jueves, 9 de octubre de 2014

CONFESIONES DE UN HOMERASTRO


El otro día, mirando la película El Pianista, de Roman Polanski, estuve a punto de alcanzar lo que en el budismo zen se conoce como satori o iluminatio. Me refiero a la secuencia de casi el final de la película, cuando el oficial nazi le pide al protagonista que interprete algo. Lo que toca al piano es la obra, Balada para piano Nº 1, en sol menor, opus 23, de su paisano Chopin. De haberse producido esto en otro contexto, como por ejemplo, el haberlo hecho en un teatro abarrotado de un público especialista y predispuesto a escuchar al virtuoso Szpilman, a la mayoría (lo digo mayormente por mi menda) nos hubiera pasado desapercibida, por no decir tediosa, en tanto que profanos en la materia. Pero el gran mérito del director fue el de involucrarnos en el asombro de ver y escuchar a un ser andrajoso, herido, muerto de hambre y comido de piojos; con la mirada aterrada de un animal, cuyo injusto fin sospecha inminente y, la convulsión de los sentidos que experimenta el oficial nazi, que, hasta ese momento, se sentiría, digo yo, que impune y arrogante, y que, como a él, en este caso a mí, mutatis mutandis, conmovernos al ser capaz de producir un sincero impulso de agradecimiento.  
  ¿Por qué digo todo esto o a santo de qué? Porque sospecho que hay un niño dentro de mí, al que con encono reprimo y maltrato si decide asomarse sin el debido permiso: a partir de ahora prometo sacarlo a pasear más a menudo.