Entré en la
Sección de Perfumería para comprar una botella de agua de gran
tamaño. Es el sitio más barato y, como es verano, consumo varias de
ellas. Los parroquianos que se encontraban en ese momento en su
interior, eran casi todos correligionarios míos, y suspiraban,
adormecidos, debido a la escasez de liquidez y a la poca voluntad de
la entidad en concederles crédito. No había brindis ni carcajadas.
La cosa no estaba como para tirar cohetes, no. Según una circular
interna del gremio de los pelafustanes, se
decía, “que el índice de La bolsa de pan duro estaba
atravesando por angustiosos momentos de incertidumbre. Que el gráfico
de la situación presentaba unos afilados dientes de tiburón con
rumbo opuesto a la dirección buena, y que estaba cayendo, de forma
natural, buscando el centro de gravedad del asunto, que no era otro,
sino la propia indolencia”. Más adelante, y refiriéndose al
Azar (al que todos nos habíamos entregado en cuerpo y alma desde
hacía un puñado de lustros, y al que rendimos culto desde nuestra
más estimada flojera) decía, “que nos había abandonado,
dejándonos en manos de nuestros más siniestros enemigos: la
responsabilidad, el amor propio y el sentido común”.
Mientras
recogía vasos, tazas y demás menaje de las mesas y mostrador para
asegurarse el perfumeo y
la estima del gañan, a la sazón gerente, encargado, barman y único
accionista de esta franquicia, cuya Matriz era la UCA (Unidad de
Conductas Adictivas) Blas, medio perfumado y harto contrariado
(aunque él, en honor a la verdad, dijo que estaba hasta los cojones)
por la situación a la cual se había llegado como consecuencia de la
invasión de mangantes*
procedentes “directamente del
coño de su madre”; palabras textuales suyas, buscaba la manera de
llamar la atención del cabo de la policía municipal, quien en un
momento de escaqueo, disfrutaba de un carajillo sin alcohol. Al
recibir la venia de la autoridad, dijo:
-La
culpa de todo, sinceramente,
la tiene la Bollera-
al referirse al gremio de los pasteleros, hacía hincapié en que el
horno no estaba para bollos. Y continuó diciendo:
-Toda
esta chusma que viene directamente del
coño de su madre a vender sin permiso- volvió a repetir, y en esto,
que se acercó a la barra una gitana paisana de Blat el Empalador,
rumana por más señas, quien rascándose la base de la teta
izquierda con todos los dedos de la mano derecha, pidió una copa de
coñac que le fue servida al momento. De un trago la engulló
despertando el asombro del único ser abstemio que había por allí,
y que era una joven barrendera condenada a trabajos sociales por
pegarle una paliza a la mamona de su vecina, la cual exclamó: ¡jo,
sin anestesia ni na!
No
sé si lo he dicho ya antes en algún sitio, esto de que a Blas le
llamamos porDuplicado porque está repetido: tiene un hermano que es
dos minutos mayor que él ¿o al revés? Da igual, la cosa es, que ni
entre los dos suman seis minutos de catón, pero muchas horas de
dieta cuaresmal de la de posguerra. La mezcla de ignorancia y pobreza
les ha envuelto en un caparazón de rencor, tan duro y espeso, que no
se fían de ningún representante del genero humano, y por ende, ni
de ellos mismos. Sin embargo, a Blas le hubiera gustado ser poeta, o
político Y continuó, más que nada, porque le faltaba intercalar un
adverbio acabado en mente de los tres que consta su repertorio, ya
que no pierde nunca la esperanza de poder rimarlos algún día en una
trova improvisada: “Que vienen a quitarnos el pan a los
trabajadores que correctamente cumplimos
con nuestro trabajo… Se le notó que cuando pronunció la palabra
pan, ésta tenía un tufillo algo demagógico, como si hubiera
preferido decir vino.
-¡Pero
que trabajo ni que mierda, si tú no has trabajado en tu puta vida!-
Lo dejó con la palabra en la boca El Formigueta, que a la sazón (y
discúlpenme la finura, pero es que me suena bien esta palabrita)
estaba de espaldas y de cara a la máquina tragaperras, como si
estuviera fornicándola.
-¿A
escarbar como las gallinas dentro de los contenedores lo llamas tú
trabajar?- Insistía el ludópata mientras agotaba los últimos pavos
de un peculio que seguro debería.
-Si
señor de vosté- Blas se puso a la defensiva y lo llamaba de usted
en su lengua vernácula. Y continuó en lengua autóctona:
-Jo
porte més de quaranta anys treballant en la basura. En lugar
de decir fem en
su germanía, dijo basura como si le sonara ésta palabra de forma
más melodiosa y menos despectiva en este otro idioma. Sinceramente
es el único que correctamente utiliza la palabra trabajo para
nombrar directamente su profesión, sin tapujos. Los demás, acudimos
a cualquier eufemismo o metáfora para designar lo mismo, porque la
palabra trabajo nos produce dentera.
