamiento, de que si yo fuera su vecino colindante, le compraba un
chalet. Pero Ricardo no lo veía de la misma forma que yo y el resto
del mundo. Él veía en todo aquel despropósito, capital acumulado.
Y llevaba razón, pero para mi gusto, creo que se excedía en cuanto
a la cantidad. Por ejemplo, ropa tenía mucha más que cortes de pelo
le quedaban.
Pasamos
al salón comedor desde donde se podía acceder a una amplia terraza
a través de una cristalera a la que le faltaba un cristal. Bajo los
estratos de tantos cachivaches, se podía deducir que se encontraban
los muebles ¿o eso creo?. Un sofá emergía de entre los trastos y
un hueco con su forma, indicaba que aquel era su espacio vital. La
cocina solo conservaba un pequeño hueco en el pollete donde se
encontraba el citado infiernillo, el resto del espacio estaba ocupado
por estalactitas y estalagmitas de no sé qué materiales. El cuarto
de baño tenia una pequeña ventana encima del váter y también le
faltaba el cristal. Contaba con una ventaja: tenía agua corriente
(para su aseo personal, hábito que practicaba) ya que no pudieron
cortarle el suministro porque no había manera de acceder a su
vivienda, donde se encontraba, en el citado cuarto de baño, el
contador. Yo hubiera hecho lo mismo ¿no? Lo de no abrir la puerta de
mi casa a desconocidos. Con tanto agujero por doquier, comprendo el
por qué decía que en su casa hacía más frío que en la calle.
Llegamos a otra habitación donde se encontraba, asomando como si de
una excavación arqueológica se tratara, su pianola. No era un piano
sino una pianola, y provenía del portaelicopteros Dédalo, buque
insignia de la Gloriosa Armada del General Franco, donde prestó, en
los años 60s, el ineludible servicio a La Patria. Como el buque era
obsoleto e iba camino del desguace, justo cuando él concluía su
servicio, se pidió la pianola, y no hubo problema en concederle tal
deseo. Y allí estaba aquel mastodonte, porque no sé si lo saben
ustedes, pero una pianola, como lleva un sistema mecánico que hace
girar un rodillo para interpretar la partitura y mover las teclas,
aunque la de Ricardo ya no lo tenía, es más grande y armatoste que
un piano vertical con las mismas octavas. Se sentó (no sé donde)
frente al instrumento y, créanme, aquello me conmovió: un maestro
iba a interpretar una obra ante un insignificante trapero. Pero no
sucedió. Sus dedos se atascaron en los primeros arpegios y escalas
que esbozó. Puso como excusa, el mal estado de las teclas que, si
bien era cierto, no lo era menos que la castaña que llevaba encima,
pues, todo esto sucedía por la tarde, cuando ya estaba abatido por
el vino.
Una
vez más, me dijo, que tiempo atrás todo era más fácil. Que salía
de casa por las noches y, en unos cuantos contenedores que escarbara,
se podía encontrar tesoros suficientes como para pasar una semana
entera. Esto no lo podía poner en duda, puesto que yo me encontraba,
también en la basura, substanciosos tesoros. Pero lo que no me cabía
en la cabeza era la cantidad y frecuencia con la que afirmaba que
esto le sucedía. Pero él insistía en recuperar su buena racha. Me
fui de su casa desolado, más que nada, porque ya no me cabía la
menor duda de que El Maestro Ricardo tenía un problema.
Acumulaba
sin el más mínimo criterio, mejor dicho, con el único criterio de
“por si acaso”. Nadie mejor que él sabía los apuros a los que
se enfrentaba día tras día. Vivía otra realidad donde no había
otra cosa que no fuera soledad y, sobre todo, penuria. ¿Cómo hacer
frente a todo esto sino con fantasía o delirios?.
Su
comida, frugal; la bebida abundante y el tabaco justo. Todo esto se
lo costeaba sin tener que recurrir a ninguna mala arte y, lo mejor de
todo es, que incluso lo compartía . Por eso digo que era como una
flor de loto: porque hundía sus raíces en el fango de la codicia y
el egoísmo y, a pesar de todo, mostraba algún que otro destello de
generosidad.
