PRÓLOGO
No supe hasta
unas décadas después, el por qué de mi impulso irrefrenable hacia
la contemplación ingenua de paraetas, bolsas de basura y vertederos,
algo a primera vista reprobable y, si me apuran mucho,
mancillable desde la perspectiva adulta del provecho.
No
señor. No eran elevados estímulos que la naturaleza del cosmos nos
regala para el ensimismamiento y la abstracción, sino objetos
físicos de los que el hombre se desentiende: basura, inmundicias con
sus formas, colores, líneas, contrastes captados por mi retina,
procesados por la intuición y capaces de conmoverme entre tanta
promiscuidad.
Al socaire del
barullo, no resultaba útil, para describirlo, buscar la palabra
justa dentro de un lenguaje limitado por el uso correcto. Al
contrario, sin reglas, el abuso de aquellas palabras remotas y
sonoras, que formaban parte del hábitat del Rastro, daban forma a un
estilo sugerente, cuasi poético. Pero, para cuando me quise dar
cuenta, ya era yo uno más: invisible y sin escapatoria.
I
" Eran las
cinco de la mañana y allí estaba ella con su carricoche de bebe
cargado de trastos. Como el Rastro estaba vacío, ya que apenas había
cuatro o cinco paradas cuyos items me sabía de memoria, al verla me
dirigí a ella, puesto que hacia mucho tiempo que no la había visto
por el recinto.
-¿Qué pasa
Mary, cómo estás? ¡Cuánto tiempo hace que no te veo!-. A decir
verdad, no sabía si me alegraba porque, en todo este tiempo no había
tenido la oportunidad de pedirme nada o, si por el contrario, me
alegraba de verla sin más.
-He estado
presa. Dos años me he tirado-. Me dijo, con su sonrisa de chiquilla,
nerviosa y traviesa. A decir verdad, no había cambiado apenas nada
desde que nos conocemos hace ya treinta años. ¿Si yo tengo
cincuenta y ocho años y tenía veinte nueve cuando la vi por primera
vez en el Rastro de Nápoles y Sicilia y, por aquel entonces,
le calculaba que podría rondar los diez y seis años, más o menos,
ahora estaría por los cuarenta y seis o cuarenta y siete tacos.
Calculo. Y sin embargo, seguía con el mismo candor y poca cosa.
Entre paréntesis, diré, que Mary es gitana y analfabeta y que,
tanto sus impresiones como sus nuevas, me las transmitía en
castellano-valenciano-calé y yo se las transmito a usted en la
lengua de Quevedo, que es lo más parecido.
Lo de haber
estado comiendo garibolos me dio la impresión de que no le hubiese
afectado mucho, por eso le pregunté que si estaba cobrando el paro,
congratulándome, pues me estaba contagiando su natural disposición
a pasárselo todo por debajo de la pata (si a la ruina que tenia
encima se puede simplificar en eso). No estuvo presa por robar, como
a lo mejor nos pueda parecer a simple vista, ya me entienden, sino
por pegarle a varios agentes de la policía, entre ellos, a una del
sexo femenino. En este punto hago un inciso para introducir su peso y
medida: uno cincuenta de estatura y cuarenta kilos de peso. El
motivo de la pelea no me lo dijo ni yo se lo pregunte porque no era
la primera vez y, probablemente, no será la última que se curre
este incidente con cualquier estamento municipal o autonómico,
puesto que estos miembros, la llevan frita, sobre todo, la policía
municipal, por vender artículos en el mercadillo que no debe, como
ropa y zapatos, y los servicios sociales, requisándole hijos para
que los críe el estado, en su defecto. Pero, ¿qué otra cosa puede
hacer ella si emocionalmente es como una niña y el macarrilla de su
marido es tres cuartos de lo mismo?.Voy a ir al grano, señor
inspector, porque si no, me encenderé la sangre y al final no me voy
a aclarar ni yo.
Las
conclusiones que le expongo, no solo provienen de las manifestaciones
de Mary y José o, lo que es lo mismo, la susodicha pareja, no, es
que yo lo he vivido en primera persona ya que durante un tiempo he
sido vecino de ambos o, ambos vecinos míos, en una calle del casco
antiguo de Valencia, cerca del barrio chino, de la cual, ya no queda
ni el nombre: figúrese lo arruinada que estaba. Prosigo:
Hace como unos
veinte años, un amigo y compañero del Rastro, alquiló en esta
misma calle, una planta baja para guardar trastos y entretenernos
apañando los idem para luego venderlos en el mercadillo, con la vana
ilusión, de conseguir un precio mejor a la vez que cierto prestigio,
y acabamos comiéndonos una ful. Pero eso es otra historia. Por aquel
entonces, Mary y José vivían amancebados en un chupano que ocuparon
en su día por el método del apalancamiento. Como la puerta era de
madera de mobila y tenia una muy buena cerradura, si José hubiese
intentado abrirla a patadas, se hubiera dislocado todos los huesos
por el efecto de las vibraciones y, como en los dibujos animados, se
hubiera quedado temblando". Prosigue el detenido después de
gesticular y hacer ademanes para ilustrar lo anteriormente declarado:
"El
susodicho chupano estaba tan desatendido como lo estaba su prole,
compuesta de cuatro vástagos que, a la sazón, tenía la pareja (más
una barriga en avanzado estado de preñez) que ascendían o
descendían en escalera a intervalos de un preñe. Era este chupano
una planta baja con más o menos dos cientos años de antigüedad,
calculo yo a bote pronto. La cota de la calle había crecido
hacia arriba y la casa se encontraba dos palmos por debajo del nivel
del suelo. Hablando de suelo, el suelo del chupano era de una
tonalidad tostada y de textura fangosa, ya que cuando tomaron
posesión del refugio, había un palmo de polvo que no se molestaron
en sacudir y al que se le unió, sin tiempo que perder, las meadas de
los críos, produciendo ese barro apelmazado y ese olor a pesebre tan
característico.
