No siento vértigo
al asomarme al abismo
profundo de mi alma.
Me estoy muriendo:
más por fuera que por dentro
No siento vértigo
al asomarme al abismo
profundo de mi alma.
Me estoy muriendo:
más por fuera que por dentro
No digo yo, que lo que os voy a contar a continuación tenga algo que ver con un acontecimiento mágico o prodigioso, no ¿O sí?. La cosa fue el resultado de la causalidad, el ensimismamiento y la curiosidad.
La primera vez que tuve noción del rayo verde, fue una noche en la que sustituí la película que iban a emitir en el canal “SudanceTV”, (es como ver la segunda cadena en tiempos de Franco) cuyo título era, “El rayo verde”, que estaba clasificada como drama, por otra de suspense en otro canal.
Como la hora de emisión ni el metraje coincidían, cuando acabó la película por la que me decanté y estando a punto de empezar otra en SudanceTV, la cual quería ver, cambié a este canal y vi los últimos planos de la película: cuando los protagonistas esperan la puesta de sol, sentados en la playa y en el horizonte aparece, durante un instante, en la coronilla del astro, el color verde. La cosa no quedó ahí, porque me picó la curiosidad, tanto la de profundizar en el relato de la película como el de hacerlo en el episodio de la naturaleza.
A veces, me venía a la cabeza lo del rayo verde: un fenómeno que consiste en la difracción de la luz del sol cuando aparece o desaparece por el horizonte de una superficie plana en condiciones atmosféricas especiales; pero lo que lo convierte en un prodigio es, poder captarlo ya que dura un par de segundos y hay que estar en la posición correcta, aproximadamente, a un metro y pico por encima del horizonte. Que conste que, esta pedantería, como viene siendo habitual y común a todos, la recopilé de internet junto con la reseña de la novela de Julio Verne (que no soy tan leído como algunos piensan) donde dice: “Que la protagonista, obligada a casarse con el hombre que su tío ha elegido para ella y del que no está enamorada, accede ha complacerle si ve el rayo verde. Pensando que esto es una leyenda, (de que quien lo observa, en solitario o con la persona a la que ama, garantiza la felicidad de por vida) se enfrasca en su búsqueda, acompañada de su prometido, con la intención de escaquearse”. Llego hasta aquí porque, ni he visto la película de Éric Rohmer ni he leído la novela de Julio Verne. Eso por un lado y, por otro, porque sería una falta de respeto hacia ambos el ir más allá de una mera introducción que despierte el interés por hincarles el diente.
De cuando en cuando, fantaseaba con poder verlo alguna vez, pero, para ello, tenia que madrugar e ir a la playa de Las Arenas, o bien, a La Albufera, preferiblemente en verano cuando la superficie del agua está más caliente que la del aire y se produce el efecto espejismo y, para ser sincero, ando escaso de voluntad, o como dicen allá de donde vengo: “Soy más flojo que una cortina”. ¡Para qué me voy ha engañar!
Bueno, puestos ya en antecedentes, lo que me ocurrió fue lo siguiente:
Era un día como otro en el que me encontraba frente a la pantalla del ordenador, escribiendo, enfrascado en lo que “pretendía” que fuera un poema. Había acabado de tomarme el café de después de desayunar y deposite la jarra de vidrio sobre los cercos y manchurrones de café en una de esas notificaciones que nos envían por correo y que generalmente las uso para hacer anotaciones, en los espacios en blanco, de lo que se me ocurre cuando tengo el ordenador apagado (la verdad sea dicha, más que un reciclador, creo que soy un poco adán y tacaño).
Aquel día de otoño, era bastante soleado y serían sobre las once y pico de la mañana. El sol buscaba su cenit fuera de la ventana, donde tengo la pantalla del ordenador, grande, de muchas pulgadas, encima de una mesa ad hoc, sembrada de papelorios (como el cenicero de colillas).
