Te leo, Ángel González,
en reverente silencio.
Con hambre, mastico despacio
el reparto de palabras
extendidas en la palidez del papel
con cabales golpes de platero;
pero sin ansia por acabar el libro
y hacer una muesca
en mi orgullo intelectual.
De paso, agradezco a Don José Hierro
que, en “Las Músicas Acordadas”,
revestida de orujo, su voz, nos presentara.
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