Todos los días,
cuando por la tarde me acercaba a la planta baja, a hacer el
gilipollas arreglando y clasificando trastos para vender en El
Rastro, como ya dije anteriormente, me esperaban los
chiquillos, exultantes, como si yo fuera su padre. Revoloteaban
nerviosamente a mi alrededor. Eran dos críos y una cría, entre los
cuatro y los seis años, desnutridos y dejados de la mano divina y
humana. El cuarto, como no andaba y no le faltaba la leche de los
servicios sociales, estaba rollizo, por el momento, que todo hay que
decirlo. La primera vez que me confesaron lo que les hacia su padre
en sus arrebatos de ira y estupidez (o lo que es lo mismo casi todos
los días) se me bajó la sangre a los talones: los estrellaba contra
la pared. Eso me decía el más pequeño, con una congoja que yo no
podía soportar. Llevaba pañales y, a menudo, el pañal se le iba
deshaciendo, saturado de orín, en grumos de celulosa.
Resumiendo, que
a nadie le importaba una mierda el estado de los críos, incluyendo
en primer lugar, a José que era el que los cuidaba mientras Mary
empleaba toda su energía en dar vueltas por la ciudad con su
multifuncional carrillo de bebe, reciclando trastos de la basura pa
buscarse la vida. A todo esto, José solo se cuidaba de si mismo. La
mayor parte del tiempo lo dedicaba a tocar la guitarra. Lo hacia con
pasión y empeño, pero no avanzaba. Tocaba de oído escuchando
cintas de Camarón, al que idolatraba e imitaba, en la medida de sus
nulas posibilidades, sobre todo, en su manera de vestir. La ropa se
la suministraba Mary de los contenedores o se la agenciaba en el
Rastro. Tenia predilección por los pantalones de confección,
americanas con hombreras y camisas de dos colores, blanca y negra,
con la particularidad de que su escasa estatura y poca envergadura,
más propia de un niño que de un adulto, le hacían bailar dentro
del conjunto.
Era vanidoso
hasta el extremo de ser narcisista. Solo le importaba él y, a su
vez, él era invisible para el resto del mundo. Como la vanidad no
cuesta dinero, es decir, uno no va a una tienda donde expendan
vanidad y decir, póngame un cuarto y mitad de vanidad, pues él se
cogía toda la que su ego le proporcionaba, retroalimentándola con
sus propias fantasías, entre las que se encontraba la de atracar con
arma de fuego.
Hasta ahora, su
modus operandi era la sirla, ocupación que otrora, le reportó su
buena indigestión de garibolos en la Modelo y, como se fija mucho,
poniendo todos sus sentidos en lo que le interesa, mientras estuvo
preso, aprendió a leer, (que no a escribir) para leer los títulos
de las películas del Chuck Norris.
La cuestión
era que, el tiempo había pasado y Mary se había quedado sin niños
como yo me quedé sin abuelos. Un día, los Servicios Sociales
entraron a saco en el chupano al que se mudaron, después de infectar
el anterior, por el barrio de Nazaret, dispuestos a poner fin
al atropello estético y moral que suponía la extravagante
presencia, por no decir, bullanguera, de la subfamilia. Pero la cosa
no fue tan sencilla para los funcionarios y funcionarias, sobre todo
para estas últimas. La Mary dejó medio calva a una de ellas a base
de estirones de pelo y, el José blandió una pistola y se quedó
solo, hasta que los GEOS lo redujeron en el tejado y comprobaron que
la pistola, o chisma como le gustaba llamarla él, era de juguete.
Por casi lo liquidan.
Una vez
reducida e, impotente, la Mary les juró que iba a producir doce
hijos más; pero no ocurrió tal cosa. De esto hace ya casi veinte
años. En realidad, no sé qué fue de los niños; si fueron
adoptados o qué. Nunca más los vi con ella. Por más que me decía
que un día vendrían por El Rastro para que los viera, esto nunca
ocurrió. Pero lo que sí me enseño ese día, al que me refiero,
fueron los tranquilizantes que tomaba para soportar su insuperable
estado de ansiedad y las cicatrices de las palizas que había sufrido
en silencio a manos del José".
Y ésta fue la
gota que colmó el vaso, le dije, y entonces el inspector me tomo una
mano por encima de la mesa que nos separaba, y luego la otra, impostó
la voz para parecerse más a un canónigo que a otra cosa, poniendo
cara de comprensión, y dije entre mi: este tío es bujarrón. Para
zafarme de esta situación, la cual encontraba un tanto turbadora, me
entró un picor en la garganta y, a continuación, una tos seca,
sintomática de mi enfermedad pulmonar obstructiva crónica (o EPOC
por sus siglas en castellano) y por casi tiro la ansias. El inspector
apartó su cara, soltó mis manos y se hizo hacia atrás con rapidez,
por si le daba. En ese momento, se deshizo la escena moñona.
Ya lo sé, le
dije, antes de irme del pico. Si pío no es porque sea un piana sino
porque estoy podrio y me quedan dos lunas, como usted ha podido
comprobar y, ¿A donde voy a ir? ¿a donde voy a correr? como dice el
Ferras. ¿Ha visto usted al Ferras en el youtuve?. Oh, te tronchas!
¡Cómo pía el bato! Como dice él, para referirse a cualquier
muchacho. Aunque si lo piensas un poco más detenidamente, la cosa en
el fondo no es para partirse el nabo de risa. Los hechos que relata
en su jerga, y que son motivo de hilaridad, por eso mismo, por cómo
los relata, son crueles porque son reales.