Los rayos de luz entraban oblicuos por debajo de la pantalla y en una de tantas veces de las que me encuentro atascado sin saber por donde tirar, buscando la inspiración, se me fue el santo al cielo y la mirada perdida en un pequeño punto de luz que estaba fijado en la base del culo grueso de la jarra de vidrio. De él se proyectaban pequeños rayos de luz difractada (como en un prisma) en todas direcciones, y se podían apreciar los colores del espectro visible de la luz. Según movía la cabeza de derecha izquierda y viceversa, los colores cambiaban de longitud de onda e iban y venían de los tonos calidos a los fríos. Le presté atención, por esto, y porque iban disminuyendo de tamaño en una secuencia rápida hasta desaparecer y quedar solo, en el un punto desde el que partían, el color verde desvaneciéndose al instante.
Mi conclusión fue la de que acababa de ver el rayo verde y, para mi regocijo, sin salir de casa.
A veces, te equivocas de autobús y te lleva al sitio deseado (o algo así) dice un proverbio indú
Dando por hecho que, los buscadores de tesoros en el rastro, madrugan para ser los primeros y estando la playa a dos pasos… Yo, no digo nada. Ahí lo dejo.
¡Feliz Año Nuevo!
Odio, resquemor, venganza,
son las respuestas de un ego herido:
ciego que huye despavorido
dando bastonazos al aire
¿Quién se deja llevar por la falacia,
vuela al cielo
y cae al suelo
como el grano envanecido?
El ego inflado
Yo deseo, soy , tengo…
un cerebro para investigar,
de qué pie cojea,
donde quiera que esté el ego
Saco a pasear a mis oídos
para que las neuronas se ventilen con la música:
oxígeno que respiramos de naturalezas muertas:
cueros, metales, maderas
al guiñapo de la acera
y la Áspera Trinidad:
frío, miedo y soledad
fue la que llegó primera
De la calle un inquilino
y de muerto la hopalanda:
entre cartones de vino
se acuesta el pobre genuino
y no en “sábanas de Holanda”
No me calcé tus zapatos
porque dormías con ellos.
Te los quitabas a ratos;
lamías como los gatos
la impronta de tus resuellos
¿Cuáles fueron tus pecados
para tanta penitencia?
En campos de refugiados
sigue tirando los dados
la divina providencia
En otoño, cuando las hojas caen,
por entre las ramas el sol se asoma.
Quedan calvos los árboles del parque
y tan fugaces los días se tornan…
hasta el frío invierno del desencanto.
Dice el otoño que antes fue verano;
el verano, que antes fue primavera.
Serenos, van surgiendo y desplazando
como si dijeran: a ti te toca
por riguroso turno democrático.
Y de esta forma, de estrato en estrato,
la experiencia personal se acumula
en la vida y obra insignificante
de uno más entre otros seres sintientes
Recuerdo que era domingo y, mudados y peinados, nos compramos un cigarrillo rubio, (“de a una peseta” porque era de importación) cada uno y, escondidos en un solar (a la vista de todo el mundo) nos iniciamos en la pubertad, fumando y cagando en proletaria comunión.
El cigarrillo había que sostenerlo entre los dedos índice y medio de la mano izquierda, si lo hacías con la derecha, eso era de maricones: decían los ya iniciados.
Cagamos dispersos por el solar, sorteando a las ortigas que crecían entre los cascotes y piedras y, al acabar, nos limpiamos el culo con las hojas de un libro.
Aconsejados por cortesía de los iniciados, finalizamos el rito, procurando evitar el impulso de introducir la colilla en la “gandinga” porque, como consecuencia, nos saldría un grano en el culo.
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Hace ya casi sesenta años de aquella ceremonia iniciática y, a veces, al llevarme un Camel a los labios, percibo el aroma del comienzo del final de mi inocencia. Del resto de aquel día no me acuerdo; no creo que hiciéramos nada más memorable.
Más tarde, cuando acabé la escuela, aprendí a leer y escribir por mi cuenta y, desde entonces, nunca más le puse un ojo encima a las páginas de un libro: sino los dos de la parte superior de la cara y con respetuosa distancia.