El
Gemebundo es otro de los que hay que echarle de comer aparte. Tropecé
con él y le saludé al desgaire. Hermético y receloso nadie sabe su
pasado, excepto que de niño era más feo que de mayor. Gemebundo
quiere decir llorón, y esto tiene algo que ver con que de pequeñito,
parecía que siempre estaba llorando, y resultó ser que era así de
feo. Tiene algo de chepa sin llegar a ser Cuasimodo a consecuencia de
una malformación congénita. Es tan ludópata que se jugó y perdió
su biografía la cual no valía nada y la tiraron a la basura y vino
a parar al Rastro por el conducto reglamentario. Dice así:
“Su
triste vida comienza con mal pie en un pueblo naranjero en los
tiempos del hambre. Sus padres, al ver los claros síntomas de
anormalidad y como solo podían alimentarlo a base de zumo de
naranjas espigoladas, optaron (con la intención de que lo criaran,
más que de que lo curaran) por endiñárselo a unos Hermanos devotos
de los niños, cuyo hospital-asilo para el tratamiento de los huesos,
se encontraba ubicado en primera línea de playa de esta misma ciudad
desde la que, con el ánimo un tanto mohíno por el recuerdo de
aquella rendida estampa, escribo este panegírico del desdichado.
Allí estuvo postrado en una cama que carecía de colchón. En lugar
de jergón, reposaban las tiernas osamentas de los niños sobre una
tabla de madera con el fin de enderezar cualquier hueso que estuviera
torcido, según los avances de la osteología de la época. Así
estuvo durante más de diez años, junto con más niños, en una sala
espaciosa con grandes ventanales desde los que únicamente se
divisaba el mar y algún que otro barco de vez en cuando. Este era
todo su mundo: camas, monjas, médicos y mar, mucho mar… de manera
que cuando su madre fue a recogerlo para llevarlo de vuelta al
pueblo, el niño se llevó una gran decepción pues no había visto
nunca ni calles ni casas. Cuando su progenitora le señalo una
humilde casa en medio de una calle y le dijo: “mira, ahí vivimos”,
al niño le pareció poco la morada familiar ya que creía, en su
tierna fantasía, que toda la calle era suya. Si lo que quería era
una casa grande, pronto tuvo otra con habitaciones palaciegas, solo
que tenía que compartirla con centenares de niños (cada uno de su
padre y de su madre) y más curas. Malos tiempos para los pobres
fueron los años 40, 50 y 60 del siglo pasado, cuyas circunstancias
obligaron a las familias menesterosas a desprenderse de los hijos que
sobraban o estorbaban, dejándolos en manos ajenas. Y allí, en el
orfanato, no aprendió ni el oficio de sastre ni el de zapatero ni el
de carpintero (como San José), sino que más bien, y trayendo a
colación al ínclito Quevedo que también era minusválido, se
licenció, tras veinte años de perpetuo
abandono afectivo,
como maestro de la picardía. Y más tarde amplió estudios en los
meublés de los barrios chinos de diversas ciudades, como rufián de
bocadillo o, dicho de otra manera, como palanganero. También
practicó la fullería en todos los ámbitos del juego; así que con
tanto master, nadie hasta la fecha le reconoce el menor atisbo de
generosidad”. Esto es más o menos lo que pude reconstruir a
instancias de mi maltrecha memoria.
Al
Gemebundo se le notaba que estaba ansioso porque terminara de
arruinarse el Formigueta para hacerlo él, porque le ocurre lo
contrario que a las demás personas. Cuando tiene el rostro tirante,
como si tuviera un susto en su cuerpo o la mayor de las
preocupaciones, es porque tiene dinero, y el dinero le quema en
el bolsillo. Por el contrario, cuando palma y se queda tieso, se
muestra relajado, dicharachero y generoso; con ganas de compartir su
indigencia con todo el mundo.
Entre
tanto, a mi me habían saludado ya tres o cuatro fervientes
admiradores de la mangancia, que me costaron otros tantos
cigarrillos. Vengo a este sitio porque la botella de agua es más
barata y casi siempre palmo. A la que me iba, se me acercó un
gitanito que, más que “moreno de verde luna”, era negro del
todo. Tenía el pelo y los morros de más abajo del ecuador de
África; con más dientes que una fábrica de peines y si no llevaba
el pelo teñido de henna, es que era pelirrojo. Una cosa rara. Era un
muchacho mulato de porte astroso y totalmente asilvestrado. Esto me
recordó las películas del oeste en las que los pieles rojas
secuestran a niños blancos, que luego se convierten en indios, más
indios que los propios indios. Deduje que era gitano cuando abrió la
boca para decirme:
-¿Tú crompas guitarras?-
Le dije que depende, que es como poner puntos suspensivos a la
oración, o pasar cuando se va de mano en una partida de cartas, pues
no veía que portara ninguna guitarra ni nada que se le pareciera.
Por mi parte, he comprado en el Rastro, autenticas joyas de los
mejores luthiers del país, de los siglos XIX y XX, que eran una
delicia sostenerla entre las manos, cuanto más ¡qué sería el
sonarlas!. Cautivado por el recuerdo del penetrante olor del ciprés
y el palosanto que permanece casi inalterable con el paso del tiempo,
y que son maderas leves como plumas y duras como el acero. Bien
templadas con las tapas armónicas del mejor pinabeto de
centroeuropa, junto con la elegante robustez de los mástiles (o
mangos) de cedro y ébano y los acabados de las bocas y tapas en
taracea o en marquetería, para regalar la vista, se me hizo la boca
agua cuando me dijo que tenia una guitarrica en
su casa, que era de aciprés con
el mango de arébano.