Acaba de
quitarle la vida a un hombre e irá preso treinta años del ala y, a
simple vista, parece que se la trae floja, y tú, no me refiero a
usted, sino a mí, como si estuvieras contemplando una secuencia de
una película de Cantinflas, te ríes a mandíbula batiente como un
psicópata. Tiene veinte tres, para veinticuatro años, y se pregunta
que ¿“A donde va a ir y a donde va a correr?”. Conmovedor.
Claro, como no ha visto otra cosa en toda su vida. Pero qué le
vamos a hacer, así son las cosas por Méjico.
El inspector
retomó su tono de voz intimidatorio y se dejó de pamplinas
postmodernas, volviendo a los académicos y tradicionales métodos de
interrogatorio, es decir, a la amenaza y el amago.
En el caso de
que algún detenido tuviera prisa en zafarse del protocolo de las
diligencias previas, la habitación o sala de interrogatorio, estaba
amueblada con un fichero repleto de fichas, una mesa y unas sillas de
chapa de hierro, de dos milímetros de espesor, por lo menos, para la
ocasión. O, dicho de otra forma: si querías autolesionarte, quedaba
poco margen para el error.
- Vamos a ver-
dijo el funcionario pasando la vista por unos papeles, tamaño din
A4, mecanografiados a doble espacio.
-Aquí dice que
te llamas Fulano de Tal, alias Maestro Carcoma ¿Es correcto?
-Sí, señor.
Afirmativo-.
-¿Cómo se te
ocurrió lo del Outfit de El Rastro y con qué propósito?-.
-Pues verá,
resumiendo…-
-Eso, eso,
resume que esto no es ningún concurso literario.-
- La verdad sea
dicha, no es mi intención divagar y extenderme innecesariamente
porque, como dice el refrán: “ya está to el pescao vendio”.
-Me vas a comer
la cabeza como un xilófago, Maestro Carcoma-. Me interrumpió el
policía, porque al parecer, me estaba extendiendo en detalles
opuestos a sus estrictas intenciones de obtener una declaración
inculpatoria más allá de toda duda razonable.
-Disculpe,
señor inspector, que me exceda en la exposición y me deje llevar
por el romanticismo de esta historia, pero es que no he podido
desvincular la carga afectiva que desprende y que me retrotrae a mi
propia infancia. Lo digo por lo de los niños desatendidos; padres
ausentes y desequilibrados, deshechos por la incapacidad e impotencia
de no poder atender las necesidades primarias de sus hijos, etcétera.
-
Ya, ¿Así, que me ha salido el pelagatos un discípulo de Freud?-.
me dijo.
- De Eric From,
más bien. Pero no es eso. Es que debido a mi dilatada experiencia en
el manejo de mis relaciones interpersonales e intrapersonales, he
llegado a la conclusión de que, como estoy solo en el mundo, no
puedo dejar otra cosa tras de mí que no sea mi elocuencia en la
argumentación de lo que me aconteció en los momentos claves de mi
puñetera vida. Todo tiene un principio y un móvil. El principio,
que tiene que ver con los estímulos y oportunidades que a cada cual
se le presentan en la vida, no le interesa a nadie, solo el móvil
inmediato a los hechos, es lo que cuenta ¿o me equivoco?-. fue lo
que le dije.
-No. Vas por
buen camino y, para que te sigas entrenando en los conceptos
fundamentales del materialismo dialéctico o histórico, te vamos a
bajar un rato a los calabozos ¿Qué te parece?.
-Ni bien ni
mal. Que quiere que le diga.
II
Me enmanillaron
y condujeron a los calabozos. Lo de ponerme las esposas, digo yo, que
sería por cumplir a raja tabla con el procedimiento que conlleva las
diligencias previas, porque como les dije antes: ¿A donde voy a ir?…
¿a donde voy a correr?.
Los citados
calabozos se encontraban en el sótano del edificio. Consistían en
una amplia sala con una amplia reja, con sobredosis de barrotes de
hierro, a la que no le vendría del todo mal, una mano de pintura:
otra, entre la innumerables que ya tenía. Abreviando, eran abyectos
y con una profunda peste a humanidad. Antes de entrar en la celda, me
adjudicaron una manta y una colchoneta fermentadas y vivas. El
calabozo tenía overbooking y estaba poblado por sujetos que
increpaban al llaves (funcionario encargado de la custodia de los
detenidos) proclamando su inocencia y su derecho inalienable al
“hábeas corpus”. Enfrente de dicha ergástula, se encontraba la
idem de las detenidas, en igualdad de condiciones, como manda la
Constitución en lo referente a la igualdad entre ambos sexos. En
este ambiente y estas circunstancias, quise posar mis reales; pero
solo fue un deseo, el cual, no pude satisfacer.
-¡Llaves!-
Gritó un detenido. A la que el llaves se acerco a la reja, le dijo:
¿Qué mierda quieres?. Pásame un truja que quiero fumar. Te fumas
la verga, le replicó sin miramientos. Otro arrestado aprovechó la
presencia del llaves para decirle que se estaba meando. ¡¿Pero
vosotros que os creéis, que estáis en una escuela de parvulitos, o
qué?!. Estaba claro quien mandaba allí, El Estado, e intenté pasar
desapercibido. Aquello no era cuestión de que nos trataran a mesa y
mantel, porque si no, nos las arreglaríamos para acudir todos los
días, puntualmente, a degustar el menú.
Lo que más me
llamó la atención fue que, en el calabozo de las chicas, había una
de ellas en cuclillas masturbándose. Se metía los dedos en el
chumino con prurito y nadie parecía darse cuenta, excepto yo. La
escena carecía de picardía en medio de tanta obscenidad,
porque la chica, que por descontado carecía de encanto y glamur, no
buscaba protagonismo, sino deshacerse de la ansiedad, la angustia, la
desesperación al no ver la manera de escabullirse de la situación.
