El viejo mirlo saltarín,
inaprensible como el azogue,
ya no brinca por la hierba.
Tiene la cola rota
y errático da vueltas
por la ciudad, a tientas.
No levanta el vuelo,
pero su sonrisa huele,
“directamente”, a criatura.
Hasta una hormiga,
por su pico herida,
lo mira y se conmueve.
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