Érase una vez, un pueblecito
al otro lado de la frontera.
Como si dijéramos, una pedanía.
Y en él, una confitería
de exclusivas y recién horneadas:
tortas, magdalenas, ensaimadas
y esmerados brazos de gitano.
Especialidades de la casa,
todas ellas amasadas,
no con las manos,
sino en lo hondo del cuerpo,
para dar virtud y encanto
al gran alarde que mostraba
su surtido escaparate:
decorado con maña y desparpajo.
Y colorín colorado…
Moraleja:
Antes de entrar, dejen salir; ¡pero coño, sin atropellamientos!.
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