Suspiré y mire hacia el techo del recinto y me llevé una grata
sorpresa. Había una pintada que rezaba: “aquí estuvo el Perilla”.
Enseguida me vino a la mente mi amigo cuyo mote coincidía… pero
¿Cómo podía estar aquello allí, a semejante altura e
inaccesible?. Lo encontré un problema irresoluble y dejé de pensar
en ello para no volverme majareta.
Después vino
el momento de la manduca en el que nos repartieron las sobras de un
bar cercano a La Jefatura, que era un lugar de encuentro entre
funcionarios, manguis y exconvictos. Las dos últimas corporaciones
de parásitos de la sociedad, o sea, los manguis y los exconvictos,
en aparente simbiosis con los primeros y, eficazmente
institucionalizados, cuando tenían dinero, acudían a este punto y,
cuando no, eran verificados en la Casa de Caridad, con lo que en
ambos sitios se consideraban como en su casa. Ni que decir tiene, que
ese día no probé bocado; que por la noche no pude pegar ojo; y sí
que pude fumar, porque yo, sí que tenía tabaco.
Al
día siguiente me subieron en greñas para hacerme las fotos de rigor
y tomarme las huellas dactilares. El policía encargado de la labor
procedió a ficharme:
-¿Nombre?-
-Fulano-
-¿Primer
apellido?-
-De Tal-
-¿Segundo
apellido?-
-Manzano- Y yo
entre mí, dije: me la agarras con la mano. Despreocupado y
automático, continuó ajeno a lo que yo había añadido para mis
adentros.
-¿Alias?-
-¿Otra vez?
Pregunté, un tanto enojado, dejándome llevar por un repentino
impulso de ira que, probablemente, tuviera que ver con la mala noche
que pasé.
-Maestro
Carcoma-
-¿De los
Carcomas del Rastro?-
-Si usted lo
dice- Resignado o perplejo, respondí, ya que me era ajena la
información que de mis colegas tenían informatizada.
-Aquí tenemos
a un tal V. G. C. alias Carcoma, detenido en su día con unos
azulejos de dudosa procedencia. Y por aquí hay otro tal- continuó
mirando la computadora: V. Q. alias Doctor Carcoma, detenido por
intento de homicidio-.
-¿Si se
refiere usted a un incidente que ocurrió en el Rastro con una
mecedora a la que el doctor inyecto más petróleo de la
cuenta, con la docta intención de exterminar al coleóptero, del
cual tomamos el mote y que, probándola un cliente, retozando en ella
para recrear el ambiente pequeño burgués de su morada, encendió el
mechero con el ánimo de fumarse un cigarrillo y saltó por los
aires?. Al final fue absuelto. Ya sabe: “in dubio pro reo”. Ah, y
lo de V. G. C. alias Carcoma, también, más de lo mismo: los
ladrillos se los encontró en un contenedor de basura.
- Ya, vosotros os lo encontráis todo ¿no?- Dijo el policía con guasa, poniendo punto y final al tema.Al concluir mi afiliación, me dijo el policía que los estatutos del club, al cual pertenecía ya como miembro de pleno derecho, podía descargármelos, directamente de internet desde cualquier página que contuviera el código penal y la ley de enjuiciamiento criminal. Le agradecí la deferencia y me devolvieron a la sala de interrogatorios donde tomé asiento en una de las gélidas sillas de metal, frente a la mesa, de metal también.
Entró otro
inspector y se sentó frente a mí en otra gélida silla. Iba cargado
con material probatorio: declaraciones de testigos, ADN, etcétera.
Llevaba gafas de cristal grueso, una sahariana y un mondadientes en
la boca cuyo extremo era de color pardo, tirando a negro, el cual
masticaba y pasaba de una comisura a otra de los labios. Ah! y su
aliento desprendía un fuerte olor a carajillo, que quedó patente al
acercar su cara a la mía, a no más de medio palmo de distancia,
para decirme:
-Sabes lo que
te digo… Hizo una pequeña pausa mientras masticaba el mugriento
palillo. Creo que sabes más de lo que me dices y te puedes meter en
un buen lío. A ver si nos aclaramos… cuando E. y J. R. se subieron
al avión…
-Perdone señor
inspector, pero yo nunca he dicho que E. y J. R. se subieran a ningún
avión. ¿En qué debería de estar pensando cuando dijo esto?.
-Bueno, bueno,
un fallo lo tiene cualquiera. Me respondió y continuó olisqueando
los papeles. Entonces descubrí que, al ser miope con avaricia, se
acercaba tanto los papeles a la nariz que, más que verlos, parecía
que los oliera.
-No, no, no, yo
me llamo Fulano de Tal, alias Maestro Carcoma, y no, Sebastián
Quirós, alias Capullo. Se había equivocado de cuarto y su detenido
estaba en el cuarto contiguo. Éste inspector había estado en Irak
buscando armas de destrucción masiva. En el transcurso de la misión,
su mujer se había liado con un moro de Al Qaeda que, para despistar
al enemigo, estudiaba medicina forense e ingeniería aeronáutica, en
la Universidad de Valencia, y se la llevó a hacer practicas a otro
país.
Le llamaban al
tal inspector, AK 47. No tanto por sus expeditivos métodos como por
la morfología del cargador de esta arma letal en forma de cuerno. A
ojos vistas, se advertía en él que estaba un tanto afectado por el
cachondeo a que era sometido dentro y fuera del cuerpo. Cuando pidió
el traslado a instancias superiores, tales como el Ministerio del
Interior, las autoridades competentes, lejos de concedérselo, lo
reservaron para un futuro ascenso a comisario: para coordinar y
esclarecer casos que no debían de esclarecerse. Bueno, la verdad es
que no estoy muy seguro de que la reseña que acabo de hacer, del tal
inspector Kalashnikov, sea cierta; pero ya que estoy dispuesto a
piar, pues lo pío todo y ahí queda eso.