Nunca
se curró la página de la lástima. Me gustaría creer que, de
alguna manera, se daba cuenta; pero no admitía nada que no fuera en
la línea de lo que él quisiera oír. A veces, su mirada se tornaba
tierna y emotiva, entonces, delataba su desamparo. En uno de esos
momentos, fue cuando me contó que el juzgado le iba a subastar el
piso en breve. Las deudas con la Comunidad de Vecinos se le
acumularon de tal manera, que ya no cabían más recursos: o pagaba o
se quedaba en la calle. Al enterarme, focalicé mi ira en la
Comunidad de Propietarios a la que culpabilizaba por su falta de
solidaridad; pero con el tiempo me he ido dando cuenta de que estas
cosas no ocurren de la noche a la mañana. Que son más bien, el
resultado de un cúmulo de pequeñas decisiones poco afortunadas, en
el mejor de los casos, que fatalmente desembocan en un punto de no
retorno.
Ante
este lamentable conflicto de intereses, todo transcurría según la
ley y los principios de convivencia, hasta que entró en escena
alguien, al que nadie le dio vela en el entierro y al que a partir de
hora llamaré: Subastero X. Al decir subastero, suena como
carpintero, pero, así como existe una conducta ética en cada
profesión, cuando uno actúa por encima de la moral y la ética, no
es otra cosa que un pirulero.
Eran
los primeros años de la burbuja inmobiliaria y la exuberancia
irracional a mediados de los años noventa del siglo pasado. Los
subasteros campaban como víboras por los resquicios del soborno, el
cohecho y la prevaricación. En este corrupto caldo de cultivo, había
quien sucumbía a la tentación de amasar fortunas, siempre que otros
se ahogaran sin el menor auxilio. Y, quien mejor para representar
este drama que El Maestro Ricardo, cuyo principio de actuación fue
siempre la regla de oro que dice: “lo que no me gusta que me hagan
a mí, no se lo hago a nadie” y, por otro lado, el Subastero X,
movido también por un único principio: “si no lo hago yo lo va a
hacer otro”.
Qué
cómo empezó todo, se preguntarán ustedes. Pues de una manera
natural. Sellando un trato entre caballeros. O eso creía El Maestro
Ricardo. Sin embargo, el único que actuó como tal fue Ricardo. El
día anterior, más concretamente por la tarde, cuando apenas
faltaban horas para que a la mañana siguiente se iniciara la
subasta, se presentó en casa del Maestro, el Subastero X. Llevaba
consigo toda la documentación necesaria para parar la subasta si
previamente llegaban a un acuerdo de compraventa. Y aquí empezó su
tormento, el del Maestro, me refiero.
El
trato que acordaron fue el siguiente: el valor de la compraventa se
estimó, de mutuo acuerdo, en un millón de pesetas al que había que
descontarle unas seiscientas mil pesetas correspondientes a la deuda
con la Comunidad más gastos procesales y, el resto, se lo entregaría
en mano y en breve. ¡Ja, ja, en breve!.
Sin
perder ni un minuto, el infame subastero (por no decir hijo de puta)
lo montó en su coche y se dirigieron a Paterna, una localidad a
pocos kilómetros de la capital, donde se encontraba el despacho de
un notario que dio fe en seguida de cuanto el Subastero X le indicó.
Como Ricardo creía que estaba tratando con un caballero, vuelvo a
repetir, aceptó reconocer, ante el notario, las condiciones que el
subastero le propuso de antemano, las cuales eran, ante todo,
reconocer que previamente ya había cobrado. El subastero, por otro
lado, sabedor de las condiciones materiales en las que vivía y en
las intelectuales en las que se encontraba, pues como ya he dicho
antes, era por la tarde y estaría abrazado a Don Simón, digo yo,
que el susodicho embaucador, diría para sus adentros: vas a cobrar
en cromos de El Coyote, como vulgarmente se dice. ¿Lo van pillando?.
