Este apéndice asombroso,
el pabellón de una oreja,
fuera de la manta deja
Mortadelo perezoso.
¿Es melómano o chismoso?
Nada de eso, es perspicaz.
Ha elegido este disfraz,
con lo que ponerse al día,
por ser lo último de la IA
como mejor interfaz.
Este apéndice asombroso,
el pabellón de una oreja,
fuera de la manta deja
Mortadelo perezoso.
¿Es melómano o chismoso?
Nada de eso, es perspicaz.
Ha elegido este disfraz,
con lo que ponerse al día,
por ser lo último de la IA
como mejor interfaz.
Verso azul de mi pesar
¡Qué poco te echo de menos!
Ya que tú y yo lo sabemos,
no nos vamos a engañar.
Cuando tenga que cruzar,
por defecto a la otra orilla,
como cuesta calderilla
del oro de mis recuerdos,
cébalos como a los cerdos,
y haz con mi sangre, morcilla.
La tarde no se me escapa,
se va sola por su cuenta.
Es libre como yo
y tímida cuando la observo:
se vuelve pálido naranja,
los párpados entorna
y baja la mirada.
“Las tres de la noche han dado corazón y no dormí…”
Cuando encontraba lo que creía que podía ser un tesoro, me revolcaba en el placer onanista de la investigación por todos los medios a mi alcance.
El resultado era siempre el mismo: insatisfacción. Una vez que conseguía dinero, prestigio y provocaba la envidia en los demás, todo esto se volvía en mi contra porque yo no era el único desdichado.
La búsqueda del tesoro me tenía absorbido el seso a lo largo de todo el día e incluso en sueños. Fue por esto por lo que nunca me casé. Y también, sospecho que, porque ninguna mujer me veía como padre de sus hijos, excepto, las que fueran tanto o más golfas que yo. ¿Hice bien en no hacerlo? Puede que sí o puede que no. Nunca lo sabré.
Huimos, con o sin conocimiento,
del dolor. Buscamos, en el placer
inmediato, consolar los sentidos
apegados a la permanencia. Y,
se mueren los que no quieren morirse.
Y los que no desean seguir muriendo,
se suicidan porque lo necesitan.
A unos, va y les toca la lotería;
los otros, disponen de su albedrío
sin plena conciencia y, desaparecen
en la forma, palabra y continente.
Para ambos, muda la vida. Sin ego,
ya no son… más que aleatorias partículas
en una rebanada espacio-tiempo.
Te leo, Ángel González,
en reverente silencio.
Con hambre, mastico despacio
el reparto de palabras
extendidas en la palidez del papel
con cabales golpes de platero;
pero sin ansia por acabar el libro
y hacer una muesca
en mi orgullo intelectual.
De paso, agradezco a Don José Hierro
que, en “Las Músicas Acordadas”,
revestida de orujo, su voz, nos presentara.