A continuación
del incidente, apareció el inspector que me correspondía, el
autentico, e iniciamos la sesión.
Tenemos
constancia de todos los delitos que cometió el equipo, y son de lo
más diversos y onerosos en términos cívicos y penitenciarios, o
sea, en términos del código civil y criminal: homicidio, robo,
secuestro, extorsión, blanqueo de dinero, intrusismo profesional…
¿Por donde quieres que empecemos?
-Por el más
venial y, así de paso, le presento al elenco del Outfit.
III
Somos
vendedores del Rastro y pertenecemos a la Internacional de la Bohemia
o, lo que es lo mismo, vivimos como si el mundo se fuera a acabar en
un día, que no es lo mismo que vivir el día a día, por lo tanto,
no construimos ningún mañana y el pasado se lo llevó su puta
madre. Casi todos somos solteros o separados, por obligación, y
devotos de la cofradía de la venerable insolvencia y confirmamos el
refrán que dice: “Dios los cría y ellos se juntan”.
Hartos de
sufrir acoquinamientos y humillante ninguneo, decidí ponerme a la
cabeza de un equipo u Outfit. Lo de ponerme a la cabeza es un decir,
porque si hay algo que nos caracteriza es, que cada cual, hace lo que
le sale de las mismísimas… No obstante, empezaré por el senior
del equipo: Manolo “Tuti Barati” Escobar, que cuenta en la
actualidad con setenta y tantos años. Es de complexión descarnado y
ya no muerde sino que chupa el fuet, los cacaos y las aceitunas con
los que otrora disfrutaba. Nunca fue agraciado, por eso, cuando era
joven, los mal pensantes ciudadanos, con los que se tropezaba, se
cambiaban de acera cuando se cruzaban con él. Esto le creó un grave
complejo de inferioridad y acabó enrolándose en un barco mercante
que iba de singladura por el océano Ártico. Como marinero de
abordo, no tenia otra faena que, picar el hielo de la borda a mazazo
limpio. Estuvo a punto de contraer matrimonio con una foca porque en
el lote le entraban cinco o seis más; pero como con esos fríos, no
había manera de que se le pusiera duro el miembro viril (condición
indispensable para realizar la cópula y ser aceptado en el harén)
puso rumbo a la península Ibérica. Al cálido y hospitalario mar
Mediterráneo, más concretamente, al golfo de Valencia (que desde
tiempo inmemorial se llama así y nada tiene que ver con él ni sus
andanzas) ciudad, que para su mal le vio nacer y donde palmará…
con el permiso de Neptuno. Bromas aparte, lo que está claro es que,
El Rastro, desde que lo descubrió, hace ya más de treinta años, es
lo único que le proporcionó los estímulos suficientes para tirarse
por la borda de la barca de Caronte y nadar contra corriente al grito
de ¡Tutti Barati!.
-Si es posible,
ahórrate en adelante las metáforas, hipérboles y demás figuras de
tu “ornatus retórico” y ve al grano. ¿A qué te refieres cuando
hablas de estímulos? ¿a robar? ¿mentir? ¿estafar? Etcétera,
etcétera.
-Disculpe,
señor inspector, procuraré en lo sucesivo ser más conciso en mi
“elocutio”.
Aunque todos
esos verbos que usted acaba de enumerar, pudieran a simple vista ser
ineludibles a la figura de vendedor de Rastro, cada cual de nosotros
busca el resquicio por donde estirar el pescuezo y no fenecer ahogado
entre tanta mierda. Solo le diré, que somos fractales de una misma
figura social primigenia que se replica idéntica hasta el infinito.
-A ver, a ver,
¡explícate, que me voy a cagar en la esquina izquierda del tacón
derecho de la sandalia del cura que te bautizó!. Yo no comprendía
cómo se había enojado tanto el inspector cuando le dije esto
último: si estaba tan claro.
Con semejante
amenaza, expelida en tono amenazador, se me ocurrió contarle un
chiste para suavizar la tensión e, intuyendo mis salerosas
intenciones, antes de empezar, me dijo: ni se te ocurra.
Ya, a estas
alturas, su clarividente perspicacia le había llevado a esbozar un
retrato robot de nuestro asombroso parecido con el Chicago Outfit (de
Chicago, Illinois) en lo tocante a organización. Pero por más que
fueran por ahí los tiros, nos separaba el juramento de omertá: la
prueba está, en que continuo yéndome del pico.
Continuando con
el diagrama del equipo, le diré que estaba formado por cuatro
iniciados y algún que otro agregado para realizar trabajos
específicos en momentos puntuales. Como todos teníamos motes de
ante mano, no hizo falta recurrir a nuestra lúcida creatividad
motejadora, en todo caso, más adelante nos los cambiaríamos, si
fuera necesario, en función del desarrollo de las habilidades y
méritos de cada uno. Así, que ya solo me quedan por reseñar dos
miembros del equipo: Ignacio “Cabezapollo” Marzal y Blas
“Poruplicado” Ucendo. En común tenían los dos, la prohibición
expresa de no acercarse a ninguna fuente ígnea, dada la alta
concentración de etanol en su torrente sanguíneo y el notorio
amojamamiento de sus restos, proclives a arder como la yesca.
Cabezapollo ya
traía el mote incorporado y, el de Porduplicado, hace referencia a
que Blas, en este mundo, está repetido: tiene un hermano gemelo
visigótico. Cuentan que Blas, antes de nacer, mientras estaba en el
vientre de su madre, ya se mostraba travieso y descuidero en el
lavadero en el que lavaba a mano la ropa su madre: sacaba su
manecilla por la vagina y le robaba el jabón.