De
manera que tenemos, ex aequo, a un subastero estafador y un notario
sordo y ciego y, por otro lado, una victima propiciatoria
configurando los eslabones de una cadena ¿Por donde se romperá la
susodicha? Lo han adivinado, por el eslabón más débil. Pero lo que
para el subastero iba a resultarle un esplendido y rápido negocio
(les recuerdo que el piso del Maestro era amplio y con terraza, si
bien necesitaba una buena reforma y además solo le costaría
seiscientas mil pesetas) se le puso cuesta arriba.
Cuando
Ricardo me puso al corriente de todo el proceso que llevó a cabo con
el Subastero X, tuve un mal presentimiento. Y seguro que ustedes
también. Pero como a veces los presentimientos fallan, no quedaba
más remedio que esperar al desarrollo de los acontecimientos.
A
partir de que tuve constancia de todo lo anteriormente dicho, cada
vez que coincidía con el Maestro, bien en la plaza del Doctor
Collado, bien en El Rastro, le preguntaba por como iba el asunto y si
había cobrado. Y siempre me respondía lo mismo: que todavía no. Y
con cada negativa tomaba más fuerza mi mal presentimiento.
Intuitivamente
(supongo que alertado por sus propios mecanismos de defensa) Ricardo
no le había hecho entrega de la escritura de su propiedad al
Subastero X, lo cual le permitiría, en última instancia, alargar la
jugada pero no ganar la partida, ya que la propiedad del piso había
quedado registrada a nombre del SubasteroX, mejor dicho, de la zorra
de su mujer, bajo documento notarial.
Pasaron
meses, no recuerdo cuantos, y el Maestro Ricardo continuaba viviendo
en su casa y sin la menor noticia del Subastero X y, por
consiguiente, del dinero. No me cabía en la cabeza, puesto que si el
precio de un millón de pesetas era ya bastante generoso, el no
cumplir el trato, a sabiendas de antemano de que no lo iba a hacer,
dejaba al descubierto la mala fe del Subastero X. De alguna manera yo
me estaba oliendo el gatuperio, pues, por ese entonces, estaban
saliendo a la luz, en los medios de comunicación, la manera de
actuar de estos miserables carroñeros; pero, no me podía esperar
que su proceder fuera el de un psicópata más que el de un buitre.
Esto último lo entiendo, lo de buitre, el estar a las caídas para
obtener un beneficio rápido. Pero tal como se desarrollaron los
acontecimientos, me inclino a pensar que, el Subastero X, sentía
algún tipo de perverso placer en despojar, humillar e infligirle
dolor a una victima tan vulnerable como Ricardo, independientemente
del beneficio económico.
Y
por fin llegó el día que el Maestro y yo esperábamos, pero, mejor
hubiera sido que no llegara, más que nada, por el padecimiento que,
a partir de ese momento, supuso para ambos. Se presentó, en casa de
Ricardo, un individuo joven y fornido que decía ser el hijo del hijo
de puta del SubasteroX y, con estas palabras, se dirigió al Maestro:
¡Fuera de aquí que esta casa es mía!. Así, sin más, según me
contó. ¡Pero si yo no he cobrao todavía! ¡Cómo me voy a ir de mi
casa! Le dijo Ricardo, de una manera inocente y visiblemente alterado
y descompuesto. El bastardo, digo, el vástago del subastero, tuvo la
desfachatez de llamar a la policía y todo. Ésta se presentó y no
intervino, por más que el fill de puta le enseñara la documentación
de compraventa (toda ella en regla y firmada ante notario) porque no
había orden judicial previa. Menos mal. El pimpollo se fue por donde
vino y El Maestro se quedó en su casa, amargado y lleno de ira. No
era para menos ¿no creen?.