-Y
¿como hacemos para verla?- le pregunté.
-El
domingo que viene te la traguio,
me maten. Y remató:
-¿Tienes
un cigarrico,
su primo?”.
El
yonki estaba en una mesa compartiendo su tristeza con los libros que
había comprado y un vaso de vino tinto para entonarse: él nunca se
perfuma en público. Me acerqué para saludarle, antes de marcharme,
ya que tengo buen rollo con él, y le pregunté como le iba la mañana
y si había encontrado algún tesoro de tapa dura o blanda para
metérselo por la vena.
-¡Que
va, es todo mierda lo que hay!- pronunció estas palabras
estirándolas todo lo que pudo. Se que es mentira, lo que pasa es que
ya queda muy atrás la experiencia del primer subidón, que ocurrió
una madrugada de Rastro, y que yo recuerde, fue así más o menos.
Iba el tal Yonki, en compañía de otro yonki, pero que en ese
momento todavía no eran yonkis, desflorando paraetas en busca de
primeras ediciones, cuando el olfato, más que la vista, los dirigió
hacia el puesto de Pepito
Cuatroquesos que
estaba descargando miscelánea del interior de su coche-casa. Fueron
los primeros en desvirgar el material de celulosa y tinta extraído
de las
minas de pan duro,
o sea, del contenedor. Lo que compraron nadie lo sabe. Solo pudimos
observar el repentino y familiar cambio de su comportamiento. Un
cambio elocuente que consiste en aislarse del resto del mundo. Desde
entonces, trasiega por el mercado sin parar, domingo tras domingo,
madrugada tras madrugada, atrafegat en la urgente tarea de, por lo
menos, quitarse el mono acumulado durante la semana.
-Me
han dicho que andas recopilando datos para hacer una semblanza de El
Encante- Le pregunté, porque sentía la curiosidad de saber, de
primera mano, lo que se estaba rumoreando desde hacía algún tiempo:
que Nicanor, el Yonki, iba ha escribir un libro a cuatro manos sobre
El Rastro y la madre que nos parió y, por si le faltaban manos, le
quería presentar a mi amigo Caldodepollo Writer, escritor de agudo
ingenio que, como le sobran manos, porque hace los poemas con la
punta del nabo… Y saqué de mi cartera una hoja din A4 doblada en
cuatro pliegues, cuyos bordes estaban más sobados que las
barandillas del metro, para que leyera unas coplas de pie quebrado
que se le ocurrieron al rimador en honor del Tio de los Mil Duros, y
que dicen así:
Cuentan los que
precedieron
a estos que no
abandonan
las fatigas
y abstinencias,
pues perdieron,
y su derrota
pregonan
sus barrigas
aferradas a la
espalda.
Como digo, que
dicen estos,
los asfixiaos,
veían el verde
esmeralda
de los billetes
dispuestos
y bien liaos,
asomar por la
pelleja
de ese Tío de
los Mil Duros
(treinta pavos)
que soltaba a
tocateja
(en aquel
Rastro intramuros
sin lavabos)
al gentil y al
campechano
para gastarlos
en chollos
y quincallas.
Era un Marshall
el fulano
y cual cándidos
pimpollos
¿o cobayas?
o más bien
buitres, yo diría,
según me
seguían contando
los desnucaos;
ya que era una
carnicería,
más que un
próvido aguilando;
pues, aferraos
a la miseria
quedaban
los sandios,
mientras las aves
leonadas,
aquel Rastro
jalonaban,
desde antenas y
arquitrabes:
de cagadas.
-La
copla no es que esté mal pero… le falta un poquitin de ritmo… no
sé, no sé… Continuó, desganado. El no encontrar nada que
despertara en él una mínima emoción, le hacía sentirse
desgraciado y la realidad tomaba el control de sus pensamientos. Una
realidad que aderezaba a base de vino y carajillos. Por quedar bien
conmigo, se puso a declamarla en voz alta y cuando acabó de recitar
la copla escayolada, el gerente de la Sección de Perfumería se
acercó a la mesa en la que estábamos compartiendo la tertulia
literaria, y me dijo en tono suplicante:
-Colega,
mira a ver si ha venido el Tio de los Mil Duros y me lo mandas para
acá.
-Me
voy- le dije al Yonki y me levanté de la mesa con el ánimo de
atender la súplica del único accionista de la susodicha franquicia
(el lector habrá observado que me estoy yendo desde hace ya un buen
rato).
Al
llegar a la puerta me tropecé con El Gordo, mi preferido proveedor y
compañero. Es este hombre, rechoncho, de cabeza rala y redonda como
su rostro. En ese momento hacia una de sus apariciones
histriónicas, con el móvil pegado a la oreja. El Formigueta nada
más verlo le preguntó:
-
Eh, Gordo ¿Te han dao eso?