Nuestro móvil
era la venganza y, puestos a morir, hacerlo matando. El método
principal que emplearíamos sería el asesinato y posterior
descuartizamiento, esturreando los trozos en contenedores de basura y
vertederos, lugares estos, que no nos entrañaban las más mínima
repugnancia ni dificultad en cuanto a movilidad, por ser la principal
fuente de abastecimiento de nuestros productivos negocios.
Para conseguir
que te condenen, es imprescindible que aparezca “el corpus delicti”
y, sin cuerpo no hay delito. Esta fue la sensata conclusión a la que
llegó Roy DeMeo, capo mafioso de la familia Gambino (de New York,
USA) poniendo en practica, para deshacerse de las víctimas, el mismo
método que les he relatado antes. En menos de diez años, en la
década de los setenta, del siglo pasado, el Roy DeMeo y su equipo,
habían mullao entre setenta y cinco y dos cientos seres humanos: de
su misma calaña, para ser más exactos. Fue, si no el más
prolífico, uno de los que más en este menester, y a mi me daba un
poco de reparo, por si al empezar la faena, le cogía tanto gusto
como él y, en menos que canta un gallo, nos quedábamos sin clientes
en el Rastro.
Pero, por
casualidad, habíamos dado fin, mi familia y yo, a una paletilla de
jamón a la que solo le quedaba chicha en algunos recovecos.
Entonces, aprovechando la similitud que dicen que existe entre el
cerdo y algunos seres humanos, se me ocurrió entrenarme en el arte
del descuartizamiento y me enfrasqué en la faena, serrucho en mano.
Pero aquello estaba más duro que sus muertos, al hueso me refiero.
Los dientes del serrucho se embozaban con la grasa, patinaban y solo
pude conseguir hacerle, como aquel que dice, una mella. Visualicé la
cantidad de huesos que tiene un cuerpo humano y el faenón que
conllevaba el cortarlos con este método, que se me quitaron las
ganas de ponerlo en práctica.
-¿Qué
tienes que ver tú y el Outfit en la desaparición de Paco el
igualero?- Nada, señor inspector. Si bien es verdad que, lo
amenazábamos con lincharlo, porque no nos daba ni un reintegro,
nosotros no tenemos nada que ver en su desaparición ni mutilación:
ya le faltaba la mano izquierda cuando se puso a vender iguales en El
Rastro. Ahora tenemos a otro vendedor que le falta un ojo; pero, le
juro, que ya vienen manufacturados de esta guisa.
IV
Una vez que
dejé a un lado los remilgos, había que ponerse manos a la obra.
Pero no resultó tan fácil como en un principio creíamos, ya que la
suma de las partes del equipo era superior a los resultados que como
tal devinieron.
Reuní al
equipo en un bar, por las inmediaciones de la Estación del Norte, en
el que trabajaba Cabezapollo, como cocinero adjunto, para una amplia
y selecta clientela de extraviados calaveras que se buscaban la vida
y hospedaban por los alrededores. A Porduplicado le acompañaba su
novia Lurdes La Chochoeléctrico y, al Tutti Barati, su perro.
Cabezapollo,
consumido por una dilatada vida sin provecho, tenia el talle de una
alcayata y se ajustaba el mandil, comido de lamparones, a los
sobacos. Empezó por fregotear la mesa en la que nos habíamos
apalancado, con un trapo que, de la roña que tenia, dejaba surcos.
Es importante que me extienda en los detalles porque esta reunión
marcó el inicio y posterior desarrollo de nuestras acciones: fue
como aquel que dice, constitutiva. Constitutiva de delito, afirmó el
señor inspector.
Verá, le
cuento. Mientras Cabezapollo pasaba el inmundo trapo por el tablero
de la mesa, expelía efluvios de añeja humanidad y se le iban
cayendo, acompasadamente, unos fluidos de la nariz y otros de la
boca, a lo que no hace falta ser demasiado avispado para colegir que
eran mocos y babas. Cuanto más abría la boca, para seducirnos con
sus mañas culinarias y excitar nuestras papilas gustativas, más
babeaba, moqueaba y, por ende, más asco me daba. Mis compañeros de
equipo, que la mayor parte de los días se los pasaban tomando el
sol, por tomar algo de caliente, obviaban la escabechina,
embelesados, porque Cabezapollo iba a regalarnos el hocico con una
paella king size: sin exagerar, nos decía.
Nosotros éramos
cuatro y el chusquel del Tutti Barati que, por supuesto, era miembro
cofundador y destacado muerto de hambre. Acto seguido, Cabezapollo
abrió con la boca, una botella de vino peleón y se metió un
lingotazo, a gallote, para verificar la cosecha y marca registrada
del Tío de la Bota. A continuación, sirvió al resto del equipo, el
vino peleón, en unas copas de vidrio viscosas y adherentes. Con las
mismas, se adentró en un nido de grasa detrás del mostrador, al que
llamaba cocina, y se puso manos a la obra comenzando por el sofrito e
ingredientes y, acto seguido, con el caldo, sazonado, abundantemente,
con lo manifestado unos renglones más arriba, que deberían de
sobrepasar, con creces, el punto de sal.
Pero lo que más
trastornó mi estómago fue que, una vez acabada la mencionada
paella, salió del cuchitril, un tanto desazonado, dirigiendo la
mirada a todas partes hasta que sus ojos dieron con la solución
debajo de sus pies. Se trataba de unas hojas de periódico pisoteadas
y abatidas por el maltrato de parroquianos y el suyo propio; espolsó
el aserrín, ya que de todo tenían, y las sobrepuso encima de la
recién y humeante paella. No hace falta que diga cual es el fin de
esta popular estratagema, la de cubrir la paella con papeles, solo
pretendo apuntar, cual era la ética y pericia con la que se manejaba
Cabezapollo en el oficio.
