Mi vida, en
retrospectiva, no ha sido como la de la mayoría de la gente: no he
cumplido con ninguno de los mandamientos que la sociedad demanda, (a
cambio de obtener, seguridad material... y miseria afectiva en la
vejez tardía). Acabo de cumplir sesenta y cinco años, y me dispongo
a solicitar la prestación no contributiva, a la que todo ciudadano
tiene derecho en una sociedad desarrollada, a la que llaman: “Estado
de Bienestar”.
Observo que, al
disminuir la energía mental que hasta ahora derrochaba en atender
los deseos que me estacaban, veo las cosas con más tolerancia, hacia
mi mismo y hacia los demás; con más plasticidad, se podría decir.
Por este motivo, llego a la conclusión de que, no me puedo quejar ni
adjuntar ningún reproche a nadie ni a nada, porque he vivido
disfrutando de libertad, en mayor grado, que cualquier otro ciudadano
en igualdad de condiciones y, sin anteponer mi egoísmo, más allá
de lo que los demás me hayan podido dejar hacerlo, tal vez, porque
los estigmas de la pobreza, siempre me han acompañado: visto mal; no
voy a la peluquería y soy retraído al contacto con otros que no
formen parte de mi círculo de inadaptados. Así, pues, a pocos
puedo engañar, manipular, etcétera.
Apenas, a lo largo
de toda mi vida, he salido de esta ciudad, en la que vivo junto a
ochocientos mil habitantes más, donde por la noche, nadie ve las
estrellas en el cielo. Yo, solo veo la luna, algún planeta y las
luces de los aviones, que vuelan bajo, rumbo al aeropuerto, porque me
fijo desde mi ventana. Pero puedo ir a ver el mar, si quisiera, donde
hay estrellas que nacen desde el horizonte.
No echo de menos la
naturaleza que rodeaba el pueblo del cual emigramos toda la familia,
ni nada de aquel pasado remoto: en cada instante del presente, está
concentrado todo mi pasado y futuro.
No he sacrificado
mi dignidad, (o por lo menos, no tanto), en el sentido que se nos
exige como consumidores, como tampoco he recibido ninguna
compensación material, que no fuera otra, que aquella que me
ofrecían los contenedores de basura y los estercoleros, (que son
como minas de exquisito pan duro) y su posterior venta en El Rastro
de Valencia, al que considero, “Mi Alma Mater”, porque me ha
estimulado lo suficiente, como para despertar en mi, el adecuado interés por explorar la
realidad y, porque es un punto de encuentro cosmopolita y barato. No
por haberme dedicado a esta actividad marginal, (la cual no es delito ni falta) me considero ni menos
ni más inteligente que la media, o más o menos indigno, en el
concepto más amplio de la palabra, o como lo prefieran.
A
lo largo de los últimos treinta y cinco años de mi vida, quizá
porque los he vivido día a día, y no como si el mundo se fuera a
acabar en un día, creo que, por ese motivo, tengo miles de horas
acumuladas de vida plena; aprovechada; consciente. Puede que, el que
yo diga esto, resulte paradójico; difícil de entender, por decir algo, viniendo de quien viene; pero, dar más
explicaciones, podría parecer que me estoy yendo por las ramas,
cuando en realidad, (ustedes
pueden pensar) lo que soy, es un golfo. No pasa nada. Yo también
llegaría a la misma conclusión; siempre sospecharía (si tuviera instalado en mi cabeza, un programa predeterminado de
prejuicios).
¿Por
qué digo todo esto? Porque estoy cansado de vivir. Tres mil
quinientos millones de años, son muchos años, y en los últimos,
tanta obscenidad me supera y confieso haber pensado en el suicidio.
Incluso, creía que este era mi destino (si antes no se adelantaba el
cáncer, o la catástrofe nuclear y/o ambiental) y en esos intervalos
de mi vida, era cuando se reproducían los sueños recurrentes y el
mensaje y, he de añadir también, que la enseñanza, entre paréntesis.
Aparentemente, los
sueños no tenían nada de particular, excepto que, los personajes
con los que soñaba, me han querido y nos hemos reído juntos muchas
veces. En el sueño se mostraban satisfechos y felices. En ámbitos
diferentes, pero siempre había algo en común con los momentos que
compartimos. Cuanto apenas, podía identificar el entorno
distorsionado por la ausencia de conciencia. Sus caras y cuerpos,
idealizados, eran como recién esculpidos en la cantera del tiempo, y
una sensación de plenitud, envolvía las secuencias. Pero no podía
tocarles y siempre había un lugar al que no me dejaban que les
acompañara. Cuando despertaba, con el recuerdo vívido y todavía
somnoliento, permanecía perplejo durante un rato, hasta que caía en
la cuenta de que, todos están muertos. No obstante, una sensación de
paz y lo contrario, al recordarlos, perduraba hasta después de cuando me calentaba
la leche en el microondas.
Y así, una y otra
vez. Hasta que un día, meditando, practicando sinceridad interna,
visualicé las alternativas que tenía a mi alcance, para llevar a
cabo el disparate, con relativo éxito (siempre hay que contar con el
azar). Las repasé una por una: defenestrarme; arrojarme a las vías
del tren; envenenarme con relajantes musculares; ahorcamiento,
etcétera, y me di cuenta de que, llegado el momento, no tendría la
valentía suficiente para desapegarme de la vida. Entonces, llegué a
la conclusión de que, aquellos arrebatos, no eran otra cosa que,
manifestaciones de mi arrogancia moral e intelectual, cosas de las que uno, tampoco
se desapega, así como así: siempre hay que estar atentos,
observarla.
Fue entonces,
cuando tomé la determinación de que, ya que estoy aquí, voy a
quedarme a ver lo que pasa. Y comprendí, que la próxima vez, no seré yo quien
los evoque. Vendrán ellos a buscarme, estoy seguro porque así son las cosas; me tomarán de
la mano y me enseñarán ese lugar que, hasta este momento, me tienen
prohibido transitar. Mientras que, en mi cama, solo quedará: una baja en El Ocaso; otra en Vodafone; y otra, en el estanco.
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