-¿El
qué?- respondió el otro, haciendo un inciso en la imaginaria
plática que mantenia con un interlocutor mudo en la que se refería
a un presunto piso para vaciar (con consentimiento, se entiende)
rebosante de todo cuanto pudieran desear cualquier cazador de
chollos.
-El
bocao en la polla- Le respondió el Formigueta. Y el primero que
soltó la carcajada fue El Gordo. Esta vez le dio por reirse.
Siempre
hace lo mismo cuando divisa cerca acreedores y clientes defraudados,
esto de echar mano al teléfono; mas no con el ánimo de calmarles,
ni mucho menos, sino para provocarles envidia o… ¿Cómo diría
yo…? Como diciendo: ¡os vais a comer una ful! Y yo, como esa
semana me encontraba entre sus victimas, por unos cuantos pavos que
me dejó a deber, entonces me acordé de un recado que me dio, para
que se lo trasladara en cuanto lo viera, una de tantas que lo adoran
y admiran
-Hola,
Gordo, que me ha dicho la Chumi, que te diga, que cuando te pones en
cueros, pareces un despertador encima de una mesita de noche. Ah, y
que cuando le comiste el coño, tenía las purgaciones culeras. Al
oír esto último, se puso la palma de la mano sobre la boca
procurando esconder el reguero de verrugas que le delimitaban el
hocico.
-Pero
no te preocupes- continué yo por mi cuenta:
-siempre
te quedará algún castillo que vaciar. Se pidió una copa de
chinchón y le dijo al barman que se la pagaría luego.
Por
fin ya estaba de regreso en mi puesto. Era media mañana y El Rastro
estaba en calma. Los buitres habían levantado el vuelo con viento
favorable hacia sus respectivos escondrijos, y el gentío paseaba y
contemplaba las paradas desmayadas como si fueran observadores de la
ONU ponderando la magnitud de algún desastre. Pensarán que estoy
exagerando. O que la metáfora resulta un poco rebuscada y
sensiblera; pero créanme, después de que estas aves rapaces sacian
su apetito compulsivo (siguiendo con la metáfora del bardo)
dejan El Rastro con menos chicha que el brazo de San Vicente.
Me
estaba comiendo el bocadillo (acompañándolo con grandes cantidades
del agua de marras) que me había preparado la noche anterior y que
consistía en una elaborada creación mía a base de fiambre. Por si
acaso, aquí les dejo la receta de la celebre creación: Una
vez abierta en dos mitades perfectamente simétricas, la barra de pan
comprada en un supermercado, se retira la miga y el lector observará
como ésta se convierte, al instante, en una bola de plastilina. No
la tiren, se puede reciclar para los trabajos manuales del niño o
para enmasillar el sifón de la taza del váter. A continuación, se
extiende una base de mortadela con aceitunas y se superpone una capa
de chorizo pamplonés. Se pueden ir añadiendo capas, cuantas se
quiera, pero han de ser de marcas blancas, que cuanto más blancas
son, más sed te entra. Lo envolví con esmero y papel de aluminio y
lo deposite en el frigorífico para mantener la frescura de dicha
ambrosía hasta el día siguiente, o sea, el día en que ocurrieron
los hechos, que a mi peregrino juicio, merecen ser relatados para
entretenimiento de un público ávido de sucesos… ¿cosmopolitas?.
Como
iba diciendo, me quedaba un cuscurro del citado bocadillo, cuando se
acerco a saludarme El Perilla. Le estreché la mano y la noté floja.
No hizo el menor esfuerzo por devolverme el apretón de cortesía, lo
cual quería decir, que venia con la intención de recibir algo
a cambio de nada. He de decir, que por mi parte, también me alegraba
solo un poco de volver a verlo. Más bien estaba sorprendido de que
siguiera con vida dado el poco aprecio que sentía por ella.
-Veo
que estas pelechando- le comenté al ver el cambio tan radical que
había experimentado. Tenía el cuerpo modelado en tres dimensiones y
antes parecía un bajorrelieve. Se alegró de mi tierna
valoración a simple vista y estuvo a punto de que se le saltaran las
lágrimas. La última vez que lo vi, llevaba sin hablarse con el agua
y el peine, por lo menos dos años, el tiempo que anduvo libre, y era
recomendable mantener cierta distancia para protegerse del asalto de
los chuais,
para los cuales, él era una ONG que le suministraba generosas
transfusiones. Pensé que no sobreviviría más allá de dos lunas
-¿Cuánto
tiempo has estado comiendo garibolos?-
le pregunté, aunque en el fondo me daba igual.
-Un
año y seis meses. Estoy de permiso. Mañana lunes tengo que
ingresar.
-¿En
Picasent?
-No,
en Daroca.
-¿Cómo
que en Daroca, es que te has hecho internacional?
-¿Te
acuerdas de lo del palacio Arzobispal? Pues, después de tanto
tiempo, me pillaron por el modus
operandi.
Si que me acuerdo, le dije, sobre todo de aquella caja de madera de
nogal, repleta de sobres en los que se podía leer: “CORRESPONDENCIA
CON ONÁN” y que contenía la más lúbrica colección de postales
pornográficas de principios del siglo XX que he visto en mi vida.