Mientras el
equipo se perfumaba con el citado vino pendenciero, La
Chochoeléctrico me metía mano por debajo de la mesa sin que El
Porduplicado se percatara y, aunque lo hubiera hecho, no habría
pasado nada, pues gozaban ambos de plena autonomía en cuanto a lo
del Himeneo se refiere. Para quitármela de encima, le dije, por lo
bajini, que luego le echaría un polvito. La pobre se había tirado
un año y medio, en Picasent Woman, comiendo garibolos y haciendo
bollitos, por engatusar a un viejo y desplumarlo con malas artes y,
cuando salió, iba más salida que el pico de una mesa. ¡Qué pena!.
V
Acabado el
banquete y la sobremesa, a eso de las tantas, emprendimos la retirada
con intención de recogernos, cada cual en su morada, por los medios
a nuestro alcance, o sea, a pata. Como estábamos cerca del chupano
de Pepito Cuatroquesos, decidimos hacerle una visita, por si tenía
algo pa buscarse la vida. Vivía a orillas del cementerio, en un
descampado, en lo que antes fuera un molino de acequia desmantelado y
desvencijado que, en su día, tomó posesión, por la cara y, en poco
tiempo, fue adoptado por sus vecinos y nombrado pobre predilecto por
la Junta Municipal de Distrito. A lo que iba. Divisamos a lo lejos su
inconfundible carro (pa buscarse la vida) estacionado en la puerta,
lo que nos indicó, que se encontraba en las proximidades, puesto
que, el citado vehículo, era para él, lo que una almorrana al
ojete. ¡Pepito! Gritamos. Pero allí no respondía nadie, ni
siquiera los perros, que eran familia directa suya. El silencio no
nos cogió de nuevas, ya que a esas horas estaría bastante cocido.
Ni el olor que, todavía con la distancia a la que nos encontrábamos,
lo achacamos a su mote: Cuatroquesos. Cuando alcanzamos el umbral de
la puerta, fue cuando ese olor tomó cuerpo. La atmósfera era densa
y siseante. Se intuía una presencia. Encendimos las linternas que
siempre llevamos consigo, ya que no hay sábado sin sol ni rastrero
sin linterna y… ¡La madre que nos parió, que asco!. En el jergón
yacía Pepito Cuatroquesos sobre una gran mancha oscura. Los gusanos
daban cuenta de sus partes blandas con voracidad inusitada, entrando
y saliendo de los orificios naturales como en una bulliciosa factoría
en la que todos trabajan a destajo. Su cuerpo había tomado vida
prestada ¡hasta se movía! Miles de moscardas zumbaban ávidas en su
afán de poner huevos. A los pies de la cama, inmóviles y famélicos,
sus dos perros lo velaban abatidos por la pena y el hambre. Si no se
lo comieron, fue de milagro, y aunque si así hubiese sucedido, lo
entendería. Las tripas se nos revolvieron al unísono y, para cuando
alcanzamos el aire fresco de la negra noche, ya habíamos tirado las
ansias a base de descomunales arcadas que arrojaron hasta el último
grano de arroz y gota de vino.
Nos enjugamos
las lágrimas y babas con los faldones de las camisas y encendimos un
cigarrillo (el que tenia tabaco) y entablamos un coloquio a cerca de
hacia que lado íbamos a salir corriendo. Pero, como la curiosidad
era más fuerte que la jinda y, por encima de todo, estaba la
solidaridad corporativa… Así que, hicimos de tripas corazón y de
los pañuelos unas mascarillas, y nos adentramos en la pudorenta
escena.
¿A donde iría
a parar Pepito sino a una balsa de formol de la Facultad de
Medicina?. Como lo sabíamos, en nuestras manos estaba que aquello no
sucediera. Ante la ausencia de algún indicio de violencia,
autoridades y doctos exámenes forenses, dictaminé el óbito de
Pepito como muerte natural y, ordené al equipo, el levantamiento y
traslado del cadáver a las inmediaciones de la tapia del cementerio,
lugar donde reposarían sus restos mortales, al igual que, cuando
estuvo vivo, permaneció a la otra parte del muro de los
convencionalismos sociales.
Enrollamos a
Pepito en una inmunda alfombra y lo introdujimos en el carro. El
Tutti Barati encabezaba el sepelio con una azada al hombro.
Porduplicado, servicial como siempre, tiraba del carro vestido con
una chaqueta blazer, azul marino y botones dorados que, más que de
un marinero adulto, era de primera comunión; pero que de retirado,
podría pasar, perfectamente, por un chofer de El OCASO. Su novia, La
Chochoeléctrico, lo estimulaba a base de lingotazos y, yo y los
perros, o, los perros y yo, cerrábamos el cortejo fúnebre, todos en
fila india, por esos caminos enfangados de la Huerta Valenciana,
hasta llegar a nuestro destino, la tapia del campo santo. A los pies
de un “cupresus sempervirens”, excavamos su última morada que
debía de ser tan fría y húmeda como el chupano donde mal vivía.
La tierra estaba blanda y no nos costó mucho esfuerzo cavar el hoyo.
De no haber sido así, teníamos un plan B, minuciosamente elaborado
por Porduplicado que, consistía, en lanzarlo directamente por encima
de la tapia. Los perros tristes, huérfanos y desahuciados, lanzaron
al aire piadosos y lastimeros aullidos de despedida que conmovieron a
todos, especialmente, al Tutti Barati que se los apadrinó.