Unos
años atrás, fundí, perdón, quiero decir fundé, la primera
asociación reivindicativa de vendedores del Rastro, junto a cuatro
compañeros más, que más que nada, el que fueran cuatro y yo cinco,
era por ser el mínimo de socios que se necesitaba para constituir la
junta directiva, según lo establecido en la ley y, a fe mía, que me
costó un gran esfuerzo llegar a esa cifra. Éramos una asociación
de pleno derecho, registrada en el correspondiente registro de
asociaciones y dispuestos a desfacer los tuertos y minusvalías
existenciales de nuestros asociados, frente al gobierno municipal,
empeñado en relegar al ostracismo, a nuestro ancestral y rastrero
colectivo. El grueso de asociaos estaba formado por lo que
vulgarmente se denomina, poca ropa, para qué nos vamos a engañar.
Brillaba por su ausencia, cualquier figura que destacara por su
prestigio económico en el Rastro. Mejor para nosotros, porque
estaban todos en la órbita de un líder, autoproclamado, que los
aglutinaba en el seno de otra asociación y que, a propósito, voy a
omitir su nombre para evitar, voluntariamente, la publicidad gratuita
y engañosa.
Pese
al terror bolchevique que pudiera desprenderse del nombre de nuestra
alianza corporativa: Acción Reivindicativa De Los Vendedores del
Rastro de Valencia, en vez de miedo, dábamos lástima y, en el mejor
de los casos, risa. Pero esto no era óbice para continuar en nuestro
empeño. Pero no nos hubiera venido del todo mal, una mano
subsidiaria. Créanme que lo intenté, recurriendo al sindicato de
CCOO para obtener apoyo jurídico, ya que me sobraban recursos
ideológicos, cuando acudí en su favor para que mediaran en el abuso
que estaba sufriendo El Maestro Ricardo.
Visiblemente
angustiado por el miedo que me producía el pensar que no me
creyeran, subí las escaleras, temblándome las piernas, de aquel
frío edificio, catedral del proletariado que, más que acogedor, me
resultaba tan intimidatorio como la oficina central de un banco, a
pesar de que me era bastante familiar su fachada, ya que formaba
parte del paisaje de la plaza de Nápoles y Sicilia, lugar donde los
domingos se celebraba El Rastro. Me entrevisté con un liberado del
sindicato de transportes, al cual conocía de refilón y, así como
ahora, pierden el culo, políticos y sindicalistas por rentabilizar
los desmanes producidos por el capitalismo reaccionario, en ese
momento, no representaba ningún prestigio, para la eminente entidad,
ni el interés político y personal de ningún responsable, mover un
solo dedo para evitar la catástrofe individual de un ciudadano. ¡Qué
le vamos a hacer! Eran otros tiempos. Es curioso, ahora, con lo de la
crisis, la izquierda se ha vuelto más sensible con el colectivo poca
ropa: inmigrantes, desahuciados, dependientes etcétera; pero
entonces, los sindicalistas estaban muy atareados en negociar
convenios colectivos que vinculaban a millones de personas. El
Maestro Ricardo, un ciudadano a secas, estafado y a punto de ser
despojado de su casa, como era invisible, por consiguiente, carecía
de interés político. Así que, apabullado por el discurso
demagógico de mi interlocutor, desanduve el camino y salí a la
calle tiritando de miedo.
Solos
y desorientados, El Maestro Ricardo y yo nos debatíamos entre el
miedo que nos producía la indefensión, el aislamiento y, por ende,
la ira. A ambos, nos asaltaban malos ¿o buenos? pensamientos, según
se mire, sobre todo, al más afectado, tales como el comprarse una
pistola y liquidar al subastero “y salga el sol por Antequera”.
Optamos por afrontar la injusticia por medios pacíficos. Lo primero
que había que hacer era, agenciarnos un abogado de oficio para
demandar al Subastero X por impago y no sé qué más. Lo farragoso
de tramitar la solicitud para obtener la asistencia de un letrado de
oficio, me lo voy a saltar; pero créanme que eso no es llegar y
besar el santo.