Me
pidió un trago de agua el convicto y le dije: ahí la tienes,
señalándole la botella; pero le advertí: ¡no la chupes!
-Oiga,
que yo no la chupo- dijo una señora que estaba enfrascada revisando
una ropa de cama antigua que yo tenía a la venta en el interior de
una maleta, también antigua.
-Ya,
ya lo sé, señora; pero no me la menee tanto que luego me toca
plegar las piezas una a una para que quepan en la maleta.
-¿Sabes
lo que me ha venido a la mente al ver la plata? Me dijo, chasqueando
la lengua varias veces, como si quisiera traerse a la memoria el
sabor placentero de algo. Se refería al papel de aluminio que yo
acababa de tirar al suelo, junto a mis pies.
-Ahora
que estoy limpio, no quiero volver a consumir.
-Tú
mismo- Se me ocurrió decirle, por decirle algo.
-Hazme
un favor, tráeme un paquete de tabaco y fumaremos. Y le di un
billete de a diez euros.
Estaba
discutiendo el precio con un cliente que me quería vender media
docena de cubiertos porque no podía atenderlos, cuando por la
megafonía del Rastro escuche:
“Señores
clientes: hoy gran rifa benéfica para conseguir fondos destinados a
financiar el rescate del Tio de los Mil Duros que se halla
secuestrado en el cuerno de África. No olviden pasar por la Sección
de Perfumería, donde se encuentran a su disposición, las
papeletas”.
¡Que
me aspen! Exclamé, que desde que me junto con intelectuales me he
vuelto muy fino. ¿Qué coño hace el Tio de los Mil Duros,
empitonao, y tan lejos? Me interrogué por un momento; pero enseguida
caí en la cuenta de que estaría repartiendo dinero. ¿Pero a
quien?. Bueno, tampoco me interesaba mucho, que digamos. La cuestión
es, que movido por la curiosidad que me provoco la voz cazallera de
la spiker, volví a la Sección de Perfumería por segunda vez, aún
a costa de perder dinero por desatender mi puesto: aquello me olía a
gatuperio.
El
gañán se encontraba rifándole el agua al vedriao del fregadero,
condición indispensable para mantener esa mezcla de sabores en las
consumiciones por la que es famoso en todo el mercado (la más
popular es la caña de cerveza con sabor a Pacharán) y directamente
le pregunté:
-¿Oye,
has visto al Perilla? Hace ya una hora que lo mandé a por tabaco y
todavía no ha aparecido.
-Estuvo
aquí- me dijo el gitanito pelirrojo- me pidió mi brecicletica,
y se najó
pedraleando como si le fueran metió por culo un cobete.
Adiós a mis diez pavos, me dije a mi mismo e intenté no dejarme
llevar por la melancolía en la que se iba transformando poco a poco
mi ira.
-Ponme
un agua con gas- le dije al barman- y tú, tomate lo que quieras-
refiriéndome al gitanito, al que se le fosforeció la cara. Dijo:
-Para
mi un carajillico,
sin gas, eh!.
Bueno,
a lo que iba. Cuando volví en si del tremendo mazazo, recalé la
mirada en una caja grande de cartón que perteneció al embalaje de
una lavadora (a juzgar por la impresión de la marca registrada) que
estaba encima de una mesa, ajustada a la pared, en la que había un
cartel con dos dedos de pátina a base de nicotina, y un romano con
minifalda verde y túnica granate. A los pies de la figura se podía
leer: SAN PANCRACIO y más abajo una lacónica sentencia que decía
así: Trabajo y salud. Enseguida supuse que éste era el objeto del
sorteo… El San Pancracio, no, la caja.
-Bernardo-
que así se llamaba el gañan- ¿A como son los boletos de la rifa?-
le pregunté.
-A
dos euros.
-Y
¿Qué es lo que se rifa?
-Es
una sorpresa
La
caja estaba precintada y decorada de manera minimalista, o sea, sin
nada, excepto un graffiti en la cara delantera en el que se podía
leer: De
parte de Valero: que le den por culo al clero.
Y firmaba el grafitero adjuntando el DNI y solicitando apostasía.
¿Sería esto un mensaje que hubiera que descifrar, para averiguar el
contenido de la caja sorpresa? No podía saberlo, puesto que no
contaba con datos suficientes.
Alrededor
de la obra conceptual se encontraban enfrascados, en asamblea de
base, casi todos los parroquianos, presididos por El Gemebundo y,
como único punto del orden del día, apostar por cual sería el
contenido de la dichosa caja.
-Dame
dos- Le dije al tal Bernardo, y le di un billete de a diez pavos para
que se cobrara.
-No
cobres lo que se han tomado, que lo pago yo. Escuché desde el fondo
del local. ¿De quien podía provenir aquel alarde de generosidad? De
algún cliente defraudado no podría ser, si no, no me hubiera
invitado, y mucho menos de ningún presente. Fue lo primero que
pensé, y mirando en la dirección de donde provenía la voz, la cual
no me era familiar, vi a una persona que estaba sentada en la mesa
por la que nunca nadie reñía por ocuparla: la que está situada
justo a la entrada de los lavabos. Me dirigí a él para expresarle
mi agradecimiento por la invitación, y le dije:
-Hola,
¿Nos conocemos de algo? y le extendí la mano, no para pedirle nada,
sino para estrechar la suya, y al momento ambas se fundieron en un
cordial saludo.