VI
Pero la cosa no
quedó ahí, en lo que a Pepito Cuatroquesos se refiere, señor
inspector. En el Rastro, todos tenemos mentores y mentoras que nos
muestran su lado más humano y campechano, en la medida en que
nosotros le mostramos el nuestro más estúpido, que es el mayor
tesoro que se pueda uno encontrar en el mercadillo. En esta línea de
cosas, el Tutti Barati estaba en tramites para que le arreglaran la
boca por mediación de un cliente que lo puso en contacto con la ONG,
Dentistas sin Futuro, perdón, sin Fronteras. Aprovechando la
coyuntura, como a mí me dolía una muela, me apunté al gorroneo.
Entramos en la clínica y nos dimos a conocer a la recepcionista. Nos
sentamos en la sala de espera, que estaba abarrotada de mellados, y
me fijé en un locuaz paciente que, a pesar de que hacia frío y no
había calefacción, se mostraba con el torso cubierto por una
camiseta con tirantes, nada más. Llevaba un tatuaje en el hombro
izquierdo con los emblemas de la Gloriosa Legión Española y la
consabida frase que decía: “soy el novio de la muerte”, la cual,
subrayaba de cuando en cuando, dándose vehementes golpes, con la
mano contraria, a la vez que manifestaba que él no necesitaba
anestesia. Entró el caballero legionario a que le sacaran la muela,
que era la misión que tenía encomendada, y la sala de espera quedó
sumida en un silencio denso a la espera de escuchar algún lamento o
quejido. Pero no se oyó nada. Al rato, en medio de la expectación,
la puerta de la consulta se abrió sigilosa y la figura del caballero
emergió abatida, con la cara pálida y dos lagrimones en las
mejillas. Se marchó por donde vino y, si te he visto, no me acuerdo.
Después entré yo y lo primero que le dije al doctor fue, que yo no
había hecho ni siquiera la mili y que permanecía soltero y sin
compromiso. El doctor se hizo cargo de la situación y me suplementó
la ración de anestesia con la que se ahorró del valiente caballero.
Me fui de allí y dejé al Tutti Barati en manos del galeno que le
estaba ajustando unos retoques a una dentadura de segunda mano, para
que le encajara, más que en la boca del Tutti, en el presupuesto.
Como estaba
cerca de la covacha de El Gordo, allá que me encaminé con paso
lento y un tanto espeso por la propina de anestesia. No he dicho
todavía que, tanto Dentistas sin Fronteras como la trapería de El
Gordo, se encuentran en la calle Balmes, en pleno corazón del barrio
chino. Ni que decir tiene que, cada chica con la que me cruzaba
resultaba ser una meretriz que me ofrecía sus servicios, y que cada
chico con el que me cruzaba, también, me ofrecía un amplio surtido
en drogas. Justo delante del establecimiento de El Gordo, se me
acercó un yonki y con voz pastosa me dijo:
-Señor ¿Me da
un euro para un bocadillo?- le contesté con un no rotundo que le
cortó el colocón que llevaba de metadona y otras sustancias. No
tuvo otro remedio que pretender quedarse encima, diciéndome:
-¡Claro, os lo
gastáis todo en drogas y en putas!
-¡Cómete la
cigala, ves, corre!- Le dije.
El inspector
soltó una carcajada que hirió mi susceptibilidad.
-¡Pero! ¿Cómo
se atreve a tratarme de putero y drogadicto? Bueno, la verdad es que
un poquito putero, si que soy; pero, ¿drogadicto? ¿a estas
alturas?. Me enfadé recordándolo.
-Si me río,
continuó el inspector, es porque a mi me dijo lo mismo el yonki al
que te refieres. Un día que yo estaba trabajando de incógnito, en
las inmediaciones de la calle Viana, se me acercó un individuo, con
más huesos que un cajón de dátiles, apoyándose en dos muletas, y
me dijo y yo le dije, lo mismo que él te dijo y tú le dijiste, solo
que yo, le enseñé la placa y se desvaneció, dejando las muletas
tras de sí en el suelo. Por cierto, enseguida las recogió otro
yonki “pa buscarse la vida”. Es contagioso esto de “pa buscarse
la vida”. Se me ha pegado sin querer.
-Lo mismo digo,
señor inspector, a mi también se me ha pegado lo de las diligencias
previas.
-Hecho
este inciso ¿A donde quieres ir a parar con tantos rodeos? Que das
más vueltas que un mariquita en El Rocío- Me dijo el inspector. Lo
que le quiero explicar es que, estando en la covacha del Gordo, en la
cual me encontraba por puro azar, tropecé con un cliente y amigo,
ínclito paleontólogo, que después de unos efusivos saludos,
iniciamos un coloquio que derivó, cómo no, en huesos. Mi
subconsciente se despertó al hilo de la conversación y, fue
entonces, cuando le propuse la venta de un Pitecántropo completo.
¡Que el Señor me perdone! porque no era del todo Pitecántropo:
tenía mezcla Carpetovetónica de la provincia de Albacete. Esto
último se me olvidó decírselo. Nosotros no es que mintamos, lo que
pasa es… que decimos la verdad a nuestra manera. Balbuceé un poco;
pero enseguida continué.
Volví a reunir
al equipo para exhumar el cadáver de Pepito Cuatroquesos, que
llevaba medio año enterrado. Se procedió a la labor con orden,
sigilo, diligencia y nocturnidad y, en el chupano de nuestro
correligionario (que en paz descanse donde estuviese) descarnamos los
huesos hirviéndolos en abundante agua: como los espaguetis. Una vez
limpios, los metimos en una caja de cartón, ad hoc, y procedimos a
la entrega en mano.
El sabio nos
recibió con los brazos abiertos y la cartera en la boca e intentó
ponernos al corriente sobre el origen del hombre y las especies. Para
cuando acabó, ya nos habíamos gastado el dinero.
A grosso modo,
esta es la historia que quería relatarle a propósito de Pepito
Cuatroquesos y las andanzas del equipo. Pero aún hay más, solo que
a partir de ahora me acogeré a la Quinta Enmienda.