Ricardo
ya tenía abogado y procurador de oficio y se cursó la
correspondiente demanda. Nos entrevistamos con el leguleyo, primero,
en un domicilio y, para cuando el procedimiento acabó, nos atendió
en dos domicilios diferentes más: parecía como estuviera huyendo de
algo. Sospecho que estaba tan tieso como nosotros. El caso es que,
por la edad que le calculo que tendría, a la sazón, unos cuarenta y
tantos años, no debía de ser ningún recién licenciado, sopena que
le gustara tanto la facultad que repitiera cursos sin cesar para su
deleite.
A
simple vista, la cosa parecía bastante clara según se desprendía
del testimonio aportado por la victima y traducido y trasladado en
todo momento por mí, a cuantos interlocutores fueron necesarios,
jueces, secretarios, bedeles, etcétera, ya que el Maestro Ricardo
solo se limitaba a decir con rabia: ¡pero si a mí no me ha pagao!
Entre su limitación auditiva y la confusión de Don Simón, lo cual,
parecía poner en duda la veracidad de los hechos. No obstante, al
abogado no le cabía duda de que todo lo que le contábamos era
cierto, lo difícil sería el cómo impugnar lo que El Maestro había
firmado ante notario.
La
primera vez que Ricardo tuvo que ir a declarar a los antiguos
juzgados de la Avenida Navarro Reverter, se presentó a la cita tal
cual era, con su indumentaria trasnochada y, en vez de dos bolsas,
llevaba solo una. Intercambiamos saludos cordiales en las
inmediaciones de los juzgados y, al estrechar la mano del abogado, la
noté fría y húmeda al contrario que la del Maestro que era cálida
y firme. No hice caso a este detalle, pero en ese momento, seguro que
el abogado sentía más miedo que nosotros. Será su táctica para
despistar al enemigo, dije entre mí. Subimos a la planta donde se
encontraba el juzgado de instrucción. El abogado entró en la
oficina mientras nosotros aguardábamos sentados en una esquina de
uno de los bancos de madera que estaban dispuestos a ambos lados del
pasillo que desembocaba en los despachos. No estábamos solos, pues
había otras personas, esperando turno, al igual que nosotros,
sentados, de pie y paseando. Un discreto murmullo envolvía el
ambiente, hasta que el Maestro Ricardo sacó de la bolsa que llevaba,
su bota de vino y se metió un luengo lingotazo y se limpió la boca
y se sonó la nariz, expeliendo un sonido trompetero, con un calcetín
deportivo de algodón, ad hoc, que llevaba en un bolsillo de su
americana. Entonces se hizo un silencio, discreto también, pero muy
revelador del impacto visual que a todos nos produjo aquella
performance. A continuación, se reanudo el murmullo y cada cual
continuó enfrascado en sus pleitos.
Las
diligencias se dilataron en el tiempo y, mientras tanto, Ricardo
continuaba viviendo en su casa, acudiendo todos los días a la plaza
del Doctor Collado y los domingos al Rastro, con sus inseparables par
de bolsas, pa buscarse la vida. Tras varias comparecencias ante el
juez, El Maestro ganó credibilidad y empatía y obtuvo el auxilio de
la justicia en primera instancia, mientras que el Subastero X,
perdió, y no solo el juicio, sino hasta dos abogados que renunciaron
a su defensa por motivos de conciencia. Revelador ¿no?.
Nuestro
escurridizo abogado nos puso al corriente de los acontecimientos
favorables y quedamos en que nos mantendríamos en contacto. Pero, a
partir de ese momento, ya no volvimos a saber nada más de él. El
Subastero X recurrió la sentencia ante el Tribunal Supremo y ganó
el recurso. Para cuando la sentencia se ejecutó, El Maestro Ricardo
se mantuvo viviendo en su casa varios años, en tanto que se
decidiera quien era el propietario, sin tener que preocuparse de
deudas y apremios. Incluso, les dio tiempo a los empleados de la
Consellería de Sanidad, de retirar dos camiones de “por si a
casos” de su domicilio. A decir verdad, no estoy muy seguro de si
perdió una vez más, o ganó.