-Enkantado.
Le dije.
-Gracias,
igualmente- me dijo. Pero yo no le quise aclarar, que lo de Enkantado
era mi mote. En ese momento no sabía sus intenciones.
-Yo
soy el sobrino…
-De
Pichadulce- le interrumpí, precipitándome en la conclusión. La
cosa es que no sé porque motivo me vino a la mente el nombre de este
personaje… ¡Ah, sí! ahora lo recuerdo. Fue que cuando le estreché
la mano, observé que llevaba un reloj de pulsera de la marca Cuervo
& Sobrinos, entonces me vino a la mente, Pichadulce: una joya de
Buitres & Hijos… de Puta.
-
No, soy el sobrino Del Tío de los Mil Duros.
Era
este hombre, joven y menudo. Moreno, con los ojos saltones y de
aspecto rubicundo. Vestía de sport con ropa de marca; pero habían
unos detalles que lo delataban: llevaba las zapatillas deportivas
blancas, con churretes, calcetines marengos, otrora blancos, y como
tenía el pelo recién cortado, olía a barbería paquistaní.
Después
de intercambiar modales de buena crianza, por ambas partes, me senté
frente a él en la misma mesa de cara al estrecho pasillo que
conducía a los establos, y le pregunté:
-¿Cómo
está tu tío, bueno, nuestro tío? Aunque nosotros seamos adoptados.
Fue
ésta una pregunta retórica, sin apenas sustancia; pero él
enseguida se vino abajo y confesó. Dijo:
-Yo
también soy adoptado- bajó la mirada y se puso colorado, aunque
este último detalle no sé si fue del todo cierto… como era
rubicundo.
-No
pasa nada, estás entre hermanos- le dije, por quitarle hierro al
asunto.
-No
te he visto nunca por El Rastro; sin embargo, por lo que me dices y
por lo que veo, eres uno de los nuestros. ¿En que contenedor te
encuentras la ropa? Con esta pregunta fui directo al grano.
-Por
la zona del ensanche- me soltó sin ningún doblez. Y pude apreciar
cómo sus ojos se iluminaban a la vez que el resto de su rostro, como
si se liberara de una pesada carga.
-Es
una pena, que con las buenas prendas que llevas puestas, el muerto
fuera, por lo menos, dos tallas más grande que tú- le dije; pero
esta observación mía en ningún momento socavó su vanidad,
sino más bien lo contrario.
-Estas
zapatillas me están matando- exclamó a continuación, enarcando las
cejas en un visible gesto de dolor y exhalando el aire de los
pulmones por la boca lentamente y acompañándolo de una prolongada
interjección ¡aahhsss! (que no sé si se escribe así, por cierto;
pero ustedes ya me entienden)
-Voy
a quitármelas para aliviar el maltrato. Entonces yo le dije: ¡para,
para, no extiendas la carnicería!.
-Parece
ser que el muerto que llevaba esos zapatos era más pequeño que tú,
¿no? Le interpelé
-Creo
que sí.
-Esto
es lo que pasa cuando nos vestimos de contenedor: que nos puede más
nuestro peculiar sentido del glamour. Pero que le vamos a hacer, al
fin y al cabo, somos invisibles.
Voy
a aparcar por un momento el final del encuentro con el hombrecillo de
los ojos saltones, para ponerles al corriente de lo que estaba
sucediendo en el otro extremo del local. Por una parte, el Gemebundo
estaba fomentando y dirigiendo una apuesta paralela al sorteo y que
consistía en adivinar lo que había en el interior de la citada
caja. Los rumores que circulaban, en este sentido, se decantaban
abrumadoramente por un solo objeto y las apuestas estaban como sigue:
9 a 1 a que en su interior había una mierda; sugerencia, que como se
puede suponer, provenía de El Formigueta: que no hay frase que
pronuncie que no contenga este concepto. No sé en otros mundos, pero
en el nuestro, éste vocablo es el que con más fruición se excreta
por la boca de todos. En fin, todos menos uno habían apostado a que
en el interior de la caja sólo podía haber una gandinga.
Yo pasé mucho de incorporarme al juego, ya había comprado una
papeleta, más que nada, por vincularme a la causa.
De
repente, fue una tremenda sorpresa, para todos, cuando la caja
comenzó a tomar vida propia emanando unos susurros francamente
desgarradores y moviéndose en todas direcciones:
-Socorro,
que m`aufegue…
Esto
produjo estupor en los presentes y puso a prueba los rápidos
reflejos del cabo de la policía local, que había vuelto a hacerse
un enjuague, y ni corto ni perezoso desenfundó el revolver y apuntó
al corazón de la caja… por si acaso. Con más miedo que otra cosa,
se abalanzaron sobre la caja sorpresa, el Gemebundo y media docena de
pelafustanes, que eran los que estaban más próximos, y lograron
serenar los estertores del ente, lanzando la caja contra el suelo. Al
abrirse ésta por un lateral a consecuencia del topetazo, asomo una
zapatilla deportiva de un pulcro color rosa del número 37, y
enseguida recompuse en mi mente el resto del organismo multicelular
que acompañaba a aquellas zapatillas tan moñonas: pertenecían a
Blas porDuplicado. Esa misma mañana, cuando aún no había amanecido
y me estaba ayudando a descargar los trastos de mi furgoneta, ya me
sobrecogió la traza que portaba, de la que destacaban, en medio de
la oscuridad, las mencionadas deportivas en contraste con aquel
cuerpo menudo, enjuto y de rostro avellanado. Hay que resaltar, que
las zapatillas se le ajustaban al pie como un guante, que todo hay
que decirlo. Le ocurre a menudo esto de no fijarse en el corte ni en
la hechura de las prendas que se encuentra y que luego luce sin
ningún pudor en su cuerpo de escalopín. Así como tampoco tiene en
cuenta la fragancia de la colonia (que también se encuentra) con la
que el fabricante intenta seducir a uno o a otro sexo.
Pues
bien, hecho este inciso, que era imprescindible hacerlo para abundar
en lo que dije anteriormente con respecto a nuestro peculiar sentido
del glamour, prosigo con lo que aconteció entre tanto que Blas
volvía en sí a causa de la insuficiencia respiratoria y del
porrazo, a consecuencia del cual, por casi se desnuca.
El
incidente traspasó las lindes propias de la Sección de Perfumería
e inundo El Rastro de un meritorio sentido de solidaridad y, al lugar
del siniestro, acudió una numerosa delegación de goleores.
Abriéndose paso por entre las piernas y resquicios de estos últimos,
raudo y con claros síntomas de déficit de atención por
hiperactividad, se apreció una figurilla de lo que a simple vista me
pareció un muñeco de tómbola.
-¡Pare,
Pare!- gritaba entre sollozos el referido muñeco, que como se puede
apreciar por el sustantivo que profería, tenía que guardar
parentesco en línea directa con Blas. Efectivamente, así sería si
no fuera porque Blas, al que el niño llamaba padre llenándolo de
gozo y haciéndoles mucha ilusión a ambos, era en realidad, un padre
ficticio. Blas ya tiene edad para que el niño de marras fuera su
nieto. La realidad es que a Blas le entró en un mismo lote, una
madre y un niño (no me pregunten cómo, pero así es). Una madre
arrabalera y un niño que abrió los ojos entre gritos, hostias y
miscelánea quincallera en la que fue creciendo hasta encontrarse
inmerso, como cualquiera de nosotros, en este particular mundo de
fantasía e inercia, en el que a veces era fácil confundir al
chiquet con algún polichinela, como me ocurrió a mi en ese momento
en que lo vi aparecer entre la muchedumbre, pues llevaba embutido,
con un calzador, un traje de primera comunión de marinerito, que al
niño se le antojó ponerse ese día y que estaba a punto de estallar
como una morcilla; pues el niño se encuentra ya en edad de tomar la
confirmación. Como no podía ser de otra manera, el niño seguía
esa misma línea estética a la que ya me he referido antes y, que
algún día, quién sabe, si acabará marcando tendencia.
He
dejado al porDuplicado volviendo en si a base de carantoñas de parte
del chavea y de unos primeros auxilios que le propinó Bernardo a
raíz de los cuales perdió todos los dientes, que pese a ser
postizos, no por eso dejaron de dolerle menos, ya que les tenía
verdadero aprecio. Como no hubo daños colaterales ni nada que
despertara el instinto sádico de la chusma que se congregó
alrededor de la victima, se fueron éstos a meter las narices y a
seguir tocando las pelotas al interior de El Rastro, y nos quedamos
los más allegados esperando a que Bernardo nos aclarase los motivos
que le llevaron a urdir tal embeleco. Cuando ya todo se hubo
serenado, Bernardo se acurrucó en un rincón de detrás de la barra
con claros síntomas de depresión postraumática, pues aunque es de
apariencia robusta, en su interior alberga una personalidad sensible
y por Blas siente verdadero afecto, que le demuestra cada domingo,
manteniéndole el vaso de vino siempre lleno.
-¿Y
ahora que hacemos? ¿Cuántos boletos has vendido?- Le dije en tono
conciliador.
-El
tuyo, nada más.
-Entonces
no hay de qué preocuparse; pero ¿Cómo se te ha ocurrido rifar al
poDuplicado?.
