Cuando nací, la tierra ya giraba
a velocidad supersónica,
y, después de setenta años,
por fin, noto cómo acaricia
mi cara la brisa del universo.
Sin motivo aparente, era infeliz.
Me puse a fregar los platos
y percibí con mis manos,
a la nube que descargó el agua
y se desvaneció: como mi estupidez.
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