El
periplo que siguió a continuación del desahucio, no es necesario
que lo cuente porque desde tiempos inmemorables es el mismo para
todos los que lo sufren: perdida de autonomía y subrogación de la
voluntad a manos de instituciones caritativas. Esto no lo llevaba
bien porque tenía un temperamento indomable y quisquilloso, y acabó
en la calle como único recurso. No estuvo mucho tiempo en esta
deplorable situación porque le concedieron la paguilla no
contributiva al cumplir los sesenta y cinco años. Le ingresaron en
su cuenta bancaria unos suculentos atrasos que destinó, como fin
primordial, a acelerar su decadencia. Ya me entienden. No hace falta
que me extienda en detalles. Pero estoy seguro de que, si ese dinero,
le hubiese llegado en el momento oportuno, lo hubiera destinado
íntegramente en saldar su deuda porque, el Maestro Ricardo Valls
Martinez: era un Caballero.
Para
mí, esta historia marcó un punto de inflexión. A partir de ese
momento, me volví más realista. Menos crédulo; menos
impresionable; menos mojigato porque ¿Qué puntos de referencia
tenía yo en ese momento, que no fueran los extraídos de la
actuación de los protagonistas de películas y novelas negras,
cuando los ves que se involucran personalmente en un caso, que ni les
va ni les viene, solo porque lo encuentran injusto o inmoral y, de la
noche a la mañana, se vuelven detectives: abogados, políticos,
etcétera?. Pero en el fondo, si algo perdí también, fue la
virginidad, la bisoñez.
Personalmente,
creo que Némesis me castigó por mi exceso de orgullo intelectual,
pues en el sitio en donde me desenvuelvo, mi cuota de inteligencia,
no debe sobrepasar el límite de la estupidez.
Con
cada momento que evoco al Maestro Ricardo, lo rescato del olvido y,
en su memoria, le hice una canción, o lo que sea, a modo de homenaje
que aquí reproduzco. Y, con esto, acabo de darles el
tostón.
EL HOMBRE DEL
RECICLAJE
La abeja liba
las flores.
La flor exhala
perfume
y esto es así
porque
se encuentra en
su lugar.
La rueda gira y
no habla.
El libro habla
y no rueda,
esto es así
porque se
encuentra en su
lugar.
El hombre del
reciclaje
trabaja a bajo
voltaje
y se extingue
en una
generación.
Lo apuesta todo
a una carta.
Sus mejores
ilusiones;
siempre pierde,
frente al as de
corazones.
Ahora recoge
jamones,
para comerse
los tendones.
Perras y gatas,
juntos,
comparten las
zurrapas.
El hombre del
reciclaje
se está
bebiendo su historia.
Hubo una vez
que, con su piano,
rozó la
gloría.
Las melodías
que ahora arranca
a su vetusta
pianola
se quejaban de
su torpe fluidez.
Sus dedos ya no
digitan
al compás de
su memoria:
veinte años
lo separan de
las notas.
Quien se lo
podía haber dicho
a este
orgulloso maestro
que iba a
acabar,
tan bién o tan
mal,
a ritmo de
valls.
Y ahora recoge
jamones
y abusan de él
los bujarrones.
¡Quién se
mosquee,
es que se dio
por aludido!.
El hombre del
reciclaje,
desgasta muchos
zapatos;
arriba y abajo,
deambulando
tras los
trastos.
El hombre del
reciclaje
lleva chaqueta
de traje;
dos números
más
para calzar:
es natural.
El hombre del
reciclaje
no guarda en
casa
ni un traje:
partirá a
cachitos,
al otro viaje.
El hombre del
reciclaje
desciende del
cromañon
y ha servido
para
crear esta
canción.
Y en una
profunda balsa,
de hospital
universitario,
quedará a
merced de
futuros
cirujanos.
Y quedará en
el recuerdo
de sus
correligionarios,
como ejemplo
de talento
natural.
No hay comentarios:
Publicar un comentario