-Me
pareció buena idea, después de oír la historia de ese filántropo,
organizar una rifa con el Tio de los Mil Duros como excusa, con el
fin de atraer nuevos parroquianos, porque como verás, estos
mangantes me van a buscar la ruina. Tengo la libreta llena deudas, y
todos son suprime- y cogiendo carrerilla, continuó descargando su
sentimiento de culpa:
-A
Blas, le dije, y es cierto, que lo estaban buscando unos negros
Nigerianos a los que el domingo anterior les vendió un aparato de
televisión y cuatro reproductores de DVD que no funcionaban y, que
estos negros, portaban entre otras cosas, varios neumáticos de moto
Vespa, que más o menos eran de su talla y, todos hemos visto en el
telediario lo que son capaces de hacer estos indígenas de su tierra
con unos cuantos neumáticos y una lata de gasolina. Así que él, ni
corto ni perezoso, se introdujo, de motu
propio, en
el interior de la caja y me rogó encarecidamente que la precintara,
y que si podía, la facturara para Albalat de la Rivera. El resto lo
habéis presenciado en directo.
Bueno,
lo peor hubiese sido que me tocara el premio ¡A ver cómo lo
mantengo, con lo que bebe!- le dije
-Te
lo hubiera canjeado por un polvo con la Elisarda, que me debe y me
quiere pagar en carne y hoy llevaba las bragas limpias.
-Que
triste es todo… es todo tan triste… y aburrido…- escuché a mis
espaldas este sonsonete lastimero y apenas perceptible. Era la manera
que tiene el Yonki de despedirse. Se marchó con su bolsa de libros y
yo volví tras mis pasos hacia la mesa en la que me encontraba
momentos antes, en franco diálogo con el hombrecillo rubicundo de
ojos saltones. Pero ya no estaba. Se había marchado y me dejó sobre
la mesa una extensa nota junto a la botella de agua con gas que me
estaba tomando. La tomé (a la nota me refiero) y me puse a leerla:
“Querido
Enkantado: (ya
empezamos con mariconadas, me dije para mis adentros) disculpa
mi despedida a la madrileña, pero es que de un tiempo a esta parte
sufro el martirio de un forúnculo en la rabadilla y me he tenido que
ir con urgencia a cambiarme el apósito o, de lo contrario, se
hubiera desencadenado una innecesaria alarma en busca de un supuesto
cadáver. Te sorprenderás que me dirija a ti por el mote que con
tanto orgullo llevas, y te preguntarás cómo lo he podido averiguar;
pero este no es el caso. Lo importante es que hallamos mantenido un
primer contacto visual.
Te
diré que yo tampoco soy el sobrino del Tio de los Mil Duros, sino tu
hermano. Y no un hermano a medias ni en sentido metafórico, sino
autentico de padre y madre…” Llegados
a este punto, se abrió la puerta de mi memoria y de repente se me
vinieron encima los únicos recuerdos balsámicos de mi infancia que
estaban apretujados en algún recoveco del cerebro. Los baños en un
pequeño piélago de un río también diminuto; un poema que compuso
y recitó en una clase de lengua un compañero de instituto; y cuando
solo y contemplativo me sentaba a las afueras del pueblo a observar,
las para mi infinitas extensiones de olivos, a la vez que me
preguntaba, qué podría haber al otro lado del lejano confín por
donde se ponía el sol. "…No
supe que era adoptado hasta el día en que se despertó en mi cierta
pulsión ¿coprofílica? ¿necrofilica? ¿hemofilica? por
rebuscar entre la inmundicia allá donde la hubiera: contenedores de
basura, lejios, vertederos, etcétera. Y esto ocurrió sin ser yo
consciente del daño moral que pudiera causar mi actitud tan
displicente hacia las normas sociales, a los que hasta ese momento me
habían educado y mantenido, o sea, mis padres adoptivos. Al
principio hicieron la vista gorda; pero no tardaron mucho en ponerme
los puntos sobre las ies ingresándome en un centro de rehabilitación
para mangantes recidivantes, donde fui sometido a una dura y cruel
terapia de shok que consistía, en madrugar y quitarme las pelotillas
del ojete a diario. Me escapé de aquel infierno y cuando volví a
casa, me dijeron lo de la adopción y me dieron la referencia
de mis padres biológicos para que me acabaran de criar ellos. Puse
todo mi empeño en encontrarlos; pero llegué tarde: la parca se los
había llevado. No obstante, me dieron noticias de que tenía un
hermano, pero nadie pudo darme más señas porque como me dijeron:
era invisible. De pronto me encontré solo en el mundo y puse rumbo
al otro lado de las fronteras que rodean esta tierra de la que soy
indígena, y por donde fui, constaté que había tantos o más
mangantes que yo y como no podía aportar nada nuevo en este sentido,
jodido y un tanto frustrado, hace poco que regresé para seguir
practicándola en este cálido y acogedor paisaje, semejante al útero
materno. ¿Qué cómo di contigo, si eres invisible? No olvides que
yo también soy invisible y, entre nosotros nos hacemos visibles”.
Se
despidió con un fuerte abrazo que no me importó recibirlo porque…
como somos hermanos… bueno, eso es lo que cree él, pero en
realidad es mi hijo. Pero ya no hay lugar para más explicaciones ni
filiaciones. Lo que si le diré la próxima vez que lo vea es, que
administre bien el placer hospitalario que nos proporciona el Azar
desde el fondo del contenedor, que hace que nos sintamos, si bien sea
de manera efímera y paradójica, todo lo contrario a desgraciados.
(*) Mangante: Persona
sin oficio ni beneficio. Mangar: Pedir, mendigar.