martes, 28 de febrero de 2012

UN DÍA DE ESOS…


    Era uno de esos días en el que predominan las emociones. Me explico. El miedo se disipaba a través de fantasías inconfesables que atizaban las ascuas de la ira, y, el sentimiento de culpa, me congelaba de miedo. Así de sencillo. Frío y calor, miedo e ira alternándose sin que sensatamente pudiera escaparme a través del más mínimo resquicio, de tal manera, que no encontraba ni un minuto de sosiego, de paz interior. Era consciente de mi mal estado emocional. El origen no importaba tanto como las consecuencias: tenía el sueño alterado y el apetito ausente y estaba inmerso en una fatiga vital a expensas de que se disipara la borrasca y el temporal amainase. No podía hacer otra cosa y caminaba en dirección al centro siguiendo mis propios pasos, cuando reparé en aquel insignificante hombre, sentado en una silla plegable, de espaldas a la pared de un chaflán de la Gran Vía, estrujando su acordeón. No era la primera vez que lo veía, solo que hoy era un día de esos... y el semáforo se encontraba cerrado para el cruce de peatones. Mientras aguardaba la luz verde, fijé mi atención en  las notas del instrumento que penetraban sin permiso en mi cuerpo a ritmo de vals haciendo que las piernas marcaran el compás de tres por cuatro de manera mecánica. Para eso se hizo este compás, para bailar. No era ningún músico talentoso arrojado a la mangancia movido por el pánico de tener que enfrentarse, a palo seco, a sus propias decisiones, sino llanamente, un viejo que ejecutaba una melodía sencilla y pegadiza dejándose llevar por el entusiasmo propio de un guateque de la tercera edad o, lo que es lo mismo, como si estuviera viajando en el tiempo desde la invisibilidad para volver a sentirse protagonista. Tal vez me esté enrollando demasiado para acabar diciendo que estaba jodido y que me encontré con un músico callejero, al que por cierto: le fallaba el